7
Deambuló durante horas por las calles del barrio, preguntando por la apariencia del hombre asesinado, del coche que lo había aplastado contra la pared y de los ruidos de la noche. Nadie supo nada. Los más osados, jubilados y vagabundos, respondían con descaro pidiendo que los dejaran en paz. Por primera vez en un largo período, el miedo se había convertido en el combustible de su motor. La obsesión por dar una respuesta al suceso, le hizo olvidarse del alcohol, los problemas y de su propia familia.
Como una tarde más, Wiktoria se encontraba en casa calentando unas salchichas para Kalina. En la televisión, la misma imagen de siempre: dibujos animados. Aquel día, León frente a la puerta, escuchó las voces del interior.
—La cena está preparada, Kalina —dijo Wiktoria al otro lado de la puerta.
De fondo, podía escuchar el ruido de la televisión. Dispuesto a introducir la llave en la cerradura, se dio cuenta de algo.
Oyó una interferencia.
¿Qué demonios ha sido eso?
Sacó el teléfono de su bolsillo y marcó un número aleatorio. Mientras el aparato comunicaba en el altavoz, la interferencia se amplificó.
—Interesante —murmuró.
La entrada del ascensor estaba plagada de micrófonos. Cortó la llamada y comprobó el resto de puertas. En la misma planta, se encontraban otras seis viviendas. León miró al frente, concentrando su mirada en el ojo de buey de la primera puerta, caminó en línea recta tres pasos y fingió saltar contra ella.
No sucedió nada.
Repitió la misma acción dos veces más.
Siguió sin suceder nada.
A punto de desistir, creyendo que todo había sido una imaginación, pensó en probar por última vez. Escéptico se encaró contra la tercera puerta, la más lejana. Fingió tomar velocidad y se detuvo casi contra la madera. De pronto, se escucharon unos pasos. Alguien se había asustado al otro lado de la puerta.
—Así que eres tú, pedazo de mierda —dijo para sí mismo con la mirada en el suelo. Levantó la vista hacia el ojo de buey y sonrió.
Tocó el timbre.
Nadie abrió la puerta.
Volvió a pulsar el interruptor.
El apartamento parecía estar vacío.
—Cobarde, abre la puerta —contestó.
Dio media vuelta y regresó a casa.
—¿Dónde estabas? —Preguntó Wiktoria. Temía que hubiese vuelto a beber, pero no olía a alcohol—. Me tenías preocupada.
—Tenemos que largarnos de aquí —dijo—. Los tres, ahora.
—No empieces, León… —dijo ella—. No con la niña…
León se acercó y le agarró del brazo.
—La entrada está plagada de micrófonos —susurró al oído de la chica—. Jan, el del bar, me ha dicho que alguien ha estado preguntado por mí. El vecino del 33 me observaba mientras comprobaba el pinchazo… ¿Quién vive ahí?
—Un vejete… ¿Cómo estás tan seguro?
El español notó algo extraño en su rostro. Por primera vez, Wiktoria no le tomaba como a un desquiciado.
—Por el amor de Dios, Wika —dijo—. ¿Todavía sabes cómo abrir puertas?
—No, no podemos dejar a Kalina sola.
—Si me conocen a mí, también la conocerán a ella.
Wiktoria miró a Kalina que pinchaba las salchichas hervidas con un tenedor.
—Kalina, hija —dijo—. Vamos a salir un momento tu padre y yo…
—¿Estás borracho papá? —Preguntó con inocencia—. ¿Vais a discutir de nuevo?
—No, hija —dijo él—. Hoy, no… Si tocan a la puerta, no abras, ni te muevas.
—Escóndete y no grites —dijo Wiktoria—. Nunca funciona.
La niña siguió mirando a la pantalla, como si las palabras de sus padres no fueran más que una retahíla de frases hechas propias de un adiós.
Wiktoria agarró una ganzúa, un cuchillo de cocina y la pistola del armario. León se adelantó y señaló a la puerta.
—Posiblemente esté ahí, si no se ha largado —explicó—. No hagas ninguna tontería.
Su compañera lo miró como si hubiese dicho alguna insensatez.
Wiktoria introdujo la ganzúa, un alambre en el interior de la cerradura y después, hizo palanca para forzar la cerradura.
—¡Ahora! —exclamó.
León tomó impulso y dio una fuerte patada que echó la puerta hacia atrás. El interior del piso se encontraba vacío. Una corriente gélida que entraba por la ventana les atizó la cara.
—¡Mierda! —Exclamó León.
Un estudio antiguo y sin reformar, propio de la época socialista polaca, que poseía una nevera, una vieja cocina y un sofá cama rodeado de botellas de cerveza Tyskie.
León se asomó a la ventana, que daba a un jardín interior que conectaba con la calle de atrás. Abajo, la silueta de un cuerpo sobre nieve virgen. Al saltar desde un segundo piso, la nieve habría amortiguado la caída. El rastro lo llevó hasta la salida del jardín, uniéndose al asfalto y hasta una plaza de aparcamiento vacía:
—¡Joder, se ha largado!
—¡Ven aquí! —Ordenó Wiktoria.
Cerró la ventana y se acercó a la chica, que parecía haber visto a un fantasma.
—¿Qué ocurre? —Preguntó—. ¿Has encontrado algo?
Wiktoria se acercó a León y le abrazó. Después, rompió a llorar.
—Tenías razón, León… —dijo ella entre lágrimas—, no quería creerte… pero tenías razón…
León agarró uno de los papeles que su pareja sostenía.
Era otro mensaje impreso y escrito con una tipografía similar a la de las máquinas de escribir antiguas.
El mensaje estaba dirigido a un misterioso Pan W (Señor W), encargado de supervisar los movimientos del español y su familia. El emisor del mensaje exigía un informe detallado con las acciones de los futuros tres días de la familia. Al concluir la misión, el misterioso Pan W podría abandonar su posición y dejar el informe en la habitación 54 de la tercera planta del Mercure Warszawa.
—Nos están vigilando, Wiktoria… —dijo el español al leer el mensaje—. ¿Pero quién?
—No lo sé, pero estoy harta… de verdad —dijo llena de impotencia.
—Yo también lo estoy —dijo él—, pero voy a averiguar quién está detrás de esto.
—No seas estúpido, León —dijo—. No puedes ir muy lejos así…
—Quédate con la niña, marchaos a alguna parte, haz una llamada, lo que sea… —contestó él—. Voy a ir a ese hotel y obtener respuestas. Después, os encontraré a las dos.
Wiktoria le dio un beso en los labios, puso la pistola en el bolsillo de su abrigo y le abrazó con fuerza.
—Todo saldrá bien —dijo—, ya me conoces.
—Te quiero, León.
—Y yo a ti, a vosotras —contestó—. Sois todo lo que tengo.