19
La reunión entre el español y el nuevo líder de la resistencia se alargó más de lo que se esperaba. Abandonaron el parque por encima de la loma y se dirigieron al centro de la ciudad. Hacía años que León no paseaba por allí. Uno de los atractivos que Varsovia siempre había tenido para él, eran sus espacios verdes, lugares de tranquilidad por los que divagar sin la atenta mirada de los rascacielos.
Escuchando con atención como no había hecho desde hacía años, todo lo que decía el polaco cobraba sentido para él. Tras El Mal día, el grupo de insurgentes se esparció por pequeñas y grandes ciudades del país. Como ya le había contado Wiktoria, el reducto intelectual aprovechó la coyuntura para formar filas y tomar el poder. No obstante, había un pequeño inconveniente en todo ello: el español debía permanecer fuera de juego. Wiktoria había sido demasiado misericordiosa con León omitiendo la parte donde ponían precio a su cabeza. El español no daba crédito a lo que escuchaba de la boca de su acompañante, frío y tranquilo explicando los hechos.
—Yo estaba allí —dijo—. Supe que las cosas no tomarían el rumbo que deseábamos cuando decidieron poner una orden de busca y captura.
—No lo entiendo —contestó el español—. ¿Se puede saber qué hice mal?
—Nada, León —dijo Konrad—. No hiciste nada mal y aún así… perdimos. El poder siempre ha sido algo muy codiciado en las altas esferas de este país. La situación geográfica parece que nos da un halo de fuerza. Hay quien dice que todavía intentan levantar el legado del rey Sobieski y hacer una Polonia grande y fuerte, como en antaño.
—Malditos nacionalismos.
—La patria se convierte en una fuerza motora del pensamiento y el corazón —replicó el polaco—. ¿Acaso no hacemos esto por la misma razón? ¿La patria?
León guardó silencio y dio un soplido.
—No —dijo finalmente—. Ni patria ni bandera. No tengo nada de eso. Hace tiempo que me robaron todo tipo de anhelo.
—¿Entonces por qué no tiras la toalla y te escondes?
—Tampoco tengo familia. Mi patria es la sangre derramada de todos los que me han intentado derribar —contestó con voz seria—. Esa es mi patria. No lo olvides.
Pasaron una larga superficie con forma de concha en la que, durante los veranos, la ciudad organizaba conciertos de piano donde se interpretaban piezas de Chopin. Todavía era capaz de recordar el perfume de las chicas que se aglutinaban para coger sitio. Muchos se sentaban a los alrededores de la concha y otros lo hacían buscando un rincón cerca del estanque artificial. Entonces no quedaba nada de aquello, tan sólo un mísero recuerdo con el busto de piedra de Frederik Chopin. Anduvieron en silencio hasta llegar a una de las puertas que daba a la Avenida Ujazdowskie cuando León dio un largo vistazo a la infinidad de la calle. Un carril de dos sentidos casi vacío dejaba a sus lados las embajadas de los países más importantes. Al final del todo, la Plaza de las Tres Cruces permanecía intacta con el paso de los años, así como la estatua de San Juan Nepomucen y la famosa Iglesia de San Alejandro, circular y con una cúpula de color verdoso.
—Entonces… —insistió el hombre—. ¿Nos vas a ayudar?
León entendió que no tenía demasiadas opciones. Una vez más, volvería a encontrarse a merced de los intereses de otros, aunque tenía claro que en esta ocasión no iba a dudar de sí mismo. Lo había perdido todo y estaba dispuesto a perder su vida con tal de vengarse de una maldita vez. La leyenda volvía a despertar llena de odio acumulado.
—¿Cuál es el plan?
—Tal vez debiéramos movernos a un lugar más seguro —dijo el polaco—. Esta ciudad se ha convertido en un programa de telerrealidad. Hay cámaras por todas partes.
—¿Me vas a obligar a tomar otro autobús?
—No —dijo y puso un billete de cincuenta zloty en su mano—. Toma un taxi, yo haré lo mismo. Después, bájate en Nowy Świat y callejea como puedas hasta llegar al casco antiguo. Te vendrá bien recordar viejos tiempos… Sigue hasta la calle Midowa y verás una escuela de arte dramático con una mano de gran tamaño sobre la fachada. Entra y cruza la escuela. Eso te ayudará a evitar el tráfico.
—¿Y los monitores?
—Nadie pone atención a los estudiantes —contestó—, aunque tu aspecto puede llamar la atención. Te ayudará a alcanzar la calle Freta una vez que pases Rynek, la plaza del mercado central.
—Conozco el área —dijo el español con desdén.
—Mejor —afirmó el polaco—. Llegarás a un pub Belga sin pérdida. Una vez allí…
—Pediré un trago… —interrumpió el español.
—Muy oportuno —contestó tajante su interlocutor—. Por lo que tengo entendido, beber no te sienta bien.
—Habrás entendido mal.
—Como quieras… —Abandonó el tema—. Pregunta por Robert y dile que te sirva una cerveza de banana.
—¿Es eso una maldita contraseña?
—No —dijo con sorna—, pero te vendrá bien beber algo ligero mientras esperas.
Ambos se despidieron con un ligero gesto y varios segundos después, el polaco había desaparecido. El cansancio acumulado y las horas de sueño comenzaron a manifestarse en su cuerpo y cabeza.
Debes aguantar.
Levantó la mano y un coche no tardó en recogerlo. El taxista era un hombre a punto de jubilarse con el rostro deteriorado por una vida sacrificada de trabajo. Conforme le daba las indicaciones al conductor, su cuerpo comenzó a relajarse. Puede que fuese el olor a limón del coche, la blanda tapicería o el calor que salía por las rendijas laterales. Relajado y con los párpados agachados dio un vistazo al paisaje que se perdía con rapidez por la ventana. Pasada la Plaza de las Tres Cruces, de pronto, se dio cuenta de cómo el conductor lo observaba por el espejo retrovisor. Lo que en un principio pareció en una coincidencia, se acentuó con incomodidad.
No seas idiota, mejor no levantar sospechas.
—Déjeme ahí, ¿quiere? —Dijo indicándole la primera esquina que había tras una larga palmera de plástico en el centro de una rotonda—. Es suficiente.
—Como desee… —gruñó el hombre de pelo canoso y recortado—. Le conozco de algo… ¿No es así?
Una sacudida helada agitó su pecho.
—No… —dijo dubitativo despertando de nuevo—. No lo creo.
—Sí —contestó el conductor—. Ya sé.
León sacó el billete del bolsillo y puso la mano en el interior de su chaqueta. Sintió la culata fría de la Colt entre sus dedos.
—Tome —dijo y esperó a que el conductor le devolviera el cambio, pensando que sería demasiado sospechoso abandonar el taxi sin normalidad.
El conductor puso los treinta zloty en su mano y le miró a los ojos.
—Sí —dijo—. Ahora caigo… Usted es actor de televisión. Le vi en aquella película de policías.
León se bajó del taxi reconfortado por la falsa alarma y se introdujo entre la masa uniforme de viandantes y turistas que cruzaban una de las calles más transitadas de la ciudad.