UN ALMA JUBILOSA
I
AQUELLA tarde, Mrs. Custance decidió decirle a su marido que debían hacer algo en relación con Miss Docker.
—Esa vieja piel de rata... —empezó Ted Custance.
—Pero es un alma tan jovial, tan jubilosa... —se apresuró a responder su esposa—. Siempre dispuesta a ayudar, haciendo por los demás cosas que nunca ha hecho por sí misma.
Ted Custance, que estaba acabando su trigésimo año de servicio en el Banco, no pudo sentirse más triste.
Todo el pueblo sabía algo de las actuales circunstancias de Miss Docker: cómo, desde que muriera la anciana Miss Baskerville, y la sobrina decidiese vender Lyme Regis, Miss Docker estaba expuesta a encontrarse sin un techo para cobijarse. Casi todos habían sido alguna vez objeto de la solicitud de la pobre mujer. Sólo se necesitaría mencionar sus regalos de Navidad, que ella no se podía permitir. Miss Docker era un verdadero premio para los establecimientos de artículos de regalo: pequeños ceniceros con nueces en relieve, pastorcillas con lazos polvorientos, bumeranes en miniatura con agujeros para los palillos de dientes; todos lo sabían, y casi todos lo habían olvidado. Era más conveniente recordar que tendría asegurada su pensión y su seguro de enfermedad.
—¿Y qué propones que hagamos? —preguntó Mr. Custance que parecía empezar a rendirse.
Mrs. Custance se miraba las manos mientras cortaba un trozo de corteza recalcitrante.
—Bueno —dijo ella—, te lo voy a decir. Lo que me gustaría hacer es pedirle a Miss Docker que acepte —iba escogiendo las palabras con particular cuidado—, que acepte venirse a vivir a nuestra pequeña habitación del mirador, la de la cristalera. Podría compensarnos ayudando en los trabajos de la casa, aunque no como sistema —añadió rápidamente—. Yo no quiero convertir a nadie en esclavo. Por el contrario, sería completamente libre. Además está muy solicitada. Siempre se la ve remendando ropa y charlando con viejos y jóvenes. Apenas notaremos que está aquí.
Ted Custance enseñó los dientes. Había que admitir que no estaba en buenas relaciones con Miss Docker. Era hombre silencioso, de cabello gris y, sobre todo, siempre desconfiaba del animal humano.
—Ninguna persona de Sarsaparilla —prosiguió Mrs. Custance persuasiva— puede igualar a Miss Docker haciendo el bien...
Mr. Custance hizo un ruido extraño detrás de su bigote.
—Mientras no te pique la mosca por hacer el bien —dijo él—, no me preocupará mucho todo eso.
Mrs. Custance se ruborizó, pues abrigaba el secreto deseo de justificarse ante los ojos de Dios, y ésta podría ser su mejor oportunidad.
—¡Oh, Ted! —exclamó.
El rubor la hacía parecer más joven, y no es que fuera vieja. Podría decirse que estaba en la edad de la madurez. Tuvo la tentación de sentarse sobre las rodillas de su marido y acariciar la piel áspera de sus mejillas. Nunca había hecho nada semejante, por supuesto, pero esperaría una ocasión propicia, cuando él se relajase, porque entonces se sometería a todo lo que ella decidiera hacer.
Ahora, los dos estaban mutuamente recelosos.
—No debemos dejar que nuestras vidas permanezcan inmutables durante años y años... —aventuró ella.
Ted emitió un gruñido por toda contestación.
¡Sus vidas! Hasta ahora habían permanecido sin problemas conyugales. Sin hijos, gracias a un cirujano distraído. Ted decía que pudo haberle demandado, pero no lo hizo. Eran demasiado honrados. Además, toda la confusión que se provocaría. Los periodistas... Habían continuado viviendo como pliegos dentro de un sobre que nadie se molestaría en abrir, porque nadie estaba interesado en hacerlo.
—¡Oh, querido! Realmente estoy muy emocionada —exclamó Mrs. Custance de súbito—. ¡Al fin estamos haciendo algo!
Él no contestó. ¿Sería su marido un gran egoísta? Le miró la piel dura que amarilleaba alrededor de las uñas. Ted Custance nunca conseguía tener limpias las uñas los lunes para empezar la semana en el «Wales».
El domingo, cuando la luz tomaba un tono suave y emotivo, ella le llamó:
—¿Ted? ¿Qué estás haciendo?
Él no contestó hasta que ella fue a verlo. Luego dijo como distraído:
—Estoy preparando una estantería para que ella pueda colocar sus malditos libros.
Así que no era un egoísta. Ella se sintió henchida de gratitud.
—¡Qué inteligente eres! —dijo ella, como si acabara de descubrirlo en aquel mismo momento.
Él estaba golpeando suavemente la palma de su mano con un martillo. Su actitud casi sugería que ella lo había avergonzado.
—En el supuesto de que lea más o menos —decía ella— será agradable verla con un libro. Por otra parte, espero que haya algunos que valgan la pena. Forman parte de las cosas que debe haber heredado.
Como que su esposa lo distraía, Ted Custance intentó hacerla salir de la habitación, y de nuevo se sorprendió ella de la dureza de sus brazos. Lo que daba cierto aliciente a aquel matrimonio era el hecho de que estaba lleno de pequeñas sorpresas. Algunas veces Ted no alcanzaba el cordón de la lámpara de lectura. «Oh, querido», protestaba, «¿crees que la necesitamos?» Pero él no contestaba. Y aunque su esposa apenas se atrevía a mirarlo, aquello siempre le proporcionaba una sensación de sosiego, de intimidad y de juventud.
Llegó el jueves. Sólo podía ser el coche de alquiler el que llegaba, pues Miss Docker había anunciado que lo alquilaría para tal ocasión, con una pequeña furgoneta para trasladar sus cosas; un armario, una mecedora, y otras cosas que podían quedar en el garaje, siempre que se inspeccionaran regularmente para defenderlas de las hormigas blancas.
Mrs. Custance estaba tan emocionada que hizo temblar toda la casa en su carrera hacia la ventana.
Era, en efecto, el coche de alquiler, y el trasero de Miss Docker estaba ya saliendo de él.
Mrs. Custance se apresuró a darle la bienvenida.
—Bien —estaba diciendo Miss Docker—. ¿No es encantador encontrarse entre amigos? ¿Qué haríamos sin ellos? Yo, por ejemplo, me vería sin un hogar en el mundo. Éste es un lugar primoroso —hablaba ahora con el chófer del coche de alquiler—, sólo que, como cuestión de gusto personal, yo lo habría pintado en tonos crema y verde.
El chófer se estaba riendo a carcajadas, porque, bueno, se trataba de Miss Docker.
—Vamos —dijo ésta ofreciéndole una cajita—, sírvase usted mismo un caramelo. No me diga que hay un solo hombre a quien no le guste endulzarse la boca.
Miss Docker tomó uno también. La envoltura metálica cayó tintineando a sus pies. Mrs. Custance seguía en pie, inmóvil. No es que ocurriera nada, pero ya iba siendo hora de que Miss Docker terminase su charla con el chófer.
—¡Oh, querida, esto es encantador! —dijo la visitante, volviéndose por fin hacia su amiga.
El encanto que se le atribuía permanecía esta vez en la oscuridad. Mrs. Custance no advirtió ningún rastro del mismo y se dio cuenta de lo muy confusa que se sentía. La cara de Miss Docker se movía chabacanamente mascando el caramelo; parecía irse desintegrando poco a poco la capa de polvos color ocre que la cubría y el carmín de los labios amenazaba con perder su tersura purpúrea debido al continuo movimiento. Mrs. Custance estaba, pues, desconcertada, aunque conservaba la esperanza de que en alguna parte distante estaría la otra, la mujer encantadora que estaba por encima de todo lo demás, al igual que la verdad.
Miss Docker lo miraba todo con ojos expertos.
—Te encuentro un poco perpleja —decidió insinuar—. ¿Qué has estado haciendo?
—¿Yo? —repuso Mrs. Custance, aturdida.
—¿Quién si no? No va a ser el fantasma de Fisher.
Al decir esto, Miss Docker lanzó un grito. Habían entrado ambas en la casa y puso una mano sobre el brazo de su amiga.
—Es mi sentido del humor —se excusó—. Tú y yo lo vamos a pasar muy bien juntas. Espera a que me remangue y empiece a trastear. Yo no soy de esas personas que se muestran desagradecidas. No te pesará la buena acción que has hecho.
Mrs. Custance y el chófer ayudaron a arrastrar las maletas hasta el interior de la casa. Mrs. Custance sospechó que se había roto algo. Pronto llegó la pequeña furgoneta con el resto de las pertenencias de Miss Docker: la mecedora, un armario, una cómoda y media docena de sillones con asiento de mimbre, cosa que a Mrs. Custance no le gustó.
—Nunca fui molesta para nadie —decía Miss Docker—, pero estoy dispuesta a utilizar lo que sea, el garaje o un sótano.
—¡Oh! —exclamó Mrs. Custance, herida—. Convinimos en dejarte la pequeña habitación con cristalera.
—Bien —dijo Miss Docker mirando hacia el interior de la vivienda—. Si eso fue lo convenido... Pero estas pobres cosas pueden quedarse en cualquier parte, por ahí... La mecedora en el mirador, naturalmente, donde nos sentaremos a menudo para charlar. Por otro lado, creo que a nadie le importará que, por lo menos, la cómoda esté en mi habitación. No es mucho mobiliario. De hecho, yo diría que peor está, una habitación completamente vacía. A ustedes, los hombres, ¿les importaría ayudar a meter la cómoda?
Cuando quedó todo más o menos colocado y cesaron los sudores y los esfuerzos, Mrs. Custance exclamó con un tímido tono de protesta.
—¡Oh! ¿No te das cuenta? ¿Qué vamos a hacer con todo este mobiliario en medio del paso?
—No lo tomes así —replicó Miss Docker, entristecida por su amiga.
Dio un nuevo empujón a todo aquello con el resultado de que algo se cayó al suelo.
—¿Qué ha sido? —preguntó Miss Docker.
—No es nada —replicó Mrs. Custance que se había puesto inmediatamente de rodillas—. Nada de importancia. Una pequeña estantería.
Lo siento —dijo Miss Docker—, pero siempre hay accidentes durante las mudanzas.
Así llegó Miss Docker.
Se dedicó en seguida a curiosear, yendo de un lado a otro. Mrs. Custance podría jurar que oía ruidos anormales, aunque comprobó que no era sino Miss Docker que canturreaba, deambulando de acá para allá, mientras las nubes purpúreas de la tarde llenaban la casa de penumbra.
—¿Quieres arreglarte un poco? Voy a preparar el té —dijo Mrs. Custance.
—Me estoy acomodando... —replicó Miss Docker—. Cada cual tiene su método personal. Nadie puede decir que no soy jovial. Normalmente sí, pero hay momentos en la vida en que no sería normal. Cuando una se siente como rota, por así decirlo... ¿No estás de acuerdo?
—Sí —asintió Mrs. Custance con voz muy débil.
Estaba preparando macarrones con queso.
—¡Macarrones con queso! —exclamó Miss Docker.
Había entrado, y se acercó a Mrs. Custance.
—Recuérdame que te explique un truco que aprendí sobre quesos.
Mrs. Custance prometió que lo haría.
—Y hay aquí también un buen trozo de solomillo de vaca, tierno de seguro, y además jugoso.
—Es para mi marido —explicó Mrs. Custance—. Después de todo un día de trabajo duro, creo que necesita comer carne.
—Comprendo —dijo Miss Docker con una sonrisa.
Mrs. Custance la miró sorprendida y recelosa.
—¡Oh, los hombres! —aclaró Miss Docker—. Un día te hablaré de todos los hombres que ha habido en mi vida. Hay algunas personas que no lo creen, ni yo voy a obligar a nadie a que acepte la verdad. Es como la fe religiosa. «Lo tomas o lo dejas», suelo decir yo. Sí —suspiró—, los hombres. Una pregunta, ¿es una hortensia esa planta macilenta y enfermiza enredada en la cuerda de la ropa?
—Sí —tuvo que admitir Mrs. Custance.
—Apostaría que no la podaste en julio, dejando sólo el par de guías requeridas.
—Yo nunca la podo —aventuró Mrs. Custance.
—¿Cómo? —dijo Miss Docker—. ¿Eres tú de esas personas que tienen miedo a podar?
Mrs. Custance probablemente lo fuera, pero esto era algo que no venía a cuento.
—Me sirve para poner a secar la ropa cuando la cuerda está demasiado cargada.
—Pero no es ésa la finalidad de la hortensia.
Miss Docker parecía muy deprimida. Repentinamente se la oyó tararear en voz baja:
Me-des-com-pon-go,
me-des-com-pon-go,
me-des-com-pon-go, sí.
—Oh, querida —exclamó de pronto—, no sé lo que estarás pensando de mí. Todo el mundo sabe que soy jovial y servicial. Mira —dijo—, dame un paño de cocina.
Cogió unos cuantos platos y preguntó:
—¿Dónde tienes el té?
—Pero yo diría que es demasiado tarde —protestó Mrs. Custance, muy apegada a sus principios.
—Nunca es demasiado tarde para tomar una taza de té —repuso Miss Docker.
«De ningún modo debo ponerme de mal humor», se decía Mrs. Custance para sus adentros.
—Nadie queda instalado en una casa —adujo Miss Docker— hasta que ha tomado la primera taza de té.
Cuando Ted Custance regresó, se dio cuenta de lo sucedido.
—Soy yo —llamó Miss Docker para despertar su atención.
Mr. Custance la miró.
—Bueno —dijo ella—, no se puede negar. Las cosas cambian teniendo un hombre en la casa.
Ted Custance continuó andando, mientras Miss Docker cantaba.
Cuando tos cielos eran azules
y los corazones eran sinceros...
—Tomáis té en la cena, supongo, cuando estáis an famiye.
Cuando empezó a colocar los cubiertos, seguía canturreando.
—No sé si sabrá que fui cantante. Sólo aficionada, por supuesto, en un coro de muchachas.
Mrs. Custance hizo varias cosas con suma firmeza.
—Digo yo —intervino Miss Docker—. ¿Tenemos que permanecer necesariamente con tan escasa iluminación? ¿Tenéis miedo de que os vean?
—No tenemos nada que ocultar —repuso Mrs. Custance.
—Vamos, vamos —reprochó Miss Docker—, las lenguas afiladas dan respuestas desagradables.
Mrs. Custance se sintió mortificada.
—El té está listo, Ted —dijo a su marido.
Ted Custance decidió que había otro rincón de la cocina que su mirada debía evitar en lo sucesivo. Miss Docker se había quitado la dentadura antes de sentarse. Estaba masticando con la mandíbula levantada, como si estuviera resistiéndose a morir ahogada. Había decidido, al parecer, vivir sólo de pan.
—No mucho —dijo cuando le ofrecieron macarrones con queso—. Para mí sólo un poquito. Tengo que resistir a la glotonería. Oh, sí, vosotros no lo creeríais. Nunca hubo una glotona igual.
Así, Miss Docker sólo masticaba pan, en calculados bocados.
—¿Está tierno, Mr. Custance? —preguntó.
Él no contestó.
—Veo que no es muy comunicativo.
—Algunas personas son así —aclaró Mrs. Custance.
Le hubiera gustado hacer algo positivo para proteger a su marido, pero no se le ocurrió nada.
—Bueno, cada uno tiene su modo de ser —dijo Miss Docker—. Personalmente, me gusta una agradable conversación entre amigos sobre algún tema metafísico.
Los Custance estaban empezando a cansarse.
—Nosotros tenemos mucha afición a leer... —dijo Mrs. Custance.
—Oh, también yo leo. Una vez, una señora me prestó un libro, Manong Leseó. También leí la Biblia del principio al fin. Fue cuando estaba sin recursos. Me llevó toda una quincena. Acostada en la cama, leía sin cesar. Llovía a cántaros. No paré. Anteriormente era pagana pero de súbito vi...
—¿El qué?
Ted Custance la estaba mirando.
—No sea tonto —dijo ella—. No se puede decir lo que se ve, pero se ve...
Él seguía mirándola. Las cejas y el bigote le hacían parecerse a alguien famoso y desagradable que ella no podía recordar en aquellos momentos.
—Cada uno sabe lo que le pasa, ¿verdad? —preguntó Miss Docker bajando la mirada.
Ahora que los polvos se le habían caído de las mejillas, su cara tenia color de guisantes estofados.
—Esa actitud es errónea —dijo ella— y la actitud supone las nueve décimas partes del todo, según la filosofía india. Gran parte de ella es sana, pero pueden encontrarse fallos aquí y allí. ¡La actitud! —repitió—. Recuérdeme que se lo demuestre en algún otro momento.
Hizo una pausa.
—¡Tendré que quitarme la faja!
Estaba, en efecto, a punto de estallar, pero antes de que se recobrara, Ted Custance había salido. Ciertamente, parecía sentirse molesto.
—Es un tipo irritable —dijo Miss Docker.
—Ted es la persona más amable del mundo —protestó su esposa.
—¡Cuando se desea ayudar a una persona! Hay tantas en espera de ayuda, tanto amor cristiano esperando ser derramado sobre aquellos que son reacios a aceptarlo... El mundo debería ser un lugar maravilloso.
Mrs. Custance tomó un poco de bicarbonato con agua caliente y luego se empezó a fregar los platos y cubiertos.
Pero Miss Docker era un alma consagrada. Eso no podía negarse.
—Está esa Mrs. Florance —decía a la mañana siguiente—; anemia perniciosa, aunque yo diría que está muerta de hambre... ¿Sabes lo que voy a hacer? Pues pienso ir al carnicero y comprarle un par de chuletas. Luego prepararé para Mrs. Florance una ollita de caldo. Hay muchos cristianos sólo de nombre. Creo que hay muchas cosas que les turbarían si pudieran despertar.
Miss Docker se fue.
A poco volvió cantando:
Yo mimo, yo ato
pom, pom!
Se sentó en su mecedora, en el mirador, saludando con la mano a los que conocía de cuantos cruzaban la calle. Algunos se volvían a mirarla, con franca sorpresa.
Por la noche, Miss Docker se sentiría inquieta en la cama. Los Custance podían oírla rozando el tabique divisorio, antes de poner en marcha su transistor.
—Deberían comprarse un transistor —les dijo a través del tabique.
—No lo necesitamos —gritó Ted Custance en la oscuridad.
Pero Miss Docker no le oía. Había muchas cosas que no oía.
—¡Oh, la música! Es encantadora —exclamaba—. Le hace a una sentirse buena. Y las charlas, las charlas educativas... aunque lo que yo espero con más ansiedad es el hombre que dice «buenas noches» siempre con tan sencilla amabilidad.
Los Custance estaban acostados, rígidos, como enfermos. La piel del brazo de la esposa se sentía acariciada por las puntas de los dedos más bien ásperos del esposo.
Mucho antes del final de la emisión, con aquellas voces vibrantes con acento inglés que acaso habrían agradado a Mrs. Custance en circunstancias normales, Miss Docker estaba dormida Los Custance oían sus ronquidos desde la cama.
Luego, para sincronizar con el momento, Ted Custance pellizcaría la piel del brazo de su esposa, pero con fuerza. Hasta que Mrs. Custance retiró el brazo.
El domingo Miss Docker tenía una misión que cumplir. La habían recogido en la Iglesia, donde cantaba en el coro. Los Custance eran vagamente baptístas.
—Esa mujer —decía de manera como casual, pues ésta no era todavía su misión—, esa Miss Scougall, tiene algo contra mí. No puede soportar que yo mejore mi parte. Ella cree que es mejor que todas las sopranos reunidas No admitirá que ninguna otra persona pueda ser artista y. por supuesto, su hermana está con ella.
Los Custance estaban distraídos Se sentían agotados, pero en modo alguno se rendirían. Quizá habían aprendido ahora a retirarse lo bastante lejos.
Cuando Miss Docker dejó de masticar v se inclinó hacia adelante para anunciar que había algo que la estaba afligiendo, los polvos de tono claro destacaban en sus mejillas más oscuras.
Los Custance se dispusieron a escucharla, sabiendo que iban a sufrir un golpe.
—Por algún tiempo —decía Miss Docker— me he estado preguntando por qué, entre buenos amigos, parece haber una especie de prejuicio con los nombres de pila.
Ted Custance desearía haber evitado todo aquello.
—A mí me pusieron Gertrudis —explicó Miss Docker—, aunque todo el mundo me llama Gee. Gee se sentiría realmente amiga vuestra si oyera este nombre alguna que otra vez.
Mrs. Custance hizo un gesto con la cabeza y confesó:
—Creo que no somos demasiado amables. No es que seamos fríos, exactamente, ni tampoco ceremoniosos, sino más bien tímidos. —Aquí hizo un gran esfuerzo—. Sí, supongo que somos en exceso tímidos.
—Un nombre es el suavizador de la amistad —instó Miss Docker.
Mr. Custance estaba sudando.
—Que me maten si aguanto todo esto —dijo en voz baja, y rápidamente salió del comedor.
Miss Docker no le oyó.
—Oh, bien, fue sólo una sugerencia —dijo ella—. Nemo seguirá siendo Memo. Significa nadie.
Cuando Mrs. Custance salió en busca de su marido, lo encontró arrancando tomateras en lugar de dormir la siesta de los domingos. Pero ya estaba sosegado. Ella notó reflejos verdes en su piel. Los dos tenían a veces manchas verdes en la piel aunque eran personas sosegadas. No es que esto significara pasión, sino que los dos habían logrado ahormar un temperamento bastante parecido al del otro, para sobrellevarse.
Mrs. Custance vio que debía hacer algo. La desesperación la ayudó a recordar que conocía a alguien, que a su vez conocía a otro alguien, quien conocía a un obispo. Así, el asunto se arreglaría con rapidez.
—Miss Docker —anunció como si no pudiera esperar más, en un tono de voz que pareció casi salvaje a la misma Mrs. Custance—, hemos decidido, Mr. Custance y yo —porque necesitaba algún apoyo—, que a nuestra edad estamos ya muy hechos a nuestra independencia, quizá seamos demasiado egoístas y nos cuesta mucho compartir nuestra casa con una tercera persona. Es horrible, lo sé, verdaderamente —añadió Mrs. Custance con toda honradez.
Pero Miss Docker sonrió como si lo supiera todo, como si hubiese estado enterada desde el principio.
—La gente —decía— no puede ayudarse a sí misma.
Entonces prorrumpió en sollozos.
Mrs. Custance se lanzó al instante a una explicación, deplorable pero necesaria.
—Ya sabe el privilegio que supone ingresar en la residencia Sundown Home de Sarsaparilla. No hace falta más que ver la lista de solicitudes esperando ingreso. Muchas de las personas que lo piden son matrimonios bien relacionados. También hay, por supuesto, señoritas...
Nada podía detener a Mrs. Custance ahora. Parecía que hubiera estado haciendo siempre aquel papel.
—Pues bien, para resumir, un amigo, un conocido nuestro, ha hablado con el obispo Agnew, y la residencia ha decidido aceptarla a usted, adelantándose a las solicitudes anteriores.
Miss Docker había dejado sus lloriqueos.
—¿Le parece bien el jueves?
Así, el jueves llegó el coche de alquiler, junto con la pequeña furgoneta para recoger sus pocos bártulos.
—No haré ningún discurso —dijo Miss Docker—, sólo voy a decir que la amabilidad cristiana es una cosa rara, y que nunca se aprende fácilmente, ni siquiera de los que poseen otras virtudes. Bien, querida, colegirá que yo soy agradecida, aunque no voy a hacer ningún elogio excesivo de esto. Está bien, Fred —dijo—, siga adelante en este coche encantador, pues ya sé que usted está sufriendo por mí. Algunos hombres prefieren esos polvos de la cara, ¿lo sabía usted?
Miss Docker fue llevada a la residencia Sundown Home de Sarsaparilla.
—¡Está muy cerca! ¡Vamos a ser vecinos! —decía Mrs. Custance en voz alta para que la pudieran oír.
—¿Y bien? —preguntó su marido cuando regresó a casa después del trabajo.
—Ya está hecho.
La huésped podría haber sido la serpiente del Edén o Lady Macbeth. Él respiraba ya con más libertad y quería a su esposa mucho más. Su esposa estaba delgada, pero él la amaba incluso por su gracia al caminar.
Entonces Ted Custance hizo algo extraordinario. Con la palma de la mano empezó a golpear el moño del cabello frágil y de color natural de su esposa. Levantaba la mano con suavidad y golpeaba una y otra vez, siempre muy ligeramente, hasta que el cabello se soltó y se extendió como una cascada.
—Ted, oh, Ted... —exclamaba ella protestando en broma—. ¿Qué va a decir la gente?
Seguían las risas.
Más tarde se hizo el silencio, hundido él en los muelles rotos de la silla de la cocina, mientras ella como una chiquilla se sentaba sobre sus piernas.
El silencio era total. Sus muslos rozaban con el áspero tejido de los pantalones de su esposo. Al mirar las tomateras sembradas, vieron que la luz del día les denunciaba ante cualquier curioso, y Mrs. Custance sospechó por una vez que siempre resultaría condenada en cualquier juicio por exceso de bondad.
Quizás su marido estaba leyendo este pensamiento.
—Ahora habrá llegado ya. Estará empezando el siguiente asalto. ¡Pobres diablos! ¡No les queda esperanza ni en el infierno!
II
Después de la comida de aquella tarde, consistente en carne picada y budín, las dos señoras mayores y los caballeros se retirarían al Salón Chino de lo que había sido la mansión del «millonario del cemento». Quedaba todavía grandeza, incluso magnificencia. Estaban los enormes jarrones de cloisonné, y también restos de las alfombras chinas que los herederos habían dejado en la casa. Aunque predominaba ahora el color de la trama, las alfombras conservaban parte de su opulencia, como un esqueleto de su antiguo esplendor. La factura particular de aquellas alfombras era conocida comúnmente como «alfombra tallada», según alguien había informado recientemente a los actuales ocupantes de la mansión. Bien pudo haber sido Miss Docker. Semejante factura significaba el extremo máximo del lujo y la riqueza. Dicha información había proporcionado a los caducos residentes una verdadera alegría. Allí sentados, agitaban el café con la cucharilla entre las sombras polvorientas del lujo pasado.
Miss Docker se había adaptado muy pronto a la rutina de la residencia de Sundown Home. Como todas esas personas cuyas vidas son fantásticas, ella acabó por no ver la realidad. La segunda noche entró en el Salón Chino con la caja de zapatos en que guardaba sus fotos y en seguida empezó a congregar al rebaño.
—¿Dónde están los hombres? —preguntaba—. Hay varios caballeros aquí, ¿no es verdad? ¿Dónde se han ido?
—A sus habitaciones, a morir tal vez —sugirió Mrs. Hibble desde su rincón.
—¡Qué cosas dice usted! —exclamó Miss Docker—. Y en una morada de la Iglesia de Inglaterra. Nosotros estamos aquí por la gracia de Dios.
Mrs. Hibble se preguntaba si toda su vida había sido agnóstica sin saberlo.
—Mi intención es sólo proporcionar algún placer a todo el mundo. Creí que tal vez pudiéramos jugar a algo, aunque me di cuenta desde el principio de que nosotros no somos exactamente personas dadas al juego. Sin embargo, el reino animal y el reino vegetal nos ayudan a pasar el rato. Hablemos en honor a ellos del Juego de la Ver^ dad. Algunos ponen objeciones al Juego de la Verdad, y no se preocupan de enfrentarse con esa misma verdad.
Ciertos ruidos suaves en la garganta de aquellas señoras parecían en cierto modo un asentimiento.
—Viendo que no hay aquí inclinación para pasar una velada alegre en común, decidí traer mi caja de fotos —dijo Miss Docker—. Puede que alguien quisiera pasar el rato mirándolas, aunque les advierto desde el principio que no es obligatorio hacerlo.
Mientras buscaba en la caja de zapatos colocada sobre sus rodillas, Miss Docker notó que Mrs. Hibble dependía en cierto modo de una segunda dama, una silenciosa sombra, sentada en un estado de plácida duermevela a su derecha. Mrs. Hibble apenas volvía la cara. Pero Miss Docker lo vio, o lo percibió. Sus manos activas estaban jugando con la tapa de la caja. La dependencia ponía nerviosa a Miss Docker, puesto que ella no había logrado una cosa tan indeseable.
—No les molestaré —dijo, al tiempo que se rasgaba una esquina de la tapa de cartón, porque al parecer la caja no había sido nunca tan poco manejable—. No tengo intención de mostrarles una serie de fotos de personas a quienes ustedes no conocen, pero creí que tal vez les divirtiera ver cómo era su segura servidora en diferentes situaciones de su vida.
Soltó entonces un gritito y enseñó triunfalmente varias de las fotografías, amarillas por el tiempo y el abandono. Después de agacharse varias veces, de estirarse y de volverse a levantar, acabó diciendo:
—¡Vamos! ¡Ustedes no lo creen! ¿Verdad?
Dos o tres señoras que estaban a su lado doblaron el cuello arrugado por los años, pero no se atrevieron a dar una opinión. Las opiniones se habían agostado para la mayor parte de los ocupantes de Sundown Home. Sin embargo, las señoras tenían cierto interés en contemplar lo que ciertamente era un fenómeno peculiar: una chica joven, aterciopelada, con un lazo de mariposa sujetándole el cabello, un precioso cuello de encajes sobre su dulce seno, los brazos descubiertos. Las señoras vieron que lo más peculiar de todo era que la chica de la fotografía hubiese sido Miss Docker antes que los vientos soplaran inclementes sobre ella.
—Hay muchas cosas que no entendíamos —decidió Miss Docker, raspando con la uña algo en la cara de la muchacha de la foto—. ¡Qué jóvenes aquéllas! Debíamos ser verdaderas ignorantes —se estremeció ante el pensamiento—. Bueno, así éramos. Unas pobrecitas sin experiencia. La edad, como ustedes bien saben, tiene sus compensaciones.
Pero el silencio dominaba a las inquilinas de Sundown Home.
—¿Pueden ver algo? —preguntó Miss Docker y luego añadió frunciendo el ceño—. Realmente la luz es muy pobre.
—Oh, sí, bastante bien —repuso Mrs. Hibble.
Miss Docker odiaba a Mrs. Hibble, para no decir de la amiga de Mrs. Hibble, real pero todavía en la sombra. Haciendo un esfuerzo con la vista entre las sombras empezó al fin a ver lo suficiente para poner fin al anonimato de la señora escondida.
—¡Bien! —exclamó—. ¡Hola! ¿No es Mrs. Lillie? ¿Mrs. Millicent Lillie?
La sombra se agitó evasivamente.
—Así es. Soy Mrs. Lillie —admitió.
—Está bien, pero qué arbitrariedad, no darse a conocer a una amiga.
—No se me ocurrió —arguyó Mrs. Lillie—. Pensé que habría suficiente tiempo para todo.
—En un lugar como éste no hay que dejar las cosas | sin hacer. ¿No está de acuerdo? —Miss Docker miró a j las otras—. El tiempo puede jugarnos sus tretas —advirtió.
Mrs. Lillie se sentó.
—¿Quién lo iba a creer —continuó Miss Docker—. ¿Son dos o tres los años que hace que murió su pobre marido?
Mrs. Lillie continuó sentada, evidentemente esperando el momento de poder hablar a solas. En aquella situación depresiva que la embargaba, habría decidido que el tiempo era su único e infalible protector. Su amiga Mrs. Hibble, y en eso estaban las dos de acuerdo, no podía hacer nada por ella ahora.
—Esperen, en realidad, creo que... —Miss Docker iba diciendo, al tiempo que buscaba entre sus fotos—. Tengo una foto en alguna parte... Aquí está.
La mostró antes de disponerse a devorar a su interlocutora.
Los labios de Mrs. Lillie se humedecieron.
—Tom y Millie Lillie.
Otra vez Mrs. Lillie se humedeció los labios. Nunca Miss Docker se había referido a ellos con menos respeto. ¿Era el tiempo, después de todo, el protector infalible?
—¡Y aquí estoy yo! —Miss Docker apuntó con el dedo—. ¡Llevándolo cogido de la mano! Había empezado a necesitar atención. Eso fue después del primer ataque. ¿Recuerda cómo entré yo en escena? Pues voluntariamente. Nunca fui persona capaz de negar ayuda al necesitado. ¿No es cierto?
—Así es —repuso Mrs. Lillie en tono muy débil.
Pero su cara estaba como de cera. Parecía iluminada por aquella luz, transida de los secretos de la experiencia.
—Más tarde solía yo ayudarle a volver. No sé cómo se las podía arreglar usted sola. Era un hombre corpulento.
Millicent Embery había oído hablar de su enfermedad antes de comprometerse con él. Pero tenía unos hombros magníficos, y la cabeza parecía copiada de una lápida romana. Al menos por el lado materno, Tom Lillie pasaba la prueba genealógica, aunque no llegara a los Embery, por supuesto. Qué hacer con Tom, dado que Millicent se había casado con él, había sido tema de discusiones. Hasta que Mrs. Embery, de la noche a la mañana, lo convirtió en jardinero paisajista y Tom nunca más miró atrás. Era rudo con sus clientes. Estos aceptaban su fobia contra los cipreses y no se atrevían a rechazar las rocas con que siempre salpicaba sus céspedes suburbanos.
—Al principio yo estaba asustada —apuntó Miss Docker—. He de admitir, Mrs. Lillie, que su nariz aguileña me infundía respeto. ¿No le pasaba a usted lo mismo?
—Nunca he pensado en tal cosa —repuso Mrs. Lillie.
Millicent Millie había tomado su belleza por algo garantizado. Había sido tan indiscutible que nunca se había detenido a analizarla en detalle.
—Una nariz puede cortarse, ¿sabe usted? —acusó Miss Docker—. Aunque él era algo fanfarrón, creo que nunca oí a alguien llamárselo. Y era un hombre encantador. Por entonces había perdido el habla. ¿Pero es lícito basar todas las diferencias en el habla?
Miss Hibble rió a carcajadas y miró deliberadamente a su amiga. Pero Mrs. Lillie no se dio cuenta.
—Al final le hubiera incluso cambiado la ropa, como si fuera un bebé.
Varias de las ancianas estaban fascinadas por las manos de la niñera.
En cuanto a Miss Docker, lo cuidaba y fajaba con mimo. La encantaba su suerte. Era todo lo que quedaba del hombre que había dilapidado una herencia en la casa pequeña y sórdida a que quedaron reducidos, según recordaba Mrs. Lillie.
—Usted, querida, nunca tuvo fuerza de voluntad —rememoraba Miss Docker.
Así era. Recordaba cómo, con su decisión, Miss Docker había dominado al enfermo. Recordaba los hedores y las suciedades de la enfermedad.
Incluso en su momento de apogeo, Millicent Lillie sospechó siempre que era la edad la que hacía evolucionar y moverse a los personajes del ballet. Los jeroglíficos esculpidos sobre piedra en la antigüedad tal vez grabaran sensaciones de seguridad. Pero serían efímeras y falsas. Así temblaban las plumas que adornaban su peinado antes de que la parálisis se apoderara de él y el único collar de diamantes que llevaba puesto casi le separaba la cabeza de la garganta. «¡Qué diablos!», decía Tom, besándola en los párpados, besándola en la garganta. Era, desde luego, demasiado irracional, para no decir perverso, para poder explicarlo. Ella unió su boca a la de él para beber ebriamente sus besos, saboreando su olor a clarete. Cuando el guía los llevaba bajo la uniforme luz de la luna de Egipto, ellos se sentían esculpidos en el mármol y al propio tiempo delirantemente derretidos. Sin embargo, había días en los que el polvo, procedente de la erosionada costa, lo cubría todo. Entonces, sus labios gustaban el sabor del desierto.
—¿Pero cómo puede nadie ver algo desde allí? —decía Miss Docker—. Hay que mirar las cosas desde el punto de vista adecuado.
—Oh, pero yo sí he visto —protestaría Mrs. Lillie, como si el objeto de su protesta no estuviera a su lado—. ¿Son la verdad y la bondad los puntos desde los que sufrimos más cuando miramos?
Incluso había visto cómo las armas se volvían, al fin, contra quienes las manejaban.
—No soy yo la principal interesada —afirmaba Miss Docker—, sino usted.
Bajo la luz incierta, la foto parecía sugerir lo contrario. Era la figura de Miss Docker la que dominaba. ¿Protegiendo al hombre enfermo? ¿De qué? Con su gorro de piel, cuyo estilo no había cambiado nunca, Tom lo ignoraba todo, como las rocas ignoran los arabescos del liquen. Sólo su esposa sabía que las rocas se abrirían alguna vez a su conjuro. Paseando en coche por el Pincio, al anochecer, ella flotaba, mientras él seguía firme en el asiento. Los caballos, con los ollares dilatados, siempre la habían aterrorizado.
—¡Oh, mi pelo! —gritaba, cuando las ramas de los árboles derramaban rocío sobre su cabeza.
Sus largas mangas color amatista, se enredaban con las sombras de los árboles. Las ruedas se alzaban en una curva. ¿Iban a volcar? Él la sujetó con fuerza como siempre, cogiéndola de un brazo. En otro momento posterior fue Miss Docker quien ofreciera un brazo a Tom. Ella misma era sólo una anciana sumergida en el mar de sus propios recuerdos.
—¿Le gustaría conservarla? —dijo Miss Docker.
Mrs. Lillie era consciente del alud de amabilidad que la ahogaría si aceptaba.
—No, gracias.
—Era sólo una idea... —rectificó Miss Docker—. Una sólo puede ofrecer lo que tiene.
En realidad, ella poseía mucho. Tenía más fotografías.
—¡Oh, ésta! —gritaba—. ¡Las va a dejar con la boca abierta!
Revoloteaba de una señora a otra.
—¡Ésta soy yo! ¡Vestida de Aladino! ¡En un baile!
Sus piernas quedaban bien destacadas en la foto.
—Me movía muy bien con el charlestón —gritaba— y con todo lo demás.
Se puso a tararear:
—¡Ahora estamos aquí, tra-lará-larí!
El Salón Chino se tambaleaba. El ebrio gabinete, también de laca auténtica, aprendió a contonearse en su día. Una jardinera de latón, deslustrada ahora, acaparaba la escasa luz. Los flecos de seda de las pantallas dejaban gotear su agria melodía desde las lámparas. Los muelles rotos se rendían ante el embate del relleno de esparto de las sillas.
Pero Mrs. Lillie había estado navegando por un mar de música de tonalidades de amatista. Una música que se hinchaba, que giraba trazando círculos color de rosa. Una vez se le rompió a él la botonadura de la camisa v los dos se pusieron de rodillas para buscar, aunque riéndose de la poca importancia de una perla desaparecida.
Miss Docker rebuscaba otra vez en la caja de zapatos.
Ésta y ésta también...
—¿Y esa otra? —preguntó una anciana, cuya vida pareció depender súbitamente de aquella foto.
—Ésta es personal. Pertenece a alguien que murió —musitó Miss Docker. Y la retiró.
—¡Alguien que murió! ¿Acaso la muerte es una cosa personal? —Mrs. Lillie casi soltó la carcajada.
Pero prefirió seguir sonriendo, recordando la mañana que Tom murió. Miss Docker estaba con ellos. Estaba sentada junto a la cama, con las piernas separadas, sobre la tapa del dompedro que alguien había prestado.
—Estoy hablando con él —explicaba Miss Docker—. Una nunca sabe lo que hay tras un ataque semejante. Quizás el afectado pueda oírnos. A usted no le molesta que lo haga, ¿verdad, querida? En estos momentos tengo lo que se llama una intuición. Le he estado hablando del proceso de la digestión, asunto que leí en una revista médica, en la casa de un doctor, donde estuve invitada recientemente.
Mrs. Lillie sonreía a causa del odio que percibía en la mirada de su marido.
—Hay que infundir buen humor en los enfermos —aleccionaba Miss Docker—. Hay que mantener siempre vivo su interés.
Mientras tanto lo estaba abanicando sin parar con un número del «Herald».
—Una mosca horrible amenaza con aterrizar en la nariz del paciente.
Y Miss Docker seguía abanicando al prisionero. Dijo entonces a la esposa del enfermo:
—Querida, usted es de esa clase de personas que difunde encanto pasivo. Yo soy más práctica. Quizá debería haber dos mujeres —aquí se volvió para reír a su amiga— en la vida de cada hombre.
Pero Mrs. Lillie sólo sonrió.
Miss Docker se dedicaba a golpear la nariz de Tom con el «Herald» doblado. Siguió golpeando suavemente, mientras Millicent Lillie no podía hacer más que sonreír y temblar.
—Hay que saber soportar el golpe —gritó Miss Docker.
A Mrs. Lillie le hubiera gustado gritar:
«Amor mío, mi respiración, y mi sangre están escapándose de mi cuerpo. El amor, mi amor está muerto...»
Y lo estaba.
Ella veía cómo la vida se escapaba por la mirada de su marido. Pero ella aún tenía fuerzas para seguir de pie y sonreír.
—Bien —dijo Miss Docker a las ancianas reunidas en el Salón Chino—, todos tenemos que morir, sólo que no viene al caso hablar de este tema en una institución como ésta. Algunas personas han muerto en mis brazos.
Retiró otra fotografía.
Mrs. Lillie recordaba el entierro de su marido, lo horrible que fue aquella mañana de su muerte.
Miss Docker miró a Mrs. Lillie. Ésta no podía perdonarle por completo la forma en que murió Tom Lillie. Pero lo del entierro había sido peor.
Mrs. Lillie recordaba que había acudido su hermana Agnes, y las chicas Trevelyan, siempre tan serviciales, incluso después que a uno se le ha esfumado la fortuna. Se habían acurrucado en una reducida habitación cerrada, escuchando los arañazos secos de las urracas en el tejado de hierro. Agnes se sentía muy decaída, pero Baby Trevelyan sacó un frasquito del bolso y sugirió, no sin dar especial colorido a sus palabras:
—Creo que debemos tomar un sorbo, ¿no os parece? ¿Qué otra cosa podemos hacer en estas circunstancias?
Violet Trevelyan trajo los vasos. En cuanto a Agnes y Millicent, sus manos no habrían respondido, y fue Baby quien les sirvió.
La conspiración sostenía a las dolientes mujeres. El refinamiento se aligeraba a medida que el brandy consolaba sus gargantas.
—¿Crees que esto es correcto? —preguntaba Agnes Pinfold mirando el vaso de su hermana, manchado de carmín.
—Oh, fue idea de Miss Docker —explicó Millicent Lillie—. Me dijo que la barra de labios fortalece la moral. Yo acepté por complacerla a ella, ¿sabes? Su bondad es como una enfermedad contagiosa. Una se ve obligada a ser amable con ella.
Como Miss Docker significaba muy poco para los que habían llegado, éstos guardaron silencio. Mientras tanto, Mrs. Lillie volvió a mirar el vaso manchado. Comprendió que lo que en otros tiempos había sido una estatua fría, mármol impecable, se había transformado en una chica suave, palpitante, blanca, excepto que alguien había sustituido en sus labios el color rosado natural por un arco de charol escarlata. Aquello era aterrador. Miss Docker lo había hecho amablemente desde luego, pero Mrs. Lillie ni siquiera sabía cómo había ocurrido.
Las tres visitantes se sobresaltaron cuando entró Miss Docker. Su llegada, como de costumbre, lo puso todo en movimiento.
—Espero que no me hayan dado por perdida —exclamó jadeante—. Pero yo nunca puedo abandonar a nadie. Alcancé el coche por casualidad.
Ciertamente, allí estaba el coche largo, negro, increíble, que podía no pertenecer a nadie, sino a un fantasma. Fue una bendición, porque Agnes y las chicas Trevelyan no tuvieron tiempo para asustarse de Miss Docker.
El joven era muy cortés.
—Gracias —dijeron las señoras, tambaleándose, tanto por el brandy como por la pena.
Miss Docker había empezado a organizar.
—Que Mrs. Pinfold pase primero —ordenó—. Luego tú, querida, en este rincón confortable y bonito. Las dos señoras, yo diría que mellizas, ocuparán los asientos posteriores. Pero yo —dijo volviéndose a Agnes— me quedaré en medio, porque tu hermana está acostumbrada a apoyarse en mí. Llevo atendiéndola mucho tiempo y la entiendo. El entendimiento lo es todo.
Así quedaron colocadas.
Anticipando la fricción con el busto vaporoso de Miss Docker, la fragilidad trémula de Mrs. Lillie parecía desmoronarse. Miss Docker estaba sosteniendo las manos de Mis. Lillie, como si temiera que pudieran desaparecer. La sonrisa de Mrs. Lillie se esforzaba por emerger a la superficie, a través de la gruesa y grasienta capa de color escarlata. Concentró su atención en las espaldas de las Trevelyan. Para su edad aparecían muy erectas, bajo sus vestidos de seda, casi transparentes.
El servicio en la iglesia fue muy rápido. El espíritu no estaba ausente de Mr. Wakeman, pero la falta de palabras le obligó a abreviar. De forma que cuando ella puso la mano debajo de su codo, la viuda estaba ya levantando los pies para caminar en dirección al coche.
—Vamos, Mrs. Lillie —Mr. Wakeman la consolaba—, debe mirar a sus amigos, que la quieren, y a Dios —añadió, como si se sintiera culpable de una omisión.
Sus ojos, tan azules, tan sugestivos se esforzaban para conseguir un fervor, quizá mayor del que podía ser esperado por los fieles de la parroquia.
—¡Amigos verdaderos! —exclamó Miss Docker, que seguía en primer término aunque pareciera olvidada—. Hay amigos y amigos; y algunos no siempre nos son fieles.
Si Miss Docker era como un esparadrapo al lado de su amiga, el párroco era un bálsamo consolador.
—Yo iré delante, Mrs. Lillie —explicaba él con palabras sencillas e innecesarias—. En mi coche, mire, el Morris. No tendrá más que seguirme.
Luego hizo un ruidito con los dedos, que sugería que alguien había relevado su guardia, y se dio un puñetazo simbólico en las costillas.
Hacía ya demasiado calor en el coche funerario, sin necesidad de la adición de Miss Docker. Los muelles sobre los que descansaba Mrs. Lillie, en su nube de creencias en crisis, reanudaron su suave vibración.
El cortejo empezó a moverse. En primer lugar iba un hombre, una especie de mayordomo o maestro de ceremonias, muy majestuoso, con guantes impecables, caminando delante para regular el tráfico. Luego, el coche fúnebre. Ella advirtió al párroco en su reducido cochecito. Agnes empezó a llorar suavemente. Sabía que su hermana jamás se había preocupado mucho por Tom. Las chicas Trevelyan movían gravemente la cabeza, tocadas con sus gorros negros.
El cortejo avanzaba acelerando poco a poco la marcha, como si existiera la intención de acabar pronto.
—Ahí está Mrs. Cartwright —observó Miss Docker—. Creí que debía venir, sabiendo que ustedes eran clientes suyos.
El espléndido coche se oía pero todavía no alcanzaba a verse.
—Fíjense en ese perro pastor —observó Miss Docker—. Lo atropellarán si no tiene cuidado. No sé quién será su dueño. A mí me gusta conocer, a la vez, a las personas y a sus perros.
Mrs. Lillie nunca había tenido un perro. Por alguna razón recordó entonces la exagerada amabilidad de su joven y guapo marido, antes de volverse rudo con aquellos que pretendían planear sus propios jardines. El cuchillo que tales recuerdos clavaron en su costado fue dolorosísimo y su sonrisa acusó el dolor que sentía.
—Puedes contar conmigo, querida —aseguró Miss Docker—, en todo momento. Incluso a mitad de la noche, no tienes más que llamarme por teléfono, tal como hacen los alcohólicos en apuros.
A Mrs. Lillie la sorprendía que sus manos no se hubieran roto ya. Pero en cierto modo estaba agradecida. El dolor físico, real, objeto de las atenciones de Miss Docker, le impidió agacharse y besar una vez más los labios muertos de su marido. No creyó nunca que llegara a soportar todo aquello.
Cuando el cortejo se detuvo inesperadamente, comprendieron que algo había ocurrido, algo que no incumbía al joven y experto conductor.
—¿Qué pasa? —preguntó Miss Docker—. ¿Quieren romperle el cuello a alguien? —Empezó a retorcerse nerviosamente junto a la ventanilla; su inquietud era cada vez mayor—. Es Mr. Wakeman. Ha salido. Y también ese individuo de la casa de pompas fúnebres. ¿Es que han perdido el juicio? No sé qué pensar. Mr. Wakeman parece un capellán castrense. Lleva botas del Ejército. Es sorprendente. Creo que un establecimiento dedicado a pompas fúnebres debería saber el camino seguro desde cualquier parte hasta el Más Allá.
Se habían detenido, inseguros, junto a un poste de señales, en alguna parte de las afueras de la ciudad. El suelo no podía ser más arenoso.
—Pero yo puedo indicárselo —dijo Miss Docker—. Todo el mundo sabe el camino hasta el Crematorio del Norte. Nosotros vamos allí cada quince días.
Se había decidido que Tom Lillie no yacería bajo la hierba y las botellas rotas.
—Escúcheme, Mr. Wakeman —llamó Miss Docker desde la ventanilla abierta, con las venas de sus sienes cada vez más gruesas.
Pero el párroco y el empleado de la funeraria no hicieron caso a Miss Docker.
—¡Mr. Wakeman! —gritó de nuevo con el rostro enrojecido—. ¡Qué estúpidos son algunos hombres!
Las chicas Trevelyan se estaban retirando de la escena lo más que podían.
Al final, Miss Docker saltó fuera del vehículo.
—¡No puedo soportarlo más!
Empezó a caminar en dirección a lo que Agnes Pinfold y las Trevelyan no se hubieran atrevido a llamar coche fúnebre.
La portezuela del suyo estaba abierta. Una abeja penetró en el interior y fue a posarse, como una joya de oro, sobre la seda agobiante de Mrs. Lillie.
Miss Docker resoplaba señalando, gritando.
De pronto, con la misma rapidez con que ella había saltado fuera del coche, los dos hombres entraron en otro.
El cortejo reanudó su interrumpido itinerario y Miss Docker quedó riéndose con buen humor, pues la broma iba claramente dirigida contra ella.
—Al menos, quise hacer el bien —exclamaba, girando sobre sus pies, riendo y gesticulando.
Cuando, por un momento se quedó sola, el crepúsculo deformó cruelmente su ya hinchada figura.
Lo que sucedió a continuación, Mrs. Lillie nunca sería capaz de decirlo, ni siquiera lo había intentado en realidad. Su instinto la persuadió de que la investigación pudiera resultarle demasiado penosa.
La portezuela de su coche se había cerrado suavemente. ¿O quizás de un portazo? Por desgracia, o quizás por fortuna, Mrs. Lillie no podía recordar quién la había cerrado, ni cómo. ¿El cortés y joven conductor? Demasiado distante. ¿Las hermanas Trevelyan? Demasiado discretas. ¿Agnes? Demasiado confundida. Ella misma estaba demasiado débil.
Pero la puerta se había cerrado de golpe.
Y allí, fuera, quedaba el rostro de Miss Docker.
—¡Eh! ¡Esperen un momento! —clamaba.
Pero el impecable y joven conductor ya avanzaba, despacio.
Miss Docker recordaría ahora las caras con toda claridad, en el Salón Chino de la residencia de Sundown Home. Recordaba la expresión ausente de las mujeres. Recordaba la cara blanca como la tiza de la viuda, y aquella barra de labios, que ella tan amablemente le había ofrecido.
Pero el enorme coche se alejaba lentamente, escapando a su control. Otros no se atrevían a someterse a él, y los demás coches estaban tomando velocidad. En algunos casos oyó el rechinar hostil de los frenos. A lo largo de la fila, algunos conductores se agarraban a los frenos de manos, como una excusa para inclinar la cabeza. Tan importante era conservar la continuidad.
—¡Eh! —gritaba Miss Docker, caminando primero, luego corriendo—. ¡No tienen corazón! ¿Mr. Gartrell? ¿Mr. Custance? ¿Mrs. Fitzgibbon? ¿Mr. Galt?
Corría sin cesar, a medida que ellos ganaban velocidad, con las manos extendidas para coger algo; ya no coches ni personas, sino algo que se le estaba escapando.
Es curioso, pero en aquellos momentos de premura y dolor ninguna de las caras del cortejo reconoció a Miss Docker, aunque en verdad todos examinaron el bulto que corría a lo largo de la cuneta.
—¡Comandante Clapp! —gritaba Miss Docker—. ¡Coronel Ogburn-Pugh! ¡Mr. Thompson! ¡Mrs. Jones! ¡Miss Ethel Jones! ¡Miss Dora! ¡Mr. Lickiss!
Pero los coches estaban entregados a una misión y no la oían.
—¡Mr. Lickiss! ¡Por el amor de Dios! ¡Mr. Lickiss! —clamaba Miss Docker entre gritos y sollozos.
En determinado momento cayó sobre una rodilla, librándose por milagro de los cascos de una botella, pero rompiéndose la media con una piedra casi igual de afilada que los cristales. Luego, cuando a su alrededor sólo quedaba polvo y silencio, y en la tablilla del cruce se leía: A Sarsaparilla, dos millas. El suburbio amigable, decidió caminar desandando el camino.
Miss Docker lo recordaba todo en el Salón Chino de la residencia para ancianos de Sundown Home, barajando con las manos las fotografías y con las mandíbulas inquietas, masticando las cosas amargas que le venían a la memoria.
—¿Seguro que ha terminado de ver todas las fotos? —alguien preguntó amablemente.
—¡Oh, no, querida! —replicó Miss Docker—. Nada se acaba completamente.
En cuanto a Mrs. Lillie, se había levantado por etapas de su sillón y avanzaba temblorosa hacia las gastadas escaleras.
—¿Qué le pasa? —preguntó Miss Docker.
—imagino que se va a acostar. El volver al pasado ha sido demasiado fuerte para ella —explicó su amiga Mrs. Hibble.
Miss Docker parecía un tanto ablandada, pero nada la compensaría del incidente por el que Tom Lillie la había esquivado. Sólo con la imaginación pudo contemplar el brillante ataúd cayendo detrás del telón.
—¿No nos va a enseñar más fotos? —continuaban suplicando voces ancianas, a las que se unió la de Mrs. Hibble.
Entonces Miss Docker dramatizó:
—¿Me reconoce alguien en ésta? —preguntó mostrando una foto descolorida—. Es el verdadero retrato de esta insignificante servidora...
Mrs. Hibble se incorporó muy despacio y cuando tenía la forma de una navaja a medio abrir avanzó para asegurarse de no perderse nada de lo que Miss Docker tenía que revelar.
Desde luego, el bebé desnudo sobre una alfombra tenía un horrible parecido con quien lo mostraba. Eso es lo que pudo ver Mrs. Hibble.
—Dicen que yo mojaba muchas veces la cama —informó Miss Docker.
Algunas de aquellos rostros sombríos cambiaron de actitud y retrocedieron.
—En alguna parte he leído, creo que en una revista médica —ahora el tono de voz era muy grave—, que mojar la cama a menudo es señal de existencia de discordias entre los padres.
Las cabezas de las ancianas se estremecieron, como si no pudieran creer lo que estaban oyendo.
—Pero lo divertido del asunto —Miss Docker empezó a subir el tono de voz—, y puedo asegurarles que no es ningún chiste, lo divertido del asunto, repito, es que yo era huérfana...
Todo acabó con un grito.
III
Casi toda la vida de la residencia Sundown Home se desarrollaba en el Salón Chino del millonario del cemento. Ciertamente, durante la primavera, con los capullos reventando en las ramas, y la savia vegetal humedeciendo por reflejo los más secos cutis empolvados, las ancianas residentes vacilarían en arriesgarse entre la hierba mojada y tampoco tomarían el sol que daba de lleno en las paredes exteriores. Siempre volverían al Salón Chino. Y no era que la mansión careciese de otras habitaciones comunales, sino que ésta estaba más cerca del teléfono, y aunque raras veces sonaba, la cercanía llenaba de esperanza a las dolientes artríticas.
Algunas veces Miss Docker, más ágil, saltaría, y dejando caer unos peniques en la caja, llamaría a la parroquia.
—El Reverendo Wakeman, ¿es usted? —preguntaría Miss Docker—. Es una lástima —explicaba—, pero esta tarde tendré que perder la charla sobre la Biblia. Creí que debía informarle a usted. Una pobre alma necesita mi atención. Pasaré la tarde con ella mientras tenga fuerzas.
—Ése es un acto verdaderamente caritativo, Miss Docker —replicaría el párroco—. La felicito a usted por su actitud cristiana.
Pudo haber añadido algunas palabras más, como esperaba Miss Docker, pero no las encontró y ella quedó decepcionada.
—Nunca tuvo facilidad de palabra —decía ella—, y eso es fatal para un párroco.
En otra ocasión, Mis Docker telefoneó para hablar con una persona joven a la que no identificó completamente.
—¿Habrá clase esta noche sobre la Biblia? —inquirió Miss Docker.
—No, no la hay, Miss Docker —repuso la voz juvenil.
—Oh, entonces no estaba yo equivocada en mis cálculos; aunque, de haberlo estado, habría tenido tiempo para rectificar.
El silencio en el teléfono inquietó a Miss Docker.
—¿Con quién hablo? —preguntó enérgica—. ¿Es Charmae? ¿Es Glenyse?
En verdad se moría por saberlo, pero la persona que fuese colgó sin responderle.
—Algunas jóvenes son muy descorteses —se lamentaba Miss Docker ante las damas—. Sólo era para cerciorarme de que esta noche no toca la clase sobre la Biblia.
—Oh, pero Mrs. Woolnough y Miss Perry —dijo de pronto Mrs. Hibble— partieron para la rectoría inmediatamente después de acabar el té.
—¿Sin decir nada?
Miss Docker no podía creerlo.
Cuando Mrs. Woolnough y Miss Perry volvieron más tarde de la clase sobre la Biblia parecían renovadas y felices.
—Espero que se hayan divertido —reprobó Miss Docker—. ¿Había muchas chicas? ¿Había alguna demasiado joven?
—Había varias —dijo Miss Perry.
—¿Pero estaba la que me contestó al teléfono?
—No puedo saberlo —dijo Mrs. Woolnough.
—¿Tomaron barquillos? —preguntó Miss Docker.
Sí. Mrs. Wakeman había servido, como siempre, barquillos con una taza de té.
Los miércoles por la tarde había prácticas en el coro.
—¿Ha dejado ya el coro? —preguntó Mrs. Hibble.
—Yo no he dejado el coro —repuso Miss Docker—. Ha sido el coro el que me ha dejado a mí. Para ser más exacta, ahora no hay coro. Las que lo componen ahora, y esa Miss Scougall, son puro egoísmo. Ella misma se denominaba la «señora del coro». Por supuesto, cuando se retiró, Mrs. Knight, que era la organista, estuvo a punto de demandarla, pero no lo hizo gracias a la intervención de su hermana Austin. El resultado fue que nos desbandamos.
Mrs. Hibble comprendió que la situación era trágica, aunque Miss' Docker disimulase, como absorta en la clasificación de los sellos de su colección. Estaba mascando chicle, puesto que era la hora en que se quitaba la dentadura por razones de comodidad, como explicara otras veces.
—Oh, pero yo cantaré —anunció de súbito—. ¡Desde luego que voy a cantar! Yo seré todo el coro. Nada podrá impedirme alabar a Dios, ¿no es así?
Mrs. Hibble se abstuvo de hacer comentarios, porque Miss Docker era un auténtico pilar de la iglesia y muy afecta al Rector.
Miss Docker iba a la rectoría los jueves para segar la hierba del jardín de Mr. Wakeman, sólo por puro afecto.
—Es el día de Miss Docker —siempre recordaba Mrs. Wakeman.
A Miss Docker no le preocupaba Mrs. Wakeman, aun cuando esta última la acusó una vez de haber podado adrede sus mejores plantas hasta hacerlas morir.
—No lo hice con mala intención —se defendía Miss Docker—. Además, nadie sabría decir si el rosal se secó o no por causas naturales.
—Es cierto que no tenemos una prueba científica —tuvo que admitir Mrs. Wakeman, cosa no muy ortodoxa en la esposa de un clérigo.
Miss Docker había tejido una bufanda para que Mr. Wakeman la llevara puesta para ir de la rectoría a la sacristía cuando llegaran las heladas. Ella ya estaba imaginando cómo aquella prenda se ajustaría y abrigaría la barbilla del párroco.
—¿Sabe cómo se pone? —preguntó.
—¡Oh, sí, lo sé, Miss Docker! —replicó el párroco con una sonora carcajada.
Los hombres son siempre como niños, y algunas veces como niños necios, y necesitan las sutilezas de una mujer que dirija sus vidas, por otra parte inocentes.
Así, Miss Docker rió con risa de circunstancias y se volvió corriendo a su segadora de césped.
Mrs. Wakeman dejó de ocuparse del ruibarbo y se puso a mirar la bufanda que había tejido Miss Docker. Si la esposa del párroco no experimentó una punzada de celos, sería porque el gesto requería de ella un exceso de generosidad. Joven y de bonitas piernas, que si se quitaba la ropa interior de invierno quedaría vestida de amor y de fe, algunas veces se preguntaba si Miss Docker no podría ser su rival, aun cuando sólo fuese una aficionada.
Miss Docker estaba riendo como una chiquilla.
—Si realmente insiste en segar el césped —decía el párroco, como de costumbre—, yo entraré en casa para preparar mi sermón.
Entonces, Miss Docker hizo algo horrible. No pudo resistir el impulso. Estuvo empujando la máquina todo el tiempo, como si quisiera reducir con ella la enormidad que iba a decir, pero sabiendo que la verdad no debe silenciarse nunca. Sabía que su desgracia consistía en que siempre, en todo momento, tenía que presentar la verdad desnuda.
—Me veo obligada a ser franca —admitió Miss Docker—. La dificultad que tiene usted, Mr. Wakeman, es muy grave para un clérigo. Le faltan facultades para la predicación.
El párroco era demasiado prudente para desconcertarse. Sin embargo, prefirió seguir para ver en qué paraba todo aquello.
—En cierto modo, creo que no se entrega a ello por completo —prosiguió Miss Docker, golpeando el suelo con un pie.
Entonces el rostro de Mr. Wakeman se tornó más moreno, acaso verdoso, a pesar de que era rubio.
—No puedo discutir ese punto con usted, Miss Docker. Naturalmente, debe considerarse un buen juez...
—Veo que he tocado un punto sensible y lo siento —se excusó Miss Docker.
Ella había pasado la segadora por todo el jardín. El párroco siguió sin ceder su sentido del deber.
—Por el contrario —dijo—, estoy abierto a la crítica en todos los campos. De otro modo, escasamente sería apto para el servicio de Nuestro Señor.
—Pero la inspiración... ¿Dónde está la inspiración? —insistía ella.
—No puedo contestar a esa pregunta —repuso el párroco.
Era un tipo fuerte, ancho de pecho.
—Un clérigo siempre debe tener respuestas a mano. —Miss Docker, distraída, estrelló la máquina contra una piedra—. Aun cuando las invente...
Mr. Wakerman bostezaba ya con una clara sonrisa en los labios.
Entonces Miss Docker lo miró y quedó defraudada. Estuvo a punto de romper en lágrimas. Por encima del de la hierba recién cortada llegaba el olor del jabón de afeitar. Imaginó las manos del párroco ofreciendo el Cáliz. Le encantaban a ella incluso los nudillos de los dedos.
—Bien —dijo—, no debe importarle que le haya dicho la verdad. Alguien tenía que hacerlo.
—Estoy de acuerdo —repuso el párroco—. ¡En cuántas cosas estoy de acuerdo con usted, Miss Docker!
Pero él se marchó y Miss Docker continuó cortando hierba.
—¿Qué pasa, Gregory? —preguntó la esposa del párroco.
Otra vez fijó la mirada en la bufanda.
—He entrado para escribir mi sermón.
Por tanto ella cerró la puerta suavemente, como hacía siempre que él preparaba sus sermones.
Gregory Wakeman se sentó, pálido. Era su estado normal. Fallaba cuando intentaba ayudar a los fantasmas de ideas que pugnaban por escapar de su cerebro. Un hombre apuesto, a quien querían las damas, espiritualmente, desde luego. Le llevaban pequeños regalos, a él que no tenía nada que ofrecer, más que el amor divino. Mientras permanecía sentado, con los puños junto a los ojos hundidos, un agradable olor a ruibarbo revoloteaba desde la cocina, como un mensaje consolador en el caos de su mente oscurecida.
Había fallado al intentar justificarse a sí mismo. Salió al exterior desolado.
—¿Qué pasa, Gregory? —insistió su esposa.
Ella había venido rodeando la casa, a lo largo del sendero de ladrillos, donde quienes no conocían el terreno resbalaban muy a menudo. Por aquel lado evitaba el mal olor del desagüe de la cocina.
—¿Hay algo? —preguntó vagamente.
El párroco estaba de puntillas con las botas del Ejército. La trasera de los pantalones tenía un color verde brillante. Por detrás de la rectoría crecían unas cañas que rápidamente lo invadirían todo.
Gregory Wakeman seguía de puntillas como tratando de recuperar algún objeto.
Entonces se dio cuenta de que la bufanda tejida por Miss Docker estaba suspendida en la cima de una caña y que su queridísimo esposo no podía alcanzarla.
Se volvió y la miró horrorizado.
¿Qué podía hacer ella? No es que él le pidiera que sufriese sola como siempre. Se había equivocado al casarse con él, pero ambos habían conseguido, al fin, mantener una vida de cuerpos separados. De lo contrario tal vez se habrían besado allí mismo a pesar del olor desagradable de las aguas residuales que corrían por detrás de la rectoría.
Hasta que Miss Docker gritó:
—Bastante por hoy, Mr. Wakeman. He dejado la máquina en el cobertizo. Espero que habré hecho un trabajo decente.
La bufanda seguía ondeando en lo alto de la caña.
—Adiós por ahora —dijo Miss Docker.
Pero confiaba en volver.
Se sentaba en los asientos reservados para el coro, antes de que el coro desapareciera. Un observador que no la hubiera visto ir y venir, podría haber supuesto que Miss Docker estaba enraizada allí, mucho menos efímera que las maderas perforadas por la carcoma y comidas por la podredumbre, o que los ladrillos, erosionados ya, que en tiempos fueron cocidos por los primeros convictos. Miss Docker cantaba, azotando los arquitrabes con su voz de soprano. Ella siempre sabía los lugares donde era tradicional repetir una línea, y algunas veces añadía números a la lista por la pura gloria de cantar algún himno extra. Nadie se daba cuenta ahora, desde la crisis ocurrida en la iglesia de Todos los Santos, de Sarsaparilla.
—Ustedes, chicas, vengan por aquí —diría Miss Docker a las residentes en Sundown Home—. Aprovéchense, aceptando el asilo que se les ofrece en una proporción nominal.
Pero las ancianas fruncían el ceño y no se molestaban en ocultar su desagrado. Es decir, las pocas que quedaban: algunas habían encontrado sobrinas deseosas de acogerlas, mientras las más, sencillamente, se habían muerto de algo.
—¿Por qué no nos da una muestra de gratitud, Mrs. Custance? —invitaba Miss Docker desde la cuneta—. Usted puede demostrar su agradecimiento por las bendiciones de toda clase recibidas de la iglesia.
—Debo hacerlo —respondió Mrs. Custance y sonrió, pero no lo hizo.
—¿Es que somos demasiado intelectuales y no lo bastante inteligentes, Mr. Lickiss? —preguntó Miss Docker desde la valla.
Cuando se marchó, Mr. Lickiss dejó de limpiar el canalón del tejado. Asomó la cabeza y contestó a una esposa invisible:
—Sí, es ella.
Nadie conocía mejor que el propio Mr. Wakeman su fracaso en sus deberes para con Dios, pero no quería ni podía discutir la situación con Miss Docker, ni con cualquier otra persona. Se sentía mortificado por el conocimiento y, por añadidura, su esposa había pedido prestado un folleto sobre dietética.
Por fin, el párroco quiso escudriñar en su corazón. Se marchó lejos de sus feligreses, con la esperanza de que la oscuridad nocturna de los campos iluminaría su mente vacía, descubriendo en algún rincón tesoros de sabiduría que ofrecer públicamente al Señor. Con sus recias botas del Ejército, Mr. Wakeman inició su caminar. El traje de reflejos verdosos le colgaba más holgado que antes. Era la época del año de los zarzos negros y anduvo incansable por entre bosquecillos de zarzos. Confiaba en la oración. Pero, al fin, tuvo que apoyar la cabeza en un tronco que rezumaba gotas de goma transparente.
Una mañana, a principios de la primavera, justo una de esas mañanas en que debía haber llevado puesta la bufanda tejida por Miss Docker, preguntó a su esposa, que había tomado la costumbre de acompañarle hasta la sacristía.
—¿Cuántos esta mañana, Alice?
Mrs. Wakeman había aprendido a ser discreta.
—Oh, los Furze y los Bleeker y cuatro o cinco chicos.
Añadió luego:
—Y también Miss Docker.
De repente, el párroco se arrodilló para pedir perdón por su insuficiencia personal, que acabaría dispersando su rebaño, en tanto su esposa se dirigía apresuradamente hacia la puerta, para ocupar su lugar en la congregación.
Mientras dirigía los oficios, nadie podría haber negado al párroco dignidad y hombría. Nadie habría notado la falta de algo. Miss Docker, como es natural, recitaba las respuestas.
—Oh, Señor, ten misericordia de nosotros —alzó la cabeza, con gesto de suplicante profesional.
—Amén, amén... —enfatizaba Miss Docker, con espaciados silencios.
Los Furze y los Bleeker, los cuatro notoriamente sordos, se preguntaban la razón de tantas oraciones, y los chicos asistentes husmeaban y susurraban entre sí, repasando las páginas de sus libros. El órgano envejecido crujía. Sólo la esposa del párroco guardaba silencio, intentando prolongar su oración.
Cuando aquella mañana fatal el rector empezó a subir al pulpito, sus botas del Ejército fallaron en el segundo escalón. No cayó, pero, según los chicos, estuvo a punto de echar abajo el púlpito. Mrs. Wakeman cerró los ojos aturdida, pero fue Miss Docker quien debió resistir el deseo de correr a sujetar al párroco.
Miss Docker nunca fue capaz de recordar el texto elegido para el sermón de aquella mañana. Estaba sumida en un estado de extraña anticipación, por no decir exaltación.
El párroco estaba predicando acerca del pecado.
No era sorprendente, ya que el pecado nos acompaña a cada instante.
—El pecado de bondad —argüía el párroco.
Luego Miss Docker se sentó en su banco, boquiabierta, presa de desesperación, porque no sólo era Mr. Wakeman un predicador horrible, sino que además se le veía confuso.
—Tomen una calabaza —predicaba el párroco—. ¿Han observado alguna vez una calabaza ordinaria?
Entonces Miss Docker hizo algo que siempre había deseado hacer. Se puso en pie, con el corazón inundado de fe, y contestó a la pregunta retórica del sermón.
—Sí, yo la he observado. ¿Pero por qué tomar como ejemplo a una pobre calabaza? Si hubiera sido una de esas plantas con muchos pinchos, de formas tan feas... Pero una calabaza no es lo que conviene al caso.
El párroco se dio cuenta en seguida. Las calabazas lucirían como lámparas en la historia de su gestión en la parroquia.
—Ningún pecado del mundo podría ser comparado con una calabaza —prosiguió Miss Docker.
El párroco permanecía sonriente en el púlpito, como si estuviera a punto de lanzar sus argumentos hasta un punto de esperado regocijo.
—Tomemos las hojas —gesticulaba— en que se asentarán las esporas del mildeu y los pulgones destructores en el mejor de los veranos.
—No sucederá eso si se rocían con plaguicidas adecuados —corrigió Miss Docker—. Pero la gente no se toma la molestia de hacerlo... Yo, si alguna vez tuviera tiempo para sembrar calabazas, me tomaría la molestia de protegerlas con insecticidas.
Las manos del párroco estaban ocupadas con un problema: ¿cómo conseguir taparle la boca?
—Rociar, rociar... —insistía Miss Docker—. Es la oración la que salva a las calabazas, como todo clérigo debiera saber y predicar. A las calabazas y a las demás plantas y seres de la Creación.
Las risas de los niños resonaban en los bancos. Pero, en cambio, los Furze y los Bleeker, que eran sordos, seguían atentos al sermón.
Miss Docker continuó:
—Todo es personal e intransferible, en pro y en contra. Tomemos la oración, por ejemplo, o el pecado, o Dios... Lo que yo quiero decir, es que yo seré Dios si pienso que lo soy, sólo que no puedo pensar semejante disparate. O el pecado... que es lo que viene ahora al caso. En las tardes frías de invierno, paso las horas tejiendo, sí, tejiendo, abrigada con mi chaqueta de lana. Eso, eso es oración. ¿No lo ven? La oración es protección.
Ya nada podía salvar al párroco.
—Oh, yo podría decir muchas cosas —clamaba Miss Docker—, pero el fracaso no es fracaso en los que son humildes. El único fracaso consiste en no conocernos...
Iluminado al final, el párroco se inclinó hacia adelante con un brillo de calabaza en el rostro. Su mujer estaba de rodillas.
—¡Oh, Señor, sálvanos! —rezaba Mrs. Wakeman con una voz terrible surgiendo de debajo de su sombrero comprado en Bon Marché—. ¡Oh, Señor, protégenos de los poderes de las tinieblas!
Mientras tanto, el párroco seguía inmóvil, apoyado en el borde del púlpito.
Miss Docker se dio cuenta de que estaba mareado. Un hombre tan vigoroso... Su cara le recordaba las tortas de mazapán antes de cocerlas.
—¡Eh, escúchenme alguno de ustedes! ¡Oiga, Mrs. Wakeman! El párroco se ha puesto enfermo —gritaba Miss Docker.
Se oía el bullicio de los chiquillos saliendo de la iglesia. No porque se hubiera acabado la diversión, sino porque estaban asustados, recordando que sus padres les habían advertido y remachado que se estuvieran quietos en el templo. Imaginaban la pregunta que les iban a hacer y estaban ya preparando su desganada respuesta: «Sí, ella estaba allí».
Miss Docker había llegado hasta el párroco casi al mismo tiempo que su esposa.
La mujer del párroco la miró desde debajo de su extraño sombrero. Hablaba muy serena y correcta.
—Miss Docker, usted ha matado a este santo varón. Sólo el tiempo nos dirá si usted ha matado también a Dios.
—¿Cómo? —replicó Miss Docker.
Pero la esposa del párroco estaba ya saliendo de la iglesia, probablemente en dirección al teléfono.
—Muchas gracias —repuso Miss Docker—, en nombre de todos aquellos que actuamos de buena fe.
Como la iglesia estaba ya vacía, excepto los Furze y los Bleeker, que seguían escuchando el sermón, ella se encaminó hacia la puerta lateral con sus pensamientos todavía confusos y fluctuantes. Cruzó el pórtico, segura del amor que todavía quedaba en ella.
El viento soplaba con fuerza en la Carretera Norte. A lo largo de la calle vacía, en las trastiendas y en las casas, los miembros de la congregación, que habían aceptado la crisis de la iglesia como una excusa para limpiar los carburadores, recortar los setos o conversar con los amigos, estaban sentados ante la cena familiar.
Miss Docker se había quedado sola.
De pronto vio a un perro pastor al que ya había observado en varias ocasiones.
—¡Bluey! —lo llamó—. ¡Bluey! —repitió, aunque el perro estaba a cierta distancia todavía.
—¡Eres un perro estupendo! —le dijo—. Ven a charlar con una pobre anciana que nunca hizo nada sin estar segura de que era en beneficio de alguien.
El perro, que avanzaba husmeando, era un animal viejo. Se detuvo para examinar el origen de la llamada.
—¡Ah! —gritaba Miss Docker—. ¡Tú eres bueno, Bluey! ¡Eres un perro magnífico!
Miró luego a los ojos color calabaza del animal. Sin embargo no lo tocó, convencida como estaba de una comunión de pensamientos.
—¿Quieres venir conmigo, Bluey, y compartir mi ración de carne picada y budín en una residencia para ancianas?
El perro adelantó un poco la nariz. Olfateó a Miss Docker.
—Yo te lo permitiría todo, Bluey —prometió—. Dormirías en mi cama, estaríamos calentitos juntos, las noches en que todo lo demás fallara.
Lo único que ella podía hacer era seguir mirando aquellos ojos, amarillentos, y no perdió por completo la esperanza de que el reconocimiento llegara a germinar.
—¿Quieres, Bluey? —suplicaba Miss Docker, que siempre había sido optimista.
Luego el perro se volvió, levantó una pata junto a la mujer que suplicaba y se retiró con pasos lentos.
El animal se apartaba poco a poco, sacudido el rabo por un viento violento que silbaba por la Carretera Norte. Una ráfaga excepcionalmente fuerte golpeó el escaparate de una tienda. Miss Docker empezó a tiritar y estremecerse. Antes de lograr ella recuperarse, el viento había irrumpido en la calle. Dejó desolada a la Miss Docker material con toda su carga de propósitos impredecibles.
Pero, al menos, no la incapacitó para advertir en cuál de sus medias nuevas había escrito el perro su mensaje de orines.
Aquel perro, según advirtió ella de pronto, era nada menos que Dios, que de este modo se dirigía a ella.
Luego, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Era el viento, desde luego, junto con el polvo y la arena. Debía correr a casa inmediatamente y bañárselos; eso si no se había perdido la bañerita ocular y con ello la convertía en una víctima de la conjuntivitis. Pero no debía ceder. No era de esa clase de personas que difunden el desaliento y el dolor. Eso nunca... Nunca...
Miss Docker echó a andar a lo largo de la calle vacía.