29

El cielo de Varsovia se encontraba gris, cubierto de nubes sin un claro desesperado que tratara de abrirse paso. Las primeras nevadas advenedizas, propias de finales de noviembre, habían desaparecido, aunque todavía se podían ver rastros de hielo agarrados a las baldosas. Sería un invierno extraño para todos.

León se detuvo frente al Mausoleo de Stanisław Kostka Potocki, un sepulcro levantado en lo alto, con cuatro leones vigilando cada una de sus esquinas. Al fondo, la iglesia de Santa Ana, brillante con sus cúpulas redondas de color verde turquesa, junto al Palacio de Wilanów. Al lado de León, protegido con bufanda y abrigo de paño, se encontraba Konrad, el líder de la resistencia.

Todo había salido mal en los últimos días.

Todavía no se había recuperado de la pérdida del chico.

¿Una trampa?

No sabía en quién confiar y el tiempo se agotaba. León necesitaba respuestas a preguntas que nadie escuchaba.

Tras lo ocurrido con Kamil, había pasado varios días bebiendo sin salir a la calle.

Finalmente, Bartek forcejeó con él hasta meterlo bajo la ducha. Después, un coche lo recogería para llevarlo hasta Wilanów.

El jefe quería verlo.

El vaho salía de sus bocas al respirar. No había nadie.

La zona estaba poco transitada.

—¿Crees en Dios, León? —preguntó Konrad con la vista clavada en la tumba de Potocki.

—¿Cree Dios en mí? —respondió.

—Dios es nuestro padre —dijo el polaco—. No necesita creer en nosotros. Él nos protege, nos prepara y nos enseña. Tan sólo debemos escucharle.

—Suena gracioso…

—¿El qué?

—Hace años que intento escuchar lo que me dice… —dijo León—, pero parece ser que dejó de hablarme.

—Tan sólo has perdido la fe…

—Yo era un gran tipo —explicó el español—, tenía una vida normal, al uso… Quería a los míos, trataba de labrarme un futuro… Era joven y estaba hambriento por comerme el mundo, la vida… Hasta que llegué aquí, por una casualidad… y no entraba en mis planes quedarme, tampoco pasar por todo esto… El mundo está lleno de hombres viles y despiadados… Hombres que salen impunes de sus actos, protegidos por una mano que los agarra para burlarse del resto y los deja libremente burlarse de ellas… Y sin embargo, yo sólo me enamoré de la persona equivocada… Eso fue todo, cometer un pecado, poner el ojo en quien no debía… Todos estos años me he preguntado si lo que hice, realmente merecía un castigo tan severo.

—Estás vivo, ¿qué más quieres? —contestó el polaco—. Después de todo, eres de las pocas personas que no ha terminado en una zanja. Eres un héroe para una patria ajena a la tuya, la persona que logró dar esperanza a un país que iba de regreso a la ruina.

—Nunca quise ser el héroe de nadie —refutó.

—No eres tú quién lo elige, León —contestó Konrad con seguridad—. Es él, quien te elige a ti y debes aceptarlo como tal y como viene…

—Si tú lo dices.

—¿Acaso crees que alguno de nosotros deseábamos en un futuro así? De pequeño siempre quise ser futbolista, sin embargo, las cosas se torcieron… Pude quedarme viendo la vida pasar, de nuevo, sucumbiendo ante el poder de un ser ajeno, regalando mi libertad… Pero no lo hice, Wiktoria tampoco lo hizo.

—Es duro levantarte cada mañana pensando que te volverás a cruzar con la muerte.

—Nadie nos enseña a morir, aunque forme parte de esta vida.

—Sí, en eso debo darte la razón… —dijo el español—. La muerte es la cara B de las discos buenos… Nadie quiere oír sobre ello.

—¿La cara… qué? —preguntó el polaco desconociendo lo que había querido decir su acompañante.

—Olvídalo —contestó—. ¿Para qué me has citado aquí?

El polaco miró a su alrededor. Se mostraba intranquilo.

—Tengo la sensación de que se nos escapa algo, León —explicó—. Todos, estamos cayendo todos… Nosotros podemos ser los siguientes.

—Confías demasiado en tu gente, Konrad.

—Tienes razón —dijo—. Pero, por suerte, estás tú aquí.

—Confías demasiado en mí.

—Eres el único que sé que no me va a traicionar.

León cambió su expresión. Aquel chico parecía abatido por momentos.

—¿Por qué dices eso?

—¿No lo ves, León? Dime que lo puedes notar… —explicó—. Se trata de una cuestión de poder… Hoy, soy yo… Mañana soplarán los vientos por aquel que les ofrezca un futuro más próspero.

—En estos momentos, no existe tal cosa…

—Sé de lo que hablo. Detener el Proyecto Feniks sólo nos librará de la garra de Komarnicki, pero… ¿Quién gobernará después? Recuerda lo que hicieron los soviéticos al terminar la guerra. Esperar como cobardes al otro lado del río…

—Recuerda cómo terminaron las cosas hace diez años. No es necesario irse tan lejos…

—Así es —asintió—, y por eso debemos buscar una alternativa, una forma de detener ambos frentes. Bosko no es el único presente en las líneas enemigas…

La ambición desesperada de Konrad por alcanzar la victoria le hizo sopesar.

Al español nunca le entusiasmó el protagonismo, pues siempre prefirió vivir bajo el anonimato. Sin embargo, esa cuestión de poder y control comenzaba a desquiciarle.

—¿Qué harás si vencemos?

Konrad guardó silencio varios segundos.

—No haré nada —dijo en un tono lineal—. Ellos no me quieren a mí, la gente necesita un líder y tú serás quien ocupe ese lugar.

—Un tipo demacrado con la pierna de aluminio…

—Tú devolverás la fe en la democracia —prosiguió ignorando los comentarios jocosos del español—. Buscaremos a la clase política adecuada, les entregaremos a la gente mejor preparada para que gobierne este país y buscaremos la ayuda necesaria para establecer unos valores fraternales y libres.

La rueda volverá a girar hasta llegar de nuevo a esta situación.

Pero algo en el interior de León le decía que debía continuar. Hasta el momento, Konrad le había mostrado sus debilidades, un detalle que el español habría evitado a toda costa. Se dijo a sí mismo que apoyaría la causa mientras el hombre que tenía delante siguiera con vida. Con los años, se había dado cuenta que sólo la obsesión, más allá del deseo, era capaz de convertir las ideas en realidades. Si Konrad avanzaba, pronto se encontraría con su hijo y con Irina.

Alcanzado ese punto, Konrad pasaría a un segundo plano.

Pero eso al español ya no le importaría.

—Está bien —contestó con una sonrisa—. Haré lo que digas.

El polaco asintió con la cabeza a modo de agradecimiento. Después, introdujo la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó las llaves de un coche.

—Acompáñame —dijo—. Hay algo que deberías ver antes de que sea tarde.

Abandonaron el mausoleo y caminaron hasta la entrada de un restaurante que se encontraba a escasos metros. Un taxista esperaba apoyado en el capó de su Volkswagen. León cruzó la mirada y el hombre encendió un cigarrillo mirando a otra parte. Konrad introdujo la llave en la puerta de un Toyota Corolla antiguo de color plata con el trasero alargado.

—Una reliquia —dijo el español al entrar. El coche olía a tapicería antigua y a pino—: Esto debería estar en un museo.

—Tú también… Y sigues dando guerra.

León observó los bloques de viviendas que, durante las últimas décadas, habían deforestado las áreas naturales y salvajes de las afueras de la ciudad.

Con los años, Powsin había dejado de ser una zona tranquila y natural para formar parte del conglomerado de viviendas suburbanas que toda familia hipotecada deseaba. Mientras miraba por la ventana, se dio cuenta de que algunas cosas no cambiaban, entre ellas la carreteras, todavía parcheadas con materiales baratos.

La radio tenía sintonizada una emisora de rock polaca. Por los altavoces salían los acordes de Stacja Warszawa, un clásico de los polacos Lady Pank. León todavía recordaba la melodía y partes de la letra. Su cuerpo reaccionó con una erupción fría aunque placentera.

El español sonrió.

Como las carreteras por las que circulaban, las canciones tampoco perdían su fuerza.

—Resulta interesante —dijo interrumpiendo la música.

—¿El qué?

—Cómo la mente almacena recuerdos y los mantiene intactos, olvidados y escondidos, hasta que alguien da con la tecla idónea.

—¿Lo dices por la canción? —preguntó el polaco con escaso entusiasmo, mirando al frente y con las dos manos al volante.

—Claro.

Konrad se rió.

—Suena tan analógico y ruidoso —dijo el chico—. Supongo que su momento fue revelador para muchos, pero hoy…

El chico tenía razón. Tocar una guitarra se había convertido en una herramienta musical tan arcaica como para el español lo era aporrear un arpa. Con los años, la tecnología, los sintetizadores y la simulación virtual habían suplantado el uso de instrumentos analógicos y eléctricos. Las canciones apenas llevaban pistas de voz y los avances permitían alcanzar nuevas sensaciones extrasensoriales con la combinación de notas y ondas neuronales.

Pero León lo tenía claro: sin rock, no había revolución.

Cruzaron la larga carretera dejando atrás una hilera de casas que iba menguando en número a medida que se acercaban al bosque. Los recuerdos, como los acordes de la canción, comenzaron a amontonarse en su cabeza, uno encima de otro, apretándole la sien.

Los escalofríos de placer se convirtieron en sudores húmedos y desagradables. No había regresado al bosque de Kabaty desde El Mal Día, y jamás entró en sus planes volver a hacerlo. Estaba a punto de abrir el cajón de los recuerdos y las pesadillas, pero entendió que, si buscaba una respuesta a todo, esta se encontraría allí.

Era el único legado que Wiktoria le habría dejado.

Konrad estacionó frente a una entrada.

—Sólo tienes que pedírmelo —dijo el polaco mirando al frente.

—No te detengas —contestó.

El bosque tenía un aspecto descuidado, seco por la llegada del invierno y poco transitado. Tras lo sucedido en El Mal Día, la antigua base militar que habría servido en su día para combatir el nazismo, y posteriormente, a Komarnicki, no era entonces más que un montón de escombros. El coche atravesó un camino de piedras, sorteando los troncos muertos que obstaculizaban la travesía, hasta dar con un muro de varios metros de altura, oculto por la naturaleza y un montón de árboles tumbados.

—Dos mujeres me trajeron secuestrado hasta aquí —dijo el español.

—Siempre hay una primera vez, amigo —contestó mencionando la última palabra en español—. Debemos ocultar el coche y sacarlo de la senda. Es ilegal permanecer aquí. Aunque esté inhabilitado, el área sigue bajo la tutela del Gobierno.

Arrastraron el sedán fuera del camino y lo taparon con ramas de árboles que encontraron por el suelo. Después, Konrad palpó a ciegas bajo la maleza que ocultaba la muralla hasta dar con una puerta metálica.

—¡Bingo! —exclamó con una sonrisa.

Al cruzar el umbral, una luz cegadora dio de lleno en los ojos de León. Podía oler la pólvora quemada en el campo de tiro, sentir el ligero perfume de Wiktoria a su alrededor. A lo lejos se encontraba uno de los edificios que había servido como base de operaciones. De un vistazo supo localizar la caseta en la que había dormido durante varias noches. Era como viajar en el tiempo, enfrentarse a los fantasmas y regresar a casa con un amargo sabor de boca. Entonces, pensó en beber.

Necesitaba echar un trago, sentir el alcohol en su garganta.

No sabía por qué, lo había controlado durante algunas horas, pero el cuerpo gritaba desde la boca del estómago con una dureza inhóspita.

Una botella de vodka. Seguro que el chico tendría algo en el coche.

Cualquier cosa sería suficiente para achacar el dolor que nacía como un virus y se apoderaba de sus órganos.

—Echemos un trago —ordenó mientras caminaban hacia la entrada del edificio.

—¿Cómo?

—Me has oído bien —contestó—. Dame las llaves del coche.

—No —respondió con seguridad—. Aguanta como un hombre.

—¿Como un hombre? —dijo el español. Comenzaba a estar más y más nervioso—. Me vas a decir lo que es ser un hombre… Hazte un favor y dame las malditas llaves.

—Te he dicho que no —dijo Konrad—. Lucha y aguanta. Puede aparecer cualquiera. Te necesito despierto.

Pero León ya no escuchaba. Para evitar un enfrentamiento físico, prefirió esperar y confiar en que todavía quedaran botellas sin terminar en el bloque.

Cruzaron la entrada, olía a polvo, muebles viejos y abandono. El agua de la lluvia había desconchado la pintura de las paredes.

El eco de sus pasos despertó aún más el recuerdo de aquellos días.

—Al segundo piso —dijo León todavía enfadado—. Esto parece una casa de fantasmas.

Junto a las escaleras, Konrad abrió una caja blanca pegada a la pared y bajó las palancas que ponían en funcionamiento el sistema eléctrico. Se escuchó un estruendo y el girar de una turbina. La resistencia de los ventiladores se accionó, los tubos blancos que colgaban del techo comenzaron a radiar luz artificial. Con el camino iluminado, llegaron a la segunda planta sin problemas hasta que el español volvió a detenerse en el pasillo.

—Espera… —dijo advirtiéndole con el brazo—. Escucho voces.

Konrad se echó la mano al rostro.

—Es la abstinencia.

—No —insistió—. No son voces de locura, ni de fantasmas. Escucho las palabras que mi memoria almacenó aquellos días.

—Intenta pensar en otra cosa, pronto lo olvidará.

—¡Calla! —exclamó el español—. Debe de ser un deja-vu o como demonios se llame… Sólo sé que puedo escuchar las voces, como si estuvieran vivos, aquí…

Konrad bajó el brazo de León que seguía en alto, hipnotizado por lo que sucedía en su cabeza.

—¡Escúchame! —ordenó agarrándolo del abrigo—. Yo también estuve aquí… y no escucho nada.

—Tal vez sea eso… —dijo León—. Que temas no poder escuchar nada.

El polaco lo soltó.

—Si te he traído aquí es porque creo que debes ver algo… —dijo, dio media vuelta y caminó hacia el fondo del pasillo. El español lo siguió hasta una sala en la que había un ordenador antiguo sobre una mesa, una impresora, un macetero en el alféizar de la ventana y un vaso de café usado.

—Su perfume… —dijo León.

—Encontré esta carpeta de documentos —dijo Konrad mientras sacaba un archivador amarillo con folios arrugados. Lo puso encima de la mesa y pulsó el botón del ordenador.

León sacó un montón de folios sujetos por una grapa, y los puso sobre la mesa. En la página frontal estaba escrita en mayúsculas la palabra POUFNE, que significaba confidencial.

Pasó la primera página.

Un título.

Proyecto Feniks.

León levantó la vista y miró al polaco. Este le invitó a que siguiera mientras esperaba se iniciara el sistema informático.

Pasó las páginas despacio, encontró planos detallados de la vieja casa de verano de los Komarnicki. Siguió pasando las hojas, leyendo por encima los títulos en negrita, cruzando la vista entre las descripciones.

—Agua pasada —dijo desinteresado.

En una de las páginas encontró una fotografía en blanco y negro de un laboratorio. Las notas habían sido escritas un año antes de El Mal Día. El informe desvelaba la construcción de instalaciones médicas en la vieja localización del Proyecto Riese, en la Baja Silesia. La persona que lo había redactado informaba de la presencia de supervisión extranjera. El Proyecto Feniks contaba con alto presupuesto financiado por firmas privadas registradas en Polonia, Alemania y Suecia. Los planos no sólo contendrían salas de operaciones, frigoríficos industriales y laboratorios dotados de la última tecnología, sino que también la estructura de un búnker antinuclear.

A medida que León continuaba la lectura, el corazón latía con más fuerza en el interior de su cuerpo. Sudores helados, fruto de la incontinencia y la ansiedad, recorrieron su tronco. Agarró la encuadernación y la lanzó al suelo.

—¡No puede ser cierto! —gritó.

Konrad continuó relajado. Parecía esperar una reacción así.

—¿Cómo es posible que tuvieran esta información y no supiera nada? —preguntó el español—. ¡Es absurdo! ¡Estúpido! Fuimos en la dirección que no debíamos. Se sacrificaron muchas vidas por un error así…

Konrad se rascó el mentón.

—Existe la posibilidad de que este documento —explicó—, jamás viera la luz… Desconozco quién dio la orden final, pero existen evidencias de que habían oído hablar de los planes de Komarnicki.

—Wiktoria —dijo León—. Ella tomó el mando. Pero… ¿Por qué haría algo así?

—Lo siento —contestó el polaco—. Hay más, lee esto.

Sacó otro montón de folios unidos por un hilo. En la portada aparecía de nuevo la palabra confidencial junto al nombre de León.

—Qué demonios…

Esta vez, lo tomó con furia.

Era su expediente.

En las primeras páginas encontró diferentes fotografías de él: más joven, junto a Zofia, en el apartamento de Kasia, la madre de Wiktoria.

Junto a las fotografías existía un perfil psicológico que remarcaba la conducta agresiva, su excentricidad y algunas carencias afectivas. El documento situaba, en principio, a León como cabeza de turco para despertar a los topos de Komarnicki. En caso de que la misión fuese un éxito, el español sería utilizado como imagen pública o mártir por la causa, antes de ser redimido, expatriado o en caso de conflicto, aniquilado. Junto al texto había fotos de otra figuras históricas como Ernesto Guevara, Jesús de Nazaret o Lenin. Mantendrían su imagen como arma propagandística hasta que el nuevo gobierno tomara el control del país. Así como Komarnicki se usaba a sí mismo como el símbolo del orden y la paz, León se convertiría para los polacos en el antagonista principal del político.

La pantalla del ordenador se encendió llamando la atención de los dos. Se escuchó un pitido.

León salió del estado hipnótico y levantó la vista.

—Alguien guardó una copia de seguridad en estos discos antes de que todo se fuera al traste… —explicaba el polaco mientras abría uno de los documentos. En la pantalla apareció una simulación gráfica en tres dimensiones de las marchas por el Día de la Independencia—: Los puntos rojos son cámaras de seguridad. Como ya sabrás, todas las ciudades del país se encuentran monitorizadas.

—Desde hace décadas… —contestó el español—. ¿Qué importancia tienen en esta operación?

Konrad cerró la simulación y abrió otra carpeta con fotografías.

—Aerosoles, aspersores por control remoto… —dijo—. Los puntos rojos serán su localización.

El semblante de León empalideció de nuevo.

—Es una locura —respondió—. ¿Qué pretenden? ¿Gasearnos?

—No exactamente… Un derivado del Fentanil —explicó Konrad mirando los prototipos con preocupación—. Todos caerán dormidos… En realidad, bastaría con cualquier opiáceo sintético utilizado en las operaciones policiales.

—¿Y después?

—Será demasiado tarde.

—¡Estamos perdiendo el tiempo! —exclamó León.

—Son sólo prototipos de un hombre que ya no vive —respondió—. Los medios llevan diez años removiendo el barro sin encontrar nada.

—De todos modos… —dijo León—, hay algo que no me cuadra. Si Komarnicki está muerto y sus hombres no tienen acceso a las instalaciones gubernamentales. ¿Quién pulsará el botón?

Konrad se echó las manos a la cara.

—Es la respuesta que busco, León —dijo—. Por eso necesito tu ayuda, necesito que me cuentes la verdad.

—¿Qué verdad es esa?

—Si confías en mí y crees en la libertad —contestó—, tienes que contármelo todo. Tengo que saber qué ocurrió antes, durante y después de El Mal Día.


Dos horas más tarde y con una botella de vodka que Konrad guardaba en el interior de su maletero, León sacó de sus entrañas recuerdos sepultados en lo más profundo de su memoria. Pese a los treinta años que habían pasado desde que Zofia y él se conocieran, muchos de los hechos permanecían intactos, llenos de detalles y color. León se sintió enérgico al hablar de Komarnicki. Hacía una década que no pronunciaba aquellos nombres. Konrad escuchó las miserias de los años de Pastavy y se puso al corriente de quién era Irina y por qué se había casado con ella.

—Esos cerdos rusos me iban a convertir en solomillo —explicó.

Las palabras se volvían más y más densas a medida que los días se acercaban a la fecha en que perdería su pierna. El Mal Día todavía seguía reciente, tatuado a la piel como un corte profundo. León entró en un trance hipnótico de nuevo, al recordarse a sí mismo bajo las paredes del edificio en el que se encontraban.

La historia siguió hasta su encuentro con el político, en el que vio por última vez a su hijo.

—¿Por qué no mataste al chico? —preguntó a sangre fría.

El español lo miró a los ojos ofendido.

—No parecía tener intenciones de matar a su padre.

—Entonces desviaste el disparo hacia Roman…

León tragó saliva ácida que le rasgó la garganta.

—No.

—No te entiendo.

—Ya te lo he dicho —insistió—. Yo no maté a Komarnicki. Fue Wiktoria.

Konrad abrió los ojos con sorpresa.

—¿Wiktoria?

—¿Estás sordo?

—Pero ella…

—Ella tampoco mató al chico —contestó—. Te dije que no sería fácil de escuchar.

El polaco se echó las manos a la cabeza. León tuvo la sensación de que todo por lo que había luchado, todo aquello que había creído durante años, se despedazaba por una gran mentira.

—Ese fue su error —dijo Konrad—. Dejar al chico con vida ha pospuesto los planes de ese cabrón.

—Wiktoria era una buena mujer —contestó León—. Ninguno de nosotros estábamos preparados para lo que iba a suceder.

—¿Por qué te crees que el chico está en Londres?

—Protección —respondió el español.

—No —contestó—. El chico es parte del plan, porque ese hijo de perra no dejaría ninguna pieza al azar.

—Entiendo tu decepción —dijo León—. La mía no puede ser menos… No resulta fácil leer en voz alta lo que dicen estos papeles…

—¿Crees que Wikotria sabía lo que pasaba?

—Puede ser, pero qué importa eso ahora… —dijo León—. Ella está muerta, Wojtek también. Parece que ambos conocían la existencia del doctor… Y alguien se ha encargado de borrarlos del mapa.

—¿En qué estás pensando?

León dio un trago a la botella.

—Todo esto es un sin sentido —explicó el español—. Parece que, hagamos lo que hagamos, habrá una guerra. ¿Cierto? El tiempo corre y no nos queda mucho margen para reaccionar… En un caso supuesto de que Komarnicki sacara adelante su plan, nos sería imposible preparar un contraataque para defender a los nuestros. El país es demasiado grande como para alentar a la población y que se una a nuestro bando… No tenemos tiempo.

—Somos más de los que ves —respondió orgulloso.

—Pero menos de los que necesitamos —replicó León—. Debemos buscar un plan alternativo, darle la vuelta a todo este embrollo. Tal vez, encontrar a ese médico sea la solución… No termina de encajarme la historia de la transfusión… Temo que haya algo detrás… Por eso necesitamos hablar con ese hombre, y si no colabora, a las malas, lo extorsionaremos para que nos diga cómo detener el ataque de gas… Si nos movemos con rapidez, damos con ese laboratorio y salimos de esta con vida, puede que le otorguemos una tregua a la historia de este país.

—Estoy seguro de que Bosko nos ayudará si llegamos a un acuerdo —declaró el polaco—. A él le interesa evitar esto, tanto como a nosotros.

—Hablemos con ese Bosko, entonces… —dijo—. Empecemos por ahí… Si sabe algo sobre ese médico, da por hecho que nos lo contará… No hay tiempo que malgastar, no podemos permitirnos perder el tiempo por una ciudad como Breslavia, buscando a una persona que no sabemos ni siquiera si vive…

—Estoy de acuerdo.

—Me encargaré personalmente de que atienda mis preguntas, aunque tengo la sensación de que nos equivocamos de blanco…

El polaco lo miró dubitativo.

—Insinúas que hay un topo entre nosotros.

—Tengo mis sospechas —dijo León—. ¿Qué sabes de tus hombres? El chico y la chica.

—Zuzanna es la hija huérfana de Helena —explicó. Helena era la mujer que había perdido la vida junto al resto en El Mal Día—: Tiene motivos de sobra para vengar a su madre.

—¿Habéis hablado de ella?

—Era pequeña —contestó Konrad—. Se crió con su familia materna.

—¿Y del otro, el del gel capilar? Bartosz… se llama, ¿verdad? —preguntó el español—. Hay algo en él que no termina de convencerme…

—Su padre murió el día del asalto a la residencia de los Komarnicki —respondió—. No hace preguntas, no tiene escrúpulos a la hora de disparar y obedece. En estos momentos, toda ayuda es buena.

León no escuchó la respuesta que deseaba.

Hasta la fecha, no tenía razones para sospechar de él, aunque algo en su cabeza le indicaba que debía hacerlo. Suspiró, se levantó del alféizar y dio un trago de la botella. Después se la ofreció a Konrad.

—Sólo faltas tú —dijo el español agarrando la botella por el culo y señalando al polaco—. ¿Qué pasa contigo?

El chico sonrió.

—Mi nombre hace honor a mi padre —contestó, cogió la botella y dio un trago—: Sirvió a su patria, luchó por la libertad y entregó su vida para salvar la tuya… Tal vez lo recuerdes… Te agradezco que me hayas contado tu historia, puesto que todos intentaron ocultármela… Recuerdo que me encontraba aquí cuando comunicaron que habíais llegado a la residencia de los Komarnicki. Ese día, no me permitieron ir con vosotros… Dijeron que fue una bomba lapa, eso es todo… Ahora sé cómo nos abandonó, en un coche, cosido a balazos, sin oportunidad de defenderse… Ojo por ojo… Así será cómo vengaré su muerte, aunque se me vaya la vida en ello.

A lo lejos se escuchó el rugir de las ruedas de un vehículo sobre los restos de hojarasca. Ambos se asomaron a la ventana y observaron la entrada de la fortaleza. El sedán de color azul oscuro se detuvo al otro lado.

—¿Esperas a alguien? —preguntó León y sacó el arma de su chaqueta.

La puerta escondida se abrió hacia dentro. Una silueta humana cruzó el cerco de seguridad. Era un hombre, vestido con sombrero, bufanda y abrigo de paño. Caminó hasta el centro de la parcela y se detuvo. León pensó que podría abatirlo con un rifle desde allí. Sin embargo, el pulso le temblaba demasiado para atinar con un arma de mano.

—Es Bartek —dijo Konrad. Apresurado, guardó los documentos en las estanterías—: Algo debe haber sucedido.

León y Konrad bajaron al encuentro del tercero. Parecía nervioso, fuera de sí. León guardaba las manos en el interior de su chaqueta, con el puño agarrado a su pistola.

—Espero que tengas una buena razón para venir aquí —recriminó Konrad—. Este lugar ya no es seguro.

—La tengo… Se trata de Bosko —contestó con semblante helado—. Está muerto.