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Con un escenario propio de tragicomedia, León jugaba a las identidades para pasar desapercibido entre las diferentes gentes del barrio. Los polacos lo consideraban un ruso de carácter atípico, incapaz de dominar ninguna de las dos lenguas. Ciudadanos rusos y ucranianos veían en él los reflejos del vecino y un problema de dicción. El misterio de su origen no tardó en transportar el chisme a todos los rincones del distrito.

La ciudad se encontraba en un proceso delicado en el que las facciones políticas buscaban su representación. Las brasas de un conflicto civil confuso, adormilado y ruidoso, no dejó más que heridas abiertas, desinformación y propaganda alarmista. Polonia se convertía en un campo de experimentación para el resto de naciones, que observaban en aparente silencio aunque con fuerte colaboración, el desarrollo de un nuevo Estado.

El futuro de una nueva democracia en Polonia tomaría el rumbo del resto de naciones.

Mientras tanto, la tanda de inmigrantes de otros países que por allí paseaba, no hacía más que aumentar. Que la nación todavía no fuera parte de la zona Euro, había ayudado a levantar su divisa frente a las bajadas por el conflicto bélico.

Entre tanta heterogeneidad, León era conocido como Lev para la mayoría. Otros, lo llamaban tajemnicy, haciendo referencia al halo de misterio que desprendía.

En poco tiempo, se había ganado la confianza de algunos y el respeto de muchos. El bigote largo y frondoso, repleto de canas, así como su cabello, y unas gafas de pasta que le hacía los ojos más grandes, lo mantenía alejado de las alertas policiales.

Al pasear por Bielany, todavía quedaban restos del ayer, papeles quemados sobre los muros en los que las fuerzas del Estado pedían la captura de los rebeldes.

León frecuentaba un pequeño restaurante de comida casera en el que Jan, un hombre grueso y calvo, y su esposa Monika, servían raciones de pierogi, schabowy y kotlety a los trabajadores. El menú estaba escrito con letras imantadas sobre una pizarra blanca y la máquina registradora era anterior a la Primera Guerra Mundial.

El español se paseaba allí durante la media tarde para encontrarse con los que sí trabajaban y habían terminado la jornada, que acudían para llenar el estómago en las mesas, mientras veían la televisión y bebían zumo de manzana.

—Buenos días —dijo León al abrir la puerta. El calor del interior le invitó a quedarse—. ¿Qué has hecho hoy de comer, Jan?

—Lev —dijo el dueño del bar al verlo entrar—. Lo siento, pero debes marcharte.

—Vamos, por favor, Jan… —contestó el español.

—No puedo servirte comida, no aquí.

Los que allí estaban sentados, lo miraron desde las mesas.

—Te prometo que te pagaré mañana —dijo él—. Seguramente, empiece a trabajar el lunes.

—Ya has oído al viejo —contestó un chico con la cabeza medio afeitada mientras se introducía medio filete en la boca—. Lárgate y déjanos comer tranquilos.

De pronto, un hombre con abrigo que había a su lado, le mantuvo la mirada.

—¿Tú qué miras? —Dijo León amenazado—. Regresa a tu plato.

—Haz el favor, Lev —dijo Jan desde el mostrador—. Mantén la fiesta en paz.

—¿Tu nombre es Lev? —Preguntó el hombre. León lo notó intrigado, aunque no parecía una amenaza.

—Ya has oído al dueño.

—El mismo Lev que vivió en Pastavy, ¿cierto?

Un escalofrío atravesó la espalda del español.

Helado, se acercó al rostro del hombre.

—Vuelve a mencionar ese nombre —susurró—, y te arrancaré los dientes.

Después se levantó y salió del bar. Tan pronto como cerró la puerta, caminó rápido entre las montañas de nieve, intentando no resbalar por las baldosas.

La puerta se abrió de nuevo, miró atrás y vio a ese tipo con abrigo gris y sombrero. León apretó el paso como pudo, limitado por la pierna de acero.

—¡Espera! —Gritó el desconocido—. ¡Necesito hablar contigo!

La calle vacía, arropada por las farolas y una tormenta de nieve que no cesaba. La noche convertía el lugar en un escenario siniestro, pulcro y habitado por coches aparcados en fila. El español se escondió tras una de las casetas de un pequeño bazar, ya cerrado a esas horas. Escuchó los pasos del desconocido, confundido entre los callejones. León jamás perdió ni su olfato ni la agilidad para anticiparse a los movimientos del enemigo. Cuando vislumbró la sombra de aquel hombre, apareció por detrás y lo agarró por el cuello.

—Mantente callado —dijo León sujetándolo por la espalda y coaccionándolo contra una pared—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres?

—Tengo un mensaje para ti… —dijo.

El hombre no intentó forcejear, lo que resultó de lo más intrigante para el español. Poco a poco, redujo su fuerza y lo dejó libre.

—¿Un mensaje? —Preguntó—. ¿Cómo has dado conmigo?

El hombre sacó un sobre azul de su abrigo. Los copos de nieve caían en su cabeza.

—Esto es para ti —dijo. León tomó el sobre—: Roman Komarnicki está vivo.

Un latigazo sacudió su corazón.

—Se trata de una broma, ¿verdad? —Dijo nervioso—. ¡Habla!

—No tenemos tiempo para hablar, León —respondió el hombre—. Mi misión era entregarte el mensaje.

En el silencio de la noche, escucharon el rugido de un motor de coche.

—¿Quién te envía?

—Mierda… —dijo y sacó una pistola de su bolsillo—. Tienes que largarte, vamos.

León encontró en el rostro de aquel misterioso hombre, una mirada que ya conocía: la mirada del miedo. Sin dudar, corrió en dirección a la oscuridad de una hilera de portales oscuros. Un coche alumbró al mensajero que le había dado la carta. El hombre disparó contra el vehículo. El coche aceleró en dirección al mensajero y lo empotró contra el muro de piedra, así hasta pasar por encima de él.

Se escuchó un fuerte golpe.

Un rastro de sangre manchó la nieve.

León siguió caminando entre el olor a orín y carne muerta de los supermercados.

El coche se adentró en la calle en su búsqueda. León escuchó varias voces de hombres hablando en polaco. El sedán dio varias vueltas a la manzana hasta que uno de los matones bajó del vehículo y caminó hacia él. Era un hombre rubio, pero no logró ver más.

El español se escondió en la entrada de un basurero comunitario. Los pasos se intensificaron hasta que el hedor lo detuvo.

—¡Qué asco! —dijo la voz. Dio media vuelta, regresó al sedán, se montó y el vehículo desapareció.

León aguardó unos minutos más hasta asegurarse de que se habían marchado.

Le temblaban las articulaciones.

Palpó con sus manos el interior del abrigo, sacó el envoltorio azul y lo abrió.