UNA TAZA DE TÉ

MALLIAKAS decidió hacer uso de la carta de presentación en su segunda visita a Ginebra. Había ido allí por asuntos relacionados con la finca perteneciente a una tía suya, una rica alejandrina que había pasado una larga viudez y, finalmente, había muerto en Lausanne. Sabía que en la primera visita sería reconocido. Ahora, al oír el leve ruido de la carta al caer dentro del buzón, se preguntaba qué le había sucedido para decidirse a hacer uso de la carta de presentación que Ellison, el inglés que había conocido a Philippides en Levante, le había puesto casi a la fuerza en la mano. Los días de espera hicieron creer a Malliakas que el error podría ser corregido. Pero Philippides había expresado ya su deseo de recibir al conocido de su amigo. Aunque la nota era breve y austera, sugería lo inevitable. Malliakas estaba horrorizado, pero cogió el autobús para Cologny el día antes del señalado para partir.

Había otras fuerzas operando. Quizá fuese la melancolía o la exuberancia del paisaje suizo o los propios suizos lo que al final le había persuadido. Solterón entrado en los cuarenta, Malliakas se movía en general por impulsos derivados de su hígado. No era lo bastante rico, ni material ni espiritualmente, para realizar grandes cosas, pero sí lo era para haber alcanzado los niveles sociales que desde el principio se habían esperado de él. Continuó su propósito. La pluma rasgaba el papel, cargada de rabia por tantas promesas incumplidas Su talento no le impedía sacar placer de sus propios fracasos. Lo que más le satisfacía desde luego, era pasar las mañanas en las terrazas de los mejores hoteles que podía permitirse, saboreando la primera taza de café de la mañana y jugando con un komboloyi que había heredado de un pariente. Su satisfacción no era menor por ser sencillo el origen de la misma. En tales momentos extendía las piernas plácidamente y miraba con los ojos de la imaginación alguna mata de pelo, alguna caída de ojos bajo los plátanos de la plaza. Si Malliakas suspiraba a veces, era porque había experimentado con una dilatada serie de amantes, siempre adecuadas aunque no memorables, en aquella prolongada lucha por el brillo en que su imaginación todavía insistía.

La imaginación era, entre todas sus cualidades, la que más apreciaba. Sin embargo, era incapaz de jactarse de cosas que sus amigos solían insinuar. De camino hacia Cologny para encontrarse con Philippides, se sentó mientras jugaba con esta joya mágica. En el autobús creyó descubrir que cada suizo parecía haber logrado el don del equilibrio, mientras él, el griego, sólo podía oponer su indemostrable vida anterior y cierta suave elegancia. El fastidio le amargaba la boca mientras se llevaba la mano a la cara y descubría que había olvidado afeitarse. Su barbilla debía estar totalmente azul.

Una vez que le dejaron en la calle deseada, Malliakas se sintió lo que su institutriz inglesa habría llamado un gruñón. Recordando que Ellison se había referido a Philippides no sólo como un octogenario cordial, sino también como un gran caballero, las más graves dudas se iban apoderando de él. Aquella mañana había llovido y había charcos de agua. Las nubes se acumulaban más allá de las verdes copas de los árboles. Malliakas estornudó. Ya no intentaba evitar nada. El barro manchó sus zapatos italianos al entrar en el patio de la casa en que vivía Philippides, en la que se advertía cierta opulencia, aunque Ellison le había insinuado que la fortuna del anciano había declinado.

En la bien proporcionada entrada suiza de esta casa, amplia aunque sencilla, una joven muy agradable informó al forastero que Madame Philippides había salido a visitar a una enferma, pero que podía encontrar a Monsieur en el invernadero al final del paseo. Guió al visitante a lo largo del paseo de grava mientras hablaba amistosamente del tiempo. Malliakas, más bien desalentado, examinó los contornos de la joven.

Al llegar al invernadero, la doncella elevó la voz todo lo que pudo.

—Aquí está el caballero griego que usted esperaba, Monsieur Philippides.

Sentado en el invernadero tras las frágiles celosías blancas, descorridas en parte, había un anciano, arrugado, pero todavía lúcido.

—Sí —dijo, dirigiéndose al visitante en inglés, con la voz tranquila, pero convencida de los sordos—, hemos recibido su nota. También recibimos hace varios años una carta de Tillotson avisándonos de su posible llegada. Ellison, como él le habrá dicho, fue compañero mío durante los días de Esmirna, y aún antes, en Konya. Yo pasé varios años en Konya. Me envió allí un primo mío que tenía problemas con una manufactura de alfombras. En tres años aumenté los telares de treinta y tres a trescientos veinte.

Estaba muy contento de sus recuerdos. El viejo Philippides reía a carcajadas y el huésped se preguntaba qué debía hacer.

—¿Va a tomar el té? —preguntó Philippides.

Aunque a Malliakas no le apetecía en aquellos momentos aceptó la invitación para entretenerse en algo.

—Geneviéve, prepare el té. Tillotson se habría bebido una tetera entera en aquellos tiempos.

La chica bajaba ya las escaleras.

—Pero usted no es inglés —recordó Philippides, y continuó hablando en griego.

Parecía perspicaz y lúcido sentado junto a una mesita de jardín, con un gorro de franela y una manta escocesa encima de los hombros, emergiendo sus garras de pájaro color púrpura de los mitones tejidos a mano. Sobre la mesa, delante de él, había una bandeja con un vaso casi lleno de té.

—Mi esposa sentirá no haber podido verle —Philippides removía el líquido y la cucharilla chocaba con el cristal del vaso—. La llamaron... Una señora, he olvidado el nombre, que se está hundiendo —dijo—. Hundiendo.

Sin turbar apenas la marcha de los pensamientos de su anfitrión, Malliakas se sentó. La silla de hierro le pinchaba en los muslos. Había un olor a moho en aquella parte del jardín.

—Siempre la están llamando —explicó Philippides, pero de repente cambio de conversación—. ¡Bien! Usted —acusó— debe tener el don de lenguas. Como todo alejandrino. Mi esposa aprendió idiomas. Reunieron a todas las institutrices del Levante para atender a su educación y la de sus hermanas. Casi todos los habitantes de Esmirna habían oído hablar de sus progresos. Constantia, no lo tome a exageración, aprendió a apagar la llama de una vela disparándole desde el extremo opuesto del patio con la pistola de cachas de marfil que le regaló su tío.

Si Malliakas no expresó con palabras los elogios que merecía semejante talento, fue porque había empezado a reconocer en su anfitrión a un conversador cuyo turno debía respetar.

—Con vestidos bordados, entre los granados durante las tardes de verano, todas las chicas esperando ser recogidas.

Mr. Philippides tomó el mayor sorbo de té posible por debajo de su bigote. Una ligera brisa hizo mover las hojas de los verdes y húmedos arbustos del jardín. Malliakas miró por encima del hombro y lo puso momentáneamente nervioso la proximidad de las faldas y las presentaciones. Era sólo la doncella, que dejó la tetera y se marchó.

—¡Té! —suspiró Philippides—. Es uno de los pocos placeres que me quedan. Todo el mundo muere, ya sabe.

Respetando la abstracción de su anfitrión, el huésped empezó a servirse por sí mismo. Al ponerse azúcar vio que sus dedos estaban hinchados. La evocación de chicas con vestidos bordados los habían vuelto torpes.

—Si usted me diera tiempo le hablaría de mi esposa —confió Philippides—. Constantia, una mujer difícil y apasionada. Pero que merece se soporte por ella cualquier sufrimiento.

Se echó a reír con un ligero temblor interior.

—La peor enemiga que he conocido jamás. ¡Cómo aprendió a odiar esto! —dijo acariciando con los dedos el vaso de té.

—¿Cómo? —murmuró Malliakas.

Se sentía soñoliento, como hechizado, escuchando, percibiendo el olor del moho omnipresente, mientras sorbía el té en una taza azulada.

—Sí... Usted tiene en la mano una pieza única —advirtió Philippides—, porque ésa es la última taza de las doce que le compré al ruso que se iba de Konya, y que mi esposa trajo con nosotros en el barco metidas en una caja de cartón. Ya se lo contaré todo si usted me da tiempo.

—¡Entonces se lo daré! —dijo Malliakas, quien sinceramente lo estaba deseando.

El visitante se dio cuenta de que aquella historia era más importante aún que su deber de esperar el regreso de Mrs. Philippides.

—Sí, pero no siempre es posible hacerlo. Pese a mis mejores deseos, siempre no es posible —recordó Philippides—. Fue la gitana, ¿no le he hablado de ella? Estaba en Quíos, después de nuestra huida. La gitana prometió decirme la buenaventura, y Constantia se puso furiosa porque a ella no se la quiso decir.

El anciano empezó a reír ruidosamente.

—¿Y se la dijo? —preguntó Malliakas con el tono que ponen en sus palabras quienes se disponen a escuchar.

—Al final la gitana dijo: Primero debe arrancarse un pelo del pecho, que yo me llevaré, y bailaré desnuda pasándomelo por delante y por detrás, entre las rocas de Ayia Moni.

Malliakas escuchaba con gran atención.

—¿Y lo hizo?

—Al final, sí... —contestó Philippides—. No fue fácil, porque, como usted puede ver, yo apenas tengo pelo.

Empezó a rascarse el pecho a través de un auténtico tabique de prendas de lana, al tiempo que sonreía.

—¿Y qué dijo la gitana?

—Dijo —repuso Philippides—, en un momento que yo estaba bebiendo té en una de estas tazas, que viviría hasta que se rompiera la última.

—Pues bien... —exclamó Malliakas, dispuesto a animar al agradable e infantil anciano—. Usted ha vivido tal como profetizó la gitana.

—Creo —consideró Philippides serenamente— que uno no muere hasta que no le llega la hora... —Pero rápidamente añadió en tono más vivo—: Constantia se enfadó mucho cuando se enteró. Dijo que todo aquello era una solemne tontería, que la gitana debía conocer la existencia de las doce tazas rusas a través de Kyria Assimina, que era una estúpida y una charlatana, y había roto ya dos de sus más valiosos platos. Tuviera o no razón Constantia en aquellos cargos, lo cierto era que Kyria Assimina había roto, creo, cuatro de las tazas antes que mi esposa se desembarazara de ella.

Malliakas estaba fascinado por la única taza superviviente.

—Aquel ruso de Konya —seguía relatando Philippides— organizaba recepciones sólo para hombres; ofrecía vodka y muchos mezedes, tanto calientes como fríos. Al final servía té preparado en un enorme samovar de plata... —Hizo una pausa y luego prosiguió en tono confidencial—: Constantia estaba celosa del ruso. Celosa asimismo de Kyria Assimina, que tenía unos ojos preciosos, ciertamente, pero también un feo lunar con pelos justo encima del escote.

La tarde iba oscureciéndose. En el firmamento pizarroso, un avión había empezado a escribir algo que parecía en clave.

—Recuerdo que se estaba fraguando una tormenta la noche en que Kyria Assimina rompió los platos de Sévres. Una contraventana golpeaba sin cesar. Constantia estaba achacosa, aunque puedo asegurarle que siempre había tenido un temperamento muy vivo. Dijo que se marcharía a Atenas y que se quedaría allí. Pues bien, se fue. Y cuando volvió, como yo supe siempre que haría, se trajo consigo una chica, una joven campesina de Lemnos, llamada Aglaia, la cual también rompió una de las tazas. Pero eso ocurrió más tarde.

—A pesar de tantos intentos hechos para matarlo —no pudo evitar decir Malliakas—, ha sido usted muy afortunado.

A Philippides le gustó aquella salida.

—Voy a contárselo todo —prometió—, si usted tiene paciencia para escucharme. Fue extraño que Constantia no me matara por amor.

Philippides tosió y luego dijo con súbita e inesperada inocencia:

—La gente es así, ya sabe usted.

Malliakas se acercó más. Le parecía escuchar el golpeteo de la contraventana. ¿Sucedía en Quíos? ¿O bien resonaba en la mente de Constantia? Resultaba imprescindible que lo oyera todo. Mientras él sorbía el té de aquella taza opalina, Philippides tejía con ahínco gasas de ilusión, en tanto removía el contenido de su vaso.

Malliakas quedó tan obsesionado por Constantia, que empezó a escribir la historia de la misma y la terminó. Sintió cierta satisfacción al hacerlo. Pero éste era sólo el principio del asunto, en el jardín de la casa de Cologny. Acomodó su cuerpo en la silla de hierro y esperó temerosamente el regreso de Mrs. Philippides.

Al principio, la familia de Frankish Street no estaba dispuesta a entregar la hija que tanto apreciaba a un joven de origen modesto y de medios inciertos Constantia también dudaba sobre si debía aceptar por marido a un hombre al cual sobrepasaba holgadamente la cabeza. Se la veía pensativa mientras deshojaba flores de granado. Se pasaba todas las mañanas copiando resúmenes de Dante y de Goethe en unos cuadernos con cubiertas de piel, o pintando paisajes a la acuarela. Paisajes ingleses que nunca había visto. Sin embargo, esperaba hasta oír el paso firme del hombre bajo y musculoso. Sus hermanas se asomaban a la ventana y se burlaban al verla esperar. Entonces, ella se ponía furiosa.

Ella decía, bajando la mirada hacia él, y dejando ver una nariz perfecta:

—¿No te das cuenta de que la diferencia de altura nos hace parecer ridículos?

—Nunca había pensado en tal cosa —replicó él.

—¡Oh, por favor no me toques! ¡Detesto que me toquen! —confesó—. Y mucho más si es alguien que representa tan poco para mí. Incluso mis hermanas, a las que quiero, respetan mis sentimientos.

Hablaba con temblor en los labios. Se ruborizó, o tal vez fuera que la flor de granado se reflejaba en sus mejillas.

—;Oh, déjame!

Sus palabras sonaban como si estuviera gritando, pero él la tocó. Tenía unas manos pequeñas, exigentes.

La joven pareja se casó. La comitiva salió de la casa de Frankish Street y casi antes de que el diseño de las bomboneras ofrecidas a los invitados cesara de deleitarlos, el novio fue llamado por el primo de Konya.

Constantia escribía:

¿Qué estás haciendo ahí, Yanko, entre esos turcos? ¿Y ese ruso que mencionas? Me desagradan las fiestas que los caballeros organizan para caballeros. A veces hay algo secreto en la conducta de los hombres. ¿No vas a enviar por mí? No me importan la suciedad, las moscas, los turcos, el aburrimiento. Yo organizaré nuestras vidas. Llevaré el más precioso de los cinco juegos de té que recibimos como regalo de boda. ¡Envía a buscarme! Tengo la vista puesta en la tela para las cortinas. Oh, Yanko, no puedo dormir. Tú no escribes más que para hablar de esas desdichadas alfombras...

Cuando el tiempo se puso más frío, él vino a recogerla, y en el lokanda donde cambiaron los caballos ella se echó atrás el velo y anunció:

—¡Huele a camellos!

Pronunció estas palabras con tal desagrado que él se preguntó si sobrevivirían en ella sus sentimientos hacia él. Más tarde, la luna en un cielo otoñal la indujo a observar:

—¿Ves esa luna? ¡Vaya birria! ¡Vaya cascaroncito de luna!

Le sujetaría la cabeza con sus brazos como si ya no le perteneciera e intentara protegerla de todo el mundo. Con la primera luz de la mañana se mirarían la boca mutuamente buscando los cardenales y mordiscos que tal vez una tercera persona pudiera advertir. Solían pasear tardes enteras a lo largo de su calle polvorienta y provinciana. Sin embargo, nunca volvió a temer ella que pudiera encontrarse con él en la posición falsa de parejas en mesas separadas, leyendo aburrida la etiqueta de la botella de vino y jugando con el pan. En su lugar moldeaban sus silencios y se familiarizaba cada uno de ellos con los pensamientos inexpresados del otro.

Después de la estancia en Konya, la vida en Esmirna tendía, según descubrieron, a separarlos. Los viajes de negocios lo llevaban a Atenas, a Alejandría, algunas veces a Marsella. Sus relaciones eran casi totalmente por correspondencia. Sus obligaciones sociales obligaban a cada uno a resplandecer en una órbita individual. Así, en los salones de otras personas se encontraban con un rostro que cada uno de ellos pensaba poseer, pero que, de hecho, no había dejado de ser propiedad pública. Él la admiraba por su figura y sus joyas, mientras ella calculaba con cierto remordimiento los méritos que las aduladoras afirmaban descubrir en su marido.

Algunas veces ocurría que bailaban juntos, pero únicamente en casa de amistades comunes.

Él no se dedicaba a hacer conjeturas sobre si ella habría tenido alguna vez un amante. Por otra parte, ella aceptaba las queridas de su marido, sobre la base de que las convenciones sociales permitían cierto grado de deshonestidad en el hombre. «Además, decía ella, él nunca me dejará.»

Así era. Los dos se amaban profundamente.

Algunas veces viajaban juntos y solos, pero más frecuentemente con compañía, a través de los olivares de Boumova. Montada en la yegua castaña que él le regalara en un cumpleaños, volvía la vista atrás para localizar a su marido, aunque sin aparentar hacerlo. Luego, cuando había vislumbrado el brillo del cuero de las botas altas que rozaban los troncos de los olivos, quedaba en libertad para discutir de nuevo sobre literatura con el francés, el italiano y el polaco, lánguida sobre su yegua, bruñida como su guante. De los tres hombres, prefería al francés, porque su insinceridad le permitía sentirse segura.

Nétillard era quien la acompañaba la mañana que fue derribada por su montura.

—Te detesto por verme así —se quejaba Constantia Philippides, sin dirigirse a nadie en particular—. Tan grotesca. Pero siempre estoy firme en casi todas las situaciones en que entra la realidad...

Constantia sufría muchísimo desde que había perdido el bebé por el que los dos habían suspirado.

—Yanko, ésta no es nuestra última oportunidad —dijo ella, dispuesta a convencerlo.

—Pero puede que lo hubiera sido...

Al menos gozaban de un decorado teatral. La casa con mármoles color de rosa, a lo largo del muelle, en la que, cuando se cerraban las puertas, la brisa traía el resplandor azul del Egeo. Los forasteros que curioseaban a través de la verja, envidiaban su perfección.

Al principio era imposible creer que sus vidas personales pudieran reducirse a un revoltillo histórico, que es lo que sucedió, al menos momentáneamente, en la cubierta del destructor, después del saqueo de la ciudad. Porque había sido de ellos y ahora se estaba perdiendo envuelta en llamas, entre largas columnas de humo en forma de embudo y reflejos de una claridad grasienta. Cuando corría en busca de la otra parte de sí mismo que se había perdido, tropezó con alguien conocido. Pero no se percató de ello. Gritaba el nombre de ella, pero nadie en aquel tropel de seres infortunados, mojados, chamuscados, sangrantes, deformados por la agonía de la situación, sabía nada. Todos, mientras permanecían en pie vestidos con harapos y contemplaban las llamas, sólo sabían que éstas consumían su ciudad. Por lo menos habían conseguido obtener refugio a bordo del destructor francés. Pero, ¿con qué propósito? Ciertamente, aquel hombrecillo, corriendo, empujando, desgreñado, con rasgos de inglés, no podía hacerles volver a la realidad repitiendo un nombre:

—¡Constantia! ¡Constantia! —gritaba una y otra vez.

Mientras empujaba y trataba de abrirse camino, los otros se volvían hacia él muy lentamente. De pronto, se destacó una figura más negra, más corpulenta, más respetable que el resto y abofeteó al hombrecillo.

Philippides, mientras se esforzaba por avanzar, se vio forzado a detenerse porque Kykkotis (¿era un químico?, ¿lo era?) lo había atacado en la cubierta de hierro de aquella nave que ofrecía forzada y dudosa misericordia. En los años posteriores preferirá no recordar aquel incidente. Pero en aquel momento, cuando era tan importante dilucidarlo, toda su atención resultaba necesaria para trepar por la escala de cuerda, para asegurar el cuerpo de Constantia, para protegerla del viento cruel, hasta que fueron separados de forma inesperada.

—¡Constantia! —gritaba suplicante, en un gran esfuerzo por hacerla volver a lo que le quedaba de vida.

Entonces la vio venir hacia él, saliendo de las sombras, y en el resplandor de la ciudad en llamas destacaba el color verde de un turbante que llevaba en la cabeza. El en otros tiempos vestido plateado estaba hecho jirones, aunque seguía siendo suave al tacto. Ella estaba ya con él, calmándolo.

—Pero, Yanko —decía en tono de excusa—. Casi pierdo nuestra maleta. La dejé unos segundos y cuando volví a buscarla alguien se había sentado encima.

Él casi no recordaba aquella maleta de cartón, frágil y utilitaria, su única propiedad capaz de ser arrastrada por la escala de cuerda.

Ella permanecía en pie, aureolada por una luz extraña, luciendo un absurdo sombrerito y sujetando en la mano la maleta de cartón recuperada.

—¿Qué diablos —exclamó él aliviado— puedes traer en esa maleta?

—Las tazas que te vendió el ruso de Konya —repuso ella.

—Pues, por mí, podría habérselas llevado consigo a Rusia, o desaparecer hechas añicos en Konya. ¡La maleta! ¡Dios mío! ¡Las tazas!

La furia del fuego había sido demasiado fuerte para ella. Estaba cegada. Prorrumpió en lágrimas en medio de la cubierta, donde las escenas privadas ya carecían de todo interés.

Una lancha marchaba a la deriva, vacía y abandonada. Un cadáver flotando boca abajo se iba sumergiendo pacíficamente en el agua. Se oían voces anónimas.

—Nos estamos moviendo, estamos salvados —como si salvarse realmente fuera posible. Era más adecuado decir: surgimos de entre los muertos.

En todo caso, enlazó su brazo con el de Constantia para ver juntos la destrucción de Esmirna, mientras la maleta saltaba sobre su regazo a cada sollozo. Maleta que ella estaba decidida a no soltar.

Sentado en el jardín de la casita de las afueras de Ginebra, Philippides apuraba las últimas gotas de té. Malliakas había bebido ya demasiado. Por otro lado, su estómago vacío empezaba a revolverse. Se estaba poniendo enfermo.

—No es que fuera el mayor de todos los desastres —comentaba Philippides—, sino que se trataba de nuestro propio desastre.

El anciano estaba ahora mucho más distante de sus desastres personales. Estaba obsesionado por las menudencias del presente. Mirando el reloj observó:

—Es una lástima que mi esposa se retrase. Habíamos decidido tomar avgolemono. Ella sabe hacer una excelente sopa de avgolemono, que aprendió, creo, aunque no quiera admitirlo, de Kyria Assimina, una ama de llaves que a ella no le simpatizaba y que estuvo con nosotros en Quíos.

Los ojos de Philippides estaban concentrando su atención otra vez. Su imaginación se sintió refrescada con la sabrosa promesa de la sopa que le haría su esposa.

—Vivimos en Quíos algún tiempo —dijo él—, en la casa de mi abuelo, que creo me pertenece todavía.

—¿La casa en que resonaban las contraventanas?

—Sí —repuso Philippides—. Veo que lo recuerda... Golpeaban siempre que soplaba el meltemi —musitó lejano y nostálgico.

Soplaba el aire hasta el interior de las habitaciones. El mobiliario parecía haber sido espolvoreado con polvo gris de piedra pómez, mientras Constantia Philippides recorría las habitaciones inspeccionándolas.

—¿Aglaia? ¡Kyria Assimina! —gritaba, incapaz de dominar las contraventanas—. Están golpeando —se lamentaba, y el viento añadía un eco estridente a su voz—. Dos mujeres —chillaba— y ninguna viene a ayudarme. ¡De prisa! ¡Socorro! ¡Se me rompen las uñas!

Y las dos criadas llegaron corriendo, en zapatillas, para evitar el desastre, Kyria Assimina, cada vez más resentida, y la chica de Lemnos.

—Aglaia es fuerte —solía decir Mrs. Philippides a su marido—. Es como un toro.

Él, siempre en el limbo, no contestaba. En cambio, agitaba unas piedrecillas dentro del puño cerrado haciendo un ruido que obligaba a su esposa a morderse los labios.

—Pero es muy buena —suspiraba Mrs. Philippides.

La chica, fuerte, morena y bondadosa, tenía una habilidad especial para eliminar los odiosos golpeteos de las contraventanas de Quíos. Mrs. Philippides estaba contenta de haberla contratado, porque a menudo su esposo estaba ausente, en Alejandría o en Marsella, y le habría sido difícil valerse sola.

Algunas veces, cuando él estaba en casa, pasaban juntos la velada, él con periódicos extranjeros y ella con unos juegos de cartas para hacer solitarios. Casi siempre terminaban hablando en inglés, legado de las institutrices que tuvieron ambos en la infancia.

—Además de para emplearla en otras cosas, «compré» a Aglaia para que me hiciera compañía —observó una vez Mrs. Philippides.

—¿«Compraste»? —preguntó él, con una carcajada.

—¡La «contraté»! —corrigió ella, notoriamente airada, y repitió—: ¡La contraté! ¡La contraté!

Él prefirió no proseguir con un asunto que lo acercaba demasiado a la criada.

—¿Quiere que le peine el cabello, kyria? —preguntaba la chica por las mañanas con dulzura.

A Constantia le encantaba esto. Aglaia la peinaba con suavidad y al mismo tiempo con energía. Constantia Philippides se sentaba en bata, leyendo los libros del abuelo, los poemas de Heredia y Leconte de Lisie, las cartas de Paul-Louis Courier. También leía Ivanhoe. En ausencia de su esposo se sentía muchas veces aburrida.

Se levantaba a pasear por la casa vacía. ¡Oh! Ella lo amaba, aunque él no le correspondiese.

—¿Entiendes ahora por qué puede amar al Diablo? —oyó Constantia.

Era Kyria Assimina. Luego Mrs. Philippides advirtió que Aglaia guardaba silencio.

—¡El Diablo! —musitó Kyria Assimina.

Una vez, Kyria Assimina había gritado:

—Si ella no es el Diablo, ¿quién lo es entonces? ¿Acaso la Emperatriz de Bizancio?

Kyria Assimina rompió un orinal en su cabeza. Entonces Mrs. Philippides tuvo que intervenir.

—Estoy sorprendida con usted, Kyria Assimina, por ese gesto tan desagradable. Creía que era usted una persona de cierto refinamiento.

Cuando rompió la taza, una de las tazas rusas de té, tan preciosas por cierta razón especial, Mrs. Philippides se lanzó sobre Aglaia y la abofeteó. Pero en aquellos tiempos las sirvientas esperaban cualquier cosa, por lo que Aglaia siguió tan silenciosa como antes.

—¡Dios mío! ¡Gracias, Aglaia! —alcanzó a oír Mrs. Philippides.

—Yo hubiera chillado —confesó Kyria Assimina—. Esas tazas viejas y sucias. Como si no las hubiera mucho mejores. A mí me ponen nerviosa, y hacen que se me caigan las cosas de las manos.

Aglaia seguía en silencio.

Mrs. Philippides llamó a su doncella al oscurecer. No se excusó, porque no podía excusarse ante una chica traída de una isla.

—Trae tu costura —dijo en tono muy suave— y siéntate aquí un poco mientras yo leo, porque está todo tan solitario...

Así, las dos estuvieron sentadas juntas. Aunque aquello no resultaba ortodoxo, nadie podría enterarse.

Mrs. Philippides, la de la casa que estaba detrás del cercado de la higuera, se asomaba a las grandes ventanas entornadas para ver pasar a los visitantes veraniegos, los ricos de Atenas. Y ellos le devolvían la mirada bajo las alas de sus sombreros. Viéndola a plena luz del día, parecía una mujer insignificante, pero había en ella una elegancia inconfundible.

En ausencia de su marido, se pasaba las tardes paseando por el jardín de la casa del abuelo, cascando almendras y comiéndose su, dulce semilla. Casi siempre iba acompañada por su doncella, una muchacha corpulenta de cabello rizado, a la que había traído consigo después de una visita a alguna parte.

Cuando la gitana se presentó, Mr. Philippides estaba sentado, con su taza de té, en la terraza. Kyria Assimina, había servido el té, porque seguramente Aglaia, la chica de Lemnos, todavía no había entrado en escena.

—Por un taliro, kyrie mou, le diré su buena fortuna —prometió la gitana.

Tenía los pechos caídos bajo un vestido de algodón y olía a humo de fogatas de leña y a un perfume especial que vendían en el quiosco de la esquina del Parque.

—¡Pero necesito un pelo! Tiene que darme un pelo —insistía la gitana— arrancado del pecho.

Y el bajo y paciente Philippides empezó a buscar.

Tan sólo los santos del cielo saben el rato que la gitana estuvo bailando, desnuda por delante y desnuda por detrás, entre las rocas de Ayia Moni. Pero lo cierto era que bailaba. Caminaba con paso largo de danza y sus ropas le quedaban muy airosas. Los cuerpos gastados de algunas mujeres pierden con demasiada rapidez el dominio de sí. Mrs. Philippides se imaginaba el baile de aquella gitana a la sombra inquietante de una luna fría e indiferente.

Por eso Constantia estaba tan molesta con la profecía de la gitana y por eso decidió marcharse y estar fuera algún tiempo. Tal vez estuviese en París con la fotografía de su marido en un marco de plata. Pero regresó trayendo consigo a la chica de Lemnos, para su propia comodidad.

—Mira —dijo a su esposo—, la vida presenta soluciones para otras personas, lo mismo que para ti.

Sonaban voces en la casa gris.

Sin embargo, la noche de su regreso las voces se ahogaban unas a otras.

—¡Basta! —gritaba ella—. ¡Yanko! ¡Estás loco! ¡Loco!

Él soltaba carcajadas para confirmar su locura, y ella apretaba los dientes.

Kyria Assimina, que todavía no había sido despedida, no pudo oír nada más.

—Entonces nos iremos a Atenas —dijo él al final, después de meditar la decisión.

—Oh, yo no te pido que nos vayamos —ella se apresuró a defender su debilidad, que por ahora él daba por descontada.

—Pero si está en juego tu salud.

—Es la edad —replicó ella, haciendo un mohín—. Sé que las mujeres de mi edad son tema externo de un chiste tradicional, pero eso no cambia la situación.

Puso su mano sobre la de ella, con el gesto que tan bien conocía, como queriendo cogérsela, consumida como estaba, y encerrarla para siempre en su seno, donde todas las cosas se mantenían vivas.

No le era su salud indiferente, aunque jugaba su parte. Había otras muchas razones: estaba la casa, siempre invadida por el polvo de piedra pómez, en la que golpeaban las contraventanas y donde la luz del faro del otro lado del muelle se veía claramente por la noche; eran los profundos baches de las carreteras de la Isla; era la gris montaña de piedra pómez; eran las tardes en que las señoras se sentaban a saborear mermelada servida en platillos y a pensar en los bolsos que encargarían a Atenas. Oh, las largas veladas de Quíos, en donde la humedad caía sin mojar la tierra. Lo peor de todo, era que Mrs. Philippides estaba notando que el destino de su marido podía llevarles a cualquier otra parte. Así, en lugar de un bolso, Constantia Philippides encargó una vida nueva. La boca le temblaba de emoción ante el espejo de plata.

—No tienes que mirar —protestó ella, bajando el espejo cuando él se le acercaba por encima de su hombro—. ¿No sabes que la cara de una mujer reflejada en el espejo es más personal que vista en la vida real?

«¿Y cuál es tu vida real?», se preguntaba él. La confusión había roto su voz. Había empezado la contracción nerviosa del ojo izquierdo. Él la amaba por los misterios que habían resuelto juntos y, todavía más profundamente, por aquellos que él nunca podría ayudarla a resolver.

Después de esto se fueron en el pequeño vapor cuya llegada reunía siempre a toda la gente de la ciudad, esperando algo que nunca llegaría.

Una vez en Atenas, los Philippides se instalaron en el apartamento al pie de Lycavitos. Como sitio no era malo, aunque podía haber sido mejor. De todos modos, Mrs. Philippides se había retirado, más o menos, de la compañía de aquellas personas que le hubiera gustado cultivar por puro placer.

—Estoy demasiado contenta —decía defendiendo su actitud—, soy demasiado egoísta, si se quiere, para molestarme.

Hablaba con tal convicción, que tal vez esperara que alguien la ayudase, pero su marido nunca reaccionó. Y el servicio era el servicio.

Mrs. Philippides se había resignado a estar sola, mientras su esposo salía en viaje de negocios por los puertos del Mediterráneo. Él sospechaba que su esposa se sentía más feliz cuando él estaba ausente. La distancia, o al menos eso parecía deducirse por las cartas, permitía algo de descanso a su mente.

Una vez escribió:

Queridísimo Yanko:

Siempre que estás ausente puedo revivir el pasado sin ninguna interferencia, ninguno de esos espinosos incidentes que continúan salpicando nuestra vida en común. Puede que tú digas: ¿qué hay de los espinosos incidentes del pasado? Bueno, ya no me siento afectada por ellos.

He de decirte, incidentalmente, que Aglaia rompió una de las tazas. La abofeteé, pero no lloró. A menudo me he venido preguntando si esta chica tiene sentimientos, pero he llegado a la conclusión de que es demasiado orgullosa para permitirse tal lujo. Creo que la valoro, Yanko, casi más que ninguna otra cosa, pero tal vez nunca se lo diga. Qué perplejas quedaríamos las dos. Pero lo cierto es que la rompió, y ahora sólo quedan dos de las que compraste al ruso en Konya. De todas las desgracias que hemos sufrido creo que ésta es, sin duda, la peor. Al perder una cosa tan sólida, tan irrompible, se recibe una verdadera sacudida física...

Fue tal el impacto sufrido por la rotura de la taza, que Mrs. Philippides tuvo que guardar cama y allí la encontró su marido al regresar.

—No es nada —dijo ella—. Solamente una jaqueca.

Pero tenía la voz apagada y para elevarla tuvo que hacer un esfuerzo.

—Bien —prosiguió—, nada ha sucedido durante tu ausencia, excepto lo de la taza, ese desdichado cacharro ruso que se rompió.

Los dos rieron. Él la tocó ligeramente, sin ninguna intimidad, de la forma que había visto hacerlo a los médicos. Ella se alegró de que él no sugiriese mayores intimidades.

Pronto Mrs. Philippides abandonó la cama. Caminaba por la terraza con bata de casa, regando las plantas más delicadas, en especial las gardenias, que se alzaban al aire del verano.

—El aroma es demasiado fuerte —se quejaba Constantia—. Tengo que desprenderme de ellas. Llévaselas, Yanko mou, a una de tus elegantes amigas.

Aunque le costó trabajo disfrazarlo de broma, dejó claro que ella se enfrentaría a los hechos con tolerancia, incluso con simpatía.

Él mantenía su aspecto gallardo, traje de corte inglés y bigote arreglado. Alguna vez, con las tijeras de las uñas, ella le cortaba uno o dos pelos que le asomaban por la nariz.

—Es para que resultes más atractivo y simpático —explicaba— cuando estés ante esas elegantes damas de tus partidas de bridge.

Él solía llegar tarde de tales partidas, que ella rehuía. Lo llamaba desde la terraza, hasta que aceptaba sentarse en la tumbona de mimbre sobre la que ella había estado acostada. Tal vez era entonces cuando lo poseía más completamente.

—¿A quién has visto? —solía preguntar.

Hacía esa pregunta a pesar de que no tenía mayor interés en saberlo, ni él en explicarlo.

Él se sentía agradablemente cansado. Sabía que ella, ya descansada, pasearía casi a zancadas, con un inquietante susurro de sedas, entre las plantas de la terraza. Constantia llevaba el pelo recogido hacia arriba, porque este peinado le sentaba bien. Cuando se movía, la luz de la ciudad o de la luna iluminaba su cara, fragmentándola como un mosaico resplandeciente, inolvidable.

—Ahora que estoy delgada y fea... —solía decir, y hacía una pausa.

Los dos sabían de qué se trataba. Ella era la obra de arte que sólo la pasión puede sostener las muchas tardes de finales de verano que constituyen toda una vida.

—Tengo hambre —diría él—. Voy a pedir a Aglaia que me traiga algo que comer.

—Sí, nuestra Aglaia te preparará algo, si lo necesitas. —Y aquí ella jugaría con su voz, convirtiéndola en instrumento de sugestión—. Te preparará algo, repito, si no te has saciado ya con el bridge y un centenar de pequeñas obscenidades.

En la oscuridad la oía cambiar de un lado a otro los tiestos con flores.

—Al menos Aglaia te prepara algo decente. En cambio, yo nunca logré aprender a cocinar.

—Podrías aprender si quisieras —le había dicho en una ocasión.

—¿Para qué? ¿Para aburrirme como una ostra? No, gracias.

Furiosa, dejó escapar su rabia con una carcajada.

—¡Aburrirse! ¡Aburrirse! ¿Te aburro alguna vez a ti, Yanko? —preguntó elevando la voz.

Como él no contestara, presumió que no le había oído, aunque de todos modos nunca la satisfacía con respuestas. Despechada, sacó el pañuelo arrugado que llevaba en el seno y se sonó la nariz.

Solía escuchar él las voces de la cocina: sólo órdenes, encargos, brevísimos comentarios. Ni siquiera una conversación. La voz de aquella muchacha sonaría más alegre si pudiera conversar con otras personas.

—Yanko mou, di a Aglaia que te lo traiga a la terraza. Así podremos charlar un poco mientras comes.

Ella, inmóvil en la oscuridad, escuchaba como ajena su propia voz.

Le gustaba extender la servilleta y servirle con sus propias manos la taza de té.

La tarde que Aglaia se fue al campo con el policía de Menidi (cuyo conocimiento era beneficioso para ella, aunque «oh, no, kyria —insistía—, este hombre no puede tomarse en serio»), Constantia utilizó las dos tazas, las únicas que quedaban de la colección.

—¡Aquí está! —dijo dejando la bandeja sobre la mesita—. Aunque no sé cocinar, todavía puedo hacer alguna tarea doméstica.

Él observaba el movimiento nervioso de sus pies mientras, sentada, tomaba su taza de té.

—Pero tú, después del bridge, debes tener hambre y yo no soy Aglaia —se lamentaba.

—No tengo hambre.

—¿No tienes hambre? Tan tarde como es. Eso no es natural.

El hombrecillo, el marido, sorbía su té muy despacio. ¿La estaba mirando? ¿Estaba pensando en ella? En aquellos momentos de ansiedad debió de quemarse la garganta. Un largo dedo de luz osó tocarle el ceño.

Luego, al recuperar la voz, preguntó:

—Dime, al menos, quién estaba en la partida de bridge de Sarandidis.

—No lo sé —repuso él—. Lo he olvidado.

Aquello era demasiado agotador.

El calor de agosto era tan intenso que la oscuridad parecía de un color rojizo. En cuanto a la luz artificial, podía ser perjudicial durante la noche de agosto. Resaltaría las manchas e imperfecciones. Aquel día implacable había oscurecido sus gardenias, observó ella con amargura.

—Ah —exclamó arrancando una—. ¿Por qué encuentra una necesario engañar a los demás?

Arrancando uno a uno los pétalos no lograba encontrar las palabras que tenía que decir.

—¿Encuentras tú necesario engañar a alguien? —preguntó él.

—Una no lo sabe, no lo sabe... —repetía—. Sucede, a pesar de una misma.

—Yo puedo hablar por mí mismo —aseguró él.

—¿Sí? —inquirió ella, erguida en la silla, de forma que él veía con claridad la línea de su peinado hacia arriba—. ¿Puedes darte cuenta del efecto que causas en los demás?

Su voz había alcanzando el punto clave. La luz de las habitaciones penetraba la oscuridad de la terraza.

—¡Todas esas mujeres con trajes de París! ¡Las mujeres del cigarrillo! ¡Barajando hábilmente las cartas! ¡Mujeres rapaces jugando al bridge!

Ella se había puesto en pie para el coup de grace.

—Eso es otra cosa... —añadió—. Pero Aglaia, incluso Aglaia...

—¡Por el amor de Dios!

—Sí —gritó ella, dio media vuelta y exclamó—: ¡Aglaia! Te embriagas tanto con tus éxitos que no puedes contenerte... Tienes que cortejar, inspirar amor, incluso a una sirvienta.

La falda de seda gimió en la oscuridad, como para dar salida al odio. La voz en la oscuridad se ahogaba en rabia.

—¡Por el amor de Dios! —repetía él—. ¿Qué pasará si viene Aglaia y oye tus embustes?

—Oh, sí, embustes, mentiras. Aglaia es honrada, es leal, sí... Es la roca que nunca se romperá a menos que Dios la golpee con fuerza.

Entonces Constantia, que había llegado demasiado lejos para volver atrás, tomó la taza en que había estado bebiendo y la arrojó contra una esquina de la terraza. Los fragmentos silbaron en la oscuridad y luego sobre las losas.

Después, cuando él se levantó, ella creyó oírle decir:

—Nunca podrás matar lo que yo siento por ti, Constantia, por mucho que lo intentes.

Ella hacía esfuerzos por creerle, por oírle hablar de Constantia. Anhelaba alcanzar el plano en que él se mantenía acaso demasiado distante.

—Quizás creas —dijo— que te he matado yo misma, y sea ésa la mejor solución.

Pero él la levantó, la sostuvo entre sus brazos, para trasmitirle algo de su propia fortaleza.

Luego, con la poca fuerza que aún conservaba, cogió la única taza que quedaba y llamó a Aglaia. Ésta entró, recogió con cuidado la taza de manos de su señora, la enjuagó y la guardó.

Malliakas había pasado tanto tiempo en la casa de Cologny que el asiento del sillón de hierro se había marcado en sus posaderas, y en las bolsas de los ojos había señales de grave dolencia en el hígado. No es que sintiera el tiempo pasado. De hecho, se había dejado poseer pasivamente por algo que antes nunca le aconteciera.

Pero, de pronto, empezó a toser y miró a su carísimo reloj de oro.

—Se está retrasando —dijo el anciano, mirando las tristes aguas del lago—. Es que tiene un corazón demasiado bueno y permite que los demás se aprovechen de él.

Casi a la vez que crujía el sillón del invitado con los movimientos preliminares de la partida, se oyó acercarse a alguien procedente de la casa por la senda de gravilla.

Sin fuerzas para decidirse a mirar, Malliakas permaneció de espaldas en el reducido espacio del mirador, entre celosías, y contuvo la respiración en su pecho anhelante.

Cuando las pisadas estuvieron cerca el anciano comentó:

—Querrá aprovecharse —y añadió con convicción, pero sin mirar—. Ella ha venido, tú la conocerás y yo tendré mi sopa.

El invitado miró a la mujer morena que se aproximaba a la glorieta. Impasible y segura, siguió acercándose, pisando fuerte en la gravilla húmeda, evitando el barro y los charcos.

—Aglaia —dijo Mr. Philippides—, este caballero es el señor alejandrino. El amigo de Tillotson que nos escribió. ¿Lo recuerdas? Viene de Esmirna. Creo que Tillotson estaba en lo cierto. Juega muy bien al tenis.

En el avance confiado de Mrs. Philippides, sólo su sonrisa revelaba en ella una ligera cautela. Era una sonrisa muy blanca y muy agradable en aquella cara morena.

El alivio no evitó que Malliakas murmuraba algo sobre su autobús.

—Sí, sí, cogeremos el autobús —prometió Mrs. Philippides, pero primero tuvo que tocar a su marido—. Estás mojado —dijo arreglándole el traje—. Tu té está frío.

—Y tendría que estar mucho más frío, considerando el tiempo que hemos esperado —dijo Philippides malhumorado—. ¿Qué hay del avgalemono? Discutimos sobre él lo suficiente para aguzar el hambre.

—Sí —lo consoló ella—, tendrás tu avgalemono.

Su ancha mano, con el anillo de oro, conservaba su ademán de seguridad.

—Yo me encargaré de llevar al caballero al autobús —anunció ella con calma y luego empezó a instar en tono lisonjero—. ¿Nos acompañarás tú hasta la casa? Geneviéve se encargará de encender el fuego.

—¡El fuego! Me quedaré un poco más —insistía Philippides con su voz seca—. Y así contemplaré la puesta del sol, si es que llega.

Las numerosas nubes del cielo suizo negaban toda posibilidad al espectáculo.

Cuando Mrs. Philippides apareció preparada para salir, Malliakas se dispuso a seguirla.

—Ven conmigo —dijo el anciano— y te hablaré de mi esposa. Siempre tuve intención de regresar para ver nuestras propiedades en Esmirna, pero ella no tenía ganas de hallarse de nuevo entre turcos. Siempre estuvimos intentando hacer esto o aquello: aprender a cocinar, a mantener la calma...

Pero Mrs. Philippides había dirigido ya al visitante hacia fuera y él la obedecía siguiendo a aquella figura tan extraña bajo el amplio sombrero de verano.

De seguro la animaba el hecho de estar dando la espalda al caballero, ya que el estrecho camino lo hacía inevitable. Inesperadamente se puso a hablar:

—Permanecerá sentado ahí varias horas. Es su lugar favorito. Su mayor placer. Le divierte permanecer ahí sentado y bebiendo té en esa taza. Ya le habló de ellas...

No preguntaba siquiera.

—¿No cogerá un catarro?

—Cuando está entretenido con sus pensamientos, es capaz de soportar cualquier corriente de aire.

La mujer siguió caminando, ahora silenciosa.

—¿Le habló de ella? —preguntó al fin—. Ella sí habría sabido la forma de entretenerle, de saber llevar la conversación —añadió Mrs. Philippides.

Pronunciaba las palabras como si las mascase.

—Ella era arcontisa... Yo sólo soy una aldeana. Una sirvienta. Pero también he cumplido mi deber como esposa. Porque yo adoraba a la señora. Espero que ella no lo haya desaprobado todo.

—¿Hace mucho tiempo que murió Mrs. Philippides? —preguntó Malliakas prudentemente.

—¿Mucho tiempo? ¡Oh, sí! No podría decir cuánto, pero sí hace mucho tiempo.

Mrs. Philippides suspiró como si el espacio entre entonces y ahora fuera demasiado grande para poder medirlo.

—Parece que su salud no era buena.

—Oh, no fue su salud —repuso Mrs. Philippides—. La kyria murió violentamente. Sí, violentamente. Yo ya me temía que sucediera.

De pronto las palabras empezaron a fluir de aquella garganta de campesina, al principio como explosiones, luego en amargos raudales, hasta el punto de que el forastero se quedó sorprendido. Siguió bajando con ella desde la planta superior, por la escalera de caracol, hasta la calle.

La doncella golpeaba los peldaños de mármol con sus zapatillas.

Era el atardecer rojizo del verano, que llega a estrecharse como un aro de hierro alrededor del cráneo. Los dos permanecieron hombro con hombro en la acera. Él quería percibir la ansiedad de aquel cuerpo fuerte, desesperadamente campesino.

—¡Kyria mou! ¡Kyria! —exclamó la doncella.

Luego se agachó. ¡Sus grandes caderas parecían estremecerse de dolor, y sus pechos destacaban más con la inclinación del cuerpo. Constantia Philippides sólo podía mover la cabeza, caída su figura sobre el canalón. Su cuerpo estaba roto. Era demasiado pronto para que nadie se diera cuenta del drama, exceptuando un perro que se puso a olisquear a las dos mujeres derrumbadas en el suelo.

—Aglaia —empezó Constantia, como dando órdenes para atajar el delgado chorro de sangre oscura.

Órdenes a la criada que se arrodillaba, que se balanceaba.

—Kyria! Ach, kyria mou! ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer?

Balanceándose y quejándose, cada vez con mayor fuerza.

—Estoy contenta, Aglaia —dijo Constantia Philippides—, porque tú nunca te romperás... Nunca. ¡No tienes que romperte nunca! —insistió e intentó incorporarse sobre la creciente mancha de sangre—. Yo soy la que se rompió, ¿te das cuenta?

Un policía la ayudó a subir a su ama por la escalera, aunque la sirvienta habría podido hacerlo por sí sola.

Cuando todo hubo terminado, las dos figuras, caminando como sombras por el paisaje, habían llegado casi a la parada del autobús. .

—No lo perderá, aunque los suizos sean muy puntuales —afirmó Mrs. Philippides.

Otra vez era ella misma, decente, fría y sosegada.

—Me alegro de que el kyrios hablara —dijo ella—. Debe haberle gustado. En realidad, hay tan pocas cosas que le interesen ahora...

Luego hizo una pausa, como si le volviera en parte su ansiedad.

—¿Sabe? —dijo con palabras rápidas y jadeantes—. Es la última de las tazas, y si se rompe, ¿qué haremos? En tal caso, no me quedará nada...

De pronto, Mrs. Philippides se paró, consciente de su desnudez, y corrió a refugiarse en el jardín húmedo y asfixiante. Malliakas no tuvo valor para observarla. Además estaba llegando el autobús. Los suizos son puntuales. Corrió para subir, para alejarse del silencio. Dibujó una tensa sonrisa. No se veía capaz de ofrecer resistencia si lo llamaban para oír el último chasquido de una taza que se rompía.