ROSAS MUERTAS
I
A Val Tulloch le gustaba mirar a su esposo mientras este leía en vez de charlar —verbo peligrosamente emparentado con charlatanería—, le gustaba pensar dejando fluir sus pensamientos y también expresarlos en voz alta con la adecuada suavidad. A veces se decía si no irritaría a Gil comportándose de tal manera, pero nunca llegó a preguntárselo porque no deseaba averiguar la verdad.
Ahora estaba ocupándose de la fiesta que había organizado en la Isla para celebrar las Navidades, especulando una vez más sobre las virtudes de las personas que había invitado. Pero Gil Tulloch se limitaba a fruncir ligeramente el ceño mientras leía. Su esposa era de la opinión de que dicho gesto le sentaba bien a su cara, por otra parte bien formada, y que le confería cierto aspecto de autoridad.
—Los Furfield —iba diciendo Val— son siempre bien recibidos. A Helen no le importa encargarse de lavar la vajilla y Doug es muy hábil manejando la barca. Estamos acostumbrados a ellos, ¿no te parece, querido? Y su presencia proporciona mucha tranquilidad. En cambio, no puedo decir que simpatice con Marcus, que siempre está golpeando al pobrecito Jeremy. Pero, después de todo, la vida es así, y será mejor que Jeremy lo descubra por sí mismo.
Gil Tulloch, que estaba dando otro repaso al Tristram Shandy, acentuó su gesto ligeramente autoritario.
—¡Y Mollie Aspinall! En verdad, uno tiene que tener paciencia con Mollie y no hay más remedio que escucharla, pero, en cambio, adora a los niños...
Si ella hubiera actuado así siempre, Gil Tulloch no habría podido soportar a su esposa, pero las especulaciones sociales de Val eran esporádicas y apenas resultaban pesadas.
—Y Barry Flegg...
—¿Para qué has invitado a Barry Flegg? —inquirió Gil, sin dejar la lectura.
—Para equilibrar a Mollie Aspinall.
—¿No crees que Mollie tiene ya el colmillo demasiado retorcido para Barry?
—Ya sabes que ella se emociona con sólo el olor a hombre.
Val Tulloch estaba muy contenta y demostró su alegría con una franca carcajada. Poco antes de la conversación, había empezado a aceptar la venida de su quinto e inesperado bebé. Todavía estaba confusa, pero se sentía muy dichosa.
Su esposo volvió la página despacio. Sabía hojear y leer como un profesional, detalle que la satisfacía.
—No —dijo Val, incorporándose en el asiento, con expresión intencionadamente seria en el rostro—. Te voy a decir por qué he invitado a Barry. Resulta que invité también a Anthea Scudamore.
—¿Pero no es esa mujer tremendamente horrible?
—¿En qué ¡sentido?
—En todos.
—¡Exactamente! Pero eso no es culpa suya. Tiene cierta educación, aunque no la manifieste.
—Barry hará cuanto pueda por ella. Pero tengo la impresión de que Anthea sabe componérselas sola dondequiera que vaya.
—No lo creo. Sabe qué es lo que desearía saber y adonde debería ir —declaró Val y, luego, añadió—: Eso no me impedirá darle un empujón hacia lo que su madre consideraría una dirección equivocada.
Leal a lo que para ella constituía la única dirección posible en la vida, Val Tulloch estaba convencida de que todos los demás debían aceptar el mismo camino para alcanzar la felicidad.
II
Mrs. Scudamore era también una mujer emprendedora que nunca se había permitido pensar si era o no desgraciada. No había razón para que nadie lo fuera, por lo menos en Australia, siempre y cuando la familia estuviera debidamente alimentada y gozara de un nivel social decoroso. Si a pesar de contar con todo esto, una persona se dedicaba a quejarse, podía considerársela morbosa, neurótica o algo por el estilo. Por lo tanto, Mrs. Scudamore nunca se quejaba, a menos que tuviera buenas razones para hacerlo.
Aun cuando logró disimular sus sentimientos, su felicidad fue inmensa al enterarse de la invitación hecha a Anthea para que pasase las Navidades en la Isla. Cierto que los Tulloch eran, en apariencia, unos intelectuales poco formales y algo bohemios, pero resplandecía en ellos ese aura que sólo pueden dar las riquezas heredadas y la buena posición. Aquella misma tarde, Mrs. Scudamore hizo cuatro llamadas telefónicas, una de ellas a la mujer que escribía en el «Clarion».
—Desde luego, eso significará que caerá sobre mí un trabajo extra durante las Navidades —observó Mrs. Scudamore a su hija, aunque en realidad no se quejaba—. Pero estoy muy contenta por ti, querida. Estoy segura de que te vas a divertir mucho. Los Tulloch son una familia muy jovial. No me explico por qué Gilbert Tulloch es tan revolucionario como dicen. Probablemente lo sea, como todos esos revolucionarios ateos. Su madre era una Briscoe, ya antes de su matrimonio era rica. Me pregunto con cuáles de sus amigos te vas a encontrar. Minnie Briscoe no siempre recordaba a sus amistades y uno debía tener paciencia con ella; llevaba una vida muy ajetreada y a la pobre le flaqueó la cabeza en los últimos tiempos. Se me ha ocurrido, querida, que debes ir prevenida. Ya sé que la temporada de verano en la Isla suele ser lo que la gente llama ahora informal, pero debe estar uno preparado para afrontar cualquier eventualidad. Creo que te resultará más agradable hacerlo así que tener que someterte de pronto y sin esperarlos a incómodos formulismos sociales.
Mrs. Scudamore se habría sentido profundamente herida de haber sugerido alguien que ella jamás se había detenido a considerar lo que pudiera pensar su hija. Desde luego, para ella eso era algo demasiado evidente. Parecían dos hermanas. Y como que nadie le había llamado nunca la atención acerca de la verdadera relación existente entre ambas, Mrs. Scudamore continuaba pensando por Anthea y por todos. Siendo tan intenso como es el ritmo de la vida de hoy y estando casada con un destacado escritor que se regía por un horario muy irregular, se veía forzada a cargarlo todo sobre sus hombros. Por lo menos, así lo creía.
—Anthea —diría—, mira a ver si hay un huevo para papá; si no lo hay, baja a la tienda de la esquina y compra una docena. Yo tengo una cita a las diez.
Las amistades ocasionales tal vez se preguntaran si existía Bill Scudamore, a pesar de haber oído hablar do él, de haber leído los titulares de los complicados editoriales del «Clarion» y de haber visto sus sombreros colgados en la percha del pasillo, junto a la puerta del lavabo. Las amistades íntimas de Mrs. Scudamore, sin embargo, que sabían que todo estaba claro y a la vista, lo recordaban como a un hombre enjuto, introvertido y silencioso, que se levantaba tarde por las mañanas y se desayunaba principalmente a base de periódicos. Luego, entrada la tarde, se dirigía a las oficinas del «Clarion», para volver ya de noche a casa y comer lo que encontraba en el frigorífico, cuando todos se habían ido a la cama. Intel actualmente, parecía ocuparse con preferencia de abstracciones políticas, adoptando una actitud convencidamente pesimista hacia todo comportamiento humano. Esto, unido a sus «horas irregulares», hacía que no fuese echado de menos por las amistades de su esposa, las cuales sabían que la vida es como uno se la hace, y que sus senderos se pierden en la abundancia de detalles concretos y brillantes.
Mrs. Scudamore, siempre confusa, por no decir apenada, ante esta actitud, la apartaba de su mente siempre que la afectaba demasiado y se repetía, tratando de darse seguridades a sí misma: Bill no puede ser «desgraciado». Quizá tuviera razón. Su esposo sufría de' imprevisibles irritaciones, provocadas por el presidente Sukarno, o por las uñas de los pies que le crecían hacia dentro, o por el huevo derramado sobre su batín! Anthea se encargaba de preparar el huevo pasado por agua del desayuno antes de marcharse a una de sus clases y cuando Bill Scudamore raspaba la mancha dejada por el huevo, algunas veces pensaba tristemente: «Ahí va Anthea, y otra vez no he sabido qué decirle». El sentimiento degeneraría en sensación de culpabilidad, hasta que recordaba a su madre, que también tenía muchas cargas sobre sí, y concluía que Anthea necesitaba cuidados y mimos.
—¿Algo más, papá, antes de que me vaya? —solía preguntarle su hija, su propia hija, cuando estaba ya yéndose por un extremo de la galería.
Era una chica brillante, reflexiva y agradable. Estaba en todo. Bill Scudamore creía ver en ella a Betsy, o al menos la cera en que se lograría una réplica de ella. Entendía que algunos hombres se permitían experimentar deseos de recordar el pasado en el presente, pero la suya era una naturaleza descreída. Esta criatura alegre y juvenil cubierta por un gran sombrero de verano, era su hija. Examinó sus propias manos.
Mrs. Scudamore le dijo una vez a Mrs. Vesey, a la que consideraba como su mejor amiga:
—Es emocionante ver crecer a una joven y más aún cuando se trata de la propia hija. Se siente una un verdadero creador.
Había momentos en que Mrs.. Scudamore sospechaba que estaba bordeando lo intelectual. Esto sería permisible siempre que una no se involucrara demasiado con los intelectuales. Como veía tan poco a su marido, se olvidaba de contar con él. En cuanto a los Tulloch, su evidente felicidad y sus valiosas propiedades la reconciliaban con sus posibles aberraciones mentales.
Mrs. Scudamore estaba en verdad emocionada por la invitación hecha a Anthea para ir a la Isla. No podía menos que pensar una y otra vez en todas las implicaciones satisfactorias del viaje de su hija, en tanto recordaba aquella tarde en la Casa del Gobierno, cuando Minnie Briscoe, la anciana y gorda madre de Gil Tulloch, no llegó a reconocerla. Por todo ello, Mrs. Scudamore se humedeció los labios en el aeropuerto y vaciló antes de dar a su hija el beso de despedida.
Luego dijo:
—Recuerda siempre dónde estás, querida. Ambos extremos están destacados en el Libro.
Como que no había nadie cerca que pudiera oírla, Anthea no necesitó ruborizarse por lo que su madre decía. Pero sí se ruborizó y se sintió desleal cuando bajó la cabeza para cruzar la cancela. Por lo menos, el gesto provocado por el calor de la vergüenza, la ayudó a mantener el sombrero en su sitio pese a los embates del viento.
III
El empleo del día estaba ya decidido cuando Val Tulloch se acordó de que tenían que ir a esperar a Anthea Scudamore.
—¡Oh, Dios mío! —se lamentó Gil.
Los demás invitados habían llegado ya y se habían acomodado en una de esas comunidades temporales que a veces resultan más armónicas que los parentescos de toda la vida.
—Ya sé —decidió Val—. Haré que vaya a esperarla Ossie Ryan en su coche. Así nadie tendrá que molestarse.
Al decir «nadie» se refería a su esposo, el cual era siempre su primera y principal preocupación.
De modo que Ossie Ryan fue a esperar a Anthea. Era un hombre de cabello rubio que sabía todo cuanto sucedía en cualquier parte de la Isla y que se encargaba de distribuir la correspondencia procedente de los puntos más diversos y remotos de Australia.
—¿Todo bien? —preguntó Ossie a la chica.
Ésta sacudió cuidadosamente el polvo del asiento antes de acomodarse. Luego contestó en tono tranquilo y agradable:
—Sí, magnífico, gracias.
Ossie tenía siempre una sonrisita en los labios. Ahora se estaba riendo por la señal de la vacuna que destacaba en el brazo de la joven.
Avanzaron por la Isla a través de un mar dorado de campos sembrados de cebada y por entre nutridas manadas de pavos que se apartaban a los lados ante el vehículo de Ossie Ryan. Los árboles aparecían torcidos y deformados por efecto de los fuertes y frecuentes temporales que barrían la Isla.
La chica iba con su sombrero de verano entre las manos. Tenía una tez muy blanca y lozana, que destacaba junto al rojizo, enjuto y muy indígena Ossie. Preparaba en su mente una carta para su madre, que nunca escribiría, ya que se habían prometido telefonearse todas las tardes después de comer. Pero en la imaginación de la chica la carta empezaba así: Todo esto es una verdadera aventura. ..
Seguía en su asiento ofreciendo una sonrisa en lugar de palabras que no era capaz de encontrar para el hombre del correo, mientras la aventura continuaba bajo los rayos del sol, un viento fuerte y el brillo de la cebada madura. Algunas veces Ossie Ryan le daba nuevos informes, hablándole de lo que estaba ocurriendo en aquellas casas de piedra ante las que pasaban.
—Ésa es Mrs. Crane. Su viejo marido salió para tierra firme el jueves. Lo van a operar de una hernia. En esa otra casa de allá arriba dicen que la dueña tiene una especie de guardería infantil. Eso es lo que dicen, ¿sabe usted?, pero a mí no me gusta decir nada de nadie. Cada cual que se ocupe de sus asuntos. Ésa es la vivienda de Mr. Isbister. Procede de Glenelg. Parece que este año tiene una esposa diferente.
Mientras el coche seguía abriéndose camino contra el viento, Anthea Scudamore entró con la imaginación en aquellas casas, abrió los armarios y miró dentro, se sentó en las sillas, con sus rollizos muslos en la postura oblicua que siempre adoptaba al sentarse. Sólo cuando estuviese completamente acomodada y dispuesta, permitiría a los dueños de la casa acercarse a ella y Contarle sus más íntimos secretos.
Esta concesión era algo que Anthea nunca habría otorgado a su madre, para quien la vida era clara y sencilla. Quizá era un vicio que la hija había heredado de su padre, a quien por otra parte apenas conocía.
—Todo esto es fascinante —observó, volviéndose a Ossie Ryan con una expresión de sinceridad que él se preguntó si aquello significaría algo.
Él se aclaró la garganta y escupió a un lado, formando la saliva al caer una curva delgada y resplandeciente.
—Creo que todo el mundo es igual —dijo tímidamente— dondequiera que se encuentre.
Pero a Ryan le produjo satisfacción su interés y prosiguió:
—Mrs. Tulloch ha encargado pavo. Está otra vez embarazada —soltó una carcajada—. Gil la tiene siempre muy ocupada.
Luego Anthea Scudamore, alta y blanca, empezó a temblar, no porque tuviera exactamente miedo o sintiera timidez, sino por las personas con quienes se encontraría y, en particular, por aquellas con las que tal vez, tendría que llegar a intimar. Nunca había conocido a nadie a fondo, al menos en la forma que ella se imaginaba que las personas se conocían entre sí. A nadie, excepto a su madre. Pero esto era distinto. En tales circunstancias, la imagen de mamá, con su sombrero de paja comprado en Martin’s y sus anchos hombros, no muy diferentes de los de la propia Anthea, era consoladora. Pero no lo suficiente. Los brazos de la chica, enrojecidos por el sol, tenían un temblor que no acababa de desaparecer.
IV
Ordinariamente Ossie Ryan metía el correo en la caja y luego colocaba junto a ella una serie de mercancías, principalmente comestibles, pero hoy era un día especial, y siguió con el coche hasta la casa de los Tulloch. Cuando el Chevrolet se detuvo, Ossie acentuó su habitual sonrisita.
Todos, excepto los Furfield, que se habían retirado a alguna parte para atender a los niños, estaban esperando en el mirador, preparándose para ofrecer de manera oficial su amistad y dar la bienvenida, en una actitud expectante que podía parecer hostil.
Mollie Aspinall rió entre dientes dándose golpecitos en la cara quemada por la playa. Luego dijo:
—Mamá no le ha dejado venir sin el sombrero.
Y Val Tulloch no pudo dejar de añadir:
—Probablemente se dejó los guantes en el avión.
Anthea Scudamore agitaba la mano y sonreía al tiempo que sacaba sus piernas del coche. Se sentía muy grandota y llamativa.
—Una Juno normal—: apuntó Barry Flegg, llevándole la mano a la barbilla.
—Probablemente no tan explosiva. Pero eso es cosa tuya, Barry. —Gil Tulloch había dejado el juego—. Puede que descubras una bomba de relojería.
—¡Maldita sea! —gritó Val—. ¡Cómo disfrutamos iodos jugando hacer el animal!
Empezó a bajar por el sendero de piedra, con aquel paso que en la Isla todos adoptaban, de manera natural, y la figura deformada por el embarazo. Gil Tulloch nunca se cansaba de contemplar a su esposa.
—¡Aquí, por fin! —Val oyó su propia voz, de tono exagerado—. Y piensa que no siempre resulta alarmante el primer contacto con los nativos.
Su primer impulso fue abrazar a la chica, pero sus mejillas parecían tan inmaculadas que decidió tenderle la mano, endurecida por la sartén de hierro, tras haberla estado manejando toda la mañana. Anthea, de momento, era todo movimientos, ninguno de los cuales importaba demasiado, y palabras, ninguna de las cuales era discernible, hasta que se agachó para arreglarse una arruga del vestido.
—Debo de tener un aspecto horrible.
«De lo más descolorido —pensó Val Tulloch—. Ahora debo hacer algo por Anthea.»
De momento, todo lo que podía hacer era someterla al terror de las presentaciones. En ese momento los Furfield salieron de la casa. Val se alegró al darse cuenta de que eran unos de sus amigos más inocuos.
Pronto pasó todo y cuando la acompañaron dentro, Anthea Scudamore notó que le iba desapareciendo el temblor. Refugiada en una habitación para ella sola, advirtió que iba a ser feliz allí. ¡Por lo menos podría cerrar la puerta! En su pequeña celda de piedra, empezó a abrir los cajones forrados con papel amarillo y a husmear el olor dejado en ellos por alguna otra persona. Oía el viento que soplaba en el exterior, y en el espejo picado y empañado se reflejaba una cara lo bastante desfigurada como para no despertar en ella ningún sentimiento de vanidad.
Una vez ordenadas sus cosas y colgado su vestido en la percha de plástico que su madre le había aconsejado que llevara, se dejó caer en la cama. Probablemente Anthea Scudamore nunca había tomado una actitud tan resuelta ni una postura tan poco ortodoxa. Si alguien la hubiera visto, ella se habría avergonzado, pues era consciente de su lozanía y exuberancia. Sospechó, inquieta, que tal vez sólo fuera posible adoptar posiciones secretas en las casas ajenas. ¿O era que la casa propia pertenecía, en realidad, a otra persona? Sentía verdadera afición por los objetos eje jade, a causa de su encanto frío, sensual y exótico. Habría disfrutado mucho colocándolos encima de aquellos estantes de caoba.
Permaneció tendida unos momentos, tiempo suficiente para sentirse culpable. Se levantó rápidamente y miró por la ventana, como temiendo que su madre estuviera acercándose por el mirador. Pero el brillo del mar silenciaba los temores de Anthea Scudamore. Abajo, en la bahía, las gaviotas se amontonaban sobre las cabezas de pescado tiradas por Doug Furfield. Un poco más allá, dos chicos se estaban peleando. Anthea Scudamore los observó brevemente, con el mismo interés convencional con que contemplaba las peleas de los chicos de sus vecinos. La alivió pensar que no necesitaba hacer ninguna investigación y que probablemente jamás se enteraría de la causa de aquella riña. Después de todo no era lo que ocurría en las casas de otras gentes lo que daba a dichas casas una vida peculiar, sino lo que ella misma ponía en ellas. Eran el receptáculo que ella necesitaba desesperadamente para que su naturaleza reservada pudiera rebosar, aunque fuera en silencio. Se sentía tremendamente agradecida por encontrarse en aquella celda de piedra, con el rumor constante del viento silbando en el exterior y chocando con los árboles con el chirrido de una sierra de acero.
V
Después de cenar en el desordenado, pero no obstante confortable salón, los niños de las dos familias enterraban sus diferencias y se disponían a cantar a la luz de la lámpara en torno al carcomido piano. Las voces de los niños eran claras, más bien dulces. Al menos así las oía Anthea Scudamore, mientras echaba atrás los brazos, al hundirse en el sofá tapizado con tela de algodón y cuyos muelles estaban rotos. A excepción de las líneas de las venas, sus brazos eran absolutamente blancos, observó Barry Flegg. Aun cuando hiciera calor, Anthea solía tener frío, pero ahora rompió a sudar tras el doble de ginebra que había ingerido distraída al conversar con el doctor Flegg. Habían discutido con extraordinario detalle acerca de las máquinas lavaplatos y acerca de Dios. Anthea había sumergido los brazos hasta casi los codos en el fregadero y el agua le salpicó el vestido de seda natural. «Qué desastre», pensó Mollie Aspinall mientras fumaba un cigarrillo. Anthea soltó una carcajada, se miró el vestido y dijo que realmente no le importaba. Y así era. A ella no le importaba, pero sí a su madre. Todas las demás mujeres llevaban pantalones muy usados y manchados. Doug Furfield, cogiendo una servilleta para limpiarse los labios mientras discutía con Gil las técnicas del arrastre por tracción mecánica, decidió que quizá la chica no era una calamidad tan grande como pareció al principio. Pero se esforzaría por mantener la debida distancia.
Después, mientras los muchachos, acompañados por Helen Furfield, cantaban lo que podrían llamarse canciones sin letra, Anthea recordó la frase de Mrs. Meadling que la había irritado en tantas ocasiones:
—Yo amo a la gente —solía decir Mrs. Meadling todos los jueves, mientras limpiaba la casa de mamá.
—¡Oh, Mrs. Meadling! ¿Cómo puede usted generalizar de este modo? —exclamó una vez la irritada Anthea.
—¿Cómo? Yo nunca he sido general ni nunca estuve en el ejército.
—Lo que quiero decir, Mrs. Meadling, es que en todo hay matices y reservas mentales.
Ahora, en la sala desordenada de los Tulloch, lugar tan adecuado para estar, apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y notó que estaba menos convencida de la necesidad de las reservas.
«Pobrecita», pensaba Val, preocupándose demasiado; «hay que recordar que es joven. ¿Qué se puede hacer por Anthea?» Val sentía continuamente la necesidad de hacer algo por los demás, aun cuando los demás, según le recordaba su marido, no deseaban que se hiciera nada por ellos.
Anthea se sentó aplastando el cabello contra el tejido de algodón del sofá de los Tulloch.
«Es un cabello precioso», observó Gil desde su aparente lectura del Tristram Shandy.
De pronto Val pensó en algo.
—Oídme —empezó—. ¿Quién quiere dar de comer a las zarigüeyas?
Siguió un alboroto entre los chicos, que corrían para coger los trozos de pan duro.
—¿Y tú que vas a hacer, Anthea?
Anthea Scudamore respondió:
—¡No creo que haya tocado jamás una zarigüeya!
Sin embargo, se levantó con la expresión risueña, dispuesta a permanecer de pie en el vestíbulo.
Barry Flegg anunció que se encargaría de recoger el pan y se dirigió hacia la despensa mientras Anthea esperaba, perpleja, examinando su vestido manchado por el agua del fregadero. El regreso de Barry la sacó de su aislamiento, y los dos salieron fuera. La oscuridad del exterior se llenaba del ruido bien definido de las zarigüeyas y de las risas y el alborozo de los pequeños.
—¡Eh! —recordó de repente Marcus Furfield—. ¿Oís te salir a ese doctor Flegg mientras los demás lavaban los platos? Su marcha dejó sorprendida a toda la cocina.
El doctor Flegg se agazapó y empezó a tirar pan en la oscuridad. Habló a Anthea del invierno que había pasado en aquel lugar, después de una enfermedad, sin más compañía que las zarigüeyas.
—Había una solterona —dijo— que cuando orinaba parecía estar vaciando un cubo de agua por el canalón.
Anthea decidió aceptar esta grosería como parte de la situación, pero se detuvo a pensar lo que habría hecho su madre. Copió la actitud de su compañero y se agazapó. Su sonrisa sería como un vestido arrugado e incómodo hasta que se le adaptara convenientemente, según esperaba ella. De todos modos, en la oscuridad nadie podía verla.
—¿Qué hiciste aquí aquel invierno, solo, después de la enfermedad?
Barry Flegg no había esperado suscitar interés.
—Nada —dijo—. Andar por aquí y contemplar el mar. Al principio estaba demasiado delicado para hacer otra cosa. Posteriormente, cuando recobré las fuerzas, descubrí que quería mirar cosas en las que antes no había reparado.
Los muchachos habían desaparecido. La voz del joven la sorprendió por su tono íntimo y suave. Ella nunca se había preocupado del nombre de «Barry».
En la oscuridad, al parecer, él había continuado ofreciendo mendrugos de pan mientras hablaba, puesto que algo se movía y saltaba allí cerca. De pronto notó una garra fría, que cogía el trozo de pan que tenía en la mano, señal de que allí había algo.
—¡Oh!
—¿Qué?
—¡No lo esperaba! ¡Casi me caigo!
Anthea se tambaleó y oyó risas incontenidas. Pero aquello ahuyentó al animal y ella sintió una secreta alegría.
—Era una zarigüeya.
Escuchó con alivio aquella voz humana, sencilla y vulgar, que trataba de ayudarle, así como el roce de su mano ofrecida para que conservase el equilibrio. Sobre su brazo notó el del hombre, tan fuerte como ya había advertido a la luz de la lámpara en el salón. En estos momentos no quería explorar dentro de una sensación que había empezado a afectarle muy estrechamente. Al menos, sólo las zarigüeyas eran testigos de su compromiso, en la cerrada oscuridad, junto a este cuerpo humano áspero y duro, al cual, según se había dado cuenta, le iba a ser difícil resistirse.
En los momentos claves de su indecisión oyó su propia voz estremecida y carente de naturalidad.
—Si yo viviese aquí sola, probablemente haría excursiones. Recogería cosas, como conchas, algas, plantas. Haría pequeñas colecciones.
Nunca hasta entonces había pensado en semejantes cosas. Aunque su estabilidad estaba ahora controlada, gracias a la sujeción de la mano de Barry Flegg, sabía que su voz tenía un tono poco convincente. En cambio debería de haber dicho: «Esta tarde estuve acostada sobre el cobertor indio de la cama y mi verdadero yo estuvo esperando que se abriera rápidamente una puerta y ocurriera algo emocionante y horrible al mismo tiempo».
Notó que se le estaba durmiendo una pierna. De pronto todo lo llenó el sonido del teléfono.
—¡El teléfono! —gritó para oírse a sí misma por encima de sus propios pensamientos.
—¿Qué pasa?
—¡Es ensordecedor!
Cuando él habló, su voz era demasiado áspera para que ella pudiera recordar su atractivo labio inferior. El sol y el viento lo habían curtido, pero ella no creía que las intenciones se pudieran debilitar jamás bajo la piel.
—En lugares como éste —musitó él— deberían desaparecer los teléfonos.
La figura de Val estaba en pie recortando su silueta en el umbral iluminado.
—¿Anthea? Al teléfono. Es tu madre.
Anthea Scudamore se sintió aliviada; no exactamente contenta, sino aliviada.
—Voy a hablar con ella —explicó innecesariamente al doctor Flegg—. Nos prometimos llamarnos todas las tardes para ahorrarnos el escribir cartas.
Cuando entró en la casa, su mano seguía con cierta viscosidad, la aspereza de los mendrugos que ella traducía en placer afectuoso y regocijo. En la sala donde se hallaba el teléfono, todas las caras amigas se volvían para mirarla. Eran otra vez seres extraños que ella no conocería jamás.
—Oh, sí. Fue adorable. Pero pasó demasiado de prisa... —Dejaba que su propia voz hiciera eco en las lejanías del hilo telefónico—. Me esperaba un hombre. En el coche... Un hombre... El que lleva la correspondencia...
Ninguno de los que estaban en la sala escuchaba, pero disfrutaban con el simple hecho de verla hablar. Mollie Aspinall se rascaba la cabeza con las uñas y luego se las miraba; Helen Furfield estaba atenta a que no llorasen los niños, dormidos en el cuarto contiguo.
—Oh, sí. Es encantador. Algo nuevo. —Anthea Scudamore seguía diciendo, con emoción—. Bien —dijo mirando en su derredor y excusándose con una sonrisa—, las personas que nos dijeron... Sí... Y Barry Flegg... Flegg... Sí. Es un nombre corto... Sí. En la Universidad... Médico... No, yo no sé si tu tía...
«¿Qué hacer con Anthea?» Val Tulloch estaba obsesionada.
—No lo sé... Ir a la cama, supongo... Sí... Sí... El panorama es encantador... Sí, lo colgué tan pronto deshice la maleta..., en la percha...
Después de la conferencia se fueron a la cama. Barry Flegg se había ido antes. No quedaba nada, pero Gil Tulloch imaginó que si no hubiera sido un hombre casado habría vuelto para emborracharse solo.
Cuando llegó con ella a la habitación, Val besó a Anthea y al cerrar la puerta, le prometió:
—Mañana tendrás algo que ver en la Isla.
Anthea le dio las gracias por todo.
Pero por lo que más estaba agradecida era por aquella habitación o celda, en la que tal vez volviera a florecer con plenitud y blancura distintas. No era desdichada, como a mamá le gustaba decir. Mañana le enseñarían, según le habían anunciado, un estuario lleno de cisnes negros. No recordaba haber estado nunca tan cerca como para oír el siseo de estos animalitos, para contemplar los movimientos de sus largos cuellos negros. ¿Lo deseaba en realidad? ¿Y tocar la corteza, que se desmoronaba en unas como escamas grises y opalinas, de los árboles destinados a la fabricación de papel. El sol y el viento, por no decir nada de la luz de la luna, habían actuado sobre aquellas cortezas. Mejor mirar sin tocar, para no verse afectada por una erupción en la piel.
VI
Anthea Scudamore pescaba, remaba; incluso disparó un día a un canguro; acompañó a Val Tulloch en el elegante y antiguo Railton a comprar suministros. Las manos se le habían puesto rojas y feas, irritadas por la salmuera. Estaba haciendo todo lo que se esperaba de ella. Se estaba transformando en una persona diferente.
Y por las noches, normalmente a las ocho y media, mamá la telefoneaba desde tierra firme, donde la vida seguía su marcha habitual.
—La piel —le recordaba Mrs. Scudamore— puede Ilegal a secarse si no la cuidas, querida, con esa vida de que me hablas, querida, y nadie admira una piel reseca. Nadie que tenga cierto gusto, desde luego, aunque hoy día hay muchas personas que no están educadas en lo que es o no es agradable. Anthea, de ese joven, el doctor Flegg, nadie ha oído hablar. De todos modos, será un joven decente, pues de lo contrario los Tulloch no lo habrían invitado. Mañana empiezo el tratamiento. Papá no hace más que reírse las raras veces que le veo. Ha decidido tomarse unas vacaciones. Su amigo Hessell Mortlock anunció inesperadamente su llegada. Se conocieron en Brisbane. Mr. Mortlock vive ahora en Sydney, o en algún lugar cercano. En Sarsaparilla. ¿Anthea?... Oh, querida, este teléfono. Cualquiera pensaría que estás intentando cortarme. Mr. Mortlock viene con un Riley. Creo que es un hombre rico. Parece ser que tiene una fábrica de azulejos o algo por el estilo. Pero está relacionado con los Eardly Brown... ¿Me oyes, Anthea? Creí que esa telefonista iba a cortarnos... Están cómodamente sentadas en esas oficinas de teléfonos de provincias y luego, cuando han exprimido el jugo de las naranjas...
A estas alturas, en la casa, después de cenar, permanecían todos sentados con las manos sobre el vientre, esperando la llamada de mamá. La espera se había convertido en una especie de rito.
Anthea hubiera querido proteger a su madre de sus amigos, pero sospechaba que ya no era capaz de hacerlo, ni de protegerse siquiera a sí misma. Su madre parecía preocuparse mucho por la suavidad de su piel. Una piel por la que ella no podía molestarse ahora en hacer nada.
La voluntad se debilitaba con el aire suave; la conciencia se volvía más inconsciente. Lo peor eran las primeras horas de la tarde, cuando todos empezaban a desaparecer. Anthea Scudamore dejaba que el viento la empujara a lo largo de la playa, provocando con sus pies sordos quejidos de protesta de la acolchada arena.
De haber sido honesta (aunque, ¿importaba mucho ser deshonesto con uno mismo o sólo con los demás?), habría admitido observar cómo salía él después del almuerzo hacia un punto oculto al otro lado de las rocas. Ahora, en las circunstancias actuales, sólo vio por el rabillo del ojo de su imaginación la imagen del cuerpo de aquel hombre joven, en calzones cortos, con un libro en la mano y un sombrero arrugado en la cabeza. Su propia mente habría borrado su propósito, si alguna vez había tenido alguno, antes de que el viento borrara sus pisadas en la arena.
Barry Flegg estaba tendido al otro lado de las rocas, tumbado de espaldas. Se había quitado los calzones. A juzgar por la ausencia de una línea en la piel, que separara la parte visible a todas horas y la que no se debía ver siempre, la costumbre de quitarse los calzones debía ser un viejo hábito en él, observó ella.
—Lo siento —dijo él, poniéndose los calzones con toda naturalidad—. Nadie había venido por aquí nunca.
—¡Oh! —exclamó ella, y luego, mirando a un lado y a otro, añadió—: En otras palabras, no quise entrometerme.
Nunca se había sentido tan carente de expresión, ni había esperado con tanta angustia que alguien le proporcionara guía y orientación.
—Ven a sentarte aquí, entonces —la animó él—, ahora que somos menos convencionales y podemos entablar una conversación adecuada.
Sus dientes brillaban con su sonrisa.
—¿Estás leyendo? —dijo ella.
Él echó el libro a un lado, como si fuera algo sobre lo que no valía la pena discutir y, cuando ella se sentó junto a él en la arena, se puso a mirarla alzando las pobladas cejas para admirar hasta su más escondida belleza. Ella se preguntaba cuánto de sí misma estaba anhelando Barry Flegg. De hecho, se lo estaba preguntando con toda intensidad, como solía hacer siempre, sólo que ahora partía de la pura curiosidad. En lo más íntimo de su ser, algo pulsaba con osadía, como pisadas que se aproximaran a través de la fina arena.
—Detesto dialogar con la gente —sus torpes palabras brotaron con sinceridad—. En especial cuando está leyendo.
—Yo no espero que intentes dialogar ahora —dijo él—. Pensé que tal vez fuera todo esto parte de un plan premeditado.
Esta salida, inesperada en quien hasta entonces había mostrado plena seriedad, la confundió ligeramente.
—No sabía qué hacer —confesó—. Después del almuerzo todo el mundo se va a sus ocupaciones. Es un momento en que nunca sé qué hacer.
Su voz ronca y apagada llegaba hasta él arrastrada por el viento.
—¿Qué haces tú, Anthea?
—¿Qué hago yo?
—No sé nada de ti.
—Bien —dijo sin entusiasmo—. Estoy haciendo un curso en la Escuela de Secretariado de Mrs. Treloar. —Él la estaba observando, más cerca de lo que ella creía necesario para examinar bien el fragmento de concha nacarada que llevaba en la mano—. Durante un tiempo —tragó saliva y luego se rió—, creí que tenía cualidades para la escena. Empecé un curso de arte dramático. Creía que siempre habría algún papel para mí. Llegué a trabajar con actrices experimentadas, pero yo —ahora vaciló— era demasiado tímida, supongo. Papá dijo que resultaba demasiado corpulenta. Que a la mayoría de los hombres no les gustaría trabajar conmigo.
Se sintió molesta porque él no la interrumpía, tanto más porque sospechó que estaba mirando al sitio donde la camisa se había abierto al soltarse ella un botón, por el calor del verano y la playa.
Luego quiso hacer algo que no sabía bien cómo debería hacerlo. Se tumbó de espaldas sobre la arena, estirando sus muslos desnudos, para permitirse el lujo de confesar algo que acababa de pensar en aquel mismo momento.
—Por supuesto, lo que realmente me gustaría —dijo— es dedicarme a algo como la fisioterapia, o estudiar para enfermera. Me gustaría tener una profesión con la que ayudar a los demás.
Por un momento creyó honradamente en esto. Una especie de voluptuosidad por su abnegación le llegaba desde el firmamento y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para contener las lágrimas. Llorar habría sido algo vergonzoso en presencia del doctor Flegg, ya que seguía mirándola intensamente.
De repente, Barry Flegg abrió la boca y bostezó como un caballo.
—Espero que te casarás con algún individuo que te llevará a la cama y con quien tendrás hijos. Eso es lo que acontece a la mayor parte de las chicas. Cosa normal.
Nadie le había hablado nunca tan toscamente.
Aquellas palabras la convencieron de que su madre tenía toda la razón.
Siguió tendida allí, tratando de no fruncir el ceño, temblorosa, apretando la arena con la mano.
—¡Pobrecita Anthea! —estaba diciendo Barry Flegg, cuando empezó a acariciarla suavemente en el muslo—. Mis orígenes son vulgares. Mi padre es jefe de estación en Buckleboo. Mi madre limpiaba los lavabos en Black Bull antes de casarse. Son una pareja muy aburrida, pero buenos. Yo voy a verles de vez en cuando, cuando mi sentido del deber necesita refrescarse y aprender la verdad en sus fuentes, comer cosas que mi madre prepara al horno y que no me gustan excesivamente.
Todo el tiempo estuvo acariciándole suavemente el muslo y ella se lo consintió, petrificada por la curiosidad.
Las gaviotas volaban por encima, en aleteos lentos y descarados, mirando, arrullando, galanteando.
Cuando le colocó el brazo, más duro que la almohada de arena, debajo de su cuello, ella ya no se sorprendió de aquel gesto, ni del olor a cuerpo de hombre, ni del roce del cabello con que ahora se estaba enriqueciendo su experiencia. Permanecía rígida, sin ofrecer resistencia, dejando que sus pechos recibieran la caricia y sus oídos oyeran las palabras.
—¡Pobrecita Anthea! —seguía él diciendo—. Éste es el curso prescrito por el «Manual de la Guía Vocacional», créeme.
¡Su vocación! Si ella hubiese tenido fe habría creído en otras voces, particularmente las que le llegaran alguna vez de otros hombres. O habría ofrecido en sacrificio su cabello rubio. Con todo, algo mejor de cuanto estaba ocurriendo. Era penosísimo.
—¡Sigue tumbada! Quiero que sigas así. —Él había cambiado su tono suave, para dar una orden.
La voz fuerte y el peso de aquel cuerpo aumentaban de forma que minaban su voluntad. Una gaviota pasó por encima de ellos como si estuviera a punto de atacarles.
—¡No! —gimió ella, golpeando la cabeza contra la arena.
Al menos, él respetó su súplica. Se incorporó y se quedó allí mismo, junto al círculo de conchas que se estaban convirtiendo en arena, aunque sin separarse de ella, sin ninguna intención de enmascarar sus verdaderos propósitos.
Ella se levantó limpiándose la arena de las piernas.
—Siempre había esperado —dijo ella— que llegaría a enamorarme.
—¿Por qué no? —replicó él, mirándola sin resentimiento—. Eso es lo que todos anhelamos, aunque confieso que tengo que aprender cómo conseguirlo.
—No como los animales.
—Nosotros somos animales, ¿no? Animales con ciertos instintos decentes.
Ella prefirió callar. Le dolían tanto las costillas como la injuria moral que estaba soportando.
—No es así como yo lo veo —dijo Anthea—. Es algo más... más elegante.
Siguió mirándola de tal modo que ella no tuvo más remedio que volverse a él, sonreírle y hacerle volver el juicio de modo que pudieran seguir hablando. Pero no pudo resistir aquella mirada mucho tiempo, ya que era demasiado consciente de su desnuda garganta.
Poniéndose en pie, dijo:
—Será mejor que me vaya. Puede que estén preguntándose si me habrá sucedido algo.
Se sentía bastante contenta de la prudencia desplegada para resolver aquella dificilísima situación de su vida y volvió la vista sólo una vez, para ver cómo él agitaba si brazo con el ritmo lento de un vuelo de gaviota.
Cuando llegó y vio que nadie la había echado en falta Anthea se dirigió a su habitación, que era lo que más quería. Empezó a suspirar, a buscar consuelo, a llorar, por el alivio que le daban las lágrimas, con la cabeza recostada en la almohada. Al poco tiempo se quedó dormida. Soñó con su padre, más benévolo de lo que ella siempre había creído, tal vez porque no había logrado encontrarse del todo con aquel hombre. De todos modos despertó sonriendo de un sueño demasiado confuso para recordarlo. Estaba contenta y comenzó a peinarse los mechones de su enredada cabellera.
VII
Aquella noche, durante la cena, los Furfield contaron la historia de su noviazgo y de su matrimonio. Todos parecían interesados y quizá lo estuvieran. La narración revelaba cierta emocionante trivialidad.
—Nos dimos cuenta de que en las mañanas de invierno los dos escogíamos el mismo lado del autobús y en las mañanas de verano preferíamos las del lado contrario —explicaba Doug Furfield.
—Descubrimos, en primer lugar, que ambos coincidíamos desde el punto de vista climático —añadió Helen.
Sus vidas, de una placidez vegetal, se reflejaban claramente en sus rostros cuando describían cosas del pasado, con las manos entrelazadas, incluso ahora, por debajo de la mesa. Anthea no podía mirarlos. Temía que, bajo la prueba de la luz de la lámpara, se le hiciera evidente una existencia de planta, puramente vegetativa. Miraba distraídamente a Barry Flegg. Había rechazado ya con demasiado vigor las manifestaciones animalescas como para esperar un lugar en este tipo de mundo, cosa que tampoco deseaba.
Val Tulloch contemplaba a esa Anthea en tanto pinchaba el viejo mantel con las puntas del tenedor, como queriendo herir o ser herida.
Mrs. Scudamore telefoneaba con tanta puntualidad que habían aprendido a esperarla. Todos cuantos se sentaban en la sala parecían estar pendientes de la llamada. Anthea ignoraba la posibilidad de que pudiera ser alguna otra persona y ajustaba su cara al arcaico aparato receptor.
—¡Un desastre! —Mrs. Scudamore no podía aguantarse porque se trataba de ella misma—. Me caí por las escaleras de la galería y me desencajé la muñeca. Siempre había oído decir que los más propensos a caerse eran los borrachos.
—¡Oh, querida!, ¡qué doloroso debe haber sido para ti! ¡No sabes cuánto lo siento!
Ambas voces se mezclaron en uno de esos dúos en que el énfasis y la práctica casi enmascaran por completo la intención.
—Justamente cuando empezaba a mejorar con el tratamiento. Bien, tendremos que conformarnos. Una Navidad con un solo brazo. Mrs. Meadling, por supuesto, espera a su hija y a su familia de Mildura, y no sé cómo podrá atenderlos. Pero trataremos de hacerle frente. Lo más penoso es que Mr. Mortlock llegará mañana por la tarde, y ya no podré desprenderme de él. Quiero decir que se trata de una persona de cierto nivel, y donde existen niveles, hoy en día no hay más remedio que respetarlos.
—¿Mr. Mortlock?
—Ya te lo dije, querida. Pero tú eres a veces corta de memoria. Mr. Mortlock es el amigo de papá.
—Sí, sí. El que tiene un Riley. Por supuesto que me acuerdo. Perfectamente.
La solemnidad empañó el ambiente de la habitación de los Tulloch repleta de público. El dolor estaba haciendo fruncir el ceño y chuparse el labio superior a Anthea Scudamore. Todos los allí presentes sentían la dificultad de la situación en que aquella chica estaba colocada. Pero, de hecho, Anthea, casi por primera vez desde su llegada a la Isla, quizá incluso por primera vez en toda su vida, vio con claridad lo que debía hacer.
—Mamá —dijo—. Te llamaré a primeras horas de la mañana para decirte a qué hora llegaré. Tomaré el avión de la tarde.
—Oh, querida, ¿y tus vacaciones de Navidad?
—En todas partes es Navidad, y yo no puedo soportar que tú estés sufriendo, que te veas en dificultades con Mr. Mortlock.
—Escribe unas cartas muy afectuosas. No veo ninguna razón por la que Mr. Mortlock pueda representar dificultades para mí. Se trata de que...
Como si su voz hubiera sobrevivido a su propósito, Mrs. Scudamore no terminó la frase.
Todo había sido dispuesto y realmente Anthea no tenía necesidad de informar a nadie de lo que tenía que hacer. Estaban allí y todos lo sabían.
—¿Qué haremos sin Miss Scudamore en Navidad? —preguntaba Mollie Aspinall a Jeremy Tulloch, a quien tenía sentado en su regazo.
Pero Jeremy estaba chupando un dulce.
Por la mañana, Val Tulloch llevó a Anthea en el coche a través de la Isla hasta el aeropuerto, estaba decidida a decir algo a la chica; algo alentador y simpático, pero no encontró el momento ni las palabras adecuadas. Sentada en el coche, Anthea permanecía inmutable con su media sonrisa. Val le dirigía de tanto en tanto una mirada no menos equívoca a la par que saludaba el resplandor dorado de los campos de cebada madura.
VIII
Al llegar a su casa, Anthea se encontró con el huésped de sus padres mucho antes de lo que había esperado. Después de pagar al taxista subió corriendo las escalinatas del mirador y entró por la puerta del salón. Aquello le resultaba tan familiar que sintió ganas de cantar, pero se detuvo al ver al caballero que estaba sentado allí, quien se levantó del sofá y se presentó:
—Soy Hessell Mortlock, el amigo de tu padre. Tu madre está ocupada haciendo algo en la habitación de arriba y tu padre no ha llegado todavía.
Luego se aclaró la garganta y la miró.
—Oh, sí, naturalmente —dijo ella.
La sorpresa la había hecho contenerse y ruborizarse, bien a su pesar. En la sala de estar de mamá, notó, todo estaba demasiado limpio, demasiado ordenado, para que su requemada piel resultara aceptable. Confiaba en ser bien recibida y, esperanzada, tocó uno de los pequeños cuencos chinos siempre llenos de pétalos de rosa, que estaban sobre la mesa de madera de cedro.
Uno de los cuencos perdió el equilibrio. Anthea Scudamore reprimió un grito y dijo con una risita ahogada:
—¿Tuvo algún pinchazo?
—¿Algún qué?
—Pinchazo.
—¿Cómo...? Desde luego que no.
Y añadió, señalando con la mano:
—Ha volcado ese chisme.
—Sus proporciones no eran adecuadas para conservar el equilibrio —replicó ella, contenta de haber logrado una explicación racional.
Él se había adelantado para ayudarla a recoger los desparramados pétalos. Era una situación que les hacía enfrentarse mutuamente. Los dos se apresuraban a remediar los desperfectos. Todo resultaba solemne y ceremonioso. Para Anthea, al menos, el débil aroma de los pétalos secos transformó aquel momento en algo inolvidable.
—Las rosas son una de mis especialidades —estaba confesando Mr. Mortlock—. Las cultivo, pero no las exhibo. Los seres humanos tienden a perder el respeto a todo cuanto exhiben —añadió con ironía.
—Sí —asintió Anthea—. He oído decir que el mundo de los pájaros enjaulados es el peor de todos.
Era curiosa la sensación de experiencia que le estaba dando Mr. Mortlock. Sus manos, devolviendo los pétalos al recipiente, tenían una elegancia masculina que empezaba a imponerse. Llevaba una sortija con piedras de color rojo.
—Por eso no exhibo mis rosas —dijo—. Pero he recibido felicitaciones de varias personas que conocen el tema.
—Las rosas pueden ser maravillosas —suspiró la joven, deseando poder recordar al menos uno o dos nombres—. Incluso aquí...
La presencia de Mr. Mortlock la dispuso para las excusas: por su casa, por la ciudad que se estaba convirtiendo en una villa provinciana. En una pausa, al cierre de una fase de la conversación, el visitante la estuvo mirando. Ella notó esta mirada muy intensamente, a pesar de haber vuelto la cara y estar limpiando las últimas manchas de las flores en la mesa encerada de su madre. Su expresión había permanecido en su mente. Tras aquella primera turbación, ahora podía describir con exactitud la expresión que él debía tener.
Mr. Mortlock era un hombre más bien entrado en años. Se preguntó brevemente cómo, en el confuso pasado, se había hecho amigo de papá, y dónde existiría el sastre capaz de cortar y hacer el traje que llevaba, que tan maravillosamente se ajustaba a su todavía impresionante figura. Desde luego ella estaba afectada por aquella realidad y, sin duda, habría impedido la entrada de aquel hombre en una habitación llena de gente como los Mollie Aspinall, los Barry Flegg. Incluso los Tulloch, tanto Val como Gilbert. Para Anthea Scudamore, Mr. Mortlock no era ningún extraño.
Sin embargo, consideró que ya había estado demasiado tiempo con él.
Dándole la cara, dijo con toda seriedad:
—Espero que mi padre venga pronto. Tendrán muchas cosas de qué hablar —sonrió.
—Apostaría a que Bill no tiene muchas más cosas que decir que cuando estaba en Brisbane —respondió Mr. Mortlock.
Entonces se trataba de una de esas amistades, imaginó ella, en que las palabras no importaban.
—Debe excusarme —dijo ella—. Tengo que subir con mi madre.
Él se mostró muy galante en sus gestos, no de anciano, sino de persona mayor. Su sonrisa era muy estudiada, y, sin duda, lo había practicado en muchas ocasiones anteriores.
—No se preocupe, estuve muy bien aquí sentado un rato —dijo haciendo sonar el dinero en el bolsillo—. Ésta es la mejor hora del día.
—Espero que en su habitación haya jabón y toallas —murmuró ella, imitando a su madre.
No era la clase de frase que espera contestación, por lo que Mr. Mortlock hizo un pequeño movimiento con una de sus piernas, como disculpándose. Si ella no hubiera sentido tan profundo respeto, aquel gesto le habría recordado a un perrillo levantando una pata ante la presencia súbita de una serpiente.
Pero tenía un gran respeto a aquel distinguido visitante y se limitó a abandonar la habitación.
Arriba, Mrs. Scudamore estaba tumbada en la cama, con el vestido puesto, con un cabestrillo de un tejido ligero y transparente de color rosa que le sostenía la muñeca lastimada. Tenía aspecto agotado, aunque al mismo tiempo expresaba satisfacción por la presencia de su hija. Cuando las dos se abrazaron, con un afecto que resultó maravilloso para la hija, tras las horrendas escenas pasadas últimamente, la madre preguntó:
—¿Crees que tiene todo lo que necesita? Como de costumbre, tu padre no estaba aquí para ayudarme, pero yo he preparado los dos lavabos.
—¿No es más bien viejo? —inquirió Anthea.
—Un hombre nunca es viejo si goza de salud y de intereses —Mrs. Scudamore expresó su opinión. Luego añadió—: Su esposa lo abandonó, ¿sabes? Creo que se portaba de una manera terrible con él.
—¿En qué sentido?
—No lo sé —contestó Mrs. Scudamore frunciendo el ceño.
—¿Y vive solo en Sarsaparilla?
—Vive con él una hermana soltera que le atiende la casa.
—Me pregunto si esa mujer será como su hermano.
Anthea puso en duda que pudiera haber dos personas de la misma clase.
Una vez más, ésta era una cuestión sobre la que Mrs. Scudamore no había sido informada, por lo que las dos mujeres guardaron silencio en aquella habitación con las persianas bajadas que estaba a cierta distancia del ruido de la ciudad. Fue una hora de reflexión y, aunque no se comunicaban con palabras, el ambiente general sugería que sus pensamientos coincidían.
IX
Posteriormente, cuando bajaban la escalera, una vez cambiadas de vestidos, se oían voces de hombres desde el mirador. Papá había regresado, al parecer. Con la botella de whisky cerca, la bebida serviría de estimulante.
Mr. Mortlock estaba hablando de los días pasados en Brisbane, cuando su amigo Bill Scudamore era reportero del «Courier Mail» y él, Hessel Mortlock, disfrutaba de cierto prestigio comercial.
—Este joven amigo llevó muchos momentos de alegría a la vida de un hombre anciano —anunció Mr. Mortlock.
Obviamente, le habría gustado sumergirse en un mar de recuerdos, pero de pronto se contuvo y se puso a mirar a Anthea.
—Sí —dijo, frunciendo la boca con un gesto—. Tenía amistades en las alturas.
—De eso estoy segura —dijo su esposa, con una sonrisa entre alegre y amarga.
Se retiró suspirando hacia la cocina, para realizar algún trabajo más de su insistente martirio doméstico.
Mr. Mortlock había redondeado los ojos como un muñeco, y esta vez Anthea vio la expresión del perro asustado, aunque apartó la idea de su cabeza casi inmediatamente.
Papá estaba perplejo, jugando con la correa del reloj de pulsera que estaba, según pudo advertir, sucia y vieja. Como aquello era a la vez fascinante y repulsivo, le recordó el sueño de la tarde anterior. Le habría gustado cambiar aquella correa por la de Mr. Mortlock, en quien todo detalle parecía impecable, a pesar del largo viaje en su Riley.
—¿No bebe, Anthea?
La estaba mirando, tomando un trago al dirigirse a ella.
—No —contestó nerviosa—. Es decir, sólo algunas veces.
En aquellos momentos recordaba la ginebra que había bebido en la Isla.
—Tanto mejor —repuso Hessell Mortlock—. Moderación en todas las cosas.
Papá seguía mirando sus propios pies. Aquella tarde estaba pasando por uno de sus momentos más extraños, como si le produjera confusión la presencia de la familia. ¿O sería la de su amigo?
A Anthea le hubiera gustado hacer alguna observación ingeniosa en presencia de los dos hombres, pero Hessell Mortlock parecía contento con volver a los recuerdos del pasado, esta vez con la narración del viaje que hizo con Bill al Monte Isa.
De pronto ella se excusó.
—Debo ayudar a hacer la comida.
Todas sus observaciones le parecían aquella tarde más forzadas que de costumbre, más carentes de colorido. Pero se dio cuenta de que él le miraba las pantorrillas cuando creía que ella no lo veía.
Desde la cocina se fijó en el coche que estaba junto al de ellos en el mismo garaje. En comparación parecía ele lo más exótico. Era de color verde botella y lo habían lavado recientemente. Se imaginaba a Mr. Mortlock sacando un billete de su cartera de cocodrilo, para entregárselo a un lavacoches anónimo.
—¿Es ése el coche? —preguntó a su madre, con la esperanza de llamar su atención.
Pero Mrs. Scudamore pareció no haber oído. Continuaba con sus dificultades para arreglárselas con una sola mano, mientras su hija no le ofrecía ayuda.
La tarde iba avanzando. Era lo que sus amistades de la Isla, estaba segura Anthea, habrían calificado de momento clave, que no le impedía recordar la figura de Mr. Mortlock, dentro de aquel traje bien cortado, con hombros más bien anchos, cabello claro, en que el gris resulta agradable como recuerdo del tono original. Además, las entradas producidas por la calvicie. Eso sí, los restos del cabello estaban primorosamente arreglados. Ni siquiera Mollie Aspinall habría podido hacer un chiste sarcástico de la cabeza de Mr. Mortlock.
—Me imagino que estará cansado —dijo al final Mrs. Scudamore, como si tuviera dolor en la garganta.
—No exactamente —repuso Mr. Mortlock—. Más bien diría que estoy en buena forma.
Mostraba una gran discreción. Las manos, con la sortija de piedras rojas, extendidas sobre las rodillas.
Aquella noche, Anthea Scudamore se limpió los dientes con alegría y energía. Estaba contenta de no haberse maquillado. No tenía nada que ocultar.
Sin embargo, ¿estaban sus padres ocultando algo?
—Es tu amigo —estaba diciendo mamá.
—¡El viejo pajarraco! No deja de mirar a la chica.
—Pero no olvides que es un hombre brillante y distinguido.
Mamá, por lo menos, valoraba la distinción.
—Estuvo engatusando a una pobre mujer de Brisbane.
—Pero es muy considerado. Pocos hombres de la edad de Mr. Mortlock se molestarían contemplando a una chica joven.
Anthea no pudo resistir la tentación de detenerse en el pasillo.
—Brenda era un poco más joven que el viejo Hess. Brenda se separó de él porque...
—Entiendo que ella se comportó muy mal —repitió Mrs. Scudamore como una lección aprendida.
Anthea notó que alguien estaba escuchando y entró inmediatamente en su habitación.
X
Recordaría los días siguientes como un verano de calor seco, durante el cual Hessel Mortlock la llevaba por las distintas calles de la ciudad expresando interés por todo, y dejándola coger el volante, en particular el día que subieron a la Cima, donde saborearon una brisa deliciosa que les azotaba la cara.
Cuando por fin aparcaron el coche, Mr. Mortlock puso el brazo a lo largo del asiento, y confesó:
—Yo no tengo excesivo interés en contemplar el paisaje. Prefiero contemplarte a ti.
Fue muy galante poniendo en claro que la aceptaba como su igual en simpatía y comprensión.
—Mi esposa Brenda... —dijo—. Sabrás que he estado casado, Anthea. Pues bien, Brenda era incapaz de saborear los pequeños placeres que proporciona la vida diaria. Y eso es lo que importa —añadió.
Aquellas palabras la pusieron seria. Comprendió los apuros por que habría pasado con la ausencia de Brenda.
Antes de que Mr. Mortlock regresara al Este, llegó una mañana con un ramo de rosas carmesí para Anthea Scudamore. Era un ramo muy grande.
—¡Oh! —exclamó ella, recogiéndolo, sin hacer caso de las espinas.
Se quedó quieta unos momentos contemplando las rosas.
—Bien —dijo él—. Nunca puedo resistir la tentación de comprar rosas.
Luego subió las escaleras.
Anthea empezó a arreglar las rosas, que eran maravillosas.
—¿No son fabulosas, Mrs. Meadling?
Era un jueves.
—Yo diría —repuso Mrs. Meadling—, «La Reina de las Flores».
Estaba saliendo de la sala de estar para buscar a mamá. Sólo Mrs. Meadling llamaba salón a la sala de estar.
—Sí, rosas... —decía Mrs. Meadling—. Este año hay muchas, pero no por eso creo que las estén regalando.
—No es cuestión de dinero —señaló Anthea Scudamore.
—El dinero juega su parte —dijo Mrs. Meadling.
Anthea siguió ordenando las rosas. Aún después de llevarlas a la sala de estar no podía evitar hacer un esfuerzo más para lograr el matiz perfecto del carmesí. Le gustaba alzar la vista y mirarse en el cristal. Recordó una foto que había visto de una estrella de cine, con el busto entre un jarrón de grandes rosas.
Hessell Mortlock se pasó la mañana entera haciendo la maleta porque, como él decía, era un viajero metódico. Por poco se le olvida la loción para después del afeitado que Mrs. Meadling le llevó del cuarto de baño. Todo el equipaje era de primera calidad. Piel de cerdo auténtica, informó Mrs. Meadling.
Mr. Mortlock bajó al fin a donde estaba sentada Anthea Scudamore, con sus rosas debidamente arregladas. En cierto modo, aquellas flores habían absorbido parte de la luz de su piel juvenil. Empezó a hablar de su vivienda, bañada por el sol en Sarsaparilla, y el panorama que desde allí se divisaba, todavía sin estropear, aunque empezaba a iniciarse ya el desarrollo.
—Cedí el prado a un señor que se dedica a la cría de caballos, porque no veo razón para que la hierba se pierda.
Ella asintió con la cabeza.
Luego le cogió la mano y ella no se sorprendió tanto de aquella acción como de su propia mano, con las uñas largas, pasivas, sin color, aunque pulidas.
Era uno de los momentos graves de la vida en que el aroma de las rosas parece intoxicar.
Después del almuerzo, Hessell Mortlock emprendió el largo recorrido de regreso en su Riley color verde botella. Papá salió inmediatamente y todos se olvidaron de que habían dejado de verle.
—¡Bien! —Mrs. Scudamore respiró.
Estaba contenta de poder levantar los pies; en sentido figurado, naturalmente.
—Creo que debo comunicar algunas noticias —empezó Anthea, serenamente, aunque sin perder tiempo—. Mr. Mortlock me pidió que me casará con él.
—¡Ésa es una buena noticia! —dijo su madre, arreglando su especie de cabestrillo—. ¿Y qué le contestaste?
—Le dije que aceptaba —repuso Anthea.
—Oh, querida —exclamó Mrs. Scudamore.
Y al instante se abrazaron. Nunca habían estado tan unidas. El perfume de la madre, más sutil que ningún otro, despertaba recuerdos que parecían olvidados para siempre. Era lo que la hija había deseado siempre, y aspiraba con fruición un aroma que convertía a la madre en una realidad y en una fuerza.
—Espero no cometer un error —casi gritó Anthea medio ahogada por los brazos de su madre—. Pero creo que estaré muy bien junto a él. Sé que le respeto al mismo tiempo que le amo.
—Es un hombre distinguido —explicó Mrs. Scudamore—. Sí, estoy contenta, Anthea —añadió en tono más reflexivo—. Hay muchas personas que derrochan el dinero y también el amor con sus hijos, para ver luego como lo tiran en su propia cara.
Anthea se libró del abrazo de su madre y se sonó la nariz. Quiso disculparse:
—Me molesta la nariz tapada.
Su madre le acarició la mano.
—Espero noticias de Mr. Mortlock —dijo—. Es persona que sabe respetar las formalidades. Luego seguiremos adelante con los preparativos para la boda.
XI
Mrs. Scudamore dispuso las cosas para que Mr. Mortlock regresara pronto para una ceremonia que, sin ser ostentosa, dio mucho que hablar en los círculos más selectos. Mrs. Scudamore se consideraba afortunada por contar con Philippa Canning y Charmian Reid como damas de honor, a pesar de que ninguna de las dos era amiga íntima de Anthea. Lady Reid, además, regaló un juego de té de la casa Doulton.
Mr. Mortlock salió del avión no exactamente más joven, pero sí más vivo y dispuesto, como observó Mrs. Scudamore. Uno no podía por menos que tenerle por hombre afortunado en los negocios. Anthea se sintió súbitamente tímida ante aquel rostro casi desconocido. Pero él era todo amabilidad, todo atenciones, ofreciéndole el brazo, camino del coche.
—Las jóvenes no necesitan apoyo —bromeó Mr. Mortlock—, pero un brazo es siempre acogedor.
Por coincidencia, en casa estaba esperando el regalo del novio, enviado por tren: un neceser de piel de cocodrilo, con guarniciones de plata. Ella le besó en la mejilla y la encontró tan perfectamente afeitada que imaginó que él se había dado una pasada con la máquina en el avión. Aquella piel era más fina de lo que ella había esperado. Anthea Scudamore contuvo el aliento. La situación se había adueñado de ella de manera inevitable. Quizá hubiera podido disimular jugando con el anillo de compromiso, pero todavía no lo llevaba puesto. Se trataba de uno que había pertenecido a la madre de Hessell, y estaba siendo ajustado en el taller del joyero a un estilo más a la moda.
Como temían, el joyero falló, y ella se encontró con el anillo de boda puesto antes que pudiera mostrar el de compromiso. Aparte de esta pequeña complicación todo lo demás se desarrolló como era de esperar y, desde luego, con toda normalidad. El novio vestía traje de mañana, con una magnífica gardenia, tal como le correspondía. Anthea Mortlock miraba para ver si sus amigas Val Tulloch y Mollie Aspinall demostraban envidia.
Justo en aquel momento apareció Gil Tulloch y dijo:
—¿Quién tenía razón? ¡Anthea no sabe dónde se está metiendo!
—Espero que sí lo sepa —repuso su esposa—. De otro modo tendré que sentir pena por ella.
Por encima de cualquier otra cosa constituía un triunfo para Mrs. Scudamore tener a los Tulloch dentro de casa. Su bandera estaba más alta hoy, aunque el triunfo no fue completo, pues papá se negó a pronunciar un discurso.
—¡No hablaré! —afirmó en voz alta Bill Scudamore.
—La gente te va a oír —lo reprendió su esposa en tono bajo.
Fue una suerte para Mrs. Scudamore que su marido fuera un borracho normalmente silencioso. Gracias a esta taciturnidad, a su carácter retraído y a sus juegos de manos, sólo ella sabía cuándo él estaba bebido.
Habría sido peor si Hessell Mortlock no se hubiera comportado con tanta urbanidad y cortesía. Saludó a varias damas, con el resultado de que todas, menos las más cínicas, prescindieron de calcular su edad. Se acordó más o menos que, en efecto, se trataba de un individuo divertido.
De pronto, el novio miró al reloj de pulsera y dijo:
—Anthea, vamos a andar apurados de tiempo, a menos que te cambies de ropa con mayor rapidez que la empleada por la mayoría de las mujeres.
Había decidido regresar al Este con su novia aquella misma tarde. Los negocios se lo exigían.
En el aeropuerto los dientes de Anthea casi chocaron con los de su madre, en los besos de despedida.
—Adiós, hija mía —exclamaba Mrs. Scudamore.
Papá tenía un aspecto horrible, silencioso, amarillento, con un hombro caído, embutido en el traje alquilado. Anthea se prometió que un día dedicaría tiempo a su padre para descubrir qué tenían en común. Por el momento había otras muchas cosas que explorar. Por fin se vieron acomodados en los asientos. Ella disfrutaba feliz del prolongado olor a boda. Miraba a su esposo. Era un alivio pensar que ya no sería imperativo tener que encontrar algo que decir.
XII
Como había dejado el Riley en el aeropuerto, pudieron llegar cómodamente a Sarsaparilla, aunque la comodidad no libró a Anthea de las miradas de algunas personas de la vecindad, que querían fisgar en la oscuridad.
—Es tarde, por supuesto, pero quizá tu hermana nos tenga preparado algo para comer —aventuró ella.
—Uno nunca puede contar con Grace —contestó él.
Ella trató de hablar de la casa, dando como cosa suya lo que todavía no había visto.
—Esa segunda habitación sobrante, que probablemente no vamos a usar nunca, podría convertirse en un cuarto de trabajo —sugirió ella.
—¿Y qué vamos a hacer con todo ese mobiliario? —preguntó él.
Quizá lo avanzado de la hora lo había vuelto áspero.
La casa, al menos, era de estructura sólida. Se acercaron en coche, con pequeños saltos debidos a algunos fallos mecánicos, por una calzada de grava. Ella intentó identificar los arbustos. Quería ejercitar su deseo de poseer.
—¿No son fotinias? —preguntó con tal nota de placer en la voz que nadie hubiera adivinado su alergia a esa planta.
Pero él no parecía complacido.
—El jardín no es lo que debiera ser, o lo que solía ser anteriormente —dijo—. Antes pagaba a un jardinero para que viniese uno o dos días a la semana para atenderlo, aunque no merecía la pena. Encima de lo que me cobraba, parecía que estuviera haciéndome un favor.
—Son todos así —murmuró ella, como si estuviera muy enterada de esas cosas.
De hecho, lo único que sabía era que la casa de su marido tenía un aspecto horrible en la oscuridad. Tal vez tendría otro cariz cuando estuvieran dentro. Lograron entrar con cierta dificultad, arrastrando el equipaje y saltando por encima de los obstáculos que encontraban. Hubo un momento en que se oyó el tintineo de cristales rotos. Temió haber metido el codo en la puerta de cristal de alguno de aquellos gabinetes en los que se guarda la vajilla y cristal que no se usan.
Finalmente, Hessell Mortlock encontró la llave de la luz y los dos se vieron de pie entre los muebles.
—Grace debe haber salido —murmuró—. Es tarde —siguió diciendo, como si estuviera hablando consigo mismo en aquella casa abandonada—. Es tarde.
Mientras él recorría las habitaciones encendiendo luces y buscando algún vestigio de la presencia de su hermana, cosa por la que su compañera opinaba no tenía por qué molestarse, ella vagó vacilante por entre aquel mobiliario desordenado y también entre las rosas. Rosas descuidadas. Alguien había llenado las habitaciones con jarrones de plata y floreros repletos de rosas. Allí se veían las rosas ya de color marrón, algunas incluso con tonos de bronce. Los pétalos secos crujían en el suelo cuando ella pasaba.
Él salió de una habitación con la cara enrojecida y desconcertado, diciendo para sí:
—Grace se ha ido. Su guardarropa está vacío.
—Tal vez la llamaran de alguna parte. Puede que haya dejado una nota en la cocina.
Pero cuando entró, delante de él, en un rapto de curiosidad, en la que había sido habitación de su cuñada, vio que Miss Mortlock no había tenido al irse ninguna intención de dejar una nota escrita. En uno de los cajones que él había abierto aparecieron un carrete de seda y el cuerpo muerto de una mosca.
Luego Mrs. Mortlock empezó a infundirse ánimo. Después de todo, se habían dado ya pasos decisivos y había que seguir adelante.
—Al menos tendremos algo que comer —dijo ella—. Espero que nos haya dejado algo con que saciar el apetito.
Anthea salió, pisando con fuerza las alfombras, acentuada su estatura por los contornos y el ambiente, sembrando el suelo de pétalos de rosa secos, cuando se dirigía donde suponía estaba la cocina. Aunque él sabía el camino, prefirió no seguirla, como si la situación resultara demasiado fuerte para él.
Mrs. Mortlock se dispuso a llevar adelante lo que tantas veces viera hacer a su madre. Preparó una tortilla que, por el ansia que la dominaba, dejó quemar. Luego abrió una lata de macarrones, los cuales se olvidó de calentar. Pero Mr. Mortlock se sentó a la mesa y, con gran sorpresa de la joven, aceptó sin rechistar toda la comida que ella le estaba ofreciendo.
—Te voy a revelar un truco que aprendimos en casa —dijo él—. Compramos un cuarto entero de carnero y lo metemos en el frigorífico. De esta forma no hay que preocuparse de la compra: basta con ir cortando carne según haga falta. Además, representa una economía. No es que me guste regatear con la comida, pero los carniceros cobran los filetes a unos precios realmente prohibitivos.
—Es cierto —asintió ella.
Ya veía el frigorífico lleno de latas, productos congelados y los azulados tendones de un cuarto de carnero adquirido en oferta especial. Bueno, tendría que protegerse.
Cada uno oyó los brindis del otro enfrascado en sus pensamientos. Por lo menos no escaseaba la mantequilla, porque Miss Mortlock había dejado bastante cantidad encima del aparador, donde se había calentado y reblandecido.
A la novia le agradaban su casa y su marido. Le hubiera gustado expresar dicho amor de alguna forma en tanto guardaba la pasta de dientes y se ponía el camisón azul pálido.
—Me gustará vivir aquí.
Hessell Mortlock resultaba menos impresionante en ropa interior; destacaba especialmente una línea roja que separaba el cuello de los hombros. Pero era un hombre de posición, recordó ella, de edad respetable.
Los Mortlock se encontraron por fin acostados uno junto al otro en la cama de Beard Watson.
Después de poner las manos sobre las de ella, como si recordara que era una chica joven, dijo:
—Mejor será que nos durmamos. Es tarde. Mañana despertaremos descansados.
Era muy razonable.
Así, ella se encogió más entre las sábanas, encontrando en ellas una inesperada aspereza, y entonces recordó cómo había huido por aquella misma razón de la aspereza de la arena.
Mrs. Mortlock suspiró en secreto por la felicidad que estaba experimentando. Cuando se durmió, soñó que sostenía en los brazos al mundo entero, y las gaviotas volaban rozando los pétalos marchitos de las rosas, mientras ella estaba protegida bajo una campana de cristal. El crujir de los pétalos secos al caer se hacía más misterioso en la distancia.
XIII
A Mrs. Mortlock le llevó algún tiempo percatarse de que en verdad era Mrs. Mortlock. Para darse cuenta y para olvidarse de ello, que es cuando el matrimonio se convierte en verdadero matrimonio. Le costaba a causa del mobiliario, que había pertenecido a otra persona y que la frenaba en su propia identificación.
—Brenda lo eligió en su mayor parte —explicó Hessell—. Pero, ¿qué va uno a hacer con todos esos muebles, teniendo en cuenta el dinero que costaron?
Ella sería la última persona que se permitiera reaccionar de un modo irracional. Tendría que acostumbrarse al mobiliario de Brenda, que ahora era suyo.
—¿Qué ha sido de Brenda? —preguntó para empezar.
—Lo ignoro —repuso él—. Sólo sé que sigue cobrando su cheque mensual.
—Pero tienes que saberlo, o lo sabrá alguna otra persona: tu contable, tu abogado...
—Creo que vive en Denistone —contestó limpiándose la mermelada que le había caído en la americana que usaba cuando no tenía que salir para atender sus negocios.
Hessell Mortlock hacía una vida muy retraída. Es decir, tenía un administrador, en quien no confiaba plenamente, y sólo iba a las fábricas para vigilar su marcha. A Hessell le gustaba mucho trabajar en sus plantas y tomar un almuerzo ligero preparado por su esposa. Al llegar a cierta edad, el hombre debe de cuidar su corazón.
Al principio, mientras contemplaba lo que los agentes de la propiedad inmobiliaria habrían llamado una residencia bien provista, Mrs. Mortlock seguía siendo Anthea Scudamore, abriendo los cajones de los armarios y mirando el interior, o sentándose en un sillón para recibir los secretos que otras personas le contaban. Sólo que, en este caso, los secretos acaso ni existieran. Mientras en el pasado ella había llevado a las casas de otras personas los secretos de su vida, misterios de juventud, en ésta no lo logró, quizá porque era ya una mujer casada, y, oficialmente, la casa se había convertido en la suya.
Al principio, anhelaba la compañía de su madre, esperando que ella sabría cómo llenar el vacío. Pero Mrs. Scudamore le escribía en los siguientes términos:
... Quizá cuando llegue la primavera, querida Anthea; quizá cuando te hayas acomodado a la nueva vida. No creo que sea correcto que una madre intervenga inmediatamente en la vida de una joven pareja recién casada...
Había tachado la palabra «joven», y continuaba:
Estoy segura, querida, que cuando reflexiones, estarás de acuerdo conmigo en que la mía es una actitud razonable, para no mencionar todas las cosas que tendrás que hacer para poner la casa en orden. Te confieso que ardo en deseos de ver los muebles de su primera esposa. Tal vez sea algo horroroso. ¿Sigues acordándote de tu madre, querida hija? Muchas veces pienso que has cambiado con relación a mí, desde que Hessell Mortlock te arrebató de mi lado. Supongo que es natural que una joven cambie de vida. Estamos teniendo un otoño torrencial. Oh, querida, los temporales y los fuertes vientos... Me aterra la idea de los árboles derribados cayendo sobre los cables eléctricos, con la posibilidad de matar a la gente. Tu padre se encuentra bien, pero ha cogido la costumbre de no contestar a nada. Yo estoy sufriendo mucho con mi neuralgia, y tengo un catarro...
Mrs. Mortlock no se enojaba demasiado por los escrúpulos de su madre. Empero, empezó sintiéndose irritada por ser tratada como una niña, aunque habría disfrutado mucho del placer de hacer de niña en presencia de su madre, pero su madre no vino.
«Tengo a mi marido», se consolaba Mrs. Mortlock.
Le preparó un pastelillo especial y vio con alegría cómo él lo devoraba a dos carrillos. Algunos trozos se le cayeron en la americana a cuadros y, mirando sin gafas, se limpió las migas con la mano. Aquella americana le hacía aparecer más grueso, según ella había notado.
Se imaginaba a la gente diciendo: «Ella adora a su marido».
En realidad, sí, lo adoraba. Naturalmente, se iban pronto a la cama y, algunas veces, se abrazaban el uno al otro entusiasmados. Mrs. Mortlock casi lloraba, por la ternura que experimentaba. Cuando sostenía a su marido entre sus brazos sentía su vientre masculino inquieto y alborotado contra el de ella pero distante. Había momentos en que sus abrazos no podían eliminar la tristeza indefinida que se adueñaba de ella. Sobre todo cuando estaba acostada junto a él y escuchaba el suave ronquido que le salía de la boca, vacía, sin la protección de sus dientes postizos.
Mrs. Scudamore escribía:
Tengo noticias que contarte. ¿Recuerdas aquel joven que conociste en la Isla, el doctor Flegg? Bien, pues se ha casado. Ella no es de aquí y según me han dicho ganó una especie de competición, no muy importante, puramente local. Tengo entendido que es, o que fue, para ser más precisos, «Miss Toowoomba». Se llama Cherie Smith. Oh, querida, estoy tan aliviada al pensar que te has casado con un hombre tan importante...
Si su madre hubiera estado a mano, Mrs. Mortlock tal vez le habría echado en cara su falta de delicadeza. Ciertamente, le habría dicho que aquella información no le interesaba. Al principio, en la tristeza de la separación, había conservado las cartas de su madre, pero ahora empezaba a romperlas.
Tenía a su marido.
Los domingos su esposo la acuciaba siempre con estas palabras:
—Si no acabas de darte los últimos toques, perderemos el sermón.
Ella corría hacia el coche, y allí le esperaba él gritando y riendo. Los domingos estaba particularmente alegre, vestido con uno de sus trajes a medida y la camisa que ella le había lavado con tanto mimo.
—Las mujeres a las que se paga para el lavado y planchado —solía decir él— no se toman interés en lo que hacen.
Curiosamente resultó que ella encontró gusto en planchar, en prepararle a su marido aquellos cuellos ligeramente almidonados.
Cuando salía con él, sabía que estaba satisfecho. Ella se sentía elegante con el sombrero grande y, de entre todas las cosas que había traído consigo, prefería el vestido gris, que destacaba sus senos y dejaba que los brazos se movieran cómodamente bajo las anchas mangas.
El servicio religioso siempre había empezado cuando ellos llegaban. La joven gozaba cuando avanzaban por el pasillo, precedidos por el sacristán, en cuyo rostro empezaba a reconocer una actitud deferente, y oía decir a los asistentes: «Son los Mortlock». Si llegaban tarde, es que podían hacerlo. Ella se arrodillaba, sin embargo, tan suavemente, que aquello era, en sí, un acto de humildad. Mientras tanto, su acompañante prefería sentarse en el borde del banco y entornar los ojos uno o dos segundos. Nadie podía esperar que un hombre tan mayor se arrodillara por completo, no hubiera podido volverse a levantar.
Una vez Mrs. Mortlock, con los ojos cubiertos con sus largas manos, quedó horrorizada al representársele una visión de Barry Flegg y Cherie Smith azotándose mutuamente con cuerdas de cabello trenzado. Se sintió tan aterrorizada que creyó desmayarse. Habría salido del templo, si su marido no se lo hubiera impedido. Nadie notó que Mrs. Mortlock sudaba. Todo lo que podía hacer era inclinar la cabeza y soportar la indignidad que le caía encima. Soportar los golpes hasta el último estremecimiento.
—¿Te encuentras bien? —preguntó su marido, notando algo e inclinándose hacia ella.
—Sí —sonrió ella.
Había recobrado ya la calma cuando salieron del templo, caminando con el delicado porte que le daba su juventud, mientras su marido la seguía.
—No cabe duda de que es una señora —se oía decir.
Algunas de las mujeres de su edad sonreían a Mr. Mortlock sin disimulo, pues lo conocían desde hacía muchos años y habían quedado decepcionadas.
Hessell Mortlock era de esa clase de personas que no aguantan la burla, cosa ya sabida por las mujeres mayores desde hacía mucho tiempo, por lo que decidieron invitarle a él y a su joven esposa a comer, sin ningún rencor, al tiempo que se mostraban llenas de simpatía para con ella. Les ofrecieron pollo a la King y buñuelos con jerez, instándola a que comiera más cuando languidecía la conversación.
—No puedo más. Ha sido una comida maravillosa —respondería suspirando la amistosa Mrs. Mortlock—. Deben ustedes poner algo especial en la preparación de sus comidas, que nosotros, los demás mortales, ignoramos.
Luego Hessell Mortlock se acercaría con su traje oscuro de buena calidad y sus gemelos relucientes, mientras cogía del brazo a su esposa y les preguntaba:
—Está maravillosa, ¿verdad? ¿Les parece que la estoy cuidando bien? ¿Qué dicen ustedes?
Algunas de las mujeres presentes experimentaron una gran curiosidad por conocer la situación íntima existente entre los Mortlock.
XIV
Habían pasado casi cinco años. Por fin Mrs. Scudamore se encontró a bordo de un avión yendo a visitar a su hija. Por una u otra razón, el viaje se había ido demorando. Por un lado, la operación de mamá y luego papá que estuvo unos meses fuera de casa. Durante la separación, Mrs. Mortlock estaba verdaderamente preocupada por los achaques de sus padres y le hubiera gustado ir con ellos. Ni se atrevía a decirse a sí misma la razón por la que no lo hizo.
—Estoy segura de que no te va a resultar molesta —dijo a su marido cuando la visita era inminente—. Yo me encargaré de llevarla a los jardines cuando tú no utilices el coche.
—¿Por qué me podría resultar molesta su presencia? —preguntó Hessell Mortlock.
Había momentos en que se refugiaba tras su delicada piel sonrosada y su mirada azul carente de sombras, que le hacían parecer un muchacho. Él se encontraba muy seguro de su inocencia.
Llegó una Mrs. Scudamore diferente de la que su hija recordaba. El esmalte se había descascarillado. Parecía más menuda, más vieja y, naturalmente, más fría. Se frotaba continuamente las manos y hablaba de que acabaría por echarse una chaqueta por encima de los hombros. Las dos mujeres se abrazaron, casi fundidas la una con la otra, haciendo ruidos guturales que una tercera persona encontraría dificultad en interpretar, pero que ellas entendían perfectamente. La hija parecía doblar en altura a su madre, a quien hubiera deseado ceder parte de su tamaño.
De pronto, entró Hessell Mortlock.
—Me alegra ver que no has cambiado, Betsy —dijo él galante como siempre.
—¿Oh, sí? —repuso Mrs. Scudamore con una franca sonrisa—. También yo me alegro de veros a los dos con un aspecto tan bueno y feliz.
No había olvidado que la felicidad era su filosofía de la vida.
—A la fuerza teníais que ser felices en esta casa encantadora, llena de tantas cosas maravillosas. Fue recorriendo una por una las habitaciones, curioseando aquellas «cosas maravillosas».
—¡Qué escritorio tan precioso! —exclamó—. Es auténtico, ¿no? Tu esposa debió tener muy buen gusto.
—¡Oh, Brenda! —contestó Mr. Mortlock—. Eso es de antes de casarme con ella.
Él se marchó, y su esposa aun cuando no estuviese segura, pensó que la exploración de la casa efectuada por su madre lo había irritado.
Un día, Mr. Mortlock dijo a su esposa:
—Hay una cosa que me gustaría le dijeras, Anthea.
—¿De qué se trata? —preguntó ella amablemente.
—Quisiera que bajase la tapa de la taza del retrete después de haberlo usado.
—A mí me parece un olvido inofensivo —sugirió Mrs. Mortlock.
Pero él frunció el ceño y Mrs. Mortlock vio el rostro de un viejo niño resentido y contrariado por la lógica del mundo.
—¡Se va el mal olor! —insistió él haciendo una mueca.
Aunque Mrs. Mortlock encontró el asunto muy desagradable decidió hablar con su madre.
—Mamá querida, después que uses el retrete, ¿te importaría bajar la tapa de la taza?
Mrs. Scudamore se sintió muy ofendida.
—En primer lugar, hace falta una tapa nueva porque la actual está muy estropeada. Pero, aparte de eso, Anthea, tú sabes muy bien que nosotros siempre dejamos la tapa levantada.
Era obvio que se vería obligada a defender las costumbres refinadas del marido frente a los ataques vulgares de su madre.
—Pero, mamá, el cuarto de baño se llena de mal olor y resulta desagradable entrar en él.
—Es algo que nosotros hemos hecho siempre.
—Será mejor que no hables de eso —suplicó Mrs. Mortlock.
Mrs. Scudamore guardó silencio, pero decidió no alterar su costumbre. Continuó dejando levantada la tapa y Mr. Mortlock siguió, a su vez, emperrado en bajarla. Sus principios dificultaban que se encontraran frente a frente. Por otra parte, Mrs. Mortlock notó que a su madre se le estaba cayendo el pelo. Encontraba mechones enteros en el peine.
Creyó necesario idear pequeñas ocupaciones y pasatiempos para su madre. Sacaba guisantes y un pasapurés y le decía:
—Mira, mamá, me harías un gran favor si pasaras estos guisantes.
Una vez, Mrs. Scudamore derramó tantas lágrimas que fueron a caer en el colador.
—No me quejo, Anthea, ni me siento desdichada. Pero algunos nos vemos obligados a llevar nuestras cruces.
—¿Te refieres a papá? —preguntó Mrs. Mortlock tratando de tomar fuerzas.
—No voy a decirlo —repuso Mrs. Scudamore.
Entonces llegó para Mrs. Mortlock el día de sentirse desdichada. Se encontró espasmódicamente sumergida en el dolor. Era a causa de aquel hombre oscuro, de su padre. Si por lo menos hubiera podido estar junto a él, quizá habría podido aclarar sus secretos y descubrir la razón de sus confusiones. Pero como eso no era posible prefirió salir fuera, al jardín.
Caminaba pensando y con el ceño fruncido. De pronto, gritó distraída:
—Papá, ¿dónde estás? Hay varias cosas que quiero preguntarte.
—¿Qué pasa? —respondió Hessell Mortlock, que había estado oculto entre los arbustos.
Su expresión de suspicacia y asombro incrementó la sensación de vergüenza en ella.
—¡Oh! —respondió riendo y ruborizada, pues nunca lo había llamado «papá»—. ¡No estaba pensando en nada concreto!
—¿Qué es lo que quieres preguntarle? —exigió él con aún más crecida suspicacia.
Tenía miedo de que la causa fuera la tapa del retrete.
—Lo he olvidado —dijo, y se fue.
Sin embargo, aquel malentendido le hizo olvidar sus preocupaciones y pronto estuvo dando nuevas órdenes a su madre.
—Si vas a cambiarte de ropa, querida, el asado estará en un cuarto de hora.
A través de la reja de la ventana de la cocina llamó a su marido.
—¿No vas a lavarte, querido? Ya sabes lo poco que te gusta el camero reseco.
El tono de sensatez de Mrs. Mortlock procedía probablemente de su larga experiencia del trato con niños. Pero había momentos, también, en que daba rienda suelta a sus sentimientos y resaltaba la parte cómica de las cosas. Entonces se convertía en una niña inoportuna e inquieta, bromeando con su amiga, que sólo incidentalmente acertaba a recordar que era su propia madre.
En una ocasión estaban curioseando dentro de un armario lleno de trastos viejos que provocaron en ellas una gran hilaridad.
—¿Qué es esto? ¿De quién es esta foto? —inquirió Mrs. Scudamore.
—No tengo la menor idea —repuso Mrs. Mortlock sin detener la risa—. A menos que sea Brenda.
Las dos rieron contemplando la vieja fotografía.
—Qué fachas teníamos en aquellos tiempos —exclamó Mrs. Scudamore—. Bueno, yo nunca... Mira ese pelo... cortado a lo muchacho. Y el cogote afeitado.
—Pues yo adoro esos rizos.
Mrs. Scudamore exclamó:
—¿Te has fijado en esa horrible boca?
Sus ojos estaban brillantes, reflejando la alegría que a las dos proporcionaba la contemplación de aquella vieja foto. De pronto, las dos comprendieron que era hora de volver a la razón.
—¡Oh querida!
Mrs. Mortlock se limpió las lágrimas de risa y Mrs. Scudamore se sonó la nariz.
Mrs. Mortlock cogió la foto antigua, más por instinto que con propósito determinado, y la metió en la mesa escritorio que tanto había admirado su madre. Quizá pensaba hacer algo con ella. Pero, ¿qué? Lo decidiría más tarde, cuando se hubiera ido su madre.
Mrs. Scudamore, que debía regresar el jueves, empezaba a ponerse triste.
—Lo tienes todo —decía—. Sólo espero y deseo que seas feliz. Me pregunto si hay algo sobre lo que pueda aconsejarte, puesto que soy tu madre.
—Oh, sí, mamá, me siento feliz —repuso Mrs. Mortlock, y luego añadió con un suspiro—: Hay quizá cierto asunto.
Pero vaciló porque le causaba perplejidad decirlo.
Mrs. Scudamore creyó más conveniente no insistir. Quizá se tratara de algo muy personal.
Y pocos días después tomaba el avión.
XV
Mrs. Mortlock se habría sentido aliviada al volverse a encontrar sola con su marido en una casa a la que ya se había acostumbrado, si su madre no hubiera despertado un asunto irritante que de otro modo podría haber permanecido como un resentimiento latente.
En tales circunstancias, empezó a hablar con su marido durante el desayuno, acerca de las chuletas de la oferta especial de carnero que tenían por costumbre comprar.
—Hay una cosa de la que quisiera hablarte —dijo la joven esposa—. Aunque traje ropa conmigo cuando vine aquí, un armario lleno, hace ya cinco años que nos casamos. Es verdad que he comprado uno o dos vestidos después, pero nada más.
Ella estaba pasando unos momentos apurados, mientras su marido seguía masticando la carne de carnero, que dejaba entrever al abrir y cerrar la boca.
—¿Y bien? —preguntó Hessell Mortlock.
—Bien —repuso ella—. Con el dinero que me das para la casa apenas me queda para el autobús. No podría ir a ninguna parte si lo deseara y mucho menos invitar a nadie a almorzar a casa.
Aunque él seguía exteriormente sereno, en actitud impresionante dada su edad, ella sabía que en su interior iba cediendo.
—Si no me das más dinero para comprarme vestidos, pronto me verás con harapos —dijo ella.
En este momento, él dejó el cuchillo y el tenedor.
—Nada dura eternamente —añadió ella casi airada.
Hessell Mortlock se aclaró la garganta y salió.
Aquella noche, sin embargo, cuando la joven estaba recogiendo los platos de la mesa, se llegó a ella sin decir palabra y puso en su mano un billete de cinco libras, nuevo y bien doblado. Luego se quedó apoyado en la mesa de la cocina. Al verlo en aquella actitud y contemplar sobre la mesa aquella mano con las manchas de la vejez, la rabia que se estaba formando dentro de ella se convirtió en compasión por este anciano al que había prometido ofrecer sus caricias. Cuando la oscuridad cayó sobre las siemprevivas, sintió que las lágrimas brotaban de sus ojos.
Decidió, sin embargo, ser valiente con él, recordando las actitudes de su propia madre. Así, compró unos botes de pintura y se puso a pintar la cocina, en particular los techos manchados por las moscas, donde su trabajo iba a ser más difícil. Trabajó subida a una mesa y la pintura le caía sobre el cabello y los ojos.
Hessell Mortlock tuvo que aplaudir la iniciativa y habilidad de su esposa.
—Eres una joven muy enérgica, Anthea —exclamó mientras contemplaba su trabajo—. Tienes muy buen gusto —añadió.
Desde luego, las palabras no le costaban nada.
—¿Crees que tal vez podría emprender algún negocio? —preguntó ella moviendo nerviosa el rodillo y aguantando las gotas de pintura.
Él rió suavemente, sin intención de perturbarla:
—Eso sería llevar las cosas demasiado lejos.
XVI
Mrs. Scudamore escribía menos que antes.
Ahora suceden muy pocas cosas. Se ha ido mucha gente y resulta triste vivir en una ciudad que una ya casi no conoce. Oh, una cosa, Anthea, que sin duda te interesará saber. El doctor Flegg, a quien recordarás, hizo algo en el campo de la investigación nuclear y recibió una beca de los americanos. También se va a marchar, con su esposa, la que ganó aquella competición. Creo que van a vivir en Tennessee. Me han dicho que tienen hijos, dos o tres...
Mrs. Mortlock no era capaz de compartir el interés de su madre por los forasteros. Sólo la turbaba la imagen de aquella isla extraña en la que, ahora, le parecía haber pasado casi toda su juventud, envuelta en la neblina de los sueños, con los gritos de las gaviotas sobre aquel mar brillante que rodeaba el mundo.
Al llegar el nuevo día, saltaba de la cama tan pronto se despertaba, a pesar de que a veces sentía tentaciones de dormir un rato más. Se ponía inmediatamente a realizar diferentes tareas, ya fuera pintando la casa o yendo al centro para comprar verduras o un nuevo cuarto de carnero cuando se acababa el anterior. Con las señoras a las que trataban no pasó nunca de simples saludos, sin llegar a ninguna intimidad. Se sonreían mutuamente, comentaban algo intrascendente y nada más.
—Es muy ahorradora. Desde luego, cuida bien de los intereses dé su marido —comentaban.
Alguna, más maliciosa, añadía:
—Él cuidará de que su esposa no tenga oportunidades para gastar más.
Anthea estaba enteramente dedicada a su hogar. En alguna ocasión, de manera subrepticia y con un gesto dolorido, su marido le daba un billete de cinco libras. Pero no hablaban nunca de dinero.
En cuanto a Hessell Mortlock, se sentía muy satisfecho con poder atender a sus necesidades después de recobrarse del impacto producido por la ruda forma de plantearle ella la situación. Las mujeres nunca entenderían el verdadero significado del dinero. Las mujeres que él había conocido, entendámonos. En modo alguno estaba acusando a Anthea. Pero él había conocido a otras mujeres, ávidas de dinero, como si se tratara sólo de una cosa material y no de algo que las comprometía también moralmente.
Hessell Mortlock iba menos a la fábrica y no vigilaba tanto al gerente. Pero no porque encontrara menos placer en descubrir las faltas de honradez sino, sencillamente, porque las fuerzas físicas empezaban a fallarle. No se trataba todavía de nada alarmante ni de ninguna decadencia visible. Al menos, eso era lo que él se figuraba. Todavía podía vestirse solo y ofrecer al mundo su figura elegante y gastar bromas a las señoras. Pensaba que su esposa a la fuerza debía sentirse orgullosa de su marido, anciano pero distinguido. Y que forzosamente tenía que inspirarle ternura su cabello fino y plateado.
Mrs. Mortlock había aprendido el camino de la felicidad, seguido y practicado anteriormente por su propia madre. Sabía ordenar su vida y mantener, en todo caso, una mano firme sobre cualquier recuerdo del pasado que pudiera herirla. Era afortunada, pues disfrutaba de una salud y un vigor extraordinarios. No le faltaba arrogancia física, ni siquiera embutida en los pantalones viejos, remendados y manchados de pintura que se ponía para atender la casa y el jardín. Era especialmente consciente de ello en las tardes de invierno, cuando bajaba por la ladera cubierta de hierba para dar algún recado a su marido o asegurarse por sí misma de que todo iba bien. Notaba cómo le corría la sangre por debajo de la piel, desafiando al aire apenas tibio que acariciaba su piel sonrosada.
—¿No estás trabajando demasiado, querido? —diría ella, llena de ansiedad, al ver que su marido había transportado el estiércol en una carretilla desde el prado que tenía arrendado al criador de caballos.
—No podemos dejar perder este magnífico abono —decía—, cuando nuestros arbustos lo están necesitando.
—Pero tú no debes hacer tanto esfuerzo. No olvides tu corazón —protestaba ella.
Aunque refunfuñaba, a Hessell Mortlock le gustaba que le recordaran lo que no debía hacer. Cuando no se lo recordaban se enojaba.
—No soy un viejo inútil ni un idiota —replicó, tirando de los brazos de la carretilla, resbalándole los pies en el césped.
Ella se inquietó y trató de encontrar alguna solución. Una tarde dio con ella y bajó la ladera con un rollo de cuerda que había encontrado en el cobertizo.
—Ahora veremos —dijo riendo a carcajadas.
—¿Veremos qué? —Él había dejado de empujar la carretilla para satisfacer su curiosidad, al tiempo que se detenía para descansar.
Su esposa no contestó, limitándose a desenrollar la cuerda y amarrarla a las dos varas de la carretilla. Luego se metió dentro del lazo, lo amarró a su cuerpo y anunció:
—Ahora tú vas a empujar y yo a tirar.
Así lo hicieron.
—¡Es una idea brillante! —refunfuñó él y luego soltó una carcajada.
Algunas veces miraba la espalda de su esposa, que se arqueaba al subir la colina, o bien sus hombros, tensados por el esfuerzo.
Luego bromeaba diciendo que parecía un colegial jugando. Pero ella seguía tirando de la carretilla.
Mrs. Mortlock todo lo tomaba en serio. La seriedad formaba parte del ritual necesario para, sobrellevar la existencia por ella elegida. Seguía soportando aquellos trabajos, realizando aquellos esfuerzos y dominando sus sufrimientos para asegurar su felicidad.
Y después, los dos se sentarían a comer pan con mantequilla con los dedos hinchados por el trabajo, respirando con dificultad.
—¿Quién no va a sentirse independiente después de todo este trabajo agotador? —observó una vez Hessell Mortlock.
Aquella tarde sonó el timbre. Era él muchacho de la oficina de correos. Sonrió a Mrs. Mortlock, como quien está enterado de lo que se trata, y le entregó el telegrama.
Cuando volvió a la habitación dijo simplemente:
—Papá ha muerto.
Hessell Mortlock siguió sentado, en la casi completa oscuridad, impresionado por la noticia inesperada. No es que hubiese cultivado un afecto especial por su suegro, salvo quizá cuando le conoció siendo joven. La juventud o, mejor dicho, su sola teoría, era algo que estimulaba a Hessell Mortlock.
Pero su esposa había continuado de pie, inmóvil.
—Nunca debieron enviar ese telegrama —protestó él—. Las cosas no se arreglan telegrafiando. Resulta más apropiado una carta para ir haciéndose a la realidad.
La figura de su esposa parecía inmovilizada de manera permanente.
Mrs. Mortlock habría sido incapaz de decir o hacer nada por nadie, y mucho menos por su padre, con quien no había logrado entenderse y con quien .ya no se entendería nunca.
La imagen de su madre, esforzándose por salir de la oscuridad de las posesiones materiales, de las que ambas habían esperado siempre escapar, surgió de súbito en ella, unidas ambas por una desgracia común.
—Tendré que ir a casa —musitó.
De no haber sido por la oscuridad, sus anchos hombros habrían parecido grotescos.
—¿Y qué voy a hacer yo? —se lamentó él, pero luego relegó su situación a un segundo plano—. Quiero decir, que cuando una mujer acepta a un hombre no es para dejar su casa abandonada y hacer un vuelo a través de media Australia porque ha ocurrido algo desagradable.
«Pero yo no voy a tomar el avión para alejarme de lo desagradable», estuvo ella a punto de decir. Sólo que al final su lengua se contuvo en revelar lo que, después de todo, era cierto.
Se quedó un rato llorando en un sillón de mimbre, hasta que se acordó de su cuñada, a quien todavía no había visto.
—Tal vez tu hermana pueda cuidar de ti durante mi ausencia.
—Grace no vale para una emergencia. No... Lo dijo bien claro la última vez que la vi.
Aunque Mrs. Mortlock había dejado de llorar, apenas había silencio en la habitación, llena de los ruidos que provocaba la silla de mimbre y la respiración pesada del anciano marido.
—¿Y cómo voy a saber si volverás? —continuó él con evidente recelo.
Ella no pudo contestarle. Viendo que sus palabras la habían afectado, él le acarició la rodilla y le propuso con tono paternal.
—Voy a tratar de preparar yo mismo algo para comer. Nosotros tenemos que seguir viviendo.
Nunca fue buena política no hacer las paces.
Mrs. Mortlock continuaba haciendo las cosas que se esperaban de ella. Al final escribió su madre dándole más detalles. Papá, para humillarla más que nunca, había acabado su vida en una tarde de lluvia, en el cercado de Black Bull. Si los sentimientos de la hija parecieran inexpresivos, sería debido a que en aquella situación no se atrevía a rendirse a los horrores impredecibles del dolor. Estaba como entumecida, pasaba por momentos de verdadera desazón, y siempre silenciosa, los temblores del sufrimiento, recuerdos de ocasiones pasadas, parecían llegar desde ella hasta el mobiliario.
Un día se dirigió al escritorio y buscó deliberadamente la foto de Brenda. Los pendientes de perlas, los labios en forma de corazón y el arco de las cejas, daban a aquella cara un aspecto de brutalidad que no sugería nada alegre.
Era a primera hora de la tarde, cuando su marido dejó la horca con la que había estado amontonando al pie de los arbustos el estiércol recogido en el prado.
—Pobre Brenda —no pudo evitar la mención—. Hay cierta tristeza en sus ojos.
—¿Quién? —preguntó él.
—Brenda. Tu esposa...
Él cogió aquella foto arrugada. Era un hombre honrado en bastantes aspectos pero quizá ahora se encontró en una de esas situaciones en que la verdad se impone.
—Ésa no es Brenda —aclaró—. Es Alice.
—¿Y quién es Alice?
—Alice fue mi primera esposa.
Mrs. Mortlock quedó dominada por la tristeza al oír aquello.
—¿Murió? —preguntó haciendo un esfuerzo.
—No —repuso él sin dar a la cosa mayor importancia—. Me abandonó.
Después de esto tomaron el té.
Empezó un día claro, el 27 de agosto. Anthea Mortlock no sabía por qué, pero sí sabía que tendría que dejar a su esposo. La fecha en el almanaque semejaba arder ante ella como una llama.
Dentro de la casa, reinaba un ambiente de conspiración. La esposa consultó su bolso y halló que podía disponer de diecisiete libras y seis peniques. Luego pensó en la necesidad de obrar con astucia. Reduciendo los gastos de la casa y aprovechando que él siempre le recomendaba hacer economías, esperaba ir aumentando aquella suma poco a poco. Pero su impaciencia crecía y el último día del mes fue a mirar al cajón donde su marido guardaba los pañuelos. Allí cogió lo necesario de la cartera.
La voz que la atendió por teléfono al reservar el billete de avión para su ciudad natal, era tan cálida y masculina que casi llegó a creer que estaba cometiendo un adulterio.
Después de esto sólo quedaba la sencilla tarea de meter en una maleta las pocas cosas que tenía interés en llevarse consigo. Quedó sorprendida al ver que respondía sin turbarse a la presunta de aquel hombre mayor con quien se había casado y a quien, desde luego, ella ya había abandonado.
—¿Adónde vas a ir? —preguntó él con voz emocionada.
—Me voy —repuso ella—. No tengo más que decir.
Siguió arreglándose el cabello en el espejo del vestíbulo y trató de no mirarle a la cara.
—Cogí quince libras de tu cajón —dijo—. Pero no las he robado.
—¿Qué más?
—Te las devolveré.
—¿Sabes lo que estás haciendo, Anthea?
«Demasiado bien», podría haber respondido, pero prefirió guardar silencio.
—Porque creo que no lo sabes —proseguía diciendo él en tanto se lo permitía su dificultosa y jadeante respiración—, te advierto que iré a ver a Simpson el lunes. No recibirás ni un solo penique después de tu deplorable comportamiento. Él sabe muy bien lo que tiene que hacer.
Anthea dejó a un lado las complicaciones que plantea la buena educación, pues el taxi estaba ya aguardando, y se despidió de su marido dirigiéndole una mirada desde la puerta, llevando la maleta en la mano.
—Te lo devolveré todo —le repitió—. Te lo devolveré... Me refiero al dinero. Si estoy en deuda contigo de alguna otra forma, lo siento. No lo hice con mala intención.
XVII
A causa de las preocupaciones que ocasionó la venta de la casa de su madre y la obligación de instalarse en otra más pequeña, Mrs.. Mortlock no podía permitirse el lujo de una convalecencia moral después de la ruptura de su matrimonio.
—¿Crees que vendrá a vernos alguien a una casa tan pequeña y tan apartada, sin hablar de «todo lo demás»? —especulaba Mrs. Scudamore.
Porque, para mantener las formas, aludía siempre a la separación matrimonial de su hija empleando el eufemismo «todo lo demás».
—¿Y qué voy a decir yo a la gente? —repetía Mrs. Scudamore.
—Diles —sugería Mrs. Mortlock con cándida sencillez— que me he separado de mi marido.
Pero la idea de semejante franqueza bastaba para que Mrs. Scudamore se revolviera incómoda. Ella prefería el misterio. Un misterio que los demás tratarían de resolver.
—Mi hija está aquí de visita —decía—. Bueno, permanecerá conmigo durante bastante tiempo.
Luego, Mrs. Mortlock vio que tenía que hacer algo práctico para seguir viviendo.
—Como tengo que buscar un empleo estoy arreglando las cosas para hacer un cursillo en la escuela de Mrs. Treloar. Ahora me es necesario y seguramente tú podrás cuidarte sola, ¿verdad, mamá? Más pronto o más tarde yo me encargaré de conseguir el dinero necesario para la casa. Espero que no te encuentres muy sola aquí, tan alejada del centro. Claro que el panorama de la montaña es maravilloso.
Fuera o no maravilloso, Mrs. Scudamore había llegado a una edad en que se sentía contenta de rendir su autoridad. Aunque algunas veces lloriqueaba, admiraba en secreto la generosidad y buenos deseos de su hija.
—No me puedo fiar de ti y esperar que hagas siempre lo mejor —decía Mrs. Mortlock, extrañándose al oír su propia voz.
Ella disfrutaba también. Principalmente cuando telefoneaba desde la ciudad para asegurarse de que su madre había puesto a descongelar la carne. Casi invariablemente, Mrs. Scudamore no lo había hecho todavía cuando la llamaba por teléfono.
En poco tiempo, Mrs. Mortlock acabó el cursillo y estuvo en situación de buscar su empleo. Pero antes fue a visitar la Isla de su juventud.
Val Tulloch explicó a su marido:
—Me encontré con la pobrecita Anthea Scudamore, casada con un tal Mortlock o algo por el estilo, con tan triste aspecto que tengo la impresión de que ese bastardo la ha golpeado o la ha abandonado. De todos modos, voy a darle la llave de nuestra casa para que vaya a la Isla, descanse y se vaya recuperando.
—Creo todavía que Anthea conseguirá cuanto desee —insistió Gil Tulloch—. Es el eco de su terrible madre. Van a alcanzar un estado tan negativo que no podrán salir de él. Donde no hay preguntas y sólo hay respuestas... No hay maridos ni padres. La peor falta de Bill Scudamore fue mantener toda su vida una pregunta que no se podía contestar. Actitud más imperdonable aún, debido a su forma de morir.
Gil no creyó que su esposa pudiera mejorar aquella declaración, ni aquélla lo intentó, sino que prefirió salir de la estancia para atender a la alimentación de sus muchos hijos. Había hecho cuanto había podido por Anthea.
Mrs. Mortlock había preparado ya el equipaje para salir hacia la Isla, cuando llegó la carta de Hathaway y Simpson.
...mis excusas —escribiría Mr. Simpson— por no haberme puesto antes en comunicación con usted... dificultades para encontrar su actual paradero...
Mrs. Mortlock llegó en seguida al objetivo de Mr. Simpson.
...Mi cliente y marido suyo, Mr. Hessell Mortlock, murió el siete de septiembre, tras sufrir un accidente de automóvil. El día cuatro había salido, solo, conduciendo su coche, para celebrar una entrevista conmigo cuando, al parecer, como resultado de un colapso, fue a chocar contra un poste de telégrafos. Al día siguiente lo visité en su casa, pero Mr. Mortlock estaba desgraciadamente incapacitado para atender sus asuntos. Tres días más tarde, sufrió un segundo ataque... Quizá fuera mejor así, considerando su natural vigor e independencia. Le ruego acepte el pésame mío y de mi socio, Mr. K. Y. Hathaway, por tan lamentable pérdida...
—La retribución...
Mrs. Scudamore había salido para hacer una llamada a alguien de quien sospechaba que no deseaba recibirla. Cuando volvió, su hija estaba en la cama.
—¿Qué te pasa, Anthea? —preguntó, temerosa de que fuera algo con lo que no quisiera enfrentarse.
Cuando su hija le contó lo sucedido, exclamó:
—Ahí está. La retribución de ese hombre horrible, a quien conocí zalamero, antes que se volviera mezquino y brusco. Nunca me gustó...
Se sentó sobre la cama. Había dejado adrede la habitación a oscuras.
—Pero —dijo Mrs. Scudamore—, ¿es eso todo lo que te dicen?
—¿Quién?
—Los abogados, tonta. ¿Dónde está la carta?
—La rompí.
—Un documento de esa clase —suspiró Mrs. Scudamore— debe guardarse, para presentarlo si fuere necesario.
Aquí estaba la hija, convertida de nuevo en niña.
—No quiero oír hablar de ello —dijo, pero luego añadió para información de su madre— Mr. Simpson decía al final de la carta que soy la única beneficiaría.
—Entonces no lo cambió —exclamó Mrs. Scudamore—, aunque estaba camino de hacerlo. ¡Valiente sinvergüenza! Es lo que yo dije, una retribución. Oh, hija querida, estoy muy contenta. Muy contenta por ti, quiero decir.
Durante dos días, Mrs. Mortlock continuó en cama, en parte porque las piernas seguían fallándole, y en parte también porque deseaba reflexionar sobre la que creía única decisión moral posible: renunciar al maldito dinero de Hessell Mortlock. Un dinero que él no había tenido intención de que fuera para ella. Elevarse por encima de todas las humillaciones que su vida conyugal había impuesto sobre ella. Algunas veces, sin embargo, Mrs. Mortlock vacilaba ante la perspectiva de su triunfo ético, en particular después de tomar un vaso de vino. Se entregaba a las lágrimas y escuchaba las palabras de su madre:
—Comprendo, querida, que después de todo lo que has sufrido tus sentimientos estén algo confusos. En todo caso, le serviste lealmente durante diez años. Mereces una recompensa.
—¡No puedo aceptarlo! —exclamaba Mrs. Mortlock con nobleza.
—Pero todo es tuyo —exclamaba su madre casi gritando—. Un cuarto de millón, deduciendo lo que se queden los abogados y notarios.
En las actuales circunstancias era inútil razonar. Mrs. Mortlock gozaba de su silencio. Estaba con ella la imagen melancólica del anciano tambaleándose cuando empujaba la carretilla cargada de estiércol para abonar la ladera. Otras veces veía la cara horrible de aquel mismo hombre, bañada ahora en sangre, mirando hacia el cielo, al pie de un poste de telégrafos.
Dos días después del importante anuncio de Mr. Simpson, Mrs. Mortlock recibió una segunda misiva. Miss Mortlock, la hermana de su cliente, se proponía impugnar el testamento.
Entonces Mrs. Mortlock se levantó de la cama.
—Seguramente no permitirás que esa despreciable criatura se salga con la suya.
Teniéndolo todo en cuenta, Mrs. Scudamore podía permitirse decir una vulgaridad.
Su hija siguió vistiéndose.
—Después de todo... —dijo Mrs. Scudamore.
—Estoy muy cansada, mamá —contestó Mrs. Mortlock—. Iré a la Isla. Val Tulloch ha sido muy amable invitándome. Después de todo, quizá recobre allí fuerzas para seguir con estas cosas.
Realmente, su aspecto era de persona enferma.
XVIII
Ossie Ryan la llevó en el coche, como antes. No es que hubiera envejecido, sino que estaba más enjuto. Esta vez, cuando se agachó sobre el volante estaba más silencioso que todo el curso de su larga vida que le había enseñado tantas cosas.
En un momento, ella preguntó en tono muy débil:
—¿Qué ha sido de la guardería infantil?
—¿El qué? —preguntó él—. Oh, sí...
Pero de momento no respondió a su pregunta. Sólo más tarde sonrió y dijo:
—Veo que se acuerda.
Realmente era suficiente. Estaba agradecida por ello y también readmitida en aquella casa pobre y descuidada, con el ocre de sus muros conventuales rozados y semicubiertos por las ramas de los árboles. Entró y se sentó unos momentos, con los guantes y el sombrero puestos, las rodillas juntas, la maleta en el suelo. Habría necesitado más fortaleza, porque se sentía como si tuviere la orden de reanudar alguna misión que hubiese dejado incompleta.
Los días se deslizaban fáciles para Mrs. Mortlock. Su Isla, equilibrada, pasaba las estaciones con un clima ni caluroso ni frío. Caminaba y saltaba como un animalillo por entre matorrales, o se tumbaba sobre la arena de la playa, tan abandonada y desierta, que alguna vez se atrevía a quitarse la ropa y sin mirar si alguien la veía se metía en el mar. La espuma se pegaba a sus tobillos y suavizaba sus muslos. Se encontraba tan a gusto con el contacto de aquellas aguas saludables, que, cerrando los ojos, casi comprendía cuál sería la dirección correcta de su conducta futura. Pero se le escapaba la imagen junto con la espuma que bailaba en el agua.
Se levantó ahora lo bastante contenta para recomponer la sólida escultura de su cuerpo, para ponerse la ropa, para advertir la cercanía de las rocas que escondieron un día lejano al compañero de su adolescencia. Lo que entonces había considerado feo, monstruoso, espantoso, ahora lo veía como algo meramente absurdo. Y siguió por la arena, peinándose los cabellos con los dedos para que se secaran.
Absurdo, sí, absurdo. Aquella noche Mrs. Mortlock se dio cuenta de que su situación era de fácil arreglo Cuando quedara convencida, se vería caminando por la casa, abriendo puertas, buscando unas habitaciones que no iba a necesitar. Ella no podía continuar allí. Estaba más claro que el agua.
Poco después, Mrs. Mortlock hizo dos llamadas telefónicas, la segunda para su madre.
—Sí, querida... ¿Estás bien? —preguntó como si no estuviera segura—. Quizá sea el tiempo... Un tiempo muy agradable. He encargado ya el billete de avión para mañana por la mañana. Estaré contigo a la hora del almuerzo... No, querida, con una ensalada tendré bastante. Escucha, he decidido —dijo— no dejar que Miss Mortlock se salga con la suya. No veo por qué ha de quedarse con el dinero... ¡El dinero! —exclamó a través del hilo telefónico.
En otros tiempos fue una muchacha desconfiada y tímida, incapaz de pronunciar una palabra con tan acentuado tono metálico.
XIX
Poco tiempo después de su regreso de la Isla, Mrs. Mortlock voló al Este y no se la volvió a ver durante tantos meses, que la gente no se molestó en contarlos, ocupada como estaba con sus propios problemas. Mrs. Scudamore no se había sentido agraviada por la indiferencia de sus amistades si no hubiera tenido novedades que anunciar.
—Se ha decidido, y con toda la razón, a favor de mi hija —pudo notificar por fin. Luego añadió en tono más discreto—: Yo no sabría decir la cantidad, pero creo que ha quedado económicamente muy bien.
A su hija le había dicho, mientras consumían el tiempo, reunidas de nuevo, ante la primera y deliciosa taza de té:
—Nunca supe que te pintaras las uñas. ¿Crees, Anthea, que ese color rojo vivo es del mejor gusto?
—La gente —contestó ella— aprenderá a aceptar los cambios —luego levantó altiva la mirada, porque había desarrollado la habilidad de devolver las palabras como pelotas de ping-pong—. ¿Y por qué ha de seguir una haciendo lo que ha hecho siempre?
Mrs. Scudamore se levantó a recoger el cenicero de plata que se había caído del brazo de un sillón vacío.
—¿Y qué piensas hacer ahora, Anthea?
—Creo que viajaré.
—¿Adonde irás, querida? —inquirió Mrs. Scudamore, sin protestar.
—A todas partes... No lo he pensado todavía. Lo único que sé es que voy a viajar.
Mrs. Scudamore, que se habría sentido molesta con un proyecto de menor cuantía, se sintió llena de admiración ante una decisión tan costosa.
—Creo que eres muy inteligente —afirmó.
XX
Así, según se supo por la Prensa, empezó Mrs. Mortlock a viajar. Si no se registraron los detalles de su viaje sería porque los detalles nunca son de importancia, ni siquiera para la propia persona que viaja, excepto que Mrs. Mortlock paraba en los mejores hoteles, miraba los escaparates de los establecimientos más lujosos y compraba objetos caros de los que no tenía necesidad, para abandonarlos a menudo después debido a su peso excesivo. Cruzó los Océanos, escaló montañas, navegó por los grandes ríos, y pensó en la posibilidad de quedarse para siempre en una isla griega, cosa que habría hecho si la casualidad no se lo hubiera impedido. En el curso de sus viajes, naturalmente, recibió varias proposiciones de matrimonio, y mayor número aún de proposiciones indecentes, pero siempre fue lo bastante prudente como para saber retirarse a tiempo.
Luego, en Atenas, se sintió de pronto aburrida y se le ocurrió la idea de regresar a su ciudad natal para analizar la gloria de sus conquistas.
De este modo se arreglaron las cosas y aun cuando detestaba tener que soportar las conversaciones con los turistas referentes a lugares históricos, para pasar el tiempo tomó aquella última tarde el horrendo autobús que hacía regularmente el recorrido a lo largo de la costa y se apeó en un lugar cualquiera para pasear por los poblados pinares. Su vestido blanco acentuaba su figura e intensificada la impresión de que era una estatua en movimiento.
Mrs. Mortlock paseaba, aunque a cada paso le dolían espantosamente los hinchados tobillos. Tocó ligeramente el tronco de un pino y frunció el ceño al comprobar que se le habían manchado los dedos de resina. Pensó que, probablemente, aquella pasta pegajosa y sucia no se iría fácilmente de sus manos.
Sin embargo, la luz la bañaba y el mar surgía a sus pies, cada vez visto desde mayor altura. Al fin se vio obligada a sentarse en una roca. Estaba tan deslumbrada por el intenso azul del mar griego, que al principio no se dio cuenta de la presencia de los cuatro niños. Allí estaban, jugando o simplemente pasando el rato. En realidad, nunca había tenido ocasión de estudiar los hábitos de los niños. Por lo menos, de los niños ya crecidos.
—Vamos, deja eso —ordenó el mayor, un muchacho crecidito, golpeando suavemente a su hermana menor que había mezclado agua de mar con tierra para hacer una pasta con la que se estaba embadurnando la cara—. Ya te has manchado bastante.
La pequeña se echó a llorar.
Había algo extraño en aquellas voces. Entonces Mrs. Mortlock comprendió que entendía todas las palabras. Estaba comprendiendo las frases pronunciadas por voces australianas dé acento arrastrado y monótono. Se sintió muy excitada.
—¡Oh! —exclamó—. ¿De dónde eres?
La pequeña había dejado de llorar. Los demás niños parecían asustados. Entonces una chica mayor que estaba jugando con una de las trenzas de su cabello contestó:
—De los Estados Unidos.
Pero su hermano mayor, que había manifestado intención de no hablar con aquella mujer extraña y aspecto de rica, se vio obligado a decir la verdad.
—Es que papá estuvo trabajando allí —dijo, casi airado—. En realidad somos australianos —proclamó el muchacho en tono agresivo.
—Qué interesante, que nos hayamos encontrado de esta forma junto al mar.
Se sintió inquieta, por no decir ridícula, pues podía deducir por la expresión de la cara de los chicos que su confesión resultaba quizá más embarazosa que interesante.
Mrs. Mortlock estaba demasiado afectada para organizar sus impresiones. La obsesionaban los ojos de aquel muchacho, su boca, todavía no consciente de una sensualidad heredada. Pero ella sí se daba cuenta.
—Ésta nació en América, ¿no? —preguntó Mrs. Mortlock, acariciando el cabello de la niña más pequeña.
—Sí —dijeron ellos, temblándoles el cuello.
—¿Por qué no me dijisteis antes que sólo tres erais australianos?
La mujer indefinida que había entrado en el pensamiento de los chicos habría resultado aterradora si la luz no hubiera apartado de ella todo aspecto de maldad por la gracia de su vestido blanco. Había surgido allí con una categoría distinta: divinidad o estatua.
—Creí que debía dar un paseo —estaba diciendo—, pero veo que estos tacones no son apropiados.
—Puede quitarse los zapatos —arguyó el segundo de los muchachos.
—Sí —musitó ella—. Puedo quitármelos.
Por un momento, todos se quedaron mirando el par de zapatos causantes de la hinchazón de sus tobillos, pero ella no siguió el consejo del muchacho y empezaron a caminar, calzados y descalzos, todos un tanto confusos, aunque vagamente satisfechos.
Por fin, Mrs. Mortlock divisó al hombre que surgía por encima de una serie de rocas, y se convertía gradualmente en el padre real de aquellos niños.
—¡Vamos! —dijo en tono más indolente que airado—. ¿Dónde habéis estado? Vuestra madre empezaba a preocuparse.
Era, naturalmente, el doctor Flegg. Mrs. Mortlock ni siquiera se sintió aturdida. Fue peor el primer impacto recibido, al descubrir trazas de él en su hijo. Dentro de su anonimato tenía aún poder sobre aquel hombre, con el cuerpo joven, endurecido, pero con el cabello ya gris.
Él miró con curiosidad, dando sombra a sus ojos para protegerlos de la visión inesperada de la mujer forastera vestida de blanco.
—Nos encontramos al otro lado de la montaña —explicó ella— y hemos caminado juntos un poco.
A medida que él se iba acercando, veía ella cómo buscaba palabras y se preparaba para pronunciarlas salvando el obstáculo de su labio inferior.
Entonces, Mrs. Mortlock cobró ánimo.
—Es para mí una gran sorpresa y satisfacción, Barry Flegg —declaró.
Mientras observaba la sorpresa de su interlocutor, primero naciendo y luego desvaneciéndose en sus ojos, se sintió ella consciente de su propia fuerza, no dependiente ya del anonimato, sino más bien de la imagen que estaba ofreciéndole, imagen que conocía perfectamente por las muchas veces que la había estado estudiando y observando en los espejos del hotel. Así que se mantuvo serena y sonrió mientras se retocaba innecesariamente con la barra de labios.
—¡Anthea Scudamore! —exclamó él. Y luego, tras respirar hondo, mitad alegre, mitad incrédulo, repitió—: ¡Anthea!
Su dificultad para creer en la evidente realidad la llenaba de un placer extraño. Si hubiera permanecido más tiempo en Atenas, le habría entregado un cheque para que comprase regalos a sus hijos, no demasiado caros para no estropear a los niños, pero sí lo bastante para convencer a un padre suspicaz.
—¡Oh! Estoy simplemente viajando —aclaró ella mientras caminaban—. Pero precisamente ahora me dispongo a volver a casa. No por nada en particular, sino porque lo he creído conveniente.
—Bien, pues también nosotros estamos de regreso —explicó Barry Flegg—. ¡De nuevo en el terruño! ¡Es estupendo!— dijo. Y luego—: Supongo que...
Se interrumpió un momento para arreglar una disputa entre los chicos. Los dos pequeños, niño y niña, amenazaban con sacarse los ojos uno al otro.
—Bueno, Anthea —dijo—. ¿Encontraste lo que esperabas?
Ella vaciló. Hacía mucho tiempo que no le hacían una pregunta tan directa, por no decir indiscreta. Levantó la cabeza y sonrió, formándosele unos hoyuelos en las mejillas.
—¡Oh, sí! —dijo—. Lo tengo todo, soy feliz...
Continuaron caminando.
—¿Estás tú satisfecho? —preguntó, porque había llegado su turno.
—No —repuso él—, en absoluto. Pero creo que habrá que conformarse.
Ella contuvo una sonrisa. Había aprendido en las reuniones con personas educadas a no tomar las cosas en serio. Al menos cuando no había necesidad de contestar.
Al otro lado del cerro, en un bosquecillo de pinos, encontraron el minibús en el cual la familia Flegg había recorrido Europa. A un lado se alzaba una tienda.
—Es la única solución —explicó el doctor Flegg—. Cuatro chicos se comen hasta el fondo de la cartera.
—Yo comí una cosa en Atenas dijo la hija mayor—, y la crema se me derramó en todas direcciones. Era una especie de pasta, algo magnífico...
Por debajo de la puerta de lona, agachándose primero y luego enderezándose, salió una mujer. Abrió mucho los ojos, quizá por suspicacia, quizá porque necesitara gafas. Luego se arregló los pantalones, que lucían un estampado que imitaba la piel de leopardo.
—Cherie, te presento a Anthea Scudamore. La conocí en Adelaida. Está haciendo un recorrido por la costa.
Mrs. Flegg murmuró algo sobre lo fácil que es encontrar un australiano debajo de cada piedra. Tenía los ojos azul claro, rodeados por el brillo de una piel dorada. Eran unos ojos desconcertados, no por lo que veían, sino por lo que no veían.
—Me llamo Mortlock, ahora. —Mrs. Mortlock creyó llegado el momento de recordarlo.
—¿No está tu marido contigo? —preguntó el doctor Flegg.
—Mi marido murió —dijo, y aunque no tenía ninguna necesidad de hacerlo creyó que debía explicar—: Ya nos habíamos separado.
Cherie Flegg, que jugaba con las puntas de su cabello oscuro, pensó que debía hacer algo, ofrecer alguna clase de hospitalidad.
—Queda algo de bebida de anoche —dijo—. O tal vez sea mejor que le prepare una taza de té, auténtico australiano.
Anthea soltó la carcajada y dijo que adoraba el té. Cherie Flegg le hacía pensar que tenía que comportarse de cierta manera especial. Pero, ¿cómo? Esperaba que su intuición natural la ayudaría.
Mientras la anfitriona hacía hervir agua en un cacharro de aluminio y preparaba pan tostado con mantequilla, la familia Flegg se fue acomodando. Se ofreció un taburete a Mrs. Mortlock, que se alegró de ello porque así protegería su vestido. Se sentó mientras todos la miraban, y empezó a aceptar con gusto el agasajo.
—¡Condenada cría! —gritó Mrs. Flegg con su tono de voz agudo y penetrante.
La pequeñina soltó una carcajada. Había metido los dedos en la mantequilla para embadurnarse la cara.
—Lo siento, cariño. No lo volverás a hacer, ¿verdad? Siempre, siempre igual...
Tras aquella primera admonición, la madre cogió a su hija menor y la apartó de las vituallas, mientras la mayor reía sin cesar.
«Deben estar muy acostumbradas a la mantequilla», pensó Mrs. Mortlock.
Las manchas del abandono y de las prisas habían impuesto su caligrafía abstracta sobre el diseño original de los pantalones de Cherie Flegg. Sus ojos no verían nada anormal en el comportamiento de sus hijos, ni se compararía a las demás mujeres. Mrs. Mortlock experimentó cierta tristeza al adivinar el futuro de la figura de Cherie Smith, de la que la naturaleza no había hecho desaparecer todavía la gracia. Cuando Mrs. Flegg se echó en el suelo, su cabello oscuro se extendió por la tierra, mientras sus largas piernas se flexionaban con los movimientos más expresivos.
—Cuéntame algo sobre tu trabajo —Mrs. Mortlock se dirigía al doctor, sin tener el más mínimo interés en la respuesta.
Pero cuando él habló de la beca y de su vida en los Estados Unidos se fue interesando. Le miró las manos para ver qué podía recordar de ellas. La piel era inconfundible. Mantenía las manos cruzadas, a menos que respondieran a alguna demostración de afecto de sus chicos o a alguna broma de su hija mayor.
—Y ahora vivimos de nuevo en Canberra —dijo Barry Flegg, dando fin a su historia.
—¡Y yo nunca he sido vencido por esposas académicas ni por ninguna sirena! —rezongó Mrs. Flegg, aunque era obvio que no habría abandonado fácilmente sus posiciones en caso de ataque.
Mrs. Mortlock se había comido un pedazo de pan untado con mantequilla arenosa y rancia y quemado la boca con la taza de metal. Aunque entronizada en un taburete de campaña, la familiaridad había empezado a convertirse en sospechosa campechanía.
—¿Por qué va usted por ahí con sombrero? —llegó a preguntarle el menor de los niños.
Se disponía a irse, cuando llegó por el sendero un griego viejo cargado con unos ramos de rosas púrpura recogidas en el campo. El doctor Flegg le compró un ramo, pagando demasiado por él, como observó Mrs. Mortlock, que calculaba muy rápidamente en la moneda de los países que visitaba. Él echó las rosas en el regazo o, mejor, dicho, en los calzones de la falsa piel de leopardo, de su esposa.
—¿Qué voy a hacer con ese ramo de rosas? —se lamentó Mrs. Flegg. Luego añadió con una sonrisa—: Dáselas a Mrs. Scudamore.
—¡Oh, no, por favor! —protestó Mrs. Mortlock.
Le temblaban los labios mientras se daba un último retoque con la barra de rojo.
—Tal vez coja una —aceptó finalmente.
Sujetó la rosa con su broche. Pareció que lo hiciera para llamar la atención sobre los diamantes, aunque no fuera ésta su intención.
—Las flores mueren conmigo muy rápidamente —se excusó.
Hablaba con mayor suavidad que de costumbre, casi como una niña, mientras miraba a Mrs. Flegg, que continuaba sentada, como momentáneamente abandonada en el tiempo, al parecer, a no ser por la evidencia de los niños y las rosas carmesíes derramadas en su regazo.
Poco después se marchaba Mrs. Mortlock, acompañada por el doctor Flegg y una fila de chicos detrás. Éstos iban menos por sentido del deber, que para mitigar el aburrimiento. Había olor a polvo y a rosas. El mar y el firmamento empezaban a tomar un color purpúreo y la sombra se fue haciendo cada vez más profunda en los troncos de los pinos.
Al llegar a lo alto de la colina, el paso reacio de Barry Flegg dio a entender que no pensaba llegar más lejos con su invitada. A la fuerza tenía ella que darse cuenta que aquel encuentro en circunstancias tan incómodas, en presencia de su esposa, a quien mamá denominaría «esa mujercita vulgar», representaría tan sólo algo digno de ser olvidado.
Quizá por esta razón, mientras permanecían de pie junto a las rocas, Mrs. Mortlock no pudo resistir la confesión:
—Fui a la Isla, Barry, no mucho tiempo después de marcharte. Estaba sola. Me alimentaba de huevos y pan. Caminé errante entre los matorrales. Me sentía muy poca cosa... Nadaba.
Ella misma quedó sorprendida de la naturalidad y la suavidad de su propia voz ¿Esperaba quizá que él la imaginara surgiendo del mar? El doctor Flegg permanecía con la vista baja, cargados los párpados, fruncido el ceño. Sus ojos miraban adentro, según ella pudo notar, preocupado, sin duda, con algún asunto más importante. Luego levantó la vista y rió al decir:
—Oh, sí, la Isla.
Se quedó mirándola unos momentos. Ella entendió que estaba perplejo, por lo que decidió retirarse dejándolo allí encubriendo un secreto que ella sabía de memoria.
Una o dos veces se volvió Mrs. Mortlock para asegurarse de que nadie sospechaba sus pensamientos, ocultos tan inexorablemente. Se sintió como un paisaje vacío de todo, menos de su serena perfección, la mente despierta y el pensamiento alerta. Suspiró en silencio y luego se echó a reír.
Fue ahora cuando prefirió notar al joven griego, con el cuerpo escasamente menos desnudo que la cara, apoyado en la pared. Mrs. Mortlock apartó la mirada, sospechando que él esperaba que lo hiciera. Se abatió el ala del sombrero hasta la mejilla. Por encima de los rumores y de la emoción, ella supo que el griego, sosteniéndose casi con una sola mano sobre las piedras de la pared irregular, la estaba llamando con palabras tan desconocidas como expresivas. Oyó perfectamente, o imaginó oír, el golpeteo de las suelas de goma sobre la tierra. En cualquier caso, la respiración del griego anunciando urgencias monstruosas se hizo claramente audible.
Mrs. Mortlock echó a correr, sujetándose el sombrero. Sus pies parecían hundirse en aquel paraje de polvo y piedras. Toda su fuerza debería emplearla en un esfuerzo extraordinario para ganar distancia a las suelas de goma. Su atuendo la hacía aparecer ridícula. Por suerte o desgracia, había prescindido de algunas prendas interiores, con el resultado de que sus senos se movían sueltos, como si no formasen parte de ella en las carreras y en los saltos. Mientras corría huyendo del griego se sentía aterrada, víctima próxima de los brazos musculosos que todavía podía ver.
La tarde purpúrea la amenazaba con destruirla junto a los bamboleantes cipreses.
Dos caras con la luz de la incredulidad, de dos campesinas vestidas de negro, la miraban fijamente desde una choza.
—¿No pueden ustedes...? —exclamó entre lágrimas—. ¿No quieren...?
Pero para aquellas dos mujeres, sus palabras y ella misma parecían tan inexpresivas como una piedra. Todavía corriendo supo que sólo podría confiar en sí misma. Debería olvidarse de si había esperado algo más al principio. Incluso su sombrero se había perdido entre los cardos. Cardos secos, cuyo crujido al romperse la perseguía en su carrera hacia la carretera principal.
—Un hombre... —Mrs. Mortlock se había parado y hablaba con un policía—. Un hombre siguiéndome, corriendo detrás de mí, algo horrible, con intención de molestarme... ¿Comprende? ¡Molestarme!
El policía se apeó de la moto. Seguía, con los ojos, la dirección indicada por el dedo de aquella mujer, de aquella inglesa extravagante, hacia el vacío pacífico de la tarde.
La propia Mrs. Mortlock quedó sorprendida ante tan absoluta soledad. Como no había nada más que ella pudiera hacer por sí misma, consintió que el policía la ayudara a subir a bordo del bullicioso autobús.
Teniendo en cuenta la horrible naturaleza de la experiencia sufrida por ella, puede decirse que aparecía con bastante buen aspecto cuando entró en el lujoso hotel. Cruzó normalmente el vestíbulo. Nadie advirtió su vestido roto. Todo el mundo creyó que su cabello despeinado se ajustaba a las exigencias de la última moda.
Una vez en su habitación, se quitó la ropa y tiró a la papelera la rosa ya marchita que había aceptado de aquella gente en contra de su propio criterio. El cansancio la hacía casi despectiva. Después de esconder el billete de avión y los cheques de viaje debajo de la almohada para mayor seguridad, se acostó. Se quedó dormida casi inmediatamente.
Habría sido difícil calcular el tiempo que Mrs. Mortlock permaneció ajena al mundo. Los relojes de Atenas seguían marcando las horas. En algún momento de aquella noche inacabable, despertó y vio su propio rostro. El espejo lo estaba reflejando. Aquella cara grisácea que emergía del vasto desierto del sueño parecía despiadadamente mutilada. Los extinguidos terrores le hinchaban y afeaban los labios y algo le atenazaba la garganta.
Pero lo que preocupaba principalmente a Mrs. Mortlock era la soledad de aquella cara reflejada y dolorida. Empezaba a aceptar, lentamente y con desagrado, el hecho de que había estado soñando con Cherie Flegg, con los manchados pantalones de falsa piel de leopardo.
Sólo entonces el rostro de Mrs. Mortlock volvió a ser el suyo, escapado del espejo, y su respiración recorrió de nuevo normalmente su garganta. Se dejó caer en la cama y apagó la luz.