LAS CARTAS
MRS. Polkinghorn recordó que tenía que escribir una carta de compromiso a Maud. Cualquier enfermedad tendía a irritarla, pero tratándose de la querida y alegre anciana Maud Bless, tan leal, aunque tan gris y aburrida, debía decirle algo referente a su tensión. ¿O era Sibyl Farnsworth? No, la tensión de Sibyl era mucho más complicada.
Después de su ligero desayuno, Mrs. Polkinghorn disfrutaba estando sentada en su gabinete despachando algunas cartas, quizá innecesarias. Parecía que esto elevara su condición social. Estaba contenta de tener a Harriet que, por otra parte, no le duraría mucho.
Mrs. Polkinghorn contuvo el aliento. Luego llamó sin ninguna razón particular.
—¿Charles?
No hubo respuesta.
Cogió una hoja de papel de escribir, el segundo en calidad, en el que estaban primorosamente grabadas las siguientes palabras:
WISHFORT
SARSAPARILLA, N. S. W.
Luego, Mrs. Polkinghorn estuvo preparada y escribió con el estilo que se ha dado en llamar de «mano intrépida» :
Queridísima Maud:
No puedo encontrar nada más penoso que esto de que le digan a una: vaya despacio. No puedes imaginarte lo apenados que estamos todos dado que los acontecimientos nos privarán de tu agradable visita anual. La floración promete ser particularmente buena este año en Wishfort y no se me olvida lo mucho que te gustan las flores. Sin embargo, tenemos que resignarnos a llevar nuestra cruz.
Trasladé la noticia a Charles, que la recibió en silencio. Pero sé que echará de menos la compañía de su querida tía Maud en esta ocasión importante. Abrigo esperanzas de animarlo y que acuda a nuestra función de este año, especialmente siendo su cincuenta cumpleaños. ¡No puedo creerlo! Aunque, naturalmente, no existe ninguna duda al respecto. Cierto que, a veces, Charles se comporta con modales tan avejentados que su pobre madre a la fuerza tiene que sentirse joven...
Al llegar aquí, no pudo resistir el impulso de echar una mirada. Sus ojos alcanzaban aún a verse en el espejo.
Maud querida, no es mi costumbre, como tú sabes, inquietar a los demás con mis preocupaciones, pero tu ahijado me ha estado preocupando más de lo acostumbrado. Sin embargo, no existe nada definido en lo que una pueda "meter el dedo”...
Por unos momentos se preguntó si la frase no resultaría demasiado vulgar. Estaba arrepentida de haber subrayado las palabras.
Reflexionó un instante y prosiguió valientemente:
Pero las complicaciones aumentan. Recordarás que desde su “retirada" me he esforzado y sufrido buscándole pequeñas ocupaciones rutinarias para que se tome algún interés por la vida. Mis esfuerzos, sin embargo, no siempre han tenido éxito. Mi plan para que se encargara de segar el césped del jardín fue quizá un fracaso comprensible. Charles no siente afición por las cosas mecánicas y, por otra parte, cortar hierba resulta una tarea tediosa. Así que el ocuparse del césped no duró mucho (Norman tenía que recuperarse, pero lo cierto es que el pobre está muy áspero y sordo, aunque espero que tengamos la suerte de retenerlo). Una idea mía reciente fue persuadir a Charles de que fuese caminando hasta Sarsaparilla para recoger las cartas. Contraté uno de esos nuevos “apartados” tan bonitos, y como Mrs. Sugden, la jefa de correos, es una persona tan buena... Yo sabía que Charles sentía por ella un afecto especial. Todo fue bien durante varios meses, hasta la semana última en que mi querido y cansado hijo anunció que no podía continuar recogiendo las cartas. Así que ahora vuelven a entregarnos otra vez el correo en la puerta de nuestra casa y yo tengo que pensar en algo nuevo para Charles.
No dudo que esto resultará trivial para cualquiera que se encuentre tan distante como tú en Melbourne. Por supuesto, es algo que sólo a mí me concierne y no se lo contaría a ninguna otra persona aparte de su madrina. Sé que tienes influencia sobre él, querida Maud. Yo he sido siempre tan agradecida...
Aquí Mrs. Polkinghorn hizo otra pausa. La divertida, sencilla y desaliñada Maud había sabido siempre resolver muchas situaciones difíciles. ¿Sería por su humildad? ¡Oh. no...! Pero, eso sí, Mrs. Polkinghorn estaba invocando siempre la humildad. Ahora fruncía el ceño y el espejo reflejaba un rostro poco amable.
Un momento de relajación. Luego, Mrs. Polkinghorn empezó a sonreír; su sonrisa era débil, aunque espiritual.
Un último deseo, por la recuperación de tu salud, querida Maud. Puedes estar segura de que pensaremos en ti con el mayor afecto cuando demos un paseo por Wishfort, antes de que Harriet nos llame para el almuerzo de cumpleaños.
Con todo amor
URSULA
P.D Si le escribes, por favor no hagas mención de nada de lo que te digo en esta carta.
Cerró el sobre humedeciéndolo con la lengua e hizo una mueca de desagrado a causa del sabor de la goma. Luego, entró a investigar.
Charles estaba sentado en el comedor, en el sillón grande de cuero, tan horrible, que únicamente conservaba por haber pertenecido a Dickie. Charles estaba leyendo algo, o así parecía. Veía la parte superior de su cabeza, con el pelo muy cuidado, color de paja, que con tanta pericia disponía para cubrir lo más posible el frágil cráneo. Algunas veces su madre casi esperaba ver latir el pulso en la cabeza de su hijo, como cuando era un recién nacido.
—Charles —dijo suavemente pasando junto a él—, ¿estás leyendo?
Lo estaba. Pero no pareció darse por aludido.
—¿Qué estás leyendo, Charles? —insistió su madre.
—La cría de aves de corral por el nuevo sistema de Range.
Su reducido bigote, color de paja en otros tiempos, estaba ahora jaspeado de gris.
—Pero nosotros no tenemos aves de corral —protestó ella—. Esos bichos huelen mal.
Él continuó leyendo.
—O es que quieres que te compre algunas —consideró ella—. Media docena de pollos ya crecidos. Esos animalitos que se venden hoy con uno o dos días de nacidos resultan tan endebles que suelen morir de un catarro.
—No —dijo Charles.
Continuó leyendo.
Mrs. Polkinghorn no podía soportar el chirrido del enorme sillón de cuero. Estaba contenta, sin embargo, con la máquina de segar hierba de Norman. Con sólo una pequeña colaboración mental, el ruido de la segadora podía destruir casi todos los demás rumores, sensaciones y presencias.
—Bien —exclamó con un suspiro.
Volvió a arreglarse el sombrero. Era el grande, de paja, que llevaba en el jardín, pero como todos los sombreros de ala ancha le sentaban bien y a Mrs. Polkinghorn le agradaba. Los sombreros grandes con alas caídas creaban en su ánimo una atmósfera de bodas.
—¿Has ido —preguntó ahora— a la puerta de la verja para ver si el cartero ha traído alguna carta?
—No —contestó él con sequedad.
Su mejilla pareció enrojecer un poco. ¿O sería otra nueva arruga que se formaba en su piel?
—Pero, ¿por qué, querido?
Él seguía leyendo;
Mrs. Polkinghorn no podía controlar su irritación.
—Entonces tendré que ir yo misma a recogerlas. Harriet está ocupada y Norman se muestra tan rudo que no me atrevo a sugerirle ninguna tarea.
Salió al jardín, diseñado por ella misma, con la colaboración de la naturaleza y el paisaje. La casa, con sus pequeños y apropiados rombos de cristal emplomado en las ventanas, construida en estilo Tudor, ancha y desigual, con sus ladrillos vistos, era ahora demasiado grande, pero tras la muerte de Dickie ella había decidido hacer los esfuerzos que fueran necesarios para conservarla. Caminaba por el sendero acariciando al paso sus rosas, de las que estaba orgullosa. En algunos lugares los jazmines rozaban sus mejillas. No podría decirse que aquel gesto en su boca fuera un sollozo reprimido, pero el jazmín le recordaba siempre las contrariedades de su vida.
En el buzón, sólo facturas, naturalmente. En el mejor de los casos, recibos. Dos circulares para Charles, y el informe de la oficina de tío Ken.
Después de la «retirada» de Charles, Mrs. Polkinghorn había convenido, confidencialmente, con tío Ken y Mr. Beddoes que los informes de la firma serían remitidos regularmente a su hijo. «Para mantenerlo dentro del cuadro», solía decir ella. Agradaba mucho a Mrs. Polkinghorn el coleccionar modismos de aquellas décadas a las que nunca había logrado pertener del todo. Tales frases hechas le hacían sentirse como dentro de la conspiración general.
Pero los acontecimientos de esta mañana parecían estar conspirando contra ella. Cerca de la escalinata, estuvo a punto de caerse, al resbalar el pie en una mata de hierba que Norman nunca se había decidido a arrancar.
Siguió adelante llevando las facturas.
Dickie habría atendido personalmente las facturas, ¡Dickie Polkinghorn! Un hombre corpulento y amable, a quien casi todo el mundo había olvidado va. Incluso su viuda se sorprendía algunas veces al encontrar la cara de Dickie en uno de los muchos marcos de plata que guardaban todo lo que quedaba de él.
Pero ella había amado de verdad al Querido Dickie.
Consolada, Mrs. Polkinghorn regresó al comedor ron las cartas. No quería dárselas a su hijo, pero era su deber hacerlo.
—Aquí están tus cartas, Charles.
Él las cogió sin hablar.
—¿No vas a abrirlas y leerlas?
Él dejó a un lado el folleto que estaba leyendo. Por un momento se puso la mano en la boca. A diferencia de su padre, sus huesos eran frágiles.
—Tal vez haya algo interesante —insistió ella.
—Sí.
Pero se puso en pie y encerró todo el correo en la caja barnizada que adornaba la repisa de la chimenea.
Mrs. Polkinghorn quedó desolada. ¡Si estuviera Maud presente!
—Acabo de escribir a tía Maud —anunció—. En relación con sus achaques, aunque no sé cuándo llegara mi carta al correo, pues Norman se negará a llevarla antes de haber segado la hierba.
Charles Polkinghorn hizo un increíble ofrecimiento.
—Dame la carta —dijo—, yo mismo la llevaré a Sarsaparilla.
Su madre no sabía si sentirse contenta o apenada. Siempre experimentaba cierta excitación al descubrir que los pozos de la naturaleza humana son más profundos de lo que ella podía alcanzar.
Sin embargo le entregó la carta y Charles salió, con aquellos pasos indecisos propios de unos músculos endebles, a diferencia de su padre, cuyos movimientos eran siempre decididos y enérgicos.
Sola con la fotografía de Dickie, recordaba los otros hombres de cuya compañía había disfrutado. El tweed inglés le sentaba bien y el lustre en unos buenos zapatos favorecía sus pasos. Miraba a la muñeca de un hombre, al tiempo que dejaba campo abierto a su vanidad pensando que le llamaba la atención. Era muy experta. Los labios de muchos hombres alegres y bien vestidos quedaban extasiados ante el recuerdo de la sonrisa de Ursula Polkinghorn.
Ahora paseaba por la casa. Eran inconfundiblemente sus pasos, en busca de las ropas nuevas, sosegando su espíritu. De ordinario llevaba puestas prendas que no tenían particular interés. A Ursula Polkinghorn (una de las Annesley Russells de Toorak) siempre la habían favorecido los vestidos con mucho vuelo, las mangas abiertas y las estolas con adornos de plumas en los extremos, con las que se envolvía, negligentemente, la garganta. ¡Aquella garganta! Siempre que hacía su entrada, por ejemplo cuando estaba invitada a una boda, sus guantes largos de cabritilla, o su mano descubierta acariciando su cabello, hacían que todo el mundo se olvidara de la novia. Sin embargo, tales miradas escasamente les daban esperanzas, ya que nunca había pretendido ganarse el afecto de los demás. Había adorado siempre a su Dickie, aunque tal vez ella sonriese a veces por alguien cuyo nombre nunca confesaría.
Envuelta en una mezcla nebulosa de recuerdos de todas las bodas a que había asistido, Mrs. Polkinghorn atendía las flores todas las mañanas. Harriet había encontrado las tijeras, tan fáciles de perder, y estaba ahora ante una selección poco acertada de jarrones. ¡Encantadoras rosas!
Pero observó que algo extraño se estaba comiendo las rosas.
Sus pulseras sonaban al chocar entre sí. Nunca se las quitaba durante el día, al menos para demostrar a Harriet algo que, en realidad, Harriet sabía ya secretamente.
Pero hoy las pulseras eran demasiado sonoras.
Tampoco pudo resistir una rápida mirada por la ventana. Siempre tomaba las mayores precauciones antes de retirarse al comedor, vacío, silencioso. Hasta allí parecían seguirla los recuerdos. Casi esperaba que crujiera el viejo sillón de cuero de Dickie.
Mrs. Polkinghorn abrió la caja barnizada. Dentro había un montón de cartas sin abrir.
En este punto empezó a temer algo que no era capaz de identificar.
En el primer momento, después de salir al jardín, brillante y frondoso, Charles Russell Polkinghorn quedó como deslumbrado. La luz cegaba sus ojos, pero él siguió su camino con la carta en la mano.
La mañana había estado en silencio mientras el viejo Norman se agachaba y se levantaba examinando la máquina de segar hierba.
Charles se detuvo para preguntar:
—¿Qué pasa, Norman? ¿Algún diente de la máquina roto?
Norman nunca se había preocupado por Charles.
—¡Diente! ¡Es el maldito magneto!
Charles Polkinghorn pareció aliviado.
—¡Tengo que reparar una vez más esta maldita magneto! —se lamentaba Norman.
Porque ella había dicho que no se gastaría ni un céntimo en la máquina. Había sido horrible. Si se hubiera tratado de algo atractivo.
Charles Polkinghorn continuó por lo que su madre gustaba llamar «Grandes Matorrales del Este». Estaba tirando del pellejo seco que crecía en el nacimiento de una de las uñas. Desde pequeño empezó a sentir interés por aquellos trozos de piel muerta, apurándola a veces tanto que llegaba hasta a brotar sangre. Se quedaba al lado del cobertizo, y a veces se escondía en los matorrales para rascar y arrancarse las pieles secas de las uñas.
—¿No los encuentras interesantes, tía Maud? Me refiero a estos hilos de piel. Claro que algunas veces tiro demasiado fuerte de ellos.
Para Maud Bles su ahijado era un muchachito imaginativo v fantástico.
—Sí —repuso ella.
Y le acarició el cabello.
Casada con un pobre clérigo, no había logrado tener descendencia.
Charles Polkinghorn caminaba por la carretera hacia Sarsaparilla. Era su camino, que nadie le discutía. Con sus hombros estrechos y su cintura fina andaba con decisión, sin volver la cabeza, a pesar de las miradas suspicaces que se le dirigían. Las damas se detendrían en sus labores caseras o en su conversación para observar a «ese Mr. Polkinghorn».
Al final, cuando llegó, hizo por tranquilizarse, para depositar la carta en el buzón con serenidad y destreza.
Tan pronto como dejó la carta se fue, sin que ni siquiera Mrs. Sugden, la jefa de la Estafeta, por quien él sentía afecto, advirtiera su presencia.
Tenía mala suerte, aquella mañana, la pobre Mrs. Sugden, feliz los días que aparecía Charles para recoger las cartas del apartado de correos.
Charles Russell Polkinghorn regresaba con paso más airoso que a la ida. Recordaba...
Una vez estuvo en el circo con tía Maud. Los payasos lo aterrorizaron, en especial uno que se desnucó.
—Pobrecito Charles —lo consolaba su tía—. Ahora puedes mirar sin miedo. No fue nada... Sólo un juego. Nada más que una payasada.
¿Una payasada? ¿Un juego? Él no había visto ningún juego. Únicamente payasos terroríficos.
—No es más que un truco para entretener —aseguraba tía Maud.
Entonces él levantó despacio la cabeza. Se sorprendió al descubrir que el ambiente no olía a azufre. La mano de su tía, acariciándole la cabeza, parecía tan natural que él seguiría mirándola incluso después de que los payasos y el miedo se hubieran desvanecido.
—Eso no era de verdad —explicaba ella.
Charles Russell Polkinghorn se había preguntado muchas veces qué significaba todo aquello. Ahora sollozó un poco mientras bajaba por la colina.
—Buenos días, Mr. Polkinghorn —saludó la anciana Miss Langlands.
—Buenos días, Miss Langlands. Tiene usted un aspecto maravilloso.
¿Era posible que le gustase aquella mujer?
Educado en un buen colegio, Polkinghorn había adquirido modales irreprochables, aunque la gente olvidara a menudo que él se había distinguido por su inteligencia. Su madre se sentaba bajo su dosel, esperando que su hijo depositara en su regazo un montón de premios.
También lo enviaron a Cambridge. Papá había accedido. Polkinghorn pisaba al principio con cautela. En su segundo año le invitaron dos o tres hombres a tomar té y dulces. No habían vuelto a invitarle. Pero Charles estaba preso de todo cuanto iba descubriendo. Se graduó con buenas notas, aunque hay que admitir que sólo fue una graduación de segunda clase. Si en el transcurso de su ejercicio final no hubiera sufrido una hora de amnesia, su tutor consideraba que podría haber sacado una graduación de primera. Charles se sintió aplastado. Había acariciado la idea de algún trabajo como profesor de idiomas clásicos en una academia tranquila. Curiosamente, los idiomas lo capacitaban para comunicarse, a su manera, con otras personas.
Pero todo sería ya imposible, naturalmente. Por otras razones.
Su madre había escrito:
...no telegrafié porque comprendo el sobresalto que provocan los telegramas. Al menos te sentirás feliz al saber, querido, que papá murió sin ningún dolor mientras dormía. ¡Fue todo tan repentino! Creo que me va a llevar mucho tiempo recuperarme, aunque procuraré reaccionar cuanto pueda. Siempre está la “Firma”, en la que es lícito pensar. El pruno Ken y Mr. Beddoes son, afortunadamente, ejemplos de fortaleza. Papá tenía puesta en ellos su máxima confianza, pero, Charles querido, siempre fue su más acariciado deseo que su hijo...
Charles regresó.
Ella no fue hasta el barco para esperarle, prefiriendo encontrarse con él lejos de la gente, en el lugar que los dos querían tanto.
Bajó la escalinata llorosa, ofreciéndole una cara llena de lágrimas. Sus ojos sorprendían por su intenso color azul. Le acarició el brazo, sujetándoselo un momento, para disfrutar el roce de su piel con el tweed inglés.
Charles Polkinghorn era, en tal momento, lo que se llama un joven apuesto, con un bigotito cuidadosamente arreglado y notable discreción en sus ropas y gemelos. En aquellos días podía incluso contar alguna historia galante. El humo del cigarrillo hacía de pantalla. La música todavía no había empezado a oírse. Una o dos chicas habían pensado en él durante los bailes.
—Dime —preguntaba su madre ofreciéndole la mejilla—, tiene que haber alguien...
—¿Alguien? ¿Quién?
—¡Cómo! —repuso ella con una carcajada—. ¡No seas tonto! ¡Alguna chica encantadora!
Charles Polkinghorn quedó perplejo.
—Pero —dijo—, yo creí que había hecho ya todo lo que se esperaba de mí.
Al salir de la habitación se limpió la frente con el pañuelo.
Su madre tuvo que humedecerse los labios y dedicarse con frecuencia a sus indagaciones. El azul de sus ojos era ahora más profundo.
—Mira, hijo, me resisto a creer que no haya por medio alguna chica. Lo contrario, debo decírtelo, no sería natural.
Estuvo observando los movimientos de la boca de su hijo.
—Pues no hay nadie.
Y siguió en su afirmación.
—Considerada desde ciertos puntos de vista, la situación es desafortunada —confiaba Mrs. Polkinghorn a Miss Langlands.
Pero tanto Charles como ella eran muy dichosos juntos. Tenían muchos intereses en común.
En aquellos días; Charles Russell Polkinghorn era muy escrupuloso y constante una vez que se había decidido por una cosa. Cogía el tren todas las mañanas para ir a la fábrica. El primo Ken le había explicado la situación. Los hombres solían trabajar a gusto mientras creyeran que eso era lo que se esperaba de ellos. A Charles le dieron un despacho. No el que había tenido su padre, ocupado ahora por el primo Ken, sino otro más pequeño, no menos alegre y bien equipado. A intervalos, durante el día, las secretarias ponían papeles en su bandeja. Miss Gregson olía a «Ceniza de Rosas». Charles Russell Polkinghorn retiraba los papeles de la bandeja para examinarlos con gravedad.
Era el ruido lo que empezaba a preocuparle. Algunas veces los labios de Miss Gregson se movían sin que él percibiera ningún sonido. Era la maquinaria, a la que nunca consiguió mirar sin sentir deseos de apartar la cara.
Llegó la cena anual y el baile, fiestas a las que su madre decidió asistir. Mr. Beddoes la acompañaría en los valses. Su reloj de pulsera era demasiado pequeño para él.
—¿Siente interés por Greta Garbo, Mr. Polkinghorn? —preguntaba Miss Gregson.
—¿Lo estás pasando bien, querido? —preguntó su madre.
Ella, al menos, nunca fallaba.
Después del primero o segundo año alguien tuvo la idea de introducir en la fiesta gorros de papel y serpentinas para que el baile resultase más alegre.
Charles Polkinghorn se sintió protagonista de un chiste particular, cuya chispa nunca llegaría a entender.
Sí, también su madre estaba bailando con los fabricantes de herramientas.
Empezó, y esto fue lo peor, a sospechar de la maquinaria, de cómo le torturaba mientras examinaba los papeles que le pasaba Miss Gregson. Las voces no le molestaban, lo que representaba una ventaja. Al menos, la mayoría de las veces.
Estaba también aquel emblema de Thompson Johnson Constructions.
—¿Todo marcha bien, Ken?
—¿Bien? No podría marchar con mayor suavidad. ¡Incluso ese diente extra!
Entonces las salpicaduras de aceite casi alcanzaban la oficina de Charles Polkinghorn. Puso los papeles de Miss Gregson en la bandeja que no correspondía.
Tras volver a casa aquella tarde, Polkinghorn se marcho y estuvo fuera una semana entera.
Su madre telefoneó a la oficina:
—Tengo que decirte una cosa, Ken, dentro de la mayor reserva. Charles está sufriendo una ligera crisis... Sí, descanso es lo que necesita... Te tendré al tanto... Gracias, Ken, querido... Tú sí eres firme como una roca...
Pero Charles regresó a final de semana. Luego se desentendería de todo. De todos modos le permitieron conservar su despacho. Continuaba yendo a leer el periódico, el «Herald», hasta que, finalmente, como dijo Mrs. Polkinghorn, Charles «se retiró».
En Wishfort los años pasaban tan regularmente como la más despiadada de las máquinas; la diferencia estaba en que las horas se lubrificaban con silencios. Aunque se había entregado a la lectura, excepto folletos y circulares, había páginas gue todavía turbaban a Charles Polkinghorn. De l'amour j’ai toutes les fureurs... Podría sonar la trompeta del Juicio Final. Saldría a los matorrales y allí se entregaría a sus más plácidos pensamientos, o se entretendría arrancándose las pieles que le habían crecido alrededor de las uñas. Algunas veces los nudos formados en su garganta se suavizarían con palabras de admiración y las imágenes cristalizarían en alguna parte en el fondo de sus ojos.
Algunas veces su madre le llamaba, pero él sólo contestaba cuando le convenía.
La mañana de su quincuagésimo aniversario, Charles Polkinghorn despertó temprano, consciente de que había que hacer algo. Este algo podía haber sido examinar los regalos, pues éstos todavía lo emocionaban, aunque se las ingeniaba para enterarse con antelación de qué le regalarían.
Llegó su madre, con media docena de camisas suizas de hilo, bordadas con su monograma. Ella siempre era la primera en levantarse. Lo besó. Su mejilla tenía el sabor del agua helada.
—¡Felicidades, querido Charles! —Lo decía tan brillantemente, que parecía estar hablando a través de un torrente de agua.
—¿No son preciosas? —exclamó—. Tócalas.
—Sí —contestó mirándoselas.
Luego ella salió al jardín para contemplar el rocío y las telarañas. Le gustaba visitar el jardín antes de que llegara el calor, para cortar rosas. Las espinas rasgarían luego sus alas de seda. Pero ella siempre ganaría al final.
El día prometía ser radiante y azul, un día en que las hojas nuevas y febriles harían muy poco para calmar las tensiones. Sin embargo, Charles estaba preparado para ello: las flores se movían bajo los efectos de un viento seco. Este año tía Maud no estaría allí para compartir sus penas. En los demás detalles, el programa prometía ser como siempre: pollo asado y tarta de chocolate (Harriet había preparado un pastel helado; Harriet, cuya cara marchita era símbolo de una de esas lealtades perennes que él no se atrevía a mirar directamente).
Charles bajó. Después del desayuno, que su madre imaginaba que no le estaba permitido compartir, tuvo la seguridad de que oía algo nuevo. Su corazón sonaba como el de quien se aproxima con zapatillas de suela de goma por un pasillo con pavimento de linóleo.
Entonces se dio cuenta. Tal vez el sueño había despertado en él la necesidad de corregir un error. Era la caja llena de cartas sin abrir. La caja barnizada, sobre la repisa de la chimenea.
Pudiera ser que tantas cartas cerradas estuvieran engendrando aquellos peligros de los que él pensaba huir, secretos excitantes, gases en explosión, venenos madurando. Su excitado corazón lo estaba enloqueciendo. Y hacia las nueve, el cartero llegaría con más cartas.
En efecto, apareció a las nueve en punto. Las campanadas del reloj de pared acompañaron el acontecimiento. Charles, que estaba atisbando, advirtió el brillo de la gorra a través de las moreras.
La inspiración lo llevó al sendero, para deliberar. El viento movía los faldones de su chaqueta de montar a caballo.
Esta mañana había en el ambiente algo disfrazado de advertencia. Algo con un aspecto entre inocente y peligroso. ¿Debería, tal vez, dar gracias al Cielo? Pues había llegado una carta de tía Maud.
Charles Polkinghorn volvió rápidamente al comedor para decidir, aunque no con la suficiente celeridad, qué cartas iba a abrir primero. Para reparar. Para apartar. La caja soltó la crecida colección en la mesa, entre la mermelada y las migas de pan.
Luego abrió una.
... esta máquina cortará exactamente y podrá utilizarse mejor que ninguna otra existente en el mercado. Ello quiere decir que evitará el crecimiento desordenado de la alfalfa...
La cuchilla rotatoria...
Charles Polkinghorn retrocedió. Estuvo a punto de ser derribado por el aire que levantaba la segadora de hierba, pero logró conservar el equilibrio. Recordaba haber leído que, una vez, se desprendió una cuchilla y fue a incrustarse en un ojo humano.
Pero cierta sombra del mal se había extendido por el mero hecho de abrir un sobre. Sus manos temblaron con la esperanza de un alivio. Para poder cumplir con su deber. Y si no, al menos para salvar su propia piel.
Finalmente, se decidió a abrir otra y leyó:
...de lo contrario —decía la amenaza siguiente— el suministro quedará desconectado sin previo aviso...
El cuello se le puso tenso, los ojos globulosos, las venas contraídas, hasta el punto de que parecía tener interrumpida la circulación de la sangre.
Entonces, Charles Polkinghorn se acordó de su madrina. Tía Maud resolvería la situación, si su hinchada lengua no lo ahogaba antes de que lograra rasgar el sobre.
Mi querido Charles:
Sólo unas líneas para desearte el más feliz de los cumpleaños. Estoy verdaderamente contrariada por no estar contigo en esta ocasión. Pero el médico me prohíbe intentar siquiera viajar desde mi “recaída” ...
Charles querido, quiero que sepas la gran felicidad que me has dado, casi como si fueras mi propio hijo. Admito que he sido una madrina poco satisfactoria, debido en parte a la distancia que siempre nos ha separado y también a mi propia insuficiencia. Mi único consuelo está en la creencia de que no es posible discutir las cosas del alma sin que pierdan algo de su pureza. ¿Te consolarás también tú, querido mío, comprendiendo esto mismo? Siempre me ha gustado pensar que, en cierto modo, los dos nos hemos proporcionado consuelo mutuamente.
Ahora, Charles, voy a confiarte una cosa; es decir, no quiero contrariar a tu madre, pero existe la posibilidad de que yo no dure mucho tiempo. La verdad es siempre un riesgo, pero en ciertos asuntos hay que correr ese riesgo. Pregunté y me contestaron. Mientras tanto, pediré estar contigo siempre, siempre, en espíritu.
Te envío un paquetito para tu cumpleaños. Si llega antes de tu día, te ruego no lo abras hasta la ocasión para que está destinado.
Tu madrina que te quiere
MAUD BLES
Luego Charles Polkinghorn tuvo que llorar para desahogarse. i Heridos! Los dos. ¿O acaso eran tres?
Pero tía Maud no sabía que los paquetes postales contienen el peor de los peligros, amenazando la vida de los políticos, los diplomáticos, las estrellas de cine y demás personas de importancia. Al menos, su paquete no había llegado aún. ¿O tal vez había olvidado mandarlo y estaba ahora en la oscuridad de algún armario polvoriento?
Se dispuso a recorrer la habitación. Las ventanas estaban abiertas. A través de ellas oyó de pronto ruidos de animales acercándose, que se sobreponían al zumbido de la segadora de hierba de Norman. Suaves pero insidiosas pisadas de animales. ¿O era acaso la lluvia? ¿Las primeras gotas grandes de agua que caían sobre las hojas de las moreras? En todo caso, decidió cerrar las ventanas.
Pero no pudo cerrar también su corazón.
—¿Qué pasa? —preguntó su madre al entrar, atropellando las palabras—. ¡Ah, has abierto las cartas! ¡Estoy muy contenta de que lo hayas hecho! ¿Encontraste algo interesante?
¡Lo encontró!
Mrs. Polkinghorn vio que así había sucedido.
—Charles —dijo—, no debemos ceder.
Sin embargo estaba temblorosa.
En cuanto a Charles Polkinghorn, las paredes habían empezado a proferir chillidos que sólo él podía oír.
Cuando ella llegó hasta él, la cara se le había convertido en algo parecido a una sierra circular, con dientes, rechinantes, los ojos endurecidos y brillantes, como un disco de acero.
Él gritó también.
—Querido —exclamó su madre—, ¿qué nos ha pasado? Tenemos que ser fuertes.
Después se sentaron en el sofá, con las rodillas temblorosas. Él ya no estaba tan asustado. Pero seguía llorando porque había olvidado como detener el llanto. Ahora había apretado contra su cara un pedazo de malvavisco, que tanto solía gustarle. Incluso se lo habría metido en la boca si la masa blanca no hubiese estado tan palpablemente rociada de sangre.
Continuó llorando por todo lo que habían perdido, o no habían encontrado nunca.
—¡Fuertes! ¡Hay que ser fuertes! —repetía Mrs. Polkinghorn.
¿Lo era su hijo? ¿Este puñado de hojas trémulas que ella tenía en las manos? Casi estuvo a punto de arrojar todo aquello fuera de su mundo. Pero entonces unas dientes afilados quedaron clavados en su propia cara.
—Recuerda, recuerda —exclamó ella, cada vez más débil—. Yo siempre estaré a tu lado.
Aquello no lo detuvo, aunque al final le hiciera recordar: Ella estaba al pie de la escalera. Con un vestido de raso blanco.
Recuerda, Charles —decía, cuando él bajaba lentamente, con la mano cogida a la baranda—, recuerda que a tu edad no debes abrir las cartas. Los asuntos de los demás no son de tu incumbencia. Además —añadió—, podrías descubrir algo que te hiriera. Recuerda siempre eso.
Recuerda... ¡Oh, mamá, mamá, mamá, mamaíta!
—Yo te voy a ayudar —ofrecía su madre—, si tú me lo permites, si confías en mí.
Ella le levantaba la cabeza, apoyándola contra su pecho. Los zafiros de su broche amenazaban con vaciarle los ojos.
—¡Oh, sí, mamá! —decía él, casi llorando.
Descendiendo aún más en la espiral de su locura, hasta unas profundidades más remotas, se agachó para recoger la voz de su madre.
«¿No es un ángel? ¡Mira, Dickie! ¡Un querubín en el techo de un palacio! ¡Es mío! ¡Mi ángel!»
¡Oh deliciosas incitaciones! Y cuando ella lo tocó, inundándolo de raso...
—¡Charles! ¡Charles! —había empezado a rugir Ursula Polkinghorn—. ¡Que el Cielo nos ayude! —gritaba.
Si Charles hubiera estado menos ensimismado, habría oído caer algo. Pero tenía que empujar más, mucho más lejos, más profundamente, pasados los zafiros y las arrugas, en busca de la tibia oscuridad interior.
—¡Oh, es horrible! ¡Oh, Charles!
Tan pronto como empezó a succionarle el pecho, Mrs. Polkinghorn lo apartó lejos de sí. ¿Cómo iba a consentirlo? j Jamás l ¡Nunca de aquel hijo tan bestial y anormal!