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León abandonó el edificio bajo una noche cerrada de invierno que se asentaba a las cuatro de la tarde. El temporal había amainado y el aire gélido era una sensación más que un estorbo. Caminó con la mirada baja hasta la estación de metro. Un grupo de hombres que bebía en un banco lo miró con desdén.
La mayoría de la gente que lo observaba, lo hacía por su apariencia, esa melena oscura y canosa, aunque sobre todo, por el bigote tieso y largo, más propio de los corsarios que de los tiempos que corrían.
Llegó hasta la estación de metro, bajó las escaleras y se metió en el vagón que estaba a punto de salir.
El español le daba vueltas a lo sucedido. Su familia y él vivían en aquel apartamento desde hacía ya un tiempo, suficiente para tener bajo control cada uno de sus movimientos. Wiktoria y él siempre habían sido cautos y responsables para no repetir las rutinas diarias pero, al parecer, no había sido suficiente.
Era una cuestión de metodología.
El tiempo, las circunstancias, esforzarse en que la niña tuviera una adolescencia como el resto de sus amigos y no como la de una hija de dos forajidos que se escondían. Las discusiones en las entradas de los edificios, la necesidad de que todo pareciese normal de cara a la galería.
Resultaba tedioso lidiar con aquello y procurar tener la cabeza en orden.
León lo había llevado fatal.
Pese a todo, su amor por las dos era incondicional.
Wiktoria era la fiel compañera que todo hombre deseaba, bella, fuerte y risueña, a pesar de cargar con el saco de músculos sumido en un vacío existencial que era León. La llegada de Kalina al mundo supuso la consolidación de la familia, un punto y a parte, una nueva oportunidad para ser el padre que nunca había sido antes. La niña poseía el carácter de la madre, la bondad de los dos. Fruto de una noche de pasión, la presencia de Kalina sirvió como terapia para su madre, que logró borrar los recuerdos del pasado, hasta llegar a confundirlos.
Todos querían deshacerse de aquel día, El Mal Día.
Ambos habían sufrido demasiado.
Las estaciones de metro pasaban y su corazón palpitaba con más fuerza a medida que se acercaba a Metro Centrum. Hacía años que no viajaba tan lejos.
La ciudad y sus interiores se había convertido en un paisaje de fotografía, calendarios y escenarios de película. León detestaba regresar al centro.
Salió del vagón entre el mogollón de la gente y tomó las primeras escaleras mecánicas que encontró. Entonces, se dio de bruces con aquel gigante iluminado que siempre lo observaría, allá dónde estuviera: el Palacio de Cultura y Ciencia, el edificio más alto de la ciudad, obsequio de la vieja Rusia. Esa noche, el gigante brillaba como nunca, rodeado de focos de colores.
Todo estaba conectado como una tela de araña tejida en el tiempo.
Sal de aquí rápido, antes de que empeores.
Atravesó el parque, evitando a los vagabundos y transeúntes que por allí circulaban en sendas direcciones y llegó a la estación central.
Cruzó el interior y salió por la otra parte del centro comercial Zloty Tarasy hasta encontrarse frente a la entrada del hotel.
Respiró profundamente.
Puedes hacerlo.
En la entrada del hotel Mercure, primero divisó la entrada, después la localización de los ascensores principales y una escalera de emergencia. Finalmente, vio a un grupo de turistas alemanes salían de tres taxis para concentrarse en un pelotón.
León aprovechó la circunstancia para cruzar la calle, unirse a ellos y pasar la puerta giratoria. Antes de que los recepcionistas llamaran su atención, simuló hablar por teléfono y continuó caminando hasta el último ascensor, en el que se encontraban una mujer de negocios y dos hombres.
Pulsó la segunda planta.
Lo había logrado.
Salió del elevador sin despedirse.
Respira, nadie te está esperando.
Caminó por el pasillo contando los números de las habitaciones.
Al encontrarse frente al número 54, alguien salió de la habitación contigua.
Los músculos de su cuerpo se contrajeron.
—Buenas noches —dijo él.
Una chica y después un hombre. Ambos vestidos de noche, no parecían ir juntos a ninguna parte, sino más bien, todo lo contrario. Una noche de sexo en un hotel de lujo. Alguien estaba siendo infiel a su pareja, tal vez los dos mantuvieran una aventura fuera del matrimonio. Los tiempos no cambiaban, y no importaba que la ciudad se derrumbara entre ruinas: siempre había tiempo para un desfogo carnal rápido.
Sigue a tu instinto. Abre la puerta.
La voz interior del español no callaba. Estaba más activa que nunca. El alcohol parecía haberla despertado de nuevo.
Ese mensajero, él era el culpable de todo.
Pensó en Wiktoria y en Kalina, metió la mano en el bolsillo y agarró la pistola que su pareja le había entregado.
Accionó la manivela, la puerta se abrió.
Alguien había dejado intencionadamente su tarjeta en el interior de la puerta.
León sacó el arma, entró y desactivó la tarjeta interior, impidiendo abrir desde fuera.
La habitación tenía un baño a la izquierda de la entrada, un dormitorio, una televisión apagada y una cristalera que daba a la calle. La luz del cuarto de baño estaba encendida, por lo que dudó si le esperarían allí. Despacio, se acercó al marco de la puerta.
No escuchó nada, ni siquiera la respiración de un ser vivo.
En un movimiento rápido, metió el cuerpo y apuntó, pero tan sólo se vio a sí mismo frente a un espejo.
Respiró de nuevo.
Luego caminó hasta la cama. Allí había un sobre cerrado.
Lo agarró. Tenía escrita las iniciales P.W.
Sacó el contenido de su interior.
Al emprender la lectura, un ardor interior nació de su estómago, brotando con más y más fuerza. Las presión arterial aumentó, produciéndole un fuerte dolor bajo el pecho el izquierdo. Sintió una garra afilada rasgando sus entrañas y subiendo hasta la garganta.
Hijo de perra… Maldito hijo de perra.
Fue lo último que hubiese esperado encontrar en aquel envoltorio.
Desconocía si el Señor W se habría presenciado o no antes que él, pero eso no cambiaba nada.
No existía la necesidad de retratar en ningún tipo de informe los movimientos de León y su familia, porque dicho informe ya había sido entregado.
El mensaje agradecía la colaboración y asistencia con el antiguo UOP, el Departamento de Inteligencia y Seguridad del Estado polaco, activo hasta los últimos días del mandato de Roman Komarnicki.
Además de confirmar sus sospechas, León enfureció al leer las últimas líneas.
Las órdenes eran claras: no regresar al bloque de viviendas ni dejarse ver por el distrito en las horas sucesivas. El equipo que había supervisado y vigilado la vida familiar del español, acababa de activar el protocolo de neutralización: harían saltar por los aires la planta entera, provocando una explosión accidental a través de la instalación de gas.
En caso de fuga, un grupo de agentes actuaría.
Ningún miembro de la familia debía quedar con vida.
León sintió algo que se desgarró en el interior de su estómago. El ritmo cardíaco aumentó, su corazón latía con más y más fuerza. Buscó un punto de apoyo y se sentó sobre la cama.
Maldita sea…
La terquedad había puesto en peligro a su familia.
Sabía que Wiktoria y Kalina iban de camino a la casa del bosque. Estaba seguro de que Wiktoria se habría dado cuenta de la presencia de aquellos hombres. Era una mujer inteligente y ávida.
Debía encontrar la forma de alcanzar a las dos y protegerlas.
Entonces, algo desvió su atención. Escuchó unos pasos acercarse con firmeza y decisión.
León se levantó, dejó la carta en la cama y se escondió en el cuarto de baño.
Alguien abrió la puerta desde el otro lado.
Los músculos se contrajeron de nuevo.
El sonido de unos mocasines contra la baldosa le hizo saber al español que se trataría de una visita ingrata.
La puerta se cerró y se produjo otro silencio. León sacó el arma de su bolsillo y apuntó al marco de la puerta.
El intruso dio algunos pasos y se detuvo junto a la puerta del cuarto de baño.
La cama… No debiste sentarte en ella.
Antes de que el visitante reaccionara, León se abalanzó contra el punto ciego del marco de la puerta, como si tuviese la capacidad de ver entre paredes. Allí encontró a un hombre rubio de mayor tamaño, con cabello corto y peinado recto, vestido de traje y decidido a hacer su trabajo. El español lo agarró por debajo de uno de los brazos, tomó impulso y lo lanzó contra el suelo. El sicario no logró reaccionar.
Se escuchó un fuerte golpe.
León trató de inmovilizarlo, pero su error le bastó al desconocido para sacar su arma reglamentaria. Valiente, el español le dio un puntapié al arma, que dio de lleno contra el cristal de la ventana, provocando una grieta en él. Tras un breve forcejeo, León le asestó un puñetazo en los dientes y otro en el tabique nasal. El golpe del cráneo contra el suelo restó fuerza a su enemigo. El español quería preguntas, pero no tenía tiempo y aquel hombre tampoco se las iba a dar. Aturdido, echó la mano a su bolsillo para hacerse con un cuchillo, pero León se lo arrebató de las manos, lo empuñó y se lo clavó al polaco en el pecho.
Segundos después, las ganas de vivir del hombre se desvanecieron como el aire de un globo perforado.
Maldito hijo de perra.
Puede que el Señor W. no hubiese tenido tanta suerte, después de todo.
Ese hombre estaba allí para sentenciar su muerte, eliminar las pruebas y las futuras imprudencias.
Primero, sujetó al cadáver y lo desvistió, quitándole un abrigo de paño negro que le cubría cuerpo.
Luego, lo arrastró hasta el baño, dejando un rastro de sangre en el suelo. Le quitó la americana y rebuscó entre los bolsillos hasta dar con dos objetos: un teléfono móvil y las llaves de un vehículo.
El llavero tenía el logotipo borrado de un coche alemán. La situación se complicaba.
Sonó el teléfono, un mensaje de texto.
«¿Has terminado? Empiezo a tener hambre».
Era probable que no hubiese ido solo. Saber que le esperaban, por una parte, le ayudaría a encontrar el coche, pero por otra, tendría que deshacerse de un segundo hombre.
«Misión completada», escribió.
Se puso el abrigo, ordenó su peinado y abandonó la habitación bloqueando la cerradura. Tomó la salida de emergencia y bajó las escaleras evitando la mirada del servicio de habitaciones. Una vez en el salón principal, la mirada de un recepcionista llamó su atención.
—¡Disculpe, señor! —dijo un chico joven enfundado en un traje azul marino—. ¡Sí, usted!
León se giró. No debía llamar más la atención.
—¿Necesita algo? —Contestó—. Tengo un poco de prisa.
—Disculpe, le he confundido con otra persona… —dijo el recepcionista—. Habrá sido el abrigo.
Salió a la calle.
Una ventisca helada le recordó dónde vivía y el poco tiempo que le quedaba. Echo un vistazo a la calzada y se apartó de la entrada.
¿Dónde estás, desgraciado?
Buscó un Volkswagen de color oscuro con los cristales tintados y la presencia de otro hombre. Fue el primer instinto.
A lo lejos, junto a la calle Emili Plater, vio el morro de un vehículo mal aparcado con el motor encendido. El sedán se encontraba estacionado a la sombra del Palacio de la Cultura y Ciencia. Caminar hacia él habría sido un error y una pérdida de tiempo, así que pensó rápido y cruzó de nuevo hasta la otra acera. Después, caminó hasta una de las entradas del centro comercial colindante, sacó el teléfono móvil y se mezcló con un grupo de oficinistas que fumaba en la puerta.
«Ve a la entrada del hotel, necesito tu ayuda», escribió y envió el mensaje al número donde había recibido el mensaje anterior.
«¿Qué ocurre?»
«Policía», dijo desesperado, jugando su último farol.
«Ok».
El coche aparcado comenzó a moverse. El desconocido condujo hasta la puerta del hotel un Volkswagen Touareg de color gris oscuro. El español aprovechó la distracción para caminar en dirección contraria. Una vez hubo parado y pendiente de lo que ocurría en la entrada, abrió la puerta trasera sin que lo viese.
—¿Qué coño haces? —Dijo el hombre en voz alta.
Al intentar arrancar, León lo agarró del cuello y le apretó la nuez hasta ahogarlo.
De pronto, alguien gritó en la vía pública.
El español saltó a la parte delantera, abrió la puerta y empujó el cuerpo inconsciente de aquel hombre. Después puso primera y pisó el acelerador.
—¡Vamos, vamos, vamos! —Se gritó a sí mismo con las manos al volante.
Cogió el teléfono y lo lanzó por la ventanilla. Después, dio la vuelta y tomó dirección Mokotów hasta la salida sur de la ciudad. El tráfico no era muy denso y las carreteras de vía rápida le permitieron ganar tiempo. Conocía aquel camino, lo podía hacer con los ojos cerrados, sin embargo, el estado de las carreteras obligaban a permanecer con los cinco sentidos al volante.
León encendió la radio. El locutor discutía con un miembro de la formación política conservadora sobre la importancia de las elecciones.
Buscó otra emisora.
Un teletipo informaba del altercado ocurrido escasos minutos en la entrada de un reconocido hotel de Varsovia en el que dos hombres habían perdido la vida. Ninguno de los testigos logró identificar al hombre a excepción de un recepcionista.
Volvió a pulsar el botón de búsqueda.
Polskie Radio informaba de una explosión accidentada en un bloque de viviendas del barrio de Bielany.
Doce personas habían perdido la vida.
—Me cago en todo —dijo en alto y cambió de marcha.
Esquivando los coches a toda velocidad logró salir de la ciudad y adentrarse en una carretera en mal estado cobijada por el bosque. Una vía secundaria, llena de baches que poco tenían que hacer contra el vehículo alemán. El único problema era la visibilidad del camino. León conducía con las luces de largo alcance sin importarle quién se cruzara por delante.
Llegado a una rotonda, llamó la atención de los empleados de una gasolinera que trataron de avisarle del peligro.
Siguió durante una hora con una emisora de clásicos pop de fondo. La ansiedad del momento le producía pinchazos bajo el pecho. Se temía el peor de los desenlaces y rezaba para que Wiktoria supiera lo que estaba haciendo.
A lo lejos vio el pueblo de Osieck y las luces en el interior de las viviendas.
Vamos, vamos, ya estás aquí.
Sin avistarlo, un coche se cruzó a toda velocidad. León tocó la bocina.
El conductor evitó el accidente haciendo una maniobra imposible.
—Será miserable…
Un nudo se apretó en su estómago.
Se trataba de otro coche alemán de gran tamaño y color oscuro. Las luces lo habían cegado. Cuando quiso mirar por el espejo retrovisor, el vehículo había desaparecido del cruce.
Al llegar a la cañada, una nube negra de humo salía del interior del bosque.
No…
Un grupo de vecinos se aproximaba al foco del fuego. León aparcó a escasos metros del camino y comenzó a correr.
—¿Estás loco? —Gritó un anciano intentando detenerlo—. ¡Espera a que lleguen los bomberos!
El incendio no se había propagado lo suficiente como para huir del área. Al acercarse a la antigua casa, vio cómo el foco del fuego procedía del interior. Corrió y corrió, abrió la verja de una patada y se adentró en la parcela.
La proporción de curiosos aumentaba alrededor del camino.
—¡Wiktoria! —Gritó frente a la casa. El humo negro salía por las ventanas—: ¡Wiktoria! ¡Kalina!
Nadie contestó.
Repitió sus nombres sin encontrar respuesta.
Corrió hacia la puerta y vio cómo el fuego devoraba todo lo que encontraba a su paso, aumentando por la gasolina rociada sobre el piso de madera.
Se agachó, tomó aire y caminó hasta uno de los dormitorios. Pronto, las llamas se harían con la casa y después, con el bosque. No tenía mucho tiempo.
Fue entonces, al entrar en el dormitorio, cuando encontró los cuerpos de Wiktoria y Kalina, desnudos y sin vida. A Wiktoria le habían desgarrado parte de la piel y después disparado. Kalina sólo tenía un impacto en el cráneo. Sobre la pared, había un mensaje con aerosol.
«Tu familia no perdona, León».
El cuerpo del perro se encontraba dividido en la esquina del cuarto.
Le habían cortado la cabeza.
León se dio cuenta de que su vida estaba en peligro.
Estremecido, entendió que no podía hacer nada en ese momento. Una montaña rusa emocional pasó por encima de él.
Le habían quitado lo que más quería.
Puede que Wiktoria le salvara la vida, que el destino le hubiese dado una segunda oportunidad; puede que su misión no hubiese acabado todavía, pero se prometió a sí mismo que haría lo que fuese por terminar con el problema de raíz.
Venganza.
Era su medicina.
Pudo haber gritado hasta vaciar los pulmones, pero prefirió no hacerlo.
Frío y premeditado, abandonó la casa por donde había entrado y saltó la valla que limitaba la parcela.
El incendio aún no había alcanzado el bosque, pero en unas horas arrasaría con todo y lo convertiría en un infierno para los bomberos. Salió a la puerta, a lo lejos vislumbró las luces de los vehículos y las piernas de algunos vecinos. Una cortina de humo impedía la visión de los mirones.
Si corría a través del bosque en dirección opuesta, tal vez, se deshiciera de ellos.
Regresar no era una opción.
El español agarró un puñado de tierra del suelo y lo lanzó contra la casa.
—Pagarán por lo que os han hecho.
Dio media vuelta y comenzó a correr a través del oscuro bosque.