MISS SLATERY Y SU DEMONIO

ÉL seguía sosteniendo la puerta que además estaba sujeta con cadena de seguridad.

—Represento a la casa Better Sales Pty. Limited —anunció ella y preparó una hoja en blanco—. Investigación del mercado —explicó—. Nosotros queremos que usted nos ayude y también, indirectamente, ayudarle a usted.

Se humedeció la boca, trocando la amenaza por un compromiso amistoso, técnica con la que casi convencía a todos. Únicamente para ella, la página del bloc permanencia dolorosamente en blanco.

—Oh, querido —habría dicho, para variar, a algún antiguo granjero cuya siesta hubiese echado a perder—, no se ponga difícil.

—¿Qué es lo que quiere? —preguntó él.

—Sólo hacerle algunas preguntas.

Ella sabía ser muy paciente cuando se veía recompensada.

—¿Preguntas?

Él iba ya a cerrar la puerta.

—No a usted, necesariamente, sino mejor a la señora de la casa.

Ella se veía de nuevo en la calle, bajo el sol de mediodía, temiendo que el negocio terminase con un portazo en las narices.

—¿La señora de la casa?

Al menos, pareció dispuesto a soltar la cadena.

—i No! ¡No! ¡No!

Al menos, le dirigió una mirada de mal genio.

—¿Ninguna señora? —preguntó ella—. ¿De ninguna clase?

—¡No! ¡Nunca! ¡No! No aguantaría a ninguna mujer.

—Usted es sincero. Veo que no le gustan.

El golpe le había lastimado.

—¡Oh, sí me gustan! ¡Claro que me gustan! ¡Ésa es la razón!

—¿Quiere que hablemos de negocios? —dijo ella mirando el bloc en blanco—. Como no hay ninguna señora, ¿es usted partidario de Priceless Pearl? Lavado perfecto. No. ¿Y de Kwik, crema instantánea para el desayuno? Una especie de gachas que no se apelmazan.

—¿Qué son gachas?

—Es algo inventado por los escoceses. Bueno, son eso, gachas, Mr. Tibor.

—Szabo.

—En la puerta he leído Tibor.

—Soy húngaro y en Hungría los nombres se escriben de atrás adelante. Szabo Tibor. ¿Comprende? Primero el apellido, luego el nombre.

No disimuló que estaba orgulloso de sí mismo, como si fuera necesario para explicar semejantes cosas un énfasis apasionado.

—Sí —repuso ella—, ahora comprendo.

Tenía los dientes pequeños y blancos. No era lo que pudiéramos llamar viejo, sino más bien estaba en esa fase en que la edad resulta algo elástico. Los zapatos no podían haberle costado por encima de la paga de una semana En conjunto podríamos decir que era agradable. Tenía la tez oscura, como de ante marrón y no le pasaba a ella ni tres dedos por encima de los hombros. Y caderas. Ah, sí, tenía caderas.

El vestíbulo, en negro y blanco, parecía encantador detrás de él.

—¿Mosaico de vinilo? —señaló ella con el pie—. ¿O linóleo?

Después de todo, ella iba a su negocio.

—¿Eso? ¡No! Eso es mármol.

—¿Cómo en un Banco?

—Sí.

—Pues bien, ¿dónde lo encontró usted?

—Lo traje yo. Oh, sí, lo traje todo, porque aquí no hay nada... ¡Nada!

—Vamos, señor Tibor, Szabo, nosotros los australianos no somos tan incivilizados. No en mil novecientos sesenta y uno.

—Civilizados. ¡Yo le enseñaré a usted lo que es civilización!

Ella nunca había creído mucho en las ventajas de la civilización, por lo que era ridículo encontrarla pisando los mármoles de Tibor Szabo Tibor. Los encontró muy fríos. Oyendo el chirrido de las puertas recordó escenas horribles de mujeres aserradas en trozos que los asesinos dejan abandonadas en la consigna del ferrocarril, o se deshacen de ellas tirándolas a los patios traseros de las tiendas, o simplemente las arrojan al mar.

Precisamente allí estaba el mar, pues Szabo Tibor había comprado una marina, que bien podía estar pintada sobre una chapa de zinc o de aluminio.

—Lo tiene usted muy bien puesto todo —alabó ella.

Era una situación en la que ella había pensado a veces, pero en la que nunca se había visto, y la novedad de todo aquello la emocionaba, induciéndola a representar un papel que nunca había visto representar a nadie en la vida normal.

—Todo lo que yo tengo ha de ser de primera clase —afirmó Szabo Tibor—. ¿Cómo se llama usted, por favor?

—Oh, sí, me llamo Slattery. Miss Slattery.

—Eso es demasiado formal. ¿Otro nombre más corto, por favor?

Miss Slattery simuló entristecerse.

—Detesto decírselo a usted. Me pusieron Dimity como nombre de pila, pero mis amigos me llaman Pete.

—Aún es peor. ¿Qué clase de nombre es ése? ¡Pete!

—Es mejor que pasarse la vida con el nombre de Dimity a cuestas.

—Yo no le voy a llamar nada —anunció Szabo Tibor.

Miss Slattery estaba paseando por la vivienda de otra persona, con zancadas largas, inverosímiles, pero todo aquello le hacía sentirse mejor. Las alfombras eran tan suaves y tan blancas que le recordaron que no había llevado su traje de chaqueta a la lavandería.

—Un nombre no es siempre necesario —estaba diciendo Szabo Tibor—. Quítese el sombrero, por favor. Tampoco esa prenda es necesaria.

Mis Slattery hizo lo que él casi le ordenaba y explicó:

—Yo no soy persona que guste de llevar sombrero. ¿Comprende? Pero nos lo hacen llevar por imperativos del negocio.

Se dejó suelto el cabello, que llevaba no demasiado bien teñido, aunque, según creía, ciertos reflejos le daban aspecto de color natural, leonado, luminoso. Tenía también un mechón suelto que dejaba colgar de forma caprichosa.

«Una chica australiana», pensó él. «Otra chica australiana».

Tal vez fuese mayor de lo que había imaginado, pensó ella, pero cariñoso.

Pete era instintivamente amable. Sólo quería reír, aunque fuera jugando con un viejo osito de ante marrón.

—Siéntese —dijo Szabo Tibor.

—Excelente —dijo ella pasando las manos por el asiento de la silla, hábito del que siempre había querido desprenderse—. Es la primera vez que veo mezclado el negocio con el placer.

Pero Szabo Tibor había traído algo muy pequeño que hacía salir por la nariz dos hilillos de humo.

—Es bueno, ¿no?

—No sé lo que es Mr. Szabo —tosió ella—, aunque veo que es agradable.

—En Australia —repuso Mr. Tibor al tiempo que se ponía de rodillas— la gente me llama Tibby.

—Bien. Veo que tiene usted sentido del humor.

—Sí, sí —repuso con una sonrisa—. ¡Ingenio!

Cuando los hombres empezaban a arrodillarse ella sentía más que nunca deseos de reír. Pero Tibby Szabo se estaba poniendo cada vez más serio.

—En Australia —dijo él— no hay ingenio.

Empezó a mover un dedo delante de ella como si quisiera hipnotizarla. Era un dedo demasiado gordo para ser normal, amarillo como un plátano, con pelos negros en los nudillos.

—¿Entiende algo?

—Oh, sí, entiendo perfectamente.

A ella le gustaba el juego.

—¿Qué es esto, pues? —preguntó Tibby Szabo mirando su dedo.

—A mí siempre me sorprenden quienes juegan con el ingenio.

—¿Es usted una chica intelectual?

—Mi mente —dijo cruzando las piernas— se entregó a las complicadas conjeturas desde la pubertad. ¿No es delicioso?

—No lo comprendo bien.

—¡Oh, querido! Usted quiere saberlo todo. ¿Cómo son las mujeres que usted acepta?

Dejó colgar su mechón dorado para emocionar al viejo, no tan viejo, que seguía arrodillado junto a la silla. Los espacios entre sus dientes le hacían aparecer un tanto indefenso.

Luego, Tibby Szabo la cogió del brazo, como si éste no le perteneciera a ella. Todo aquello resultaba insólito, aunque no tanto como debería haber parecido. La cogió el brazo como si fuera, digamos, una mazorca de maíz. Como si hubiera estado deseando intensamente tener una mazorca de maíz. Ella tenía ganas de reír y lo hizo. ¡Si la hubieran visto mamá y Wendy! Desde luego que se habrían reído a carcajadas.

—Usted es muy divertido, Tib.

Tibby Szabo seguía acariciándole el brazo. Cuando llegó al hombro, ella dijo.

—¡Pare ahí! ¿Quién cree que soy?

Él oyó lo suficiente para alterar el curso de su maniobra.

La cabeza de un hombre sobre su regazo le hacía pensar que estaba intentando algo inconfesable, aunque pareciera improbable y ridículo.

Volvió sus ojos hacia ella como si se diera cuenta repentinamente de que nada tiene mayor fuerza que unos ojos húmedos por el dolor. ¡Oh, Dios! Nada caló nunca tan hondo en una mujer como los ojos enamorados. Ella estaba perdida.

—¡Oh, Dios mío! —dijo ella—. Yo no soy así.

Ella no era lo que él creía; así que tuvo que aleccionarla: «Ella era una reina del trampolín; era una araña enorme y bamboleante; era una muñeca de goma».

—Ustedes, las chicas australianas, no tienen temperamento —se lamentó Tibby Szabo—. Ustedes son todo risas y palabras. Sin pasión que deban resistir...

—Una vez estuve a punto de romperme todos los huesos dpi cuerpo por no resistirme —tuvo que protestar Miss Slattery.

Su cuerpo continuaba flotando como nube levísima.

—¿Quién podría imaginar un techo de espejos?

—¡Muchos techos de espejo! Es para poder verse bien.

—Tibby —preguntó ella—. ¿Esto no es... visón?

—Sí, sí. Las camas de visón son buenas para el cuerpo.

—Comprendo.

Se sentía muy relajada. Cuando le era posible levantar el brazo, largos estremecimientos se apoderaban de su piel y pensaba que la brisa del sur había llegado desde el mar y entrado por la ventana para ponerle la carne de gallina.

—Vamos a resfriarnos —advirtió ella y en seguida empezó a toser.

—Eso es bueno.

—Me alegra saber que algo es bueno —dijo ella, poniéndose en pie y destruyendo la composición reflejada en el espejo—. Pero, ¿va a permitirme que le haga el amor?

Y en el mismo instante ya estaba abrazando al hombre grueso y velloso.

—¿Amor? ¿Qué es exactamente lo que quieres?

—¡Oh, Tibby! —contestó ella.

Estaba de nuevo mirándola con sus extraños ojos, apagados pero con aquella expresión que a ella le hacía desear morirse o entregarse. ¿O acaso era posible entregarse y vivir?

—Acuéstese —ordenó él.

—¡Oh, Tibby!

Ella cayó como desplomada, gimiendo a pesar de estar medio adormilada. Contempló, ahora junto a ella, lo que parecía la mascarilla mortuoria de aquel hombre. También miró el techo de espejos. Todo aquello no era muy distinto de las atroces ilustraciones que, después de la guerra, había tratado siempre de evitar en los periódicos.

Era increíble, pero siempre había sido así.

Más tarde, Miss Slattery se encontró en la calle, con su sombrero de trabajo y sumida en la húmeda atmósfera de la tarde iluminada por una luz melosa y suave, como de peras maduras. Caminaba como una autómata, medio doblada, rota. Le dolía el cuello y lo tenía terriblemente rígido.

Después de eso trabajó para Providential, puesto que no pudo continuar con Better Sales Pty. Lted. Le indicaron que ya no eran necesarios sus servicios.

—¿Qué le ha pasado para volverse tan informal? —le preguntaron.

—Es que me he vuelto muy distraída.

En tales circunstancias fue una suerte encontrar empleo en Providential. Allí trabó amistad con Phyllis Wimble.

—¿Un húngaro? —decía Phyllis—. Nunca he conocido a un húngaro. Algunas veces creo que voy a estudiar las nacionalidades, como una chica conocida mía que decidió dedicarse a las religiones, aunque se retiró cuando llegó a los ocultistas.

—¿Por qué?

—Sencillamente, se asustó. Un sábado por la tarde enterraron vivo a un hombre en Balmoral.

El viejo Huthnance salía de su oficina.

—Miss Slattery —preguntó—, ¿dónde está esa póliza de Dewhurst?

En realidad era un hombre encantador.

—Oh, sí —repuso Miss Slattery—. La estaba comprobando.

—¿Qué hay que comprobar en ella? —inquirió Huthnance.

—Bueno... —dijo Miss Slattery.

Y Huthnance sonrió. Todavía estaba en la etapa de las sonrisas.

Los jueves por la tarde Miss Slattery visitaba a Tibby Szabo. También iba los sábados por la noche y se quedaba los domingos a desayunar al estilo europeo.

Un sábado Miss Slattery decidió ofrecer un convite a Tibby Szabo. En realidad le gustaba la cocina y sabía muchas recetas caseras.

—¿Qué es eso? —inquirió Tibby.

—¿Qué es qué?

—¡Ese olor! Ese humo azul que estás haciendo en mi cocina. ¿Qué estás preparando?

—Es un plato delicioso —repuso Miss Slattery—; pierna de cordero con calabaza y otras hortalizas.

—¿Cordero? —gritó Tibby Szabo—. ¡Cordero! Echa un olor pestilente. En Budapest, ningún cordero pasó los umbrales de mi casa.

Abrió el horno y tiró el cordero por la ventana.

Miss Slattery lloró, o más bien, se sentó compungida, haciendo una pelota con el pañuelo.

Tibby Szabo se preparó un bocadillo. Tenía Paprika-wurst, una pechuga de pollo frío con paprika, paprikas en aceite, crema de queso con paprika y finalmente, sospechaba ella, paprika como remate.

—¡Come! —aconsejó él.

—Sólo una pizca de eso me ahogaría.

—¿Estás llorando? —preguntó él, parando de comer paprika.

—Estaba pensando.

—Eso, pensando.

Después, hicieron el amor y como ella había escogido dedicarse a los retozos amatorios, se abrazó a él con abandono sobre el cobertor de visón y bajo el techo de espejos.

Cierto que, en un momento dado, se incorporó en la cama y exclamó:

—¡Todo eso es tan carnal!

—Tú usas palabras demasiado intelectuales.

Él todavía tenía filamentos del pollo con paprika entre los dientes.

Estaba también el teléfono, que continuamente hacía la competencia a Miss Slattery.

—¡Igen! ¡Igen! ¡Igen! —gritaba Tibby Szabo y luego golpeaba con el auricular contra el invisible interlocutor.

—¡Siempre con ese Igen! —protestaba ella.

Todo aquello empezaba a ponerle los nervios de punta.

—¡Malditos idiotas! —se quejaba Tibby Szabo.

—¿Cómo ganas el dinero, Tib? —preguntó Miss Slattery, sujetando el cobertor de visón.

—Soy húngaro. Me llega a través del teléfono.

Luego, Szabo Tibor le anunció que tenía que ir a inspeccionar varias propiedades que tenía por la ciudad.

Pero, al menos, le había dado una llave para que pudiera ir y venir a su antojo.

—¿Y has mandado hacer llaves para las demás mujeres que los lunes, martes, miércoles y viernes van a visitarte a los otros pisos?

El hombre soltó una sonora carcajada.

—¡Por fin encontré un verdadero ingenio! ¡Un ingenio australiano! —afirmaba al marcharse.

Parecía que no había pasado el tiempo cuando regresó.

—¿Cómo? ¿Todavía estás aquí?

—Soy perezosa —replicó ella.

Efectivamente era tan perezosa que prácticamente se había olvidado de su propia carne bajo aquella conciencia de cristal que era el techo. Aunque la tarde suave parecía apta para calmar los nervios, ella se estremecía por algo más que su desnudez. Cuando se asomó a la ventana, vio las rocas de Sidney resplandecientes en la oscuridad de la noche. Pero era el suyo un resplandor efímero.

—Vosotras, las chicas australianas, no sólo sabéis reír, sino que también sabéis llorar.

—Sí, lo sé. Ser australiana le hace las cosas más difíciles a una.

Y cuando él depositó en su boca un beso tan empalagoso como una «delicia turca», se sintió más incapaz que nunca de dominarse.

Recorrieron la ciudad en el Jag de Tibby. Porque, naturalmente, Tibby Szabo tenía un Jag.

—Vamos a Manly —pidió ella—. Quiero contemplar el Océano Pacífico.

Tibby conducía algunas veces con muestras de disgusto; otras haciendo largas demostraciones de velocidad. Su forma de conducir era una expresión bastante fiel de su modo de ser. Llevaba puesto el sombrero color tabaco.

—Desde luego —decía Miss Slattery a través de su cabello desordenado—, sé muy bien que Manly no es el Balatón.

—¿El Balatón?

Tibby se saltó un paso de peatones.

—¿Qué sabes del Balatón? —inquirió.

—Fui al colegio. Lo vi en el mapa. Tenía que mirar y miré allí, una mancha en medio de Hungría.

Ella nunca se cansaba de mirarle las manos. Cuando conducía, sus palmas suaves y sensitivas se volvían más blancas.

Después, cuando se hallaron cómodos, inmersos en el susurro que llegaba del mar y de los pinos, tras comprar una bolsa de camarones y cuando las personas despechugadas color camarón cocido iban quedando atrás, Tibby Szabo preguntó:

—¿Estás tratando de espiarme con esas preguntas sobre el Balatón?

—¿Todas esas preguntas? No te entiendo.

Las cáscaras de los camarones crujían levemente al caer sobre el asfalto.

—No abriría ningún cajón tuyo aunque tuviera la llave. Sólo hay un secreto que me gustaría saber.

—¡Pero el Balatón!

—Muy azul. Más azul que ninguna otra cosa. Muy todo —dijo ella.

La arena salpicaba a la gente que subía y bajaba. Las plantas de sus pies estaban habituadas a la arena gruesa.

Tibby Szabo escupió en el asfalto.

—No es bonito escupir —lo reprendió ella.

Las puntas de sus dedos sabían a camarones. Las inmensas olas desrizándose en la arena podían haberse arrastrado un poco más, hasta donde estaba ella, y tragársela, si no hubiera estado sumida ya en cavernas invisibles más profundas y vidriosas.

—¿Cuál es ese secreto? —preguntó Tibby.

—¡Oh! —ella tuvo que soltar una carcajada—. ¡Nosotros! ¿Adonde nos llevará todo esto?

—¿Adonde nos llevará todo esto? —repitió él—. Mira, yo estoy procurando que lo pases bien, pago la electricidad y el gas, te compro vestidos elegantes... Te lo has arreglado todo muy bien.

De pronto, Miss Slattery encontró que tenía demasiadas cáscaras de camarón pegadas a los dedos.

—No me refiero a eso —exclamó—. Me refiero a cuando se ama a alguien seriamente... Es difícil de expresar. Cuando una puede meter la cabeza en el horno de gas y no preocuparse lo más mínimo de quién pagará los platos rotos.

Como no encontraba las palabras adecuadas sacó la barra de labios y se retocó la boca.

Las mujeres se quedaban mirando al coche. Sus ojos de cristal expresaban sorpresa.

—¡Amor! —reía Tibby Szabo—. ¡El amor! —repitió, y se puso muy airado—. ¿Qué sabes del amor? —gritó—.; Aquí sólo hay cuerpos y hediondez!

Luego se miraron el uno al otro. La expresión de cada uno de ellos sugería que tal vez no debieran ir más allá del descubrimiento ya hecho.

Miss Slattery dejó caer la bolsa de papel en el cubo de basuras municipal.

—Tengo sed —se quejó Tibby.

La sal de los camarones se le había ido acumulando en las comisuras de los labios. ¿Acaso quería arriesgarse a apurar el vaso hasta las heces?

—Este océano —decía o, mejor, gritaba Miss Slattery— tiene siempre el mismo color... Vámonos a casa, Tibby, y hagamos el amor.

Cuando él soltó los frenos, los excursionistas con cuerpos color camarón cocido seguían deambulando indiferentes, yendo y viniendo por el asfalto.

—Escucha —dijo Miss Slattery—, una amiga de Phyllis Wimble, llamada Apple, va a dar una fiesta en Woolloomooloo, el sábado por la noche, según dice Phyllis. Va a ser a estilo bohemio.

Szabo Tibor dejó caer el labio inferior.

—Australiano-bóhemio-provenzal. No hay nada peor que el bohemio-provenzal.

—Pruébalo y lo verás —aconsejó Miss Slattery, añadiendo en tono amargo—: Se han descubierto muchas cosas buenas a causa de un error.

—¿Y qué hace esa Apple?

—Trabaja con soplete oxiacetilénico.

—¿Una mujer? ¿Y qué hace con el soplete?

—No sé... Objetos, cosas... Apple es una gran artista.

En efecto, Apple era una chica corpulenta, cabello muy a la moda y gafas sofisticadas. La noche de la fiesta había retirado la mayor parte de los objetos, excepto lo que decía ser su trabajo más importante.

—Ésta es la Hipotenusa de Angst —explicó—. Está considerada una obra muy vigorosa.

Y sonrió.

—¿Quiere un clarete? —preguntaba Apple—. Quizá prefiera escocés, o ginebra... Todo dependerá de quién se lo sirva.

La fiesta de Apple se puso en marcha. La casa era antigua. Una habitación muy grande e irregular con las paredes llenas de «encantadores» tapices.

—Casi todos los que están aquí saben hacer algo —confió Phyllis Wimble.

—¿Y tú a quién has traído, Phyl? —preguntó Miss Slattery.

—Éste es ganadero —dijo Phyllis—. Estuvo enamorado de una enfermera que no conozco.

—Es un tipazo —exclamó Miss Slattery cuando se hubo enterado.

—¿Qué esperabas?

Los que tenían guitarra, la tocaban.

—Son guitarristas españoles —explicó Phyllis— y ellos son chicos ingleses procedentes de un barco. Pero sólo están aquí para hacer ambiente. Los amigos de Apple son los que trabajan aquí con ella.

—No sé qué diga de todo esto —insinuó el ganadero.

Phyllis le hizo callar.

—¿No te gusta, Tib? —preguntó Miss Slattery.

Tibby Szabo bajó el labio, según costumbre.

—Me emborracharé con Apple.

Ella vio que sus dientes estaban ligeramente decalcificados. Recordó que era un hombre bajito, grueso y moreno al que amó y a quien amaba todavía. Acaso sólo por costumbre, al igual que se mordía las uñas.

«Debo salir de todo esto», decía para sí.

Pero no lo hizo, como tampoco dejó de morderse las uñas, hasta que se olvidó de él y todo hubo pasado.

Había empezado el baile y, al poco, los besos. La música de las guitarras ponía una nota romántica. El brillo del clarete daba color a los chistes. Los chicos ingleses bailaban. El ganadero intentaba bailar algo español. Sus saltos elásticos eran auténticos. Apple cayó sentada en un sillón.

De momento no todos habían descubierto que Tibby Szabo era un hombre bajito, grueso y moreno, con los dientes afilados como los de un tiburón. Había una chica llamada Felicia que fue a sentarse en las rodillas de Tibby. Aunque él abrió las piernas para que la muchacha cayese entre ellas, a Miss Slattery no le habría importado que Felicia se hubiese quedado para siempre allí.

—Dicen —susurró Phyllis Wimble— que son todos unos empedernidos homosexuales.

—¿No te das cuenta —dijo Miss Slattery— de que todo el mundo es siempre algo homosexual?

Phyllis Wimble repuso al instante:

—Es de suponer que todos, salvo Tibby Szabo.

Miss Slattery se echó a reír.

—Tibby Szabo —dijo al fin entre carcajadas— es el tipo más homosexual que he conocido jamás.

—¿Cómo dices? —inquirió Tibby.

—Nada, querido —contestó Miss Slattery—, que te amo con todo mi cuerpo pero no con mi alma.

—Todo es muy excitante —señaló una de las amigas de Apple.

El ganadero seguía con sus danzas españolas. Primero bailó con la cabeza descubierta y luego con el sombrero puesto. Primero con camisa y luego sin ella.

—Dicen —susurró Phyllis Wimble— que hay dos hombres encerrados en el lavabo. Uno es un chico inglés de los del barco, pero no han averiguado quién es el otro.

—Quizás sea un protestatario social —sugirió Miss Slattery, pero tuvo un presentimiento doloroso.

El ganadero, rojo como un ladrillo, había sacado un látigo nuevo, recién salido de la tienda, que olía a cuero de forma inquietante.

—¡Oh! —gritó Miss Slattery—. Los látigos no los hicieron los hombres; estaban inventados desde el principio del mundo.

Cuando el ganadero esgrimió su látigo, todos vieron cómo dejaba una ráfaga luminosa en el aire. El brillo alcanzó un rincón de la memoria de ella desenvolviendo una sábana azul poblada de ganado inquieto y de fantasmas de un pasado. No habría podido desprenderse de todo aquello aunque hubiera querido. El sol sobre su cabeza y el olor a cuero viejo y sudoroso la emborrachaba más que el clarete.

—¡Oh, Dios mío! —protestaba Miss Slattery—. Me voy a abrasar...

Y se quitó la blusa por la cabeza.

Su piel estaba suave e ilesa. Otras se habían marchitado con el sol. Recordaba la dureza reseca de los dedos de su padre.

No podía más y tuvo que levantarse.

—¡Vamos, George! —ordenó—. Eres el loco más grande que he conocido.

Miss Slattery estaba con el látigo en la mano. Sus pechos aparecían mansos y serenos. Podría haber sido tema de inspiración para un artista. Tibby Szabo se dio cuenta y echó el cuerpo hacia adelante para seguir con la vista las sinuosidades azules y tenues de unas venas exploradas ya por él en expediciones anteriores.

De repente, Miss Slattery dio un chasquido con el látigo que hizo retumbar toda la habitación, llenándola de gemidos, susto y admiración. La trenza de crines de caballo saltaba y se retorcía en el aire. Miss Slattery alcanzó una pintura abstracta, derribándola. Hizo saltar luego el corcho de una botella.

—¡Bravo Petuska! —gritó Tibby Szabo—. ¿Has actuado alguna vez en un circo?

Él seguía queriendo acercársele.

—Sí —repuso ella—. ¡En un circo húngaro!

Y dejó que el látigo alcanzara el muslo de Tibby.

Él adelantó aún más el cuerpo y empezó a cantar:

Csak egy kislány

van a világon,

az is az én

drága galambo-o-om!

Tenía el cuerpo muy echado hacia adelante, los ojos entornados y daba palmadas en tanto cantaba.

Miss Slattery cantaba también:

Hurra por el amor...

amor que le corroe a uno...

Luego, con el látigo, arrancó el cigarrillo de los labios del ganadero.

A jó Isten

de nagyon szeret

hogy nékem adta

a legszebbik-e-e-et5

Cantaba Tibby Szabo.

Luego todo el mundo se puso a cantar lo que le vino en gana. Las guitarras se desintegraban, pues nada podía competir con el empalagoso jarabe del violín insinuante de Tibby Szabo.

Mientras tanto, Miss Slattery chasqueaba con el látigo. Sus pechos saltaban y hacían cabriolas. Tenía el cabello muy fino y frágil. Lo levantó una vez más como si estuviera bajo un sol abrasador y nubes de polvo requemado, embriagada con el olor de las tibias bolsas de lona llenas de agua.

Miss Slattery dio un chasquido más en el aire e hizo bajar al sol del firmamento.

No es improbable que el mundo acabe con un trueno. Por el ruido que se oyó, alguien debía haber derribado la Hipotenusa de Angst. Las plañideras profesionales empezaban a gemir. La oscuridad se llenaba de manos.

—Ven más cerca, Petuska.

Era Tibby Szabo.

—Yo te protegeré —prometió, haciéndole una caricia.

Entonces, alguien, una enorme mujer, apareció con una vela encendida.

Era una mujer de aspecto sorprendente.

—Estos estudios —proclamó— están dedicados al cultivo de las bellas artes y al inteligente intercambio de ideas. No estoy acostumbrada a tratar con patanes y rústicos y mucho menos —ahora miró a Miss Slattery, desnuda de medio cuerpo para arriba— con mujeres indecentes que echen a perder la reputación de estos locales. Como que nunca, hasta ahora, ha habido la menor sospecha de que ésta sea una «casa de mala nota», debo pedir a todos ustedes que se vayan en el acto.

Todo el mundo obedeció, pues detrás de la enorme mujer estaba su marido, con aspecto de no gustarle perder el tiempo. Todos desalojaron al instante y se desparramaron por las escaleras entonando canciones incoherentes. Hubo profusión de besos y abrazos en la calle. Alguien había perdido los pantalones. Caía una lluvia fina.

Tibby Szabo se dirigió rápidamente a su coche para evitar compromisos en el caso de que alguien le pidiera que lo llevase.

—Tápate, Petuska —aconsejó—, vas a pillar un resfriado.

El consejo parecía razonable. Ella se cubrió los hombros cuidadosamente.

—¡Vaya! —exclamó Miss Slattery—. Nos hemos traído el látigo del ganadero.

—Es cierto —observó Tibby Szabo.

Los dos subieron al Jag de Tibby.

—Estoy muy cansada —admitió Miss Slattery, y a poco volvió a insistir—: Estoy terriblemente cansada.

Contemplaba las alfombras blancas del piso de Tibby, de pelo suave. Estaba apoyada sobre los codos, con las rodillas separadas. Debía ofrecer un aspecto horroroso.

—¿Te importaría seguir manejando el látigo, Petuska?

Parecía que estuviera hablando a una convaleciente.

—Pero es que estoy muy cansada, deshecha —protestó.

—Sólo una vez —insistió él.

Entonces Miss Slattery se puso realmente enfadada.

—¡Maldito seas tú y este condenado látigo! Ojalá nunca hubiera puesto los ojos en ninguno de los dos.

No se preocupaba de dónde daba con el látigo.

—Ach! Oh! Ay-yay-yay! Petuska!

Miss Slattery continuaba chasqueando.

—¿Qué va a decir la gente cuando se entere de tu comportamiento? —preguntó mientras seguía azotándolo con el látigo.

—Yay! A la gente no le importa nada. ¡Puff! ¡Yay-yay- yay! —gritaba Tibby Szabo.

Y cuando al final Miss Slattery cayó rendida al suelo, él la cubrió con todo cuidado.

—¿Hay alguien a quien le guste sentirse de más?

—¿En qué aspecto? —preguntó Phyllis Wimble sonriendo.

Pero Miss Slattery descubrió que habían tomado un camino equivocado.

—Oh, querida —dijo resumiendo—, ya es hora de pensar en un cambio. Me siento cansada.

—Tu cabello parece muerto —dijo Phyllis Wimble—. Es siempre una señal de peligro.

—Probaré un tinte nuevo.

—Un color fresa.

Miss Slattery, que había acabado tomando la costumbre de dedicar las tardes de los jueves a Tibby Szabo, no podía aguantar más. Los sábados iba también, pero por la noche, pues las noches eran menos penosas que los días.

—¿Dónde estuviste, Petuska, el jueves por la tarde? —preguntaría Tibby Szabo.

—Estuve en casa viendo la televisión.

—Entonces te instalaré una televisión aquí.

—Bueno, pero la televisión requiere un máximo de concentración.

—¿Estás cambiando, Petuska?

—Todo está cambiando continuamente. Es una de las leyes de la Naturaleza.

Rió con risa entrecortada que casi sonó como un sollozo.

—Es algo que creo aprendí también en el colegio. Al mismo tiempo que lo del lago Balatón.

Era terrible, realmente, para todos los que estuvieran interesados en el caso. Tibby Szabo había empezado a llamar por teléfono a Providential, pretextando recados urgentes para un amigo. ¿Se verían el martes, el miércoles y el viernes?

Por muy impersonalmente que ella hablase por el aparato, el viejo Huthnance intervendría y cogería también el teléfono. Miss Slattery sabía que Huthnance y ella habían alcanzado un punto crítico que no permitía volver atrás.

—No —replicó ella—. Ni el jueves ni ningún otro día aparte del convenido, el sábado.

Así Miss Slattery se gobernaría sola durante las tardes húmedas. No más cornetines de órdenes. El cabello le colgaba lacio mientras, bañada en una claridad amarillenta, se encaminaba hacia donde vivía su amante.

—Estoy desarrollando mis músculos —dijo en voz alta, y luego miró a su alrededor para ver si alguien la había oído.

Aquella misma noche Tibby Szabo gritó con todas sus fuerzas:

—¿Por qué estoy condenado a sufrir tanto?

Tendida sobre el visón, Miss Slattery se tocaba descuidadamente los dedos de los pies sin mirar al paisaje. Sabía que las rocas de Sidney nunca habían brillado tan cruelmente.

—¿Por qué me torturas?

—Eso es lo que tú querías —protestó ella.

—Petuska, ¡voy a darte algo!

—No me vas a dar nada, porque me marcho.

—¿le marchas?

Miss Slattery seguía fustigándolo.

—Estoy enferma, harta de dar latigazos en tus gordas posaderas húngaras.

El látigo resplandecía ahora entre sus pies.

—¿Pero qué vas a hacer sin mí?

—Voy a buscarme un australiano delgado.

Tibby estaba otra vez sobre las rodillas.

—Voy a casarme —dijo Miss Slattery—, y a tener una máquina lavadora.

—¡Y ay, y ay, y ay, Petuska!

Miss Slattery miró los ojos de Tibby y descubrió en ellos a un perrito suplicante en la ventana de una casa vacía al oscurecer. Pero ella nunca había sido muy amiga de los perros.

—¿Eres el diablo quizás? —gritó Tibby Szabo.

—Nosotras, las australianas, no somos nunca seres sobrenaturales.

Se odió a sí misma un poco.

En cuanto a Tibby Szabo, estaba lamiendo la mano de Miss Slattery.

—Haré un arreglo excelente para ti, muy sustancial...

—¡Me iré! —exclamó Miss Slattery.

Y eso fue precisamente lo que hizo. Se puso en pie, tiró el látigo del ganadero por la ventana, y cuando se hubo vestido, retocado los labios y arreglado los cabellos, se marchó.