LA MUJER A QUIEN NO SE PERMITÍA TENER GATOS

CUANDO los Hajistavri iban acercándose a la casa de los Alexiou, estaban muy enfadados, si no verdaderamente rabiosos.

—Si me lo preguntan —decía Spiro Hajistavros—, diré que cometimos una locura marchándonos antes que la comida se asentara en nuestro estómago. Uno tiene que tener en cuenta el clima.

Luego eructó. Su esposa no quiso oírlo, pues rio deseaba sentirse humillada.

—¡Sí, señor! —y volvió a eructar y a moverse pesadamente por la habitación.

—Es nuestro clima, ¿no? —Maro Hajistavrou recuperó la voz.

—Claro, pero uno se olvida —repuso Spiro.

Era uno de esos individuos que se pegan a su idioma adoptivo hasta que se les obliga a salir de él. No había tenido éxito con el griego.

—Y mis amigos. Creo que tú envidias mi amistad con Kikitsa Alexiou —se lamentaba Maro.

—¿Qué me importa a mí que la señora Alexiou y tú seáis amigas? —preguntó el marido—. Desde luego que sois amigas. Viejas amigas. Tan viejas, que se olvidó de ir a esperarte al aeropuerto.

Maro Hajistavrou habría llorado; pero la verdad era que si hubieran ido a esperarlos no habrían podido contemplar el paisaje.

—Oh, pero Kikitsa fue siempre una mujer encantadora. Deliciosa, elegante, te lo aseguro. Tenía un cabello precioso. Y siempre tan animada... Y las piernas... Las mujeres griegas tienen, en general, las piernas gruesas.

Spiro refunfuñó.

Maro se preguntó si él habría tenido amantes en Grecia. Por el momento, a ella no le importaba. Mientras subían la colina andando no podía ver la cara de su marido, sólo las líneas de aquel cuello de toro y las guedejas de su cabello plateado y fino. Por un momento creyó odiar lo que estaba viendo. Sin embargo, era lo que había necesitado: estar casada y ser amada, aunque fuese a ratos.

—No hay nada en este hombre a lo que se pueda poner reparos —había decidido tía Cecaumenou hacía ya muchos años, con aquella voz suya exquisitamente razonable que al decir «nada«» sugería «todo»—. Y eso sin mencionar los restaurantes —concluyó diciendo tía Cecaumenou.

Su sobrina recordaba más que nunca a un icono, posiblemente restaurado por el propio Shiaparelli. Ninguna chica en su sano juicio desdeñaría una gran cadena de restaurantes en siete ciudades, junto con un hombre honrado desde todos los puntos de vista, a pesar de que la comida le fuera tan horriblemente indiferente.

Maro Mauroleondos, delgada y frágil desde pequeña, se había casado con Spiro Hajistavros hacía casi veinte años. En su marcha a través de una serie de apartamentos cada vez más apetecibles, los Hajistavri habían vivido juntos como dos lujosas plantas de jardinería interior. Diferentes en costumbre y carácter, confiaban en el apoyo mutuo. Él por las tradiciones espinosas de su clase, que le ayudaban a soportar la vida diaria, y ella por la suculencia en que se alimentaba su naturaleza parasitaria. En el reconocimiento del valor de su descubrimiento, Maro Mauroleondos tendría que arriesgar la oposición abierta de alguna tía. Si había vacilado entonces sería por imaginar lo que su amiga Kikitsa Andragora indudablemente pensaría y diría.

Ahora, cuando los Hajistavri caminaban por el polvoriento camino, sorteando los baches del pavimento, separándose del cuerpo muerto de algún gato callejero, Hajistavros se volvió para escupir.

—¡Atenas en mil novecientos cuarenta y nueve!

Su esposa se negó a hacer comentarios e instintivamente se tocó brevemente las perlas. Desde su llegada a la ciudad, varias horas antes, Maro Hajistavrou se había sentido un poco avergonzada de ellas.

—A ti nunca te han simpatizado mis amigos los Alexiou —volvió a decir con tono alto y quejumbroso—. Nunca, Spiro.

—¡Bah! —estuvo a punto de escupir por segunda vez, pero retuvo la saliva entre los labios—. ¿Quién soy yo para criticar a unas personas con las que ni siquiera nos hemos encontrado una sola vez?

En parte era cierto. Maro no había visto nunca a Aleko Alexiou.

—¡Pero Kikitsa!

Al igual que en sus mejores tiempos, Maro despotricó contra el polvo. La idea de que su esposo estaba asustado de los Alexiou le secaba todavía más la garganta. Sabía que Spiro no sospechaba que ella le tenía miedo al esposo de Kikitsa.

—Los amigos distinguidos son asunto tuyo —rezongaba Spiro.

Él daba por supuesto que tratarían cuestiones importantes, de acuerdo con el nivel cultural de su clase.

—¿Mis amigos distinguidos? —exclamó Maro en tono compasivo—. Son pobres, creo, aunque intelectuales.

—¡Intelectuales! —replicó Spiro, arreglándose el pañuelo de bolsillo con sus iniciales bordadas a mano—. No conozco a ningún intelectual, pero pronto voy a conocerlos, a menos que se hayan arrojado al mar.

Maro Hajistavrou, en su irritación, no prestaba la debida atención al suelo y casi tropezó con una losa desnivelada.

—Pero Kikitsa no es ni mucho menos lo que tú te crees que es. No tiene nada de pesada ni es tampoco aburrida. En todo caso, era yo la persona carente de interés.

Cuando alguien desafiaba su testarudez, su lealtad se hacía excesiva. Ojalá hubiera podido evocar el pasado y que ese mismo pasado rehiciera la antigua y brillante imagen de su amiga. Pero en la calurosa calle no podían hacerse brotar prodigios como si se tratara de manantiales de montaña junto a los que se arrodillarían las jóvenes para consolar sus manos ardientes.

—Veo que no sirve de nada —musitó.

La impaciencia se adueño de ella. Por un momento Spiro la cogió del brazo, haciéndole sentir su fortaleza y su solidaridad. Ella dejó ver una de aquellas especiales sonrisas suyas, que eran siempre la respuesta final a cualquier crítica de su marido.

Pero, ¿reconocería Kikitsa Alexiou que era más que una necesidad material lo que había obligado a Maro Mauroleondos a casarse con un vulgar fondista del Peloponeso?

Durante varios meses, después de aterrizar en Nueva York, la endeble y delgada Maro había continuado midiendo el mundo, no según los niveles de su tía Cecaumenou, tan aficionada a intimidar a los americanos llevándoles la contraria en sus propios gustos, sino según aquellos otros niveles de Kikitsa Andragora, más indefinidos, y por ello más deseables, incluso en los momentos adversos.

Kikitsa había escrito regularmente al principio:

Queridísima Maro:

¡Me maravillo y me compadezco! ¡Todos esos americanos! ¿Cómo reaccionan? ¡Y la tía Cecaumenou, cuyas uñas se rompen con la calefacción central! Quizá cuando llegue el otoño escriba una novela. En los momentos actuales me siento completamente incapaz. Estoy sufriendo demasiado con el calor del verano. ¡Cuánto me gustaría hacer el amor sobre mármol, junto a unos muros color de rosa, bajo algún granado, mirando el mar...!

Maro hacía un paquete con las cartas de Kikitsa y las guardaba bajo su carpeta de escribir.

Kikitsa escribía:

Querida, muy querida Maro:

Hay momentos en que encuentro a los hombres razonablemente fascinadores. Cuando, por ejemplo, golpean la pelota en una cancha de tenis con esas raquetas en forma de disco. Hay una criatura a la que me referiré con la letra A, por el momento, durante el tiempo que la mantenga en el anonimato.

Maro Mauroleondos se había puesto más delgada y más pálida en el apartamento bizantino de su tía, en Park Avenue.

—Te aseguro, Maro —decía la tía Cecaumenou—, que en este país las actitudes son diferentes y la vida es más activa. Aquí es muy normal que las chicas jóvenes lleven anticonceptivos en los bolsos. Aunque, por supuesto, hay que tener en cuenta en que momento se tienen relaciones. No todas las fechas son adecuadas.

Maro Mauroleondos se encerró entonces en el lavabo y permaneció allí mucho tiempo.

Kikitsa escribía:

Querida Maro:

Estoy comprometida con Aleko Alexiou. ¡Es un intelectual! Pertenece a una buena familia, aunque pobre. ¡No me siento muy entusiasmada! Siempre he creído que todas las cosas de importancia deben ser cortas, agudas y sorprendentes. No pasará mucho tiempo antes que nos casemos.

Maro Mauroleondos, protegida por una gabardina, estuvo deambulando por Lexington un día de lluvia. Cerca de la calle 52, en un restaurante donde la llevó el azar, pidió la comida cuando le llegó el turno. Nada le habría dejado ningún recuerdo especial si el dueño no se hubiera acercado a ella.

—Usted es griega —le dijo.

—¿Cómo lo sabe?

—Es demasiado morena para no distinguirla —afirmó el dueño.

Ella siempre se había enorgullecido del color de su piel.

Después de hacer retirar el potaje y la ensalada de col que ella había pedido, aquel hombre encargó soudzoukakia, un plato típico griego, que le sirvió personalmente y le metió literalmente en la boca manejando él mismo el tenedor. Mientras le contaba su historia de una adolescencia inevitablemente pobre y de su triunfo posterior, la gravedad prevalecía en él por encima de su traje, un tanto llamativo.

Maro Mauroleondos se dejó fascinar por los dedos gruesos de aquel griego moreno que le iba acercando la comida a la boca con el tenedor. Tantas atenciones le dieron incluso cierta somnolencia. No le habría sorprendido verse al final tumbada en la alfombra, con dejadez y confianza infantil. Según descubriría más tarde, él era diez años mayor que ella. Pero, ¿qué importaba? La desgracia de sus comienzos lo hacía aún más deseable y el hecho de que la acompañara después sería decisivo. Su apellido, según le confió al final, era Hajistavros.

Hacía más de veinte años, pues, que la señora Hajistavrou había dejado Atenas a causa de la invitación de su tía de Nueva York; hacía más de treinta desde que Hajistavros pasó por el Pireo procedente de Taigeto. No era de extrañar que ahora ninguno de los dos se sintiera enteramente en su elemento.

—Tienes que admitir, Maro, que esto es de película. Un paraíso para los turistas —jadeaba Hajistavros desde la colina—. Cualquier dirección es buena... Tomemos el Partenón... Tomemos el Himeto...

—¡Oh, yo no tengo interés por el Himeto! —exclamó la esposa con gesto de desagrado—. Es muy feo. Cortaron los árboles durante la ocupación. Pero antes de que cortaran los árboles, el Himeto era ya feo e irregular.

Deliberadamente apartó la cara para no ver algo tan desagradable. Era como si el recuerdo de aquella masa irregular dejara herida la mente de la señora Hajistavrou.

—Al menos —dijo—, creo que éste es el bloque.

Otra vez consultaron el sobre.

Era uno de los bloques de Kolonaki, en el que los agujeros de las balas aún no se habían curado.

Hajistavros refunfuñó.

—No está tan mal —lo persuadió su esposa.

El portero señalaba al cielo e insistía en contesta; a los americanos en inglés.

—¡Arriba! ¡Arriba! ¡Al tejado! ¡Ascensor no funciona! ¡Mañana!

—Drama! Drama! —la señora Hajistavrou era menos graciosa de lo que pretendía ser.

Aquel hombrecillo anciano dio unos golpecitos en la espalda a Hajistavros.

—¡Bravo, amerikani!

Los americanos emprendieron la subida, temiendo mancharse la ropa.

—La situación es buena —continuaba Maro, insistiendo en hablar en voz baja como si fuese la única que pudiera advertirlo.

El marido reventó una de las ampollas grandes y secas de la cal de la pared. Ella ignoraba lo que pretendía entonces Spiro.

Siguieron ascendiendo. Y mientras lo hacían, cuidadosos con sus corazones americanos, las excelentes telas de sus trajes franceses e ingleses, parecía desprenderse de ellos al mismo tiempo que la educación de la señora Hajistavrou y los siete restaurantes de Hajistavros, los dos Cadillacs, el apartamento en Nueva York, todo repentinamente superfluo. Las víctimas quedaban reducidas otra vez a Maro y a Spiro, un matrimonio griego. Así escalaron. Un penetrante olor a habichuelas salía por debajo de una puerta y resonaban las palabras de una mesurada discusión tras otra. Si las escaleras no hubieran sido tan estrechas los visitantes habrían podido cogerse unos a otros del brazo, para habituarse juntos al pensamiento de que por encima de todo, a pesar de los planes y las discusiones, había sido quizás el miedo a los Alexiou lo que les había retenido, demorando el regreso a la tierra natal.

Allá arriba, en la cima, estaba de pie una mujer, en medio de una corriente de aire, que movía entre sus muslos el nilón de postguerra con que se cubría. Era una mujer madura, muy natural, sin cinturón para sujetarse el vestido, y con unos ojos maravillosos.

—Kyria Alexiou —empezó Maro, en un tono tan cuidado que sonaba a falso.

Se había dado cuenta, por supuesto, pero se veía obligada a contenerse cuanto fuera posible.

Sólo Kikitsa Andragora no se contendría. ¿Los habría estado esperando?

—¡Maroula mou! ¡Chrysoula mou!

Momentáneamente, los veinte años de aridez fastidiosa a que habían reducido a Maro Mauroleondos las peluqueras, las manicuras, los couturiers y las modistas de sombreros, quedaron arrasados por la figura vaporosa de su amiga.

Maro hizo los gestos justos de una mujer distinguida, de edad mediana, para expresar su alegría.

—¡Hola! ¡Pasen, paisanos!

Kikitsa podría haber gritado, pero por alguna razón prefirió hablar sotto voce.

—¿Por qué habla así la señora Alexiou? —preguntaría Spiro posteriormente.

Y Maro contestaría:

—Le gusta creer que tiene cierta gracia, que es Kikitsa de pies a cabeza...

—¿Tan vulgar? —preguntaría Spiro.

—Puede permitirse ese lujo. Kikitsa procede de un?, familia muy distinguida.

Spiro no podía comprenderlo.

—¿Huele mal? ¡Vamos, pasen! —Kikitsa estaba atareada, barriendo rápidamente algunas migas del suelo—. ¡Llegados directamente del «New Yorker» a la hediondez de kephtedakia! ¡Dios mío y Virgencita mía!

Se estaba poniendo difícil el ajuste. Los Hajistavri empezaban a cruzar el umbral, temblorosos.

—¿Y éste es el hombre?

Kikitsa había sido siempre circunspecta. Maro recordaba que su amiga siempre había destacado más que ella.

Luego Kikitsa enseñó los dientes y cuando tuvo los ojos encendidos fue derecha a Hajistavros y lo palpó como si fuera un trozo de material caro.

—¡Maravilloso, Maro! —exclamó.

Maro no recordaba haber visto nunca los ojos de Kikilsa tan brillantes ni tan temerarios.

—Debes admitir, querida Maro, que los hombres son realmente adorables.

Cuando estaban sentados los tres, en una sala de estar muy reducida, cruzada por una corriente de aire tan molesta que parecía hubiese una cuarta persona, Kikitsa reanudó la conversación.

—Ésta es mi casa. Sin duda que vosotros, los americanos, la llamaríais homette. ¿No es fascinante pensar cómo muchas personas, insignificantes en su infancia, se han encumbrado en la vida?

Spiro Hajistavros hizo un gesto significativo.

Kikitsa no se detuvo sin embargo. Maro recordó con gratitud que Kikitsa hacía pausas muy raras veces.

—Espero que tenga un significado sociológico; ¿o tal vez antropológico? —continuaba Kikitsa—. Tendremos que preguntárselo a Aleko, cuando venga.

Spiro empezaba a preguntarse si lograrían librarse de Aleko.

—Y éstos son mis gatos —iba explicando Kikitsa—. Este es Hairy... Ronron... y... ¿dónde está Apricot?

Spiro Hajistavros vio que esta mujer chiflada, la señora Alexiou, parecía sentir pena por su gato. En su pecho generoso su corazón empezaba a saltar. Unos puntos visibles de plata resplandecían en sus sienes y en su labio superior.

—¿Mis, mis, mis...? —llamaba la señora Alexiou.

—Oh, ahí está —susurró Kikitsa—, ¡ahí está! —les hizo seguir detrás de ella—. ¡Aquí está mi pobre Apricot enfermo! Mirad, mirad, en la cocina. ¿O tal vez vosotros la llamaríais kitchenette?

No había duda. La cocina era en extremo reducida.

«Pero, ¿qué trataba de hacerles ver esta Kikitsa?», se preguntaba Spiro Hajistavros. Allí estaba en efecto su horrible gato, de pelaje anaranjado, tendido en una losa de la cocina, entre el bourekakia y un par de zapatos de la señora Alexiou.

—¡Un día probará usted la bourekakia, monsieur le restaurateur! —saltó Kikitsa con una carcajada.

Por el momento se limitó a abrir un bote de cierta pasta, para tentar a su entristecido gatito.

Pero Apricot prefirió volver la nariz hacia otra parte. Su gran cola se movía de un lado a otro sin cesar.

—Otro día —sonrió Kikitsa—, cuando la pasta esté más tierna...

—Tendré mucho interés en verlo... —murmuró Hajistavros, al tiempo que retiraba la manga de la americana del alcance de la zarpa del gato.

La señora Alexiou no pareció advertir nada o, si lo notó, no la preocupó demasiado. Sentía un gran amor por Apricot. Y cuando uno de sus zapatos tropezó en la losa de mármol donde había estado tendido, y la tiró sobre un cacharro con béchamel, tampoco pareció preocuparse.

—Algunas veces mi querido gatito se niega a reconocer que es testarudo. Y otras veces —ahora lanzó un suspiro— es muy simpático. Creo que tiene fiebre.

Cuando ya no pudo soportarlo más, Hajistavrou volvió al pequeño salón, sin librarse por eso del olor permanente a gato. Al menos podría asomarse a la ventana y desde este lado no vería el Himeto, sino el Partenón.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Es ése tu marido?

Pues allí se veía la cabeza de un hombre tendido en una mecedora.

Kikitsa Alexiou se precipitó inmediatamente a la sala de estar, com si se hubiera trastornado algún ritual inimitable. Llevándose un dedo a los labios, reanudó el ritual desde el punto en que había sido interrumpido.

—¡Ssss...! —susurró.

—¡Oh, lo siento! ¡La siesta!

—¿No te lo había dicho, Maro? —dijo Hajistavros, y luego soltó una carcajada—. Tiene que seguir siempre sus costumbres...

Sonaba amarga su justificación. Incluso Maro se sintió interiormente humillada.

—¡Oh, no! ¡No es la siesta! La siesta viene después. ¡Ahora está pensando! —explicó Kikitsa.

Hajistavros miró por encima de los hombros de las dos mujeres a este intelectual que le había turbado tanto antes de conocerlo, y que sin duda nunca contribuiría a su tranquilidad. A Hajistavros le hubiera gustado vivir en paz con todos los hombres, pero continuamente tenía que detenerse en el borde de un país hostil, en parte oscuro, en parte ondulante, que acabaría reconociendo siempre como «la mente humana». Sin embargo, aquí estaba súbitamente identificable: las cuentas amarillas del kombolovi visibles a través de sus dedos abiertos; la borla de seda agitándose con la brisa y, junto a él, la pequeña copa, el nunca demasiado pulido briki de cobre.

En tales circunstancias, Alexiou parecía como si se hubiera elevado, con su intelectualidad y todo, desde el platanar de la Plaza del pueblo, y hubiese ido a caer en Atenas.

—Al menos es un buen griego —comentó Hajistavros.

Pero Kikitsa Alexiou no le oyó.

—Así son las cosas —dijo ella.

Ella se había sumergido en un estado de completa beatitud, y estaba explicando rápidamente a sus amigos:

—Hay que respetar las ideas de los hombres excepcionales. A veces, cogerá una hoja de papel, pero sin que eso quiera significar que vaya a empezar a escribir. ¡Oh, no! —movió ligeramente un dedo—. ¿Habéis notado alguna vez que una hoja de papel en blanco es lo que provoca los más profundos pensamientos? Si se garabatea algo sobre ella el torrente se secará.

Su expresión era severa.

—Aunque, también Aleko es escritor.

—Nunca nos lo dijiste —advirtió Maro—. ¿Qué ha escrito?

—Libros —se atrevió a suponer Hajistavros.

—¡Oh, no!

Kikitsa Alexiou menó la cabeza. Estaba tan despectiva como pálida.

—Todavía no está maduro —afirmó—. Escribe algunos artículos para los periódicos, pero cuando digo algunos no quiero decir pocos. Sus trabajos son muy concentrados —exclamó Kikitsa, y luego sonrió—. ¡Son tan preciosos sus artículos!

En este punto, se oyó un ruido en la terraza. Algo se levantaba; algo asomaba.

De pronto las masas de carne blanda de Kikitsa Alexiou se pusieron en movimiento.

—¿Veis? —estuvo a punto de escupir—. ¡Viene hacia nosotros! ¡Esperad!

Giraba, se movía con estrépito, abría puertas, actuando como si fuera a preparar la entrada a un pasillo sin fin. Aleko Alexiou emergió del diestro trompe l’aeil de su esposa. Poco a poco empezó a llenar la habitación. La cabeza parecía inmensa, hasta noble, un Beethoven anatolio, cuando Kikitsa se echó sobre él para prestar apoyo, para peinar aún más su cabello.

—Éstos son los amigos, Aleko mou. Ya te lo dije. Los americanos.

Pero Aleko Alexiou estaba todavía inspirado.

—Lo siento mucho, lo olvidé —se excusó con una sonrisa.

Pero era muy amable, con su corbata, su traje de hilo un tanto arrugado y manchado, así como la bragueta medio abierta, cosa que Hajistavros no pudo menos que notar.

Según le pareció a Maro, si su esposa lo hubiera podido tener esculpido en granito le habría pulido las cejas al máximo.

En lugar de eso, Kikitsa Alexiou había cogido, a su marido, literalmente, por la nariz.

—¡Al menos tiene una buena nariz! ¿Eh? ¡Un crecido apéndice nasal!

Se había volcado materialmente sobre él y Aleko lo aceptaba todo con tan buena' gracia que Spiro Hajistavros se adelantó y le ofreció la mano, con aquella espontaneidad y firmeza varonil que hacía surgir en Maro un estremecimiento de satisfacción, al reconocer otra vez las buenas cualidades de un marido usualmente imperfecto.

—¿Cómo está, señor Alexiou? —saludó Hajistavros con llaneza, como si su anfitrión fuese un viejo amigo.

Pero el gran hombre parecía andar detrás de algo.

Y la boca de su esposa se movía febrilmente, como la del ventrílocuo en busca de palabras.

—Él es tan... tan... —musitó Kikitsa.

—Estoy tan... cansado —suspiró Aleko Alexiou.

Luego se hundió en un sillón, desde donde continuó sonriendo e implorando.

—Es el calor de esta época del año —se apresuró Kikitsa a explicar—, pero después que este calor remite, cuando empiezan a caer las lluvias a finales de agosto, la mente se le vuelve a refrescar. Así que el mucho pensar —aquí empezó a rascarse con fuerza en la cabeza como si quisiera hacer un agujero en ella con el dedo desnudo— le deja deshecho. Incluso la siesta resulta diferente.

De pronto todos se habían sentado en los pequeños e incómodos sillones de Skyros. Todos se habían dado cuenta de lo que significaba ser griego. Una melancolía suave como la que fluía entre sus islas había llegado a una de las playas más hermosas. Maro recordaba ciertos patios polvorientos cubiertos de parras y llenos de exquisito silencio. Los labios de Spiro se habían puesto resecos. La cálida angustia con que el sueño tantas veces le había destruido el verano, pesaba de nuevo sobre él, y lo habría aceptado de manera definitiva si el despertar no le hubiera ofrecido un aroma a yerbas recién cortadas.

En cuanto a los Alexiou, nunca se había esperado que olvidarían. Se estaban balanceando el uno al otro, con una pericia casi profesional. Sonreían a los Hajistavri, con una mirada benévola. En cada uno de los signos externos de bienes materiales, fueran cajas de pastas atenienses con mantequilla, o el fruto de meticulosas máquinas americanas, un alma atormentada se veía bendecida. Cada uno de aquellos elementos llevaba por una vez al menos la misma cara morena y bizantina.

Spiro Hajistavros estaba muy emocionado y de pronto dijo:

—Creo que deberíamos hacer una fotografía.

Y empezó a preparar su Hasselblad.

—Esta tarde no —objetó fríamente su esposa—. No olvides que estamos aquí para una larga visita.

Maro había vuelto a recordar que también era americana. Estaba muy contenta de tener esa ventaja, para hacer uso de ella cuando le conviniera.

—Y les llevaremos a dar una vuelta —anunció, convirtiéndolos en propiedad suya—, tan pronto como hayamos localizado el coche.

Pues el segundo Cadillac había sido enviado por barco con antelación.

—¡Dios mío! —exclamó Kikitsa.

—Nosotros los atenienses —añadió Alexiou— esperamos siempre sufrir por nuestros placeres.

El resultado fue que Hajistavros se sintió otra vez resentido.

—¡Dios mío! —repitió Kikitsa—. ¡Que vivan por muchos años todos los millonarios que regresan a la Patria! ¿Pero qué voy a hacer yo con mis gatos? Mientras yo corro de un lado a otro sobre neumáticos, dime, esposo mou, ¿que vamos a hacer con los gatos?

Aquí pinchó a su Aleko, y la cosa habría seguido adelante si su sonrisa no hubiera sido más irónica de lo que parecía.

Luego ella por un momento recordó algo, y exclamó:

—¡El Himeto, Maroula! Dicen que el convento de Ayia Varvara ha sido desalojado. Las monjas ya no siguen allí. Algunas de ellas eran un poco sucias, pobrecitas. Las monjas, Maroula, que nos dan leche...

Maro Hajistavros se puso los guantes.

—¡Monjas! —dijo con un estremecimiento—. Pues los monjes son de ordinario más sucios.

—Dicen que el jardín del convento está muy bien cuidado, así como la carretera que lleva hasta allí. ¿Recuerdas, Maroula, el domingo que fuimos paseando? Íbamos por la montaña, descansando en los brezos. ¡Cómo nos gustaba pasear!

Las dos sumergían los brazos en el agua de la montaña y se limpiaban los labios después de beberse la leche.

Pero Maro movió la cabeza.

—Nunca me gustó el Himeto.

Era lo suficientemente rica para admitir disgustos irrazonables.

—Pensé que quizás Sunión —dijo ella—. Bueno, para empezar.

—Ach, Sunión! —exclamó Kikitsa desfallecida—. ¡Ach, Verikokko! —añadió—: ¿Qué haremos con Apricot? ¿Eh? ¡Mi adorable gato dorado!

Ella se lo hubiera escondido en el seno, pero el enorme gato, después de entrar en la habitación, indagando todo con los ojos y las garras, había decidido refugiarse contra el mobiliario, con el rabo en alto. Todos quedaron fascinados.

—¡Ach, Verikokko! —gritaba Kikitsa—. Mirad, se ha quedado en la librería.

Aleko Alexiou se sentó, sin dejar su sonrisa.

—A mi esposa le gustan los gatos —dijo.

Maro Hajistavrou decidió que no se había dado cuenta de que había sucedido algo.

—Pero la comprensión —gritaba Kikitsa—. El amor carece de importancia en sí. La comprensión es lo que realmente importa.

Alexiou había echado el cuerpo hacia adelante. Se estaba mordiendo el labio inferior.

—Es importante —afirmó, dirigiéndose a todos— distinguir entre lo instintivo y lo racional.

El ambiente ya no favorecía la abstracción. Ni tampoco su esposa, presa de una pasión muy personal, estaba en condiciones de ayudar en nada. Así que volvió a recostarse en el sillón.

—A ti, Maro —gimió Kikitsa—, te gustaban mucho, pero jamás llegaste a comprender a un galo.

—Os dejaremos para vuestra siesta —dijo Maro Hajistavrou, y soltó una carcajada.

—¿No vais a dormir vosotros? —preguntó Alexiou, después de un bostezo.

—Hace tanto tiempo, que lo hemos olvidado —murmuró Maro, mirando la escalera.

—Pero mirad —gemía Kikitsa—, mi Apricot no es asi. Estamos en verano y mi querido esposo... Estaremos todos mucho mejor en otoño.

Hajistavros volvió la vista hacia donde estaban los Alexiou, apoyándose el uno en el otro. La señora Alexiou acariciaba indolentemente con una mano la carne de su marido, que no ofrecía resistencia.

Los americanos empezaron a bajar despacio, silenciosamente, concentrados en sus pisadas. Los dos sufrían el impacto físico que las viejas piedras proyectan sobre los que regresan a Grecia.

Los Alexiou eran dichosos. Kikitsa Alexiou cuidaba de todo. Cuando era necesario, ella misma le abotonaba a él los pantalones; la vida, al parecer, era más dura para los hombres. La suya era una constitución excelente. ¿No había arrastrado, casi literalmente, a su marido durante una serie de días y noches desde el sillón a la cama? Nadie podía acusar tampoco a Kyria Alexiou de dominante. Si condescendía era para suavizar las cosas. Al menos, esa era la forma como ella las veía, y como decía a los demás que eran.

Algunas de sus amistades se reían de los gatos de Kyria Alexiou. Pero todo el mundo necesita algo además de otro ser humano, y ella ya tenía a su marido, por supuesto. Algunas personas practicaban su religión, o coleccionaban monedas de oro, o cultivaban la sensualidad; pero Kyria Alexiou necesitaba de los gatos; Hairy, que nunca había parecido interesado en destacar; y Ronron, la gatita Ronron, y el arrogante Apricot. Algunas veces este último la arañaría muy suavemente, pero dejándole sus marcas inconfundibles en los brazos. Entonces Kyria Alexiou habría explicado a una tercera persona la eficacia, o incluso la realidad, de la educación animal.

Pero raras veces había esa tercera persona, por la sencilla razón de que los Alexiou no la necesitaban. Ciertamente, estaban los miembros del Partido, pero eso era distinto. Pues, naturalmente, Alexiou era miembro del Partido. ¿Cómo, de otra forma, habría podido afirmar que era un intelectual? Alexiou ocupaba un asiento en los salones del Partido, tomando tazas de té, y su esposa, que pudiera haberse puesto celosa, no lo estaba, porque su crianza, educación y elegancia tenían convencida a Kyria Alexiou de que la verdad sólo podía florecer en su país después de cierta, bueno, digamos metamorfosis, para utilizar la palabra griega de una cómoda manera abstracta. Así, aceptaba los toques de queda y los permisos de viaje, para no mencionar las ausencias forzadas de su marido en la Isla. Ni siquiera cuando Alexiou hacía una visita oficial con otros miembros distinguidos, Kyria Alexiou se sentía contrariada. ¿No tenía ella a sus gatos? Y cuando Aleko regresaba, con la pluma estilográfica que le habían regalado y el gorro de astrakán que llevaba durante el invierno a pesar de que la costura se le clavaba en la frente, ella se sentía satisfecha de él.

Algunas veces estallaba el júbilo y el agradecimiento por el hecho casi milagroso de su unión y ella empezaba a rondarle como si quisiera dar expresión razonable al tumulto de sus sentimientos. Al oscurecer, cuando los colores purpúreos habían huido ya de Atenas llevándose consigo el gris de las cocinas apagadas, o en las noches de agosto cuando el viento dejaba sentir sus ráfagas cálidas procedentes de Africa, parecía como si Kyria Alexiou estuviera consciente pero imposibilitada de toda comunicación. Cuando canturreaba, cuando se apoyaba en el alféizar dirigiéndose a alguien que no podía escucharla:

—¡Dios mío! ¡Kayménes! ¡Qué acierto, que donde existe uno de nosotros casi siempre haya sido creada otra persona a nuestra imagen y semejanza! De otra forma la vida sería insoportable.

El sudor brotaba de la piel de Kyria Alexiou.

En otras ocasiones se apoyaría en el alféizar y llamaría a su marido, que casi con toda seguridad estaba en la cama.

—¿Aleko? ¡Ya están ahí esos Kilokithpouli! ¡Po-po-po! ¡Quelle horreur! ¿Puedes oírlo, Aleko? ¡Juraría que puedes oír los muelles!

Kyria Alexiou seguiría rondando y canturreando.

—¡Zing-zing! —sisearía, antes de soltar una carcajada.

Sus babuchas dejaban claras marcas en las baldosas caldeadas.

Una vez más se apoyaría en el alféizar de la ventana y gritaría:

—¡Algo estupendo, Aleko! ¡Deberías verlo! ¡Una verdadera «delicia turca»!

Pero Kyrios Alexiou había apagado la luz. Las noches de verano lo agotaban.

Algunas veces, sin embargo, aparecía finalmente en la puerta, sin ninguna grandeza, convertido en una figura gris, dentro del pantalón del pijama. Entonces exclamaba:

—Ach, Kikitsa, ven a la cama. ¡La gente va a decir que eres una maníaca!

—¿Qué es maníaca? —gritaba Kyria Alexiou—. ¿La vida es sólo manía, acaso?

Aquello le hacía soltar una carcajada.

—¡Trompeteando sobre los tejados, como la radio! —se lamentaba su marido.

—Es el estilo griego popular —refunfuñaba ella.

—Ven a la cama, Kikitsa —insistía—. ¡Compórtate con sensatez!

Luego se volvía más serena y dulce.

—Sí, marido mou. No puedo comportarme con sensatez porque no soy sensata, pero iré a la cama si ese es tu deseo.

De súbito era otra vez la niña obediente, con un lazo en el cabello. Kyria Alexiou casi hacia sus pinitos, como una niña.

—¡Rouli, rouli, rouli mou! —arrullaba y gorjeaba, cuando se hubieron acomodado.

El desorden de su cabello parecía más alborotado a la luz menguada de la bombilla eléctrica. Estaban en la cama. Kyrios Alexiou sudaría desesperadamente al ser tocado por las guedejas del pelo abandonado de su mujer.

—¡Ach, Kikitsa! —se quejaba—, estoy agotado.

—Sí, querido esposo mío —asentía ella.

Luego, apagada la luz, ella lo acariciaba como si de un gato se tratara. Su piel húmeda rozaba la de él. Pero después que ella cayera en sueños en las profundidades sin fondo de su lejanía, él se desembarazaría de la cuna de gato a que había sido sometido por los brazos de ella. Era sólo que estaba muy cansado, no que no la amase. En efecto, la gratitud le llevaría hasta el punto de liberarla de la cortina sofocante del cabello desordenado, mientras dormía, cuando no quedaba ninguna posibilidad de que su gratitud fuera recompensada.

El viaje a Sunión aún no se había realizado, sin que ninguna razón adecuada explicara la demora, salvo aquella semana en que Maro Hajistavrou estuvo molesta a causa de la jaqueca. Como el acuerdo seguía sin cumplirse, su marido lo observó al final.

—¿Qué pasa con esos amigos tuyos, los Alexiou, que tanto deseabas ver? ¿Cómo no les hemos llevado a una de las excursiones prometidas?

—Sí, sí, tenemos que invitar a los Alexiou.

El tono era como si ella estuviese siendo la víctima.

La situación bien pudo haber quedado sin resolver si no se hubiera encontrado Maro con Kikitsa Alexiou, en la puerta de la tienda de comestibles de la plaza Kilonaki.

Entonces Maro Hajistavrou exclamó:

—¡Vaya, Kikitsa, casi puedo asegurarte que iba pensando en ir a verte!

—Sí, Maro, lo sé —repuso Kikitsa—, y creo que yo tengo la mitad de la culpa.

Echó sobre Maro una de sus miradas, que en la juventud habrían penetrado hasta muy hondo, pero hoy eran desviadas por otros quehaceres y cuidados. Kikitsa estaba visiblemente turbada.

—Debemos fijar una fecha —dijo—. Ahora voy con retraso, ¿comprendes? Aunque Anthoula estará ya allí.

—¿Anthoula?

—Sí, es una antigua criada, que se fue pero ha vuelto. No es gran cosa como sirvienta, pero al menos tolera a los gatos. Es firme y amable al mismo tiempo. Prepara las comidas cuando yo llego tarde. Curioso, Maro, Anthoula tiene barba. Se afeita cada dos días. Es lo que yo denominaría una persona desaliñada. Se las entiende bien con los comerciantes, pero eso carece de valor.

Kikitsa Alexiou parecía positivamente atareada. Por lo que correspondía a Maro Hajistavrou el turno de atisbar por debajo de lo superficial.

—Debo decirte —dijo Kikitsa, no antes de mirar por encima de su hombro— que he tomado un pequeño empleo para las mañanas solamente. Como sabes, soy muy rápida escribiendo a máquina, aunque algunas veces cometo pequeños errores debido a vicios adquiridos copiando trabajos de Aleko. Por tanto, no veo ninguna razón para dejar de ayudarme un poco también.

—No hay ninguna razón —confirmó Maro.

La pobre Kikitsa estaba demasiado turbada.

—Es un privilegio desempeñar un papel en la vida de un hombre tan excepcional —explicó.

Volvió a mirar por encima del hombro y sonrió al ver la calle vacía. Todo el mundo se había ido a almorzar.

—Recuérdame alguna vez que te cuente la historia de Anthoula. No tiene mayor importancia, pero resulta de cierto interés.

Maro prometió que se lo recordaría, aunque años des pues se acordó de que a Kikitsa se le había olvidado contárselo.

—Ahora —dijo esta última— debo correr, porque él estará inquieto.

—Entonces, ¿te parece bien que vayamos a Sunión el miércoles por la tarde? —preguntó Maro, sólo porque tenía que hacerlo.

—¡Cielos, Maro! —exclamó Kikitsa—. Debo ir a ver lo que esa chica está haciendo con mi hombre. Curioso, Anthoula tiene amantes. A pesar de su barba. Yo diría que más de cincuenta. Parece que a algunos hombres les gustan las mujeres barbudas.

Kikitsa echó a correr con movimientos irregulares, debido a los muchos paquetes que llevaba y en tanto corría se divertía recordando la vida de la vieja Anthoula.

La mujer procedía de una aldea de Mesoyia. De no haber sido por su complexión, pudiera haberse dicho que estaba modelada con arcilla, como muestra del arte griego arcaico. Pero su complexión era de muñeca de porcelana. Debajo del vello de la barba lucía un color delicado, ruboroso, azulado a veces, resultado de la colaboración de los pelos recién afeitados y los polvos blancos que usaba. Pero sus ojos no habrían llevado la desgracia al Panayia, tal era su candor. En efecto, debía ser su aire de castidad lo que atraía a tantos hombres, pues la habían pretendido Kyr Spyrakopoulos, el vigilante de la calle Sesenta y uno; y Kyr Hondros, de Three Lemoti Trees; y Manolis, de la lavandería, para nombrar sólo a unos pocos. También Vangelaki, el gendarme de Ayia Paraskevi, que fue el causante de que ella regresara a la aldea para atender la tiendecita de las monjas. Anthoula estuvo vendiendo bombones, aguas minerales, tarjetas postales con reproducciones de los mosaicos y, por supuesto, bordados hechos por las propias monjitas. Hubiera representado un arreglo admirable, de no haber sido por Vangelaki, quien apareció en la tienda y allí se sentó. Fue un verdadero escándalo ver las botas de Vangelaki tiradas junto a la puerta. Era un joven muy rudo, tal vez por su sangre albanesa. Anthoula lo quería. Se hubiera comido todas las partículas de la tierra requemada con que su Vangelaki había sido amasado. Incluso cuando él causó el desastre. Primero, las monjitas la despidieron. Luego, volaron sus ahorros. «Por supuesto —decía ella—, yo ya sabía que Vangelaki iba detrás de mi dinero.» Después del desastre, vivió durante algún tiempo en Pancrati, con un gatito, dedicándose a fregar suelos en locales públicos a cambio de un mendrugo de pan. Hasta que el gato desapareció, como muchos otros gatos. Entonces, Anthoula volvió con su antigua señora, Kyria Alexiou.

—Debí haber sabido que un gato no es más que un gato —decía Anthoula.

—Oh, sí, pero hay que experimentar —aseguraba su señora—, hay que ir probando. Anthoula, no descanse hasta que encontremos el gato que le conviene.

—Pues no voy a probar más —refunfuñó Anthoula—. Aquí, precisamente, donde hay gatos para todos.

—Pero a usted le gustan, ¿no? —insistía la señora.

—Es un esfuerzo que no cuesta —replicó la mujer y lanzó un suspiro.

Kyria Alexiou al llegar a su casa se congratulaba una y mil veces de haber recuperado los servicios de la vieja Anthoula.

—¡Vamos! —oiría decir—. Adentro con esto, para hacerse un hombre fuerte.

—Ach, pero Anthoula, estoy muy cansado, hace demasiado calor para pensar en comidas.

—No sé en qué otra cosa podría pensar un hombre al mediodía, a menos que sea un cachondón...

Luego entraría Kyria Alexiou. Estaba muy satisfecha cuando oía aquel lenguaje, verdaderamente popular. Se encontraría con Aleko todavía en pijama. Esta vez no advirtió que él retrasaba vestirse. Sólo veía el tenedor cargado, que Anthoula llevaba amenazadoramente a los labios de su importante marido.

—¿Y mis gatos? —preguntaba—. ¿Han comido mis gatos?

—Los gatos han comido —respondía Anthoula, en tono dulce pero firme. No añadió que se habían tomado su propia comida.

Aunque Anthoula hubiera arrojado sus zapatos contra los gatos de Kyria Alexiou no les habría hecho daño alguno; pues usaba babuchas suaves de fieltro.

Con todo ello, Kyria Alexiou se sentía muy aliviada. Besó a su marido con gran emoción.

—Sé que usted no se olvidará de hacerlo, Anthoula. Es necesario acariciar a los gatos —insistía Kyria Alexiou—. Son casi seres humanos.

—Esa puerca Ronron —dijo Anthoula—, esta fea y sucia puta, ha parido los gatitos encima de la manta.

Spiro Hajistavrou era un hombre diferente cuando estaba al volante del segundo Cadillac. Había conducido en situaciones mucho más difíciles de las presentadas por los Alexiou, si es que los Alexiou presentaban alguna situación original.

—¡Bravo por los americanos! —exclamaba Kikitsa Alexiou—. ¿Es éste el Profeta Elias?

Kikitsa hacía gestos fantasiosos. Vestía deportivamente, con chaqueta de cuero y un sombrero con una pluma carmesí.

—Es mi sombrero de la Universidad —explicaba Kikitsa, aunque no era sino una broma.

Hajistavros frunció el ceño y siguió conduciendo.

—A Spiro no le gusta que le distraigan. —Su esposa se vio finalmente obligada a advertirlo.

En el viaje hasta Sunión, las parejas se separaron; Kikitsa iba sentaba con Spiro, delante; Maro y Aleko ocupaban los asientos de atrás.

El coche avanzaba tan serenamente que se tragaba los kilómetros sin que lo notaran sus ocupantes. «Vamos a llegar demasiado pronto», pensaba Maro casi horrorizada.

—¡Nuestra pobre Grecia! —suspiró Kikitsa—. ¡Nuestra envilecida, dilapidada, pequeña y a la vez cósmica Patria! ¡Cuánto te amo! ¡Viva Helias!

Aleko Alexiou miraba por la ventanilla. Cuando su esposa lo exasperaba siempre miraba por la ventanilla y dilataba las ventanillas de su nariz. Por otra parte, Alexiou era muy comodón. Sus pantorrillas se adaptaron en seguida a la forma y movimientos de aquel coche bien tapizado. Después de todo había nacido para la comodidad, aunque la grandeza, la pobreza y el Partido hubieran terminado tomando posesión de él.

—Esto es Faneromeni —informó Kikitsa—. No fueron los alemanes, sino la Reacción Negra quienes sacaron de la aldea a dos tercios de sus habitantes y los pasaron por las armas en el campo. Cuéntaselo, Aleko... Es una buena historia.

—¡Oh! —se lamento él—. Es demasiado larga para contarla.

Seguía cómodamente instalado en el asiento, dilatando las ventanillas de su nariz.

—Es cierto que es larga —convino Kikitsa—, porque se trata de la historia de la Reacción Negra.

Aleko miró por encima de su hombro. De haber llevado sombrero se lo habría bajado hasta las orejas. Excepto en lo abstracto, su afiliación al Partido le causaba embarazo.

También Maro estaba perpleja. No tenía duda de que era ella la Reacción Negra. Miró sus finos tobillos, enfundados en seda, y se preguntó cómo había tolerado alguna vez el carácter de Kikitsa Andragora. El esplendor perdido se trocó en un paisaje muy apartado de lo ideal.

El calor se había alejado del Ática. El otoño dejaba colgar una cortina dorada desde el horizonte. Si el coche se hubiera parado, todos habrían notado que el silencio era demasiado profundo para ellos y el suelo demasiado duro en los olivares. Siguieron adelante con la nostalgia adherida a sus mentes, al igual que una aceituna seca se pega a las encías a pesar de todos los esfuerzos de quien la come.

Avanzaron entre conchas vacías, junto a las fundiciones de Laurión, donde el color del mar parecía querer golpearles los rostros por primera vez en sus vidas.

—¡Sigue adelante! —ordenó Kikitsa—. ¡Laurión es un sitio malo!

Pudo haberlo sido. Al estilo de los hombres muy masculinos, Spiro conducía con aire de ceder a las sugerencias ajenas. Su instinto percibía algo malo en la aldea abandonada de Laurión, pero sus principios no le habrían permitido admitirlo ante una persona como Kvria Alexiou.

—Estás muy callado, ¿verdad? —observó Kikitsa.

—¡Déjalo tranquilo! —advirtió Maro.

—¿Acaso es algún león? —inquirió Kikitsa.

Aleko miraba por la ventanilla más desesperadamente que de costumbre, en busca de algo, forma o símbolo, que pudiera salvarle de tanta humillación.

—Creo entender —iba diciendo Kikitsa— que un león es sólo una especie de gato. Yo he estado prácticamente dentro de su piel.

Luego exhaló un profundo suspiro.

—¡Qué aire tan bueno! —musitó—. ¡Nuestro cielo griego! ¡Mirad! ¡Un pequeño rebaño de ovejas! Provalaki! Provataki! —llamaba Kikitsa Alexiou—. No me oyen —murmuró al final.

Se arrellanó lo mejor que pudo en la acariciante tapicería del asiento. Empezó a declamar a Solomos y, vacilantemente, a Palamas, y pudiera haber escogido algunas estrofas de Sikelianos, pero el coche subió a un promontorio dejando ver la perspectiva del cabo Sunión en el azul del cielo. Nadie dudaba de que aquél era en verdad el color azul original.

Luego, cuando se apearon del coche y treparon casi con miedo sobre lo que quedaba* del pequeño templo, Kikitsa preguntó a su auditorio:

—¿Qué vais a decir si bailo?

No era de extrañar que nadie contestara, aunque Maro sí quedó sorprendida y al mismo tiempo agradecida, de que su amiga rio se decidiese a empezar. En su lugar se dejó caer contra una columna. Una mujer gruesa, de mediana edad, con una gabardina en la que se veían manchas de grasa, no era precisamente la imagen adecuada al lugar.

Maro Hajistavrou deseó encontrar algo que decir que valiera la pena en aquellos momentos, pero no se le ocurrió nada.

—¿Viene aquí a menudo? —preguntó al gran hombre con la sequedad que a ella le gustaba que la gente considerara típica de su manera de ser.

—Tenemos otras ruinas más cerca —repuso él bastante contrariado—. ¡Todo son ruinas! ¡Ruinas!

—¡Exactamente! Y nosotros deberíamos quedarnos como guardianes de las mismas.

El masoquismo profesional desalentaba a Maro, que no había pasado nunca de ser una aficionada. Le alegraba ver a su marido explorando el terreno con un traje demasiado juvenil para él. Spiro era más joven de lo que le hacía aparentar su cabeza canosa. Notó el vello negro en sus brazos, que en teoría ella debería desdeñar, pero que más bien admiraba en secreto.

—¡Spiro! ¿No crees que deberías hacer una foto? —le dijo con afecto.

Spiro Hajistavros estaba demasiado contento. Había traído consigo su máquina Hasselblad, aunque nadie, ni siquiera su mujer, se dieran exactamente cuenta de lo que aquello significaba. Balanceaba el estuche de la máquina fotográfica mientras miraba a su alrededor.

—Sería estupendo que tuvieran una foto —decidió Maro.

—Desde luego —dijo Spiro, y sonrió.

Sus dientes siempre la habían deslumbrado.

—Provataki, provataki... —cantaba Kikitsa, pero súbitamente su voz tomó el tono que solía resonar en las callejuelas a media noche—. A ga-ta-ki-mou!

Luego, con la misma facilidad, empezó a reír a carcajadas, y exclamó en tono áspero:

—Aleko y tú formáis un grupo muy desgarbado, chére Marouline. Todo son codos, todo son ángulos. Tus piernas son talmente un horrible trípode...

De súbito Maro vio que los ojos de Kikitsa, bajo la masa de carne de sus párpados, eran los de la chica que ella misma había creado y temido tanto como amado.

Pero Kikitsa entró de nuevo, como un torrente, en el mar de su propia complacencia.

—Te hablaré de mis gatos —anunció.

Spiro estaba acomodando el pequeño trípode, totalmente absorto, ajeno a las palabras de las mujeres, como suelen estar los hombres muy varoniles. Era un aficionado que se preguntaba si los presentes le tomarían en serio, si sabrían apreciar debidamente su experiencia de fotógrafo. De todos modos, sus manos musculadas todavía, manejaban el trípode magistralmente.

—Te hablaré de mis gatos —repetía Kikitsa Alexiou, hundiendo la barbilla en el pecho para dar más énfasis a sus palabras.

Spiro empezó a accionar con las manos.

—Vamos ahora —ordenó su ayudante.

Maro era también experta en este caro juego propio de adultos adinerados, y al mismo tiempo se mostraba sensata, pues conocía los límites de su poder, el punto en que debía rendirse.

Así, dijo:

—Aleko y yo formaremos un grupo alrededor de Kikitsa, puesto que ella ya ha elegido sitio.

Spiro estaba graduando su máquina. Maro podía ver su exacta situación.

—Por ejemplo, está Hairy, que aunque fue el primero que tuve —estaba diciendo Kikitsa—, no lo quiero tanto como debiera. Pero voy a intentarlo. No hay nada tan triste como un gato que no es querido.

Maro creyó que iba a echarse a llorar. Notaba el tic en el párpado izquierdo.

Spiro había avanzado unos pasos y estaba leyendo las medidas de exposición en la máquina. Su objetivo podía haber sido un montón de piedras y él lo tomaría igualmente en serio.

—Esa diablo de Ronron, no cuenta. Es ella, y siete gatitos más tirando de sus tetas. Epta vre!, y sólo uno de ellos es color albaricoque.

—Hace todo su trabajo con Ektachrome —susurró Maro.

Spiro había vuelto a la cámara. Se advertía la tensión en sus hombros.

—¿Queréis que deje de hablar? —preguntaba Kikitsa—. Desde luego es distinto fotografiarse hoy en día. Antes le hacían girar el cuello a una infinidad de veces. Hoy, en cambio, una hace lo que quiere mientras le retratan.

Se había acercado un muchachito y les estaba ofreciendo tomates del tamaño de cerezas gordas.

—Vlepete! —exclamó Kikitsa—. ¡Un regalo del pueblo! ¡Una auténtica ofrenda de amor!

Si su mente no hubiera estado ocupada con otras cosas, seguro que habría llorado.

—Pero Apricot... —decía— es distinto.

Éste pudo ser el momento esperado por Spiro Hajistavros para demostrar su destreza sin par. No había señal alguna de vejez en la posición de sus piernas, más bien delgadas.

—Apricot —continuó Kikitsa— es un gato misterioso.

Aleko Alexiou estaba contemplando el mar. Había dejado que el viento y la luz del sol prepararan su cabeza para el sacrificio.

—Tomemos la Naturaleza —decía Alexiou.

Mientras hablaba movía las manos como intentando modelar algún objeto que se resistía a tomar forma.

—La Naturaleza es tan... poco colaboradora..., en último caso tan irreal...

De pronto su mano cayó consciente de su fracaso, mientras cascadas de luz ilusoria continuaban cayendo en el mar.

Spiro seguía mirando: de frente primero, y luego hacia abajo.

—No digo —señaló Kikitsa— que yo no los entienda, pues con mi gran experiencia con los gatos es imposible no entenderlos.

El chico de los tomates estaba sentado en cuclillas, hurgándose la nariz.

—Pero mirad a este muchacho, tan natural y tan encantador —exclamó Kikitsa con tono de satisfacción—. ¿Ha disparado, Spiro? ¿Ha apretado el botón, o como se diga? ¿Estamos ya en la foto? —preguntaba con un tono súbitamente trascendental—. Spiro —gritó—, algún día tendrás, como favor especial, que sacar una foto a mi Apricot.

Spiro Hajistavros, según pudo observar su esposa, estaba alterado. Sus dedos fuertes, más bien amarillentos, parecían temblorosos.

—Ach, Kikitsa —suplicaba Maro—. ¡Esto es demasiado cansado!

Entonces apareció un gato alrededor del plinto de mármol del templo.

—¡Dios mío! —gritó Kikitsa—. ¡Un gato!

Aquel animalito gris, de aspecto macilento, se recostó en el mármol.

—¡Está muerto de hambre! —gritó Kikitsa Alexiou.

—Es un gato sin dueño —explicó el muchacho—. No es bueno, nadie lo quiere.

Pero Kikitsa Alexiou había empezado va la caza del gato.

El muchacho soltó una carcajada. La gabardina estaba arrugada, Maro Hajistavrou pudo contemplar las abotargadas pantorrillas de Kikitsa.

Cuando volvió con las manos vacías, Kikitsa Alexiou se había roto una uña y el mármol había empolvado su voluminoso trasero.

—La dificultad que presentan los griegos —se quejaba— es que no les gustan los gatos. Son demasiado egoístas, discutidores, perezosos y glotones para entender la fuerza de este amor. Un amor que es algo más que embestir en la oscuridad, o esperar a ser embestido.

Ella había cruzado los brazos delante del pecho, como si se dispusiera a recitar alguno de los poemas de amor por ella compuestos, angustia de la que no era capaz de liberarse.

—¡Pobrecito mío, tan hambriento! —Hizo una intentona final—. Si tú pudieras comprender... Yo te alimentaría con salmonetes y codornices.

El muchacho se estaba tragando la risa.

—¡Amor! —exclamó ella temblorosa.

Entonces Alexiou contuvo la respiración, dejando de oírse aquel ruido de su garganta que parecía el de una cinta de medir de aluminio.

—¡Estás loca, loca e idiota! —silbó—. Volvamos al coche y que nos lleven a casa.

Pero no logró romper el encanto en el que Kikitsa Alexiou se había sumido voluntariamente.

—No hagáis caso a Aleko —aconsejó con aparente satisfacción, después que él inició la bajada de la colina—. Hay veces que necesita dar rienda suelta a su temperamento.

Luego empezó a bajar la cuesta, llevando consigo como una carga el poema no nacido y el recuerdo del gato escapado y hosco.

—¿Lograste tomar la foto? —susurró Maro Hajistavrou cuando deslizó un brazo debajo del de su esposo.

Spiro estaba demasiado furioso para poder contestar.

Maro entró en el coche con su marido y en el viaje de regreso dejó que los Alexiou ocuparan los asientos traseros.

El mar tenía un color púrpura más intenso que antes.

—Aleko escribirá algo muy bonito sobre todo esto. Ya lo veréis —prometía Kikitsa, extasiada.

Mirando por el espejo retrovisor, Maro vio que Kikitsa reunía las piezas esparcidas de su «genio» derrumbado y, para su propia satisfacción, las volvía a ensamblar cuidadosamente.

No pasó mucho tiempo antes que los negocios exigieran la presencia en Nueva York de los Hajistavri. Volvieron a visitar a los Alexiou. Más tarde ya no habría quedado tiempo. Hicieron el equipaje aceleradamente. En este momento, Aleko Alexiou cayó temporalmente enfermo. En todo caso, Maro estaba contenta de volver a la existencial superficial y materialista que se había convertido en su razón de vivir. Nunca pensó en preguntar a Spiro si abrigaba los mismos sentimientos, pues sospechaba que la falta de educación le habría impedido comprender y responder.

No es que fuera excesivamente crítica, pero en realidad ya no esperaba mucho de nadie, incluida ella misma.

Poco más de dos años después los Hajistavri volvieron. Ya no les parecían válidas las razones que les hicieron prescindir de Grecia durante los veinte primeros años de su vida de casados. Algunas veces se reían juntos a expensas de sus amigos, los Alexiou.

—Quizá el Aleko de Kikitsa habrá madurado ya —aventuraba Maro Hajistavrou.

Ahora Kikitsa y ella se escribían muy poco.

—Ha estado esperando la consigna del Partido —sugería Spiro.

—¿Crees tú que Aleko es un rojo auténtico?

—Yo diría que es un rosa muy desteñido. Aleko está siempre cansado.

Cuando el avión volaba sobre el aeropuerto, Maro Hajistavro miró por la ventanilla y vio el Himeto. Como que estaban en primavera, la loma normalmente aborrecible y áspera destacaba por su verdor sobrepujando a los tonos malvas y tostados.

«Todavía sigue siendo feo todo esto —se decía—, pero, ahora, al contemplarlo, advierto algo que me fascina, que no puedo apartar de mí.»

—¿Trajiste algún regalo para los Alexiou? —preguntó Spiro ya en los últimos momentos, mientras estaban preparando sus abrigos y pieles.

—No —respondió Maro—. No me acordé.

Esta vez sus amigos tampoco acudieron a esperarlos, pero la señora Hajistavrou no se enojó, porque ya se lo imaginaba.

Cuando salieron del aeropuerto, Maro decidió que se encontraba con fuerzas suficientes para visitar a Kikitsa. La embargaba cierta sensación de culpabilidad. Fue allá por su propio impulso. Incluso subió la colina de Kilonaki haciendo poco caso a su corazón.

—¿Los Alexiou? —replicó el bajo y desagradable portero que insistía en dirigirse a ellos en inglés—. Se fueron, se fueron. Demasiado dinero. Muy cambiados. Los ricos olvidan —acusaba ahora el anciano.

Después pasó adentro y salió eh seguida con una dirección escrita en un trozo de papel. Maro tomó un taxi y se dirigió a un bloque de lo que ahora eran suburbios de la ciudad. Los campos todavía se resistían a morir entre torres de cemento, y ella percibía el olor a polvo ateniense compitiendo con el de la humanidad caliente de las personas allí apiñadas.

Una mujer con el trasero excepcionalmente grande y sonrisa de aparente aprobación, contestó que sí, que los Alexiou vivían en un apartamento del último piso.

—Bienvenida —saludó Anthoula, dirigiendo una sonrisa virginal, desde su barba recién afeitada, a la viajera que regresaba—. La Kyria —apuntó con la mano— está en la terraza.

En efecto, allí estaba Kikitsa, apoyada en el antepecho.

Maro se acercó a ella. La luz era blanca, sin reverberación, pues todavía estaban en primavera.

—...junto a las murallas color de rosa, bajo un granado, mirando al mar... —recitó Maro de memoria, casi involuntariamente.

Las dos amigas se abrazaron con ternura más formal que real. Maro quedó sorprendida al advertir el relieve de los huesos en las flacas mejillas de Kikitsa Alexiou.

—Esta vez podríamos ir al Himeto —observó la recién llegada.

—¿El Himeto? ¡Todo! ¡Todo! Igual que antes.

Llevó a Maro por todas partes, por .todos los rincones.

—¿Te gusta?

Maro se dio cuenta de que seguía sujetando la mano de Kikitsa.

Luego, pasaron al saloncito, tan pequeño como un camarote a bordo del barco del mundo, y Anthoula sirvió agua fresca e higos verdes. Una vez que las dos mujeres se acomodaron en el sofá de áspero tapizado, Kikitsa dijo:

—Así que, como ves, todo parece lo mismo, sólo que es diferente.

Estaba ciertamente más delgada, casi joven, flexible.

—Desde luego, esta vivienda es más compleja que la otra —replicó Maro.

—Han ocurrido un montón de cosas —dijo Kikitsa—. En primer lugar, recordarás que encontré un empleo; mi jefe era un viejo muy bueno y cariñoso. Murió y me dejó una pequeña herencia. —Se ruborizó—. Las relaciones honestas son siempre muy difíciles de explicar. Pero así fue. Al mismo tiempo, Aleko terminó por fin su libro, la gran obra que había estado preparando durante tanto tiempo y que ya había empezado cuando estuviste aquí la otra vez; su Sacrificios por la Independencia. La Guerra de la Independencia, ¿comprendes?, contada desde nuestro punto de vista.

Kikitsa bajó los ojos y acarició uno de los muchos pliegues de su falda de seda cruda. Prosiguió:

—De modo que, juntando unas cosas con otras, pudimos tomar este apartamento y aquí estamos.

Luego rió con risa algo triste.

—Es encantador —exclamó Maro y también rió.

—Más conveniente y con mucho más espacio.

—¿Y Aleko? ¿Está fuera?

—Aleko está en la Biblioteca, escribiendo la vida de alguien. De algún griego, algún personaje histórico. Seguirán otros. Da buen resultado.

—¡Entonces Aleko tiene éxito!

—Sí... Así es. Ha renunciado a todos sus ideales. El estilo es perfecto, el más puro griego popular.

—¿Y es comprendido?

—Bueno, todo el mundo tiene libertad para interpretar a su modo la palabra escrita.

Maro había descubierto una pepita de higo entre sus dientes.

—¿Y los gatos? —preguntó porque no tenía más remedio que hacerlo.

—No hay gatos.

—¿Qué no hay gatos?

—Aleko se negó a dejarme tener más gatos.

Fue Kikitsa quien descubrió el bloque de apartamentos a medio construir en el borde de la ciudad. Un sol de invierno florecía en el edificio en construcción, llegando hasta el suelo entre trozos de mármol. Subió hasta el último piso con la actitud desmañada y pueril que adoptaba cuando estaba bajo los efectos de alguna emoción especial. Desde abajo, los obreros se habían reído de la locura de aquella mujer.

Pero Kikitsa estaba demasiado distraída para darse cuenta.

—El tejado... —dijo a Aleko al regresar—. Es el tejado más espléndido de cuantos he visto.

El tejado era importantísimo para ella. ¿No sería prácticamente toda su vida, rondando sobre un tejado, asomándose por las ventanas, siguiendo los matices que la luz imponía en rotación sobre la costa Atica? ¿Y no pasaría allí el tiempo llamando, agarrando, acariciando gatos?

—Será perfecto para los gatos —dijo a su marido.

—Será una extravagancia más —dijo él—. También, quizás, sea un problema.

Kikitsa se dio cuenta que estaba pensando en el Partido.

—Queridísimo Aleko —dijo ella—, todo se lo debes a tu gran talento.

Y le cogió la cabeza, como si acariciara un abrigo de piel.

—Nosotros hemos estado predicando...

—¡Bah! —repuso ella—. Predicaremos mucho mejor cuando hayamos gozado de libertad.

Sabía que aquello era vergonzosamente heterodoxo. Naturalmente, sus orígenes parecían acusarla, pero a ella no le importaba demasiado.

Aleko estaba quizá un poco ilusionado con la tentación. Su piel normalmente grisácea se había coloreado sobre los huesos de las mejillas y sus labios se abrieron para recibir la afilada punta de la lengua de Kikitsa...

—Ahí está —dijo ella con seguridad en sí misma.

A partir de entonces, Kikitsa Alexiou no podría cubrir con suficiente celeridad todo el camino que sin embargo habría de ser cubierto. Siempre estaba corriendo. Con los operarios de la mudanza, mucho antes de la hora fijada, con el electricista, la costurera, Kyr León Zimbal, el judío de Odos Ispanias, que había prometido hacerle una caja de madera para transportar cómodamente a sus gatos.

—Habrá otros usos adecuados —decidió ella— para la caja de nuestros gatos.

El posesivo en plural saldría de su boca con un destino claro: unirla más estrechamente con el marido al que ella estaba consagrada.

Aleko Alexiou anunció, apoyado en la pared, una noche de enero para ella inolvidable, algo terrible:

—No habrá más gatos, Kikitsa.

Su esposa no contestó porque no era posible una respuesta a tal disparate. La habitación parecía derrumbarse poco a poco sobre ellos. Fuera, la lluvia había empezado a tamborilear sobre la terraza.

Entonces, Alexiou tuvo que hacer un esfuerzo para justificarse.

—¡Estoy hasta la coronilla de gatos! —gritó.

Salió hacia el baño, tropezando en el pasillo con un excremento de gato, lo cual hubiera dado más fuerza a su argumento. Pero no hizo alusión a ello.

Kikitsa Alexiou continuó de pie en la habitación, a pesar de comprender que un momento u otro tendría que salir de allí.

Como que la caja de madera de Kyr León Zimbal, el judío de Odos Ispanias, estaba hecha ya, se destinó a otros propósitos prácticos. Anthoula había consultado con Kyria Photino, la portera de los nuevos pisos, y elaboró un plan. Frente al bloque había un bosquecillo raquítico de pinos polvorientos y un espacio de terreno en donde las familias, todavía no acostumbradas por completo a la vida urbana, pero tampoco del todo aldeanas, acudían los domingos por las tardes para cuidar algunos tomates y unas desparramadas hileras de vides. Allí, en el esmirriado bosque, al borde del viñedo milagrosamente salvado, Anthoula y la portera decidieron construir una cabaña para los gatos. Entre los árboles pacía una cabra negra atada con una cadena.

—¡Bah! —gritaba Kyria Alexiou—. ¿Qué otra cosa puede hacer una criatura?

Las otras dos mujeres lloraron un poco a cuenta de la desdichada señora a la que ya se le habían secado las lágrimas.

Kikitsa escondió cacharros con leche y con pescado para sus gatos entre los árboles y los tocones, pues durante la ocupación algunos de los pinos fueron derribados a hachazos. Mientras tanto, los gatos saltaban de un lado a otro, sacaban resina clavando las uñas en la corteza de los pinos y se enroscaban en la arena o sobre la hierba, a pesar de tener una linda caja forrada con lana para dormir.

Desde la terraza de mármol, Kyria Alexiou contemplaba la vida, que iba pasando tan de prisa ante ella. Observaba a sus queridos gatos, yendo y viniendo, yendo y viniendo, o yendo sólo.

Hairy fue el primero. Desapareció entre las tomateras y no se le volvió a ver. Ronron dejaba oír algún maullido por las noches. ¿Cómo no iba a poder identificar a sus gatos, incluso bajo la bóveda de la oscuridad? Pero Ronron nunca volvió a ser vista. Apricot, el más insolente, permaneció allí, lamiéndose, lavándose con las patas, mirando al infinito acostado sobre una cama de yerbas secas.

Ella bajaba a hablar con su gato de la tragedia, aunque el minino no pareciera decidido a jugar un papel positivo en la misma. Una vez le hizo sangre arañándola en el pecho, produciéndole con ello cierta satisfacción melancólica.

—Hasta los gatos son griegos —decía Kyria Alexiou.

Una mañana de lluvia, Anthoula anunció:

—He visto la maravillosa piel blanca de un gato. Tan encantador, tan bonito... Restregándose contra las paredes de la caja. Tiene una naricita tan sonrosada...

Kyria Alexiou bajó precipitadamente.

—Ver-i-kok-ko! ¡Mi Apricot! —exclamaba.

Los dos gatos se estaban observando el uno al otro con las cabezas altas. Sus posiciones eran idénticas, tan firmes como la piedra.

Kyria Alexiou iba y venía. Sus movimientos eran los de una persona totalmente aturdida.

—¿Qué pasa, Kikitsa? —preguntaría su marido más tarde, aquel mismo día.

Ella había oído la llave, naturalmente. Pero no quiso dejarse influir ni por la corbata de pajarita de seda, ni por el traje recién planchado de tweed de importación. Kyrios Alexiou se sentó moviendo los tobillos. Las estaciones del año más frescas le sentaban muy bien y ésta más que ninguna.

—Te encuentro más delgada, Kikitsa —observó Aleko.

Ella se llevó las manos a las mejillas. Temía tener la expresión de un gato extenuado y hambriento. Los ojos parecían desorbitados.

Al oscurecer bajó corriendo, con el plato de cabezas de pescado que siempre guardaba.

—Ver-i-kok-ko! —llamaba—. ¡Mi Apricot!

Pero sin resultados.

El gato anaranjado estaba sobre el tocón de un pino por el que había corrido alguna vez la sangre resinosa. De pronto saltó y se perdió en el campo.

—¡Puta blanca! ¡Diablo blanco! —gritaba Kyria Alexiou.

—Es ella, pobre desventurada, la que merece nuestra simpatía.

La vieja Anthoula se había acercado por entre los árboles.

—¿Quién podría sangrar, sino una mujer? ¡Va con su naturaleza!

Efectivamente, los dientes del anaranjado galán aparecían clavados en el cuello de piel blanca. El rabo golpeaba la hierba pálida.

—Vromogatos! —gritaba Kyria Alexiou.

La pasión le estaba lastimando el alma.

—¡Buen provecho! —reía la vieja Anthoula.

Luego la criada se llevó a su señora fuera. En la postrer claridad diurna, la piel joven de la anciana tenía la transparencia azulada de la porcelana.

—¿Qué era, Kikitsa? —preguntó Aleko Alexiou.

Pero su esposa se sentó a desmenuzar el pan.

Otra vez se había escapado un gato. La lluvia golpeaba en la caja vacía. Los residuos de comida permanecían siempre al mismo nivel en los platos. Kyria Alexiou continuaba recorriendo por las noches el bosque vacío. Ciertamente, quedaba la cabra, que se llamaba Arapina, según sabía Kyria Photini. Kyria Alexiou acercó la cara una vez a la máscara negra de la cabra, pero no le fue posible verle los ojos.

Desconsolada, siguió en su terraza. Sus ropas eran más viejas que antes. No podía soportar la carga de aquellas prendas gastadas. Compró vestidos de seda natural, que súbitamente llamaron su atención. Decidió vestir ropas más apropiadas, que se acomodaran de manera natural a su cuerpo cuando merodeara por el tejado, descalza la mayoría de las veces. Los tonos de la tarde daban a sus ojos un color violeta intenso y la luz de la mañana arrancaba reflejos dorados en su pelo, mientras Kyria Alexiou descansaba, con las manos sobre el antepecho.

—¡La seda adelgaza! —reía Anthoula.

Bajó la mirada ante su señora, cuyos ojos habían adoptado una expresión poco comunicativa.

Anthoula aparecía portadora de tazones con leche caliente.

—La leche es buena. Beba... Calma los nervios.

Pero Anthoula era más cruel de lo que creía.

Algo contó Kikitsa Alexiou a su amiga Maro Hajistavrou cuando se sentaron en el salón de su barco de mármol, a flote sobre la luz del Ática.

—Una historia trágica —declaro Maro Hajistavrou.

Aunque era algo tan remoto para ella, se sintió afectada. No podía resistir la tentación de mirar a los pechos de Kikitsa, iluminados con las luces azuladas que brillaban sobre los pliegues del sutil vestido.

Luego Kikitsa exclamó:

—¡Menos trágica si no hubiera sido necesaria!

Sus uñas, según notó su amiga, estaban clavadas en el tejido del sofá. Pero fue sólo unos instantes, pues casi de súbito, Maro Hajistavrou se vio invadida por una ráfaga de júbilo o temor inexplicable. A través de la ventana, más allá del hombro de Kikitsa Alexiou, podía verse el Himeto.

—¡Maroula! ¡Maroulina! ¿No te acuerdas?

Maro Hajistavrou estaba borracha con el olor a brezos.

—¡No, no! —protestaba—. ¿Qué he de recordar?

¿Qué tenía que recordar? Desde luego había sido todo tan extraño. Las dos chicas descansando en una hondonada, sobre el áspero brezo.

—Toma el amor —había empezado Kikitsa Andragora, blandiendo en el aire una hoja de hierba—. Yo podría poner un anillo a su alrededor, pero, ¿aceptarías también tú lo que yo dejase anillado?

Maro había quedado impresionada, y al mismo tiempo aterrada por lo que sólo entendía en parte.

—Esto es el firmamento —otra vez Kikitsa describió un círculo con una hoja de hierba—. No me atrevería a decir el cielo. El cielo es algo muy personal.

Kikitsa empezó a reír a carcajadas.

—No te preocupes —continuó riendo—. ¡Hoy no voy a hacer ningún intento en relación con el infinito. ¡Hoy es un día de lenguas de gatitos!

Después de pronunciar estas palabras, Kikitsa hizo algo tan extraordinario que sería muy difícil recordarlo con detalles. Sólo un chocar de bronces, de claridad de pieles finas, de crujir de ramas de brezo secas.

—¿Ves? —respiró Kikitsa tan pronto se hubo apartado—. Una pequeña y fina lengua de gato.

La boca de Maro se había derretido por un momento bajo el sol.

—Y tú, chrysoula —murmuró Kikitsa entre dientes—, eres una especie de pequeña y delgada gatita.

Por un segundo, los muslos enlazados de las dos mujeres tuvieron la elasticidad de la carne bravia del gato.

Las dos se incorporaron y se arreglaron ligeramente el cabello.

Kikitsa había indicado que habría como un kilómetro hasta el convento de Ayia Varvara, donde debían convencer a una monja para que les facilitara leche.

Maro la había seguido sin entusiasmo.

ahora estaba protestando. Era una mujer de mediana edad, con sombrero.

—¡Ach, Kikitsa!

El corazón le latía desordenadamente dentro del vestido comprado en Saks, en la Quinta Avenida.

Luego, Maro Hajistavrou quedó aturdida al ver que había hecho brotar sangre del brazo de su amiga Kikitsa Alexiou.

Kikitsa rió, rozando el arañazo con la boca. Los ojos eran inquietantes, multicolores.

—¡Lame esa sangre, Maro! —invitó.

La señora Hajistavrou nunca se había sentido tan horrorizada, como mientras lamia las gotas de sangre del brazo de Kyria Alexiou.

—¿Pero es que estamos locas?

—¿Quién debe contestar?

En aquel momento entraba Aleko Alexiou, con toda su corpulencia y con un considerable manojo de hojas manuscritas debajo del brazo. Maro Hajistavrou no recordaba haberle visto antes tan bien peinado, por no decir tan apuesto.

—Tengo que felicitarte, Aleko, por tu gran éxito —dijo ella inmediatamente.

—Éxito de cierta clase —replicó con una indiferencia que ella no asociaba con Aleko—. Al menos tenemos este apartamento —añadió.

—¿Puedo ofreceros un ouzo? —preguntó Kikitsa.

Maro no creía poder tomar un ouzo. Había bebido ya demasiado. El corazón le latía con fuerza. Estaba convencida de que la excitaba el olor de tweed de Aleko Alexiou. ¿O era el brezo?

—¿Cómo se siente uno cuando ha conquistado el éxito?

Advirtió que su voz empezaba a vacilar.

Pero Aleko Alexiou había sido lo bastante prudente para salir de la habitación y todo cuanto ella podía hacer era tratar de recordar los detalles de aquella cabeza magnífica. Hasta se le había olvidado preguntar sobre cuál de los héroes de la Independencia estaba escribiendo.

—¿Es Capo d'Istria? —musitó.

Kikitsa estaba alisándose el vestido.

—No —sonrió ella.

Ninguna se molestó. La señora Hajistavrou estaba recogiendo los guantes.

—Debemos ponernos de acuerdo.

—Puedes llamarme cuando quieras. Tenemos teléfono.

Kikitsa estaba sonriendo, sólo en la comisura de los labios.

—Sí, ya te llamaré.

Pero por el momento no tenía la más mínima intención de hacerlo.

Kyria Alexiou la acompañó por el apartamento hasta la puerta. El fru-fru de la seda las acompañaba.

Luego, la señora Hajistavrou huyó.

Durante un momento, cuando se perdía de vista dentro de la jaula del ascensor, Maro miró por la rejilla hacia donde Kikitsa se apoyaba en el marco de su puerta. Los pliegues clásicos del vestido de seda se transformaban en piedra inmemorial. Maro sabía que la imagen de Kikitsa duraría en su mente mucho más tiempo que la efímera estampa de ella de pie en su puerta. El ascensor hundió a la viajera en el limbo del oscuro edificio. La claridad vacilaba y crecía al pasar por los pisos, así como los ojos rutilantes de las pequeñas luces.

La señora Hajistavrou estaba jadeante cuando el ascensor la dejó en la planta baja. Salió acalorada y nerviosa, caminando con sus piernas delgadas y frágiles, brillantes dentro de las medias americanas impecables. Cuando se cruzaba con otros peatones volvía la cara, por si por casualidad desagradable el episodio que había experimentado pudiera estar reflejándose en sus ojos avergonzados mediante oleadas visiblemente sensuales.

—No ves mucho a los Hajistavri —comentaba Aleko Alexiou.

Kikitsa se apretaba los brazos como si quisiera descubrir alguna sensación nueva.

—Probablemente —dijo—, Maro y yo nos hemos dado ya todo lo que teníamos que darnos.

Aleko rió a carcajadas.

Su esposa no creyó que valiese la pena preguntarle por qué.

Aleko Alexiou, normalmente ajeno a los encantos de una mujer y a los impulsos de su peculiar sensibilidad, notó que las líneas de la cara de Kikitsa se habían rejuvenecido, quizás por cierto proceso mental o luminoso. Una vez, un conocido le había señalado en la calle un rostro, que aseguró pertenecía a una persona famosa internacionalmente, cambiado por la cirugía. El marido se complacía en creer que era totalmente imposible, en Atenas, que una mujer de la clase y mentalidad de Kikitsa hubiera recurrido a semejante procedimiento. Sencillamente, era que la cara de Kikitsa había experimentado un cambio, ya fuese debido a la alegría o al sufrimiento. Alexiou alejó de sí la idea porque no quería pensar en ello. Trató de recordar un hecho que había recogido aquella mañana de un manuscrito en la Biblioteca y que continuaba esquivándolo toda la tarde.

Kikitsa deseó muy pronto pasear por la terraza. Habían comido ya y lo hizo salir con ella deslizando su brazo por debajo del de él.

La seda rozaba contra el un tanto áspero tweed. Al principio, a él le hubiera gustado apartarla de sí, pero continuó paseando. Al menos no habló, ni tampoco suspiró, esperando que bajo el influjo del silencio su mente estuviera resolviendo sus problemas más acuciantes.

De este modo, los Alexiou perdían el tiempo en la oscuridad.

Se había convertido en costumbre para Kikitsa recitar una especie de poema que la calmaba extraordinariamente, tenía que admitirlo, cuando algo doloroso rozaba sus sentidos.

—Tú deberías haber visto la última luz de esta tarde —sonaba la voz serena de Kikitsa —; haber visto la luz blanca como una paloma, chyso mou, como todas las palomas blancas del mundo reunidas en la costa del Golfo. Y las sombras violeta. Atenas es cenizas y violetas al oscurecer. ¿Lo has mirado? ¿Lo has visto alguna vez?

Ella no se preocupaba en absoluto de la respuesta. En todo caso se lo estaba contando a él, mientras paseaban, recogiéndose los pliegues de seda de su falda.

Más tarde llegaron momentos en los que la voz de Kikitsa calaría más hondo, sería más penetrante en la mente de Aleko. Llegaron los días en que ella decidió:

—No podemos permitirnos este abandono de no salir nunca de aquí.

La luz era casi fantasmal.

—Algún lugar, dentro del país... —musitó como sufriendo algo.

En tales ocasiones, Kikitsa vagaba por las habitaciones, con la boca llena de alfileres, sujetándose el cabello con un pañuelo.

Pero inquieta.

Una vez se sorprendió a sí misma diciendo:

—En caso de que lleguemos tarde, Anthoulk, cuida de ponerles la leche.

Inmediatamente recuperaba su voz, pero no antes de sorprenderse a sí misma y de asustar a su marido. Estaba nerviosa y palpitante en cada momento del día.

Ordinariamente, los Alexiou hacían el recorrido en autobús hasta las aldeas que se extienden junto a la costa. Paseaban por los senderos arenosos y por las callejuelas. Sonaban los juncos, y el negro ciprés apuntaba con un dedo al último camino. El blanco de las paredes parecía desconcharse. Algunas veces, las voces quedaban suspendidas en el aire.

La gente salía a la puerta de sus casas: mujeres mayores y amables, con sus nueras embarazadas, y hombres ancianos cuyas caras parecían curadas para siempre en salmuera. Los ancianos llamarían cariñosamente a la pareja que paseaba por caminos tan distantes, como si esperaran convencer a los forasteros para quedarse.

—Venid —gritaban los aldeanos—, aquí tenemos el agua más pura.

Algunas veces les ofrecían gajos de naranja amarga, o vasos de vino tinto.

Luego los dos forasteros avanzarían perezosos e indiferentes por entre las filas de troncos, siempre rozándose el uno con el otro. La falda de la mujer tocaría los húmedos troncos impregnándose de su perfume. Nada podía ser más embriagador. El hombre y la mujer se sabían necesitados más que nunca del mutuo apoyo.

Los aldeanos estaban tan contentos que saludaban a los viajeros con cortesía y curiosas miradas.

En cierta ocasión, paseando por un camino pedregoso, los Alexiou se encontraron con un coche bamboleándose en una curva. El gran monstruo era tan inconfundible, que la pareja se quedó mirándolo con cierta turbación.

—Es curioso que hayan podido llegar hasta aquí —observó Kikitsa.

—Han recorrido todas las carreteras de Grecia, y ahora están explorando todos los caminos —sugirió Aleko.

El gran coche retrocedía, avanzaba, resbalaba, titubeante, casi saltando. La luz del Ática lo doraba.

—Bien, son tus Alexiou —indicó Spiro—. Nuestros pensamientos se han materializado.

Pero Maro estaba aburrida.

—Hablas por ti mismo, Spiro —dijo—. Nada estaba más lejos de mis pensamientos que los Alexiou.

Estaba también irritada por el avance irregular del coche. Su marido parecía haber perdido su habitual destreza con el volante.

—Encontrándonos con ellos aquí va a ser difícil esquivarles.

Spiro era siempre correcto, pero en este caso sus palabras hirieron a Maro.

—No —repuso—, bueno, ciertamente, digamos que están ahí.

Un avión cruzaba el firmamento. Iba dejando escritas con humo las letras de NESCAFÉ, en un anuncio para los griegos.

—¿Es nuestro turno? —preguntó Alexiou.

—¡He perdido la cuenta! —rió su esposa.

—Podemos acudir si nos llaman.

—Si nos llaman, ya decidiremos.

Súbitamente, el coche lanzó un aullido inesperado, porque la mano del conductor había tocado el claxon sin querer.

—¡Oh, Spiro! ¡Me estás aturdiendo! —gritaba Maro, porque tenía que culpar a alguien.

Los Alexiou estaban realmente contentos o, al menos, esto era lo que sugerían sus caras.

El cristal y el metal del coche podían ofrecer alguna protección, pero los Hajistavri tenían sus dudas. Sólo América era lugar seguro.

—Creo que los Alexiou no se fían de nadie —apuntó Spiro Hajistavros.

Empezó a girar en ángulo. Las ruedas de atrás se hundieron en una zanja.

—¡No, oh, no! —gritaba Maro—. Nunca fueron así, ¿verdad? Tal como yo veo las cosas no se puede soportar el pasado sin eliminar sus partes más tediosas.

Spiro Hajistavros hizo caso omiso de su mujer mientras ella iniciaba el tema. Seguía adelante. El gran coche avanzaba ya en dirección de América. Los ojos de Maro Hajistavrou se estaban humedeciendo de aburrimiento y de dolor.

Los Alexiou regresaron a casa antes que empezara la lluvia. Fue sólo una ventolera, pero se ceñía a las ventanas y entraba por las que encontraba a medio abrir. El olor a lluvia era abrumador. Se trataba de un aire frío que se colaba entre los capullos a medio abrir.

—Aleko —dijo ella—, salgamos de aquí.

—Pero si acabamos de entrar.

Pero sus brazos desnudos eran tan insistentes, que él olvidó sus objeciones en el momento que aquella carne suave completaba el abrazo. Parecía natural obedecer y seguir.

Cuando bajaban, Anthoula y Kyra Photini estaban de pie, como casi siempre, en la puerta de entrada y se apretaron contra el marco para que pasaran sus señores. Las dos ancianas los miraron respetuosamente, con expresión de timidez y cariño al mismo tiempo. Kirya Kikitsa se había alisado el pelo hasta el punto de que reflejaba la luz como un espejo.

—¡Regocíjense! —exclamó la gruesa portera cuando pasaron.

Había dejado de llover pero los pinos goteaban su carga de agua. El aire olía a resina, humedad y excrementos de cabra. Más allá de los tomatales, las luces de las cosas interferían la oscuridad.

¿Estaba discutiendo la gente? Se oía una confusión de voces. ¿O tal vez era el tráfico distante?

La noche era tal, que las dos ancianas se decidieron a seguir el camino. Sus zapatillas pisaban silenciosas sobre las yerbas mojadas.

—¡Dios mío! —protestaba Kyra Photini—. ¡Vamos buscando la muerte!

Pero Anthoula no tenía tiempo para reflexionar.

La luna lo miraba todo. Las nubes surcaban el espacio por encima de las ramas de los árboles. La cabra balaba. La oscuridad irritaba y la piel se arañaba con las cortezas.

¿Fue Kyria Alexiou quien saltó súbitamente sobre el tronco de uno de los árboles martirizados? Sus dientes resplandecían a la luz de la luna.

Pasaron unos momentos.

Luego fue Kyrios Alexiou quien saltó. Los aromas, las corrientes de aire frío, eran intoxicantes. Los Kyrios saltaban como si lo hubieran ensayado. Las piernas dejaban rayas negras como relámpagos sin luz. Cuando Kyria Kikitsa saltó, tan blanca como la luz de la luna, el tronco brillaba con la resina. Anthoula no lo vio exactamente, pero supo que los dientes del señor se habían clavado fuertemente en su blanco cuello.

Más allá, donde la luz de la luna se perdía, se adivinaba la sorda lucha entre la luz y la oscuridad.

¿Había chillado Kyria Alexiou?

Kyra Photini empezó a jadear.

—¿Lo viste? ¿Has oído algo, Anthoula? ¿Qué ha sucedido?

Pero Anthoula dio media vuelta y arrastró sus pies, amparados en las zapatillas de fieltro.

—¿Qué pasa? —seguía gimiendo Kyra Photini—. ¡Dímelo, Anthoula mou! ¿Por qué no me lo dices?

Kyra Photini movía desmesuradamente el trasero al correr, para mantenerse junto a ella. Pero Anthoula reía a carcajadas y corría con sus zapatillas de fieltro.

—¿Por qué no me lo dices? —seguía quejándose Kyra Photini.

Y seguía moviendo desmesuradamente el trasero. Anthoula no cesaba de reír.

—Algunas personas —dijo más para sí que para su compañera— encuentran el gato que les conviene.

Las dos mujeres cruzaron la calle y las recibió el umbral familiar.

Cuando los Hajistavri estaban listos para partir, sus rostros se pusieron simultáneamente graves.

—¿Crees que debemos hacerlo? —reconsideró Maro.

—Es cosa tuya, cariño.

Ella desdeñó el halago de su esposo y se puso a mirarse en el espejo. Aquella mañana la había peinado una joven que todavía rio sabía bien el oficio.

—Supongo que tenemos el deber de despedirnos —insistía Maro Hajistavrou.

—Si es así, Maro, haz que llamen un taxi. Tú sabes que siempre estoy contigo. Me pregunto si pareceremos demasiado ridículos. La única ocasión en que puse los ojos en los Alexiou durante la actual estancia en Grecia, fue al bajar por una carretera que bordeaba un campo sembrado...

Como que Maro Hajistavrou jamás se había mostrado ridícula, tomaron finalmente un taxi para ir a ver a los Alexiou. (El segundo Cadillac había sido enviado a casa anticipadamente.) Era una hora en que el tráfico sugería que la siesta había pasado ya.

—Sí, los kyrii están arriba —respondió la portera, mientras bajaba respetuosamente la vista, dirigiéndose a los visitantes como si fueran extranjeros.

Los griegos pueden resultar muy aburridos.

—Anthoula debe estar fuera —observó Maro cuando nadie respondió al timbre.

El peinado la estaba poniendo furiosa.

—O todos —dijo al fin—. Puede que todos estén fuera.

Spiro estaba con el oído pegado a la puerta.

—No —dijo.

—¿Oyes algo?

Como no oía nada, prefirió no contestar.

—Voy a echar un vistazo —dijo él— desde la terraza.

Empezó a caminar por el tejado.

—¡Oh, no, Spiro! ¡Spiro! ¡No está bien curiosear la vida privada de los demás!

Pero ella tenía un control muy limitado sobre su marido. Se preguntaba en muchas ocasiones por qué razón se había casado con aquel hombre, y siempre llegaba a la conclusión de que necesitaría su compañía en los últimos años de su vida.

Cuando Spiro volvió no dijo nada. Caminaba con aquellas pisadas suyas, tan fuertes.

—¿Estaban dentro? ¿Qué has visto? —insistía ella en el ascensor.

—Estaban en la cama.

—¡Todavía! —exclamó ella—. ¿Quieres decir que no habían acabado la siesta?

—Creo que no la habían comenzado.

Entonces Maro Hajistavrou sintió que odiaba: ¿a su esposo?, ¿a los Alexiou? Lo cierto era que odiaba.

—¡Algunas personas son como animales! —insinuó presa del odio.

—La hora del amor no tiene espera, ni siquiera para los seres humanos —dijo Spiro Hajistavrou.

La señora Hajistavrou trataba, breve y discretamente, de calcular si en la historia de las relaciones con su marido alguna vez tampoco había podido esperar.

Cuando el ascensor les dejó era la hora del sol dorado.

El Himeto aparecía del más puro oro rojo. Las columnas del Partenón brillaban con las venas abiertas. Sólo la diosa estaba ausente. La señora Hajistavrou, que caminaba con pasos rápidos y controlados, buscando el taxi que no vendría para llevarlos, se vio sometida al influjo mágico de Grecia más que nunca. Pero no permitiría que la desintegrase. Cerró los ojos para rehuir el presente y el pasado. Se sentía muy contenta al sentirse en situación de poder mirar hacia América. Incluso las molestias del vuelo atlántico, el encogimiento del estómago, la ansiedad y las píldoras que no surtirían efecto, le parecían apetecibles. Y, más que nada, encontrarse al fin con la puerta cerrada dentro de su apartamento, y descubrir si había estado soñando o si en su ausencia había muerto su gomero indio.