CLAY
Para Barry Humphries y Zoé Caldwell
Cuando tenía unos cinco años, algunos compañeros le preguntaron a Clay por qué su madre le había puesto aquel nombre, y él no lo sabía. Pero empezó a preguntárselo. De hecho, hacía muchas conjeturas, particularmente mientras arrancaba la corteza de los árboles, o deshojaba una flor hasta llegar al fondo de su misterio. También él hacía preguntas, pero la mayoría de las veces no lograba contestación, porque su madre no podía atenderle, absorta en sus propios pensamientos.
—Si tu padre no hubiera muerto —decía Mrs. Skerritt—, seguiría ocupándose de la basura. El cubo es demasiado grande para mí, y muy pesado para una persona delicada como yo, pero estoy segura de que tú, Clay, serás bueno y ayudarás a tu madre cuando seas mayor. Aunque en verdad queda todavía un largo camino para eso.
Puestas así las cosas, a Clay le tocaba callar. ¿Qué iba a decir?
—Yo no pediría nada a nadie —decía Mrs. Skerritt—, pero comprendo que hay ciertas cosas, desde luego, que yo desearía que algún caballero hiciera por mí. Por ejemplo, cuando viajo en el tranvía y no encuentro asiento libre. ¿Sabes lo que un caballero debe hacer cuando se encuentra con una señora en tales circunstancias? Mrs. Pearl, por ejemplo, quiere que su marido le ayude, y el pobre está que no puede más con su diabetes.
Clay vagaba por la casa escuchando la voz de su madre, habladora incansable, añadiendo agujeros adicionales a los calados de marquetería que habían sido el hobby de su padre. Los había por todas partes. Incluso se veía una madera calada colgando en la entrada, sobre la puerta. Algunas veces, cuando la voz de su madre se hacía estridente, Clay hacía pedazos algún adorno y lo escondía debajo de la casa. Al final, allí debajo estarían todos.
También curioseaba por las terrazas, entre las celosías desplomadas, los tiestos que crujían al pasar sobre ellos, enredaderas que se le enganchaban en las piernas. Los pulmones se le llenaban de aire. Bajaba al puerto, aspirando su olor, paralelo al color verde del mar, y contemplaba el muro de piedra, garabateado con los blancos excrementos de las gaviotas. La casa estaba inclinada hacia el puerto, pero no se había caído, porque algún alma caritativa había acudido para apuntalarla. Parecía como colgada.
Así vagaba Clay y con frecuencia pasaba el tiempo contemplando la fotografía. Su infancia estaba unida al grupo de la boda: su padre, tan diferente del papá que él recordaba tendido en la cama, incurable; y el influyente Mr. Stutchbury, y la tía Ada, y Nellie Watson (que murió), y alguien más. Pero el personaje de la foto que más atraía a Clay era su madre, al verla como era antes y, sobre todo, a causa del raudal de raso blanco del regazo y el rostro que apenas asomaba entre los encajes del manto de blonda. Y el zapato... Le fascinaba el zapato blanco. A veces le parecía un enorme barco que flotaba lejos de la orilla, entre hielos, para entrar en las aguas de la imaginación, balanceando su cargamento de esperanzas y deseos casi transparentes.
Una vez, Mrs. Skerritt entró en la habitación y lo sorprendió sumido en sus pensamientos, aunque no le vio exactamente como era, porque estaba mirándose a sí misma en él.
—¡Oh, cariño! —exclamó—. Al final, todas las cosas de la vida son tristes.
Con frecuencia llegaba casi a echarse a llorar y en tales momentos su cabello parecía más que nunca un amasijo de cuerdas grises o, en los días de viento, un desflecado estropajo.
En este día particular, cuando fue sorprendido meditando ante la fotografía, se atrevió a preguntar:
—¿Por qué me llamo Clay, mamá?
Entonces tenía ya siete años, los chicos le preguntaban cada vez más y lo importunaban continuamente (temían que él fuese diferente).
—¿Por qué? Déjame pensar... Tu padre quería haberte llamado Percival, el nombre de Mr. Stutchbury, pero yo no estaba de acuerdo y dije que hay muchas cosas que tener en cuenta cuando se va a poner un nombre y que se debe buscar algo que sea apropiado. Tomemos la alfarería, por ejemplo, dije, me refiero a esos cacharros que se elaboran con arcilla y puede que una tenga aptitudes artísticas, pero luego nunca queda tiempo para nada y siempre hay tantas cosas que hacer... Y luego estaba la enfermedad incurable de papá, así que pensando y pensando sobre ello, creo fue por similitud por lo que te pusimos el nombre de Clay, cacharro de arcilla o algo así...
Luego la madre salió al jardín a vaciar la tetera en una planta de culantrillo que estaba perpetuamente pidiendo humedad.
Así las cosas, los chicos continuaban molestando a Clay, y preguntándole por qué llevaba ese nombre, a lo que él no podía dar ninguna contestación. Aunque, ¿cómo lo hubiera hecho, si lo supiera?
Había momentos en que era más que malo y una vez le cogieron huyendo con un zapato que había quitado a una mujer. Corría como un gamo, pero al final fue alcanzado en la esquina de Plant Street, donde había nacido y vivido siempre, y el golpe que le dieron con el tacón del viejo zapato quedó grabado en su memoria para siempre.
Más de una vez, solo en el jardín de la casa inclinada, perdido entre las celosías desplomadas y el ramaje amarillento de las enredaderas, había llorado un poco por las diferencias entre él y los demás muchachos. La luz subía desde el mar, con todo su pacífico verdor, como si el mundo no existiera aparte del soñado retrato nupcial.
Una vez Clay tuvo un sueño y entró en la cocina asustado. Tuvo intención de guardar el secreto para sí. Luego sería ya demasiado tarde, pues se puso a contárselo a su madre. Aun cuando le amargaba la boca tenía que seguir adelante, tenía que contarlo todo.
—En este sueño —dijo—, los peldaños seguían cada vez más abajo...
Su madre estaba soplando a un lado las cenizas que se metían en la sartén.
—Hasta debajo del mar —dijo Clay—. Era algo maravilloso.
A él le dio pena su madre, pero no podía ayudarla en su trabajo.
—El mar arrastraba pelos y otras cosas y también algas... Algunos peces tenían barbas, mamá, y ladraban igual que si fueran perros.
La madre había apartado la sartén a un lado del fuego, pero el tocino seguía friéndose.
—Y conchas, mamá —dijo—. Y muchas burbujas, y ecos extraños a medida que yo bajaba. Era todo muy suave, no tenía que hacer ningún esfuerzo, sólo flotar, dejarme ir hacia abajo.
Vio cómo la espalda de su madre empezaba a estremecerse y temió por lo que pudiera suceder cuando se lo contara todo. Aunque no tenía por qué no decirlo. La madre seguía atareada con el tocino y la sartén.
—Cuando llegué al fondo —dijo— y terminaron los peldaños, era curioso ver cómo se extendía el mar sobre la arena y las botellas rotas. Todo parecía plateado. No puedo recordar mucho más, excepto lo que encontré, mamá.
—¿Qué es lo que encontraste?
Tenía miedo de decirlo.
—Una nube, mamá, y estaba muerta.
Entonces Mrs. Skerritt dio media vuelta. Era horrible el aspecto que tenía. Abrió la boca pero al principio no salió ninguna palabra. Clay sólo vio la campanilla temblando en el fondo y, de repente, empezó a moverse como un badajo enloquecido. Se echó a llorar.
—¿Vas a decírmelo todo? —exclamó ella, al tiempo que se pellizcaba la carne húmeda de sus mejillas.
—Por encima de todo, nunca pensé que él fuera un monstruo.
Clay sólo podía mantenerse en pie mientras recibía como golpes las voces de su madre. Le parecía como si alguien hubiera cogido un palo y trazado un círculo en su derredor, con él en el centro, sin ningún otro objeto ni ser allí dentro.
El tocino se estaba quemando en la sartén.
Cuando Mrs. Skerritt lo hubo pensado bien, y después de empaparse las manos con agua de colonia, lo llevó a casa de Mr. McGillivray. Era un sábado, a última hora de la mañana. Clay estuvo escuchando todo el tiempo la respiración de su madre. McGillivray estaba ya cerrando, pero aceptó atender al chico de Mrs. Skerritt. McGillivray era amable.
—Déjeselo corto, Mr. McGillivray, por favor —pidió Mrs. Skerritt.
Mientras el barbero cortaba, Clay oía la respiración de su madre desde donde estaba sentada, a su espalda, bajo la fotografía en colores del Rey.
Mr. McGillivray estaba haciendo bien su trabajo y se preparaba para el toque final cuando intervino Mrs. Skerritt.
—Ese corte no es corto, Mr. McGillivray. Al menos, no como yo lo quiero. Oh, no, querido, ya sé que es difícil explicarlo, muy complicado... Yo dejé la escuela cuando tenía catorce años...
McGillivray soltó una carcajada y dijo:
—Corto, no es lo mismo que esquilado.
—No me importa —replicó ella.
Clay no podía hacer más que mirarse al espejo y morderse los labios.
—Corto es lo que yo dije que quiero —confirmó Mrs. Skerritt—. Nunca fui lo que pude haber sido, por no haberme mantenido en mi sitio.
McGillivray era una persona amable, pero empezó a inquietarse, cambió de tijeras y se dispuso a acabar con la cabellera de su cliente. Esquiló hasta que la cabeza de Clay quedó lisa como una pelota.
—¿Así está bien? —preguntó McGillivray.
—Gracias —dijo ella.
Luego fueron a casa, gesticulando ella y crujiendo las botas de él sobre el asfalto. Los dos tenían el paso pesado.
Bajaron la colina hasta la curva donde había volcado la carreta del lechero.
—Ahí tienes, Clay —dijo Mrs. Skerritt—. Algunas veces una persona es arrastrada a realizar cosas en defensa de lo que sabe y quiere. Yo en cambio no actuaría de este modo si no fuera para protegerte de ti mismo, porque te quiero y sufriría toda mi vida si empezaras a hablar de cosas que no vienen a cuento. Recuerda que de nada sirve ser diferente y que nadie es diferente si no tiene algo malo consigo.
Clay se tocaba con la mano su cabeza pelada.
—Permíteme que te recuerde —dijo ella— que tu madre te quiere y que es el amor hacia ti lo que la lleva a hacer estas cosas.
Pero Clay no podía creer en el amor si los chicos le pegaban más que antes, 'porque con el pelo cortado resultaba todavía más diferente.
—¿A qué se debe esto? —preguntaban—. Estás liso como una carretera —insultaban gritando y empujándolo.
En realidad, Clay estaba cada vez más delgado. Sólo le quedaban los huesos. La piel se le había vuelto verdosa de vivir con las plantas. Era alto y sus ojos brillaban con la oscuridad, como las luces de la calle en el agua encharcada de la calzada.
—¿Te sientes solo, Clay? —preguntó Mrs. Skerritt.
—No, ¿por qué?
—Creí que te sentías solo y tal vez quisieras conocer a otros jóvenes de tu misma edad.
Ella se llevó pensativa la mano a la barbilla y esperó.
Pero Clay se acariciaba la cabeza pelada. Iba a visitar a McGillivray muy a menudo, desde que le fue ordenado hacerlo. Cuando su voz subía por encima de las otras nadie le pegaba, teniendo cada cual qué atender a sus propios problemas. Llegaron las espinillas, los granos, los bigotes.
Algunas veces Mrs. Skerritt lloraba sentada en el mirador de madera podrida que dominaba la pequeña bahía, en la que con frecuencia se ahogaban los gatos.
—Oh, querido Clay —exclamaba—, yo soy tu madre y tengo una doble responsabilidad desde que perdimos a tu padre. Hablaría a Mr. Stutchbury, pero no puedo confiar en él totalmente. ¿Sabes lo que quisieras ser?
—No —contestó Clay.
—Oh, querido —gimió su madre con mayor dolor que nunca—. ¿Qué he hecho yo para tener un hijo al que quiero tanto, pero no sabe qué le gustaría ser?
En efecto, Clay no sabía lo que quería ni a quién quería. Le hubiera gustado creer que era a su madre a quien amaba, aunque bien podría ser que quisiera a su padre. Trató de recordarle, pero sólo le venía a la memoria la imagen de una piel fría y amarillenta y el olor de las sábanas de la cama del enfermo. Cuando se vio obligado a acercarse a su padre, acostado en la cama con una enfermedad incurable, su corazón latía con tal fuerza que a punto estuvo de salírsele del cuerpo.
Una vez su madre le apretó la cabeza contra su delantal de tal forma que llegó a hacerle daño.
—Tú no eres hijo mío. Si lo fueras actuarías de modo diferente.
Pero él no podía, no quería oír. Algunas veces, de todos modos, en aquella edad, se sentía demasiado aturdido, a causa del crecimiento.
—¿Cómo? —su voz resonó como un graznido.
Ella no quiso dar ninguna explicación y apartó de sí aquel cuerpo desgarbado.
—No es un asunto que pueda discutir con cualquiera —dijo—. Voy a pedir a Mr. Stutchbury que vea lo que debemos hacer y cómo.
Mr. Stutchbury era persona muy influyente, que había sido amigo de Herb Skerritt toda su vida. Mr. Stutchbury era algo, creía Mrs. Skerritt, en el Departamento de Educación. Si ella no aclaraba el asunto, sería porque no lo consideraba absolutamente necesario.
Compró unos filetes y le invitó a comer.
—¿Qué crees que podríamos hacer con Clay? —preguntó—. Yo soy viuda, como sabes, y tú fuiste amigo de su padre.
Mr. Stutchbury se atusó el bigote.
—Veremos, veremos, cuando llegue el momento.
Luego se llevó a los labios un trozo de carne grasiento y nada tierna.
Cuando llegó el momento, Mr. Stutchbury redactó una carta para cierto individuo empleado en las oficinas de Aduanas y Consumos.
Querido Archie:
Te escribo para recomendar al hijo de un viejo amigo, Herb Skerritt, que trabajó muchos años en los tranvías y murió en circunstancias trágicas, de un cáncer, para ser precisos...
(Clay, que desde luego abrió la carta para ver lo que decía, recibió una sacudida al leer la palabra que su madre nunca permitió que se usara en la casa.)
...es mi deber y mi deseo apoyar los intereses del muchacho arriba mencionado. En resumen, te agradecería muchísimo que vieses la forma de tomarle «bajo tus alas». No puedo predecir maravillas del joven Skerrit, pero soy de la opinión de que se trata de un joven decente y normal. Ya sabes que los genios no son del todo deseables, dentro del Servicio, desde luego. Es la mano firme la que sostiene la pluma durante toda una vida.
No me extiendo más, recibe un fuerte abrazo.
La joven señorita mecanógrafa a quien Mr. Stutchbury había dictado la carta acababa de salir de la habitación cuando la llamó su superior, porque había olvidado añadir una cosa: Respetuosos recuerdos para Mrs. Archbold. Incluso las personas de influencia tienen que considerar bien el terreno que pisan.
Clay Skerritt empezó a trabajar en las Aduanas, porque Mr. Archbold no era persona para negar el favor pedido por Mr. Stutchburry. Como consecuencia, Clay tomaba el transbordador por las mañanas, con su característico traje oscuro y la camisa almidonada que su madre le había elegido. Sus dedos largos y delgados aprendieron pronto a manejar los impresos. Trasladaba documentos de una bandeja a otra. Con el tiempo se acostumbró a aquel trabajo.
Clay Skerritt no se quejaba. Ciertamente era ignorado por tos caballeros sentados entre las bandejas de documentos, por las señoritas de las oficinas de Aduanas y Consumos con uñas primorosamente arregladas, que llevaban a los lavabos sus toallas personales y reían comentando asuntos privados ante tazas de té con leche. Si alguna vez se reían de aquel joven en particular, de su cuerpo alto y delgado, sus granos, y su pelo, Clay Skerritt no se daba cuenta de ello. ¿Cómo iba a darse? Había nacido con los ojos mirando hacia adentro.
Sin embargo, empezó a enterarse por su madre de que no todo estaba en orden.
—Cuando yo muera, Clay —dijo la tarde que se atascó el fregadero—, te acordarás de que tu madre era una charlatana, pero buena y afectuosa. Si amontonaba los platos en el fregadero era porque su imaginación estaba en otra parte ocupada contigo, Clay, siempre con tus intereses. Alguna joven práctica rectificará cualquier cosa que tu madre hiciera mal, pero no olvides que siempre lo hice todo con la mejor intención; no quiero obligarte en nada, pero sí avisarte a tiempo.
Los días que el viento soplaba frío jugando con la lluvia menuda, Mrs. Skerritt contemplaba el mundo a través de las ramas de los árboles.
—Alguna mujer hábil hará que te olvides de tu pobre madre. Bueno, la vida es así.
El hijo estaba propicio para ignorar lo que no podía esperarse que creyera. Echaría un vistazo al grupo fotográfico de la boda. Todos, tan aparentemente vivos, parecían anunciar una verdad absoluta de la que él podría ser el árbitro, del mismo modo que el zapato blanco, reliquia de la ceremonia nupcial, podría ser arrojado lejos, a gran distancia, hacia el destino que él mismo eligiese.
La madre, sin embargo, continuaba en sus intentos de celebrar su fuga de la realidad. Un día lo llamó, rebotando la voz por entre los objetos que la rodeaban en la cocina, como si gritara en el campo.
—Lleva mi vestido gris a la lavandería, querido. La salsa de tomate es fatal para una persona que no tenga el estómago fuerte.
Clay hizo lo que se le dijo. Las calles giraban alrededor de él con los tranvías. Era un día espléndido. Había ruidos por todas partes. Las casas de ladrillo no aparecían como muertas, sino abiertas de par en par para revelar la vida que encerraban. En una ventana, una mujer se estaba depilando sin ningún embarazo. Esto hizo reír a Clay.
En la lavandería, una señora contaba una historia a una muchacha. La señora fumaba un largo cigarrillo.
—Aquí te lo dejo, Marj. Me voy a casa volando para quitarme los zapatos. Los pies me duelen horrores.
Sonó la campanilla.
Clay se estaba riendo.
La joven examinaba unas hojas de papel marrón, envuelta en los olores de la ropa recién lavada. También su piel pálida y con los poros dilatados, parecía recién lavada.
—¿Qué desea? —preguntó al nuevo cliente, que seguía riéndose.
La muchacha hablaba con sencillez y cortesía.
—Nada —dijo, y añadió—: Estaba pensando que usted es como mi madre.
Lo que en cierto sentido no era cierto, puesto que la chica era lista, silenciosa y pálida, mientras que su madre era tranquila, voluble y gris. Pero Clay se había visto obligado a decirlo.
La joven no contestó. Bajó la mirada como si hubiera oído un piropo atrevido y luego cogió el vestido y examinó las manchas de salsa de tomate.
—Listo para mañana —dijo ella.
—¡Adelante! ¡Estupendo!
—¿Por qué le extraña? —replicó la chica—. Nosotros hacemos el trabajo de un día para otro.
Parecía una criatura sencilla y ausente.
Luego Clay, sin saber por qué, preguntó:
—¿Tiene algún problema que la preocupe?
—Es sólo que ayer por la tarde se atascó el sumidero —dijo.
Aquello sonaba terrible y gris, con aquella expresión de perseverancia en ella. Entonces supo de pronto que había tenido razón, que la chica de la lavandería tenía algo de su propia madre, había en ella el mismo núcleo de perseverancia. Luego Clay se excitó, puesto que él no creía en la casualidad ni siquiera cuando su madre intentaba persuadirle de que sí la había; ni siquiera cuando vio aquel día caer las paletadas de tierra sobre aquel ataúd... Ni tampoco cuando él era él.
Sólo dijo:
—¿Mañana?
Sonaba tan firme su voz que pareció decir «hoy».
Clay se fue acostumbrando a Marj, del mismo modo que se había acostumbrado a su madre, sólo que diferentemente. Cogidos de la mano caminaban sobre la hierba seca de los parques, o contemplaban los animales en sus jaulas. Estaban ya viviendo juntos, es decir, sus silencios se mezclaban. Ambos tenían las manos elocuentes, y si Marj hablaba no había necesidad de responder con palabras.
—Cuando tenga una casa propia —decía Marj—, cambiaré el salón todos los viernes. Quiero decir que habrá un tiempo y un lugar para cada cosa. También los dormitorios. Me gustan las cosas ordenadas. El matrimonio es una cosa muy seria...
¡Muy seria! Clay empezó a pensar en que todavía no se lo había dicho a su madre.
Cuando al final se decidió, aprovechó que ella estaba secando los cubiertos y una de las cucharas cayó al suelo; él dejó que ella misma la recogiera.
—Estoy muy contenta, Clay —dijo después de una pausa tras la confesión de él—. No puedo esperar para ver a esa linda chica, tenemos que arreglar algo, llegar a un acuerdo, no hay razón para que una joven pareja tenga que marcharse de la casa de la suegra si ésta vive en una casa espaciosa, no es tanto el temperamento como la extensión de la casa lo que produce fricciones entre suegra y nuera.
Mrs. Skerritt siempre había creído que era razonable.
—Y Marj es parecida a ti, mamá.
—¿Cómo? —dijo Mrs. Skerritt.
Él no podía explicarlo, porque todavía no estaba seguro.
—Cuanto antes nos veamos será mejor —es todo lo que pudo decir Mrs. Skerritt.
Clay trajo a Marj. Aquel día sus manos estaban más elocuentes. Las plantas llenaban de un aroma de frescura toda la casa.
Mrs. Skerritt se asomó a la puerta.
—¿Es ésta? Llévatela. Todavía no estoy preparada para verla...
Clay dijo a Marj que se marchara, al menos durante aquel día y que él enviaría a buscarla. Luego entró con su madre en la casa.
Mrs. Skerritt no llegó a ver a Marj, excepto en el espejo, adivinando con cierto estremecimiento que no existía en ella el aura que se llama perseverancia.
Poco después murió de algo. Decían que del corazón.
Clay llevó a Marj a vivir en la casa en que él había nacido y se había criado. No salieron de viaje de luna de miel, porque, como decía Marj, el matrimonio era una cosa muy seria. Clay esperaba saber qué haría cuando los dos se acostaran en el lecho que habían utilizado su padre y su madre. Perdidos en la enorme cama, grande como un jardín, Clay y Marj se escuchaban y se amaban el uno al otro.
Todo iba bien. Él continuó yendo a las oficinas de Aduanas. Una o dos veces besó el lóbulo de la oreja de Marj.
—¿Qué te pasa? —preguntaba ella.
Siguió yendo a las oficinas de Aduanas. Compró para ella un gorrión con su jaula. Era como ofrecerle un poema de amor.
Marj se preocupó.
—Me pregunto si no manchará las paredes salpicándolas con el agua que le echemos. De todos modos, siempre se puede poner un periódico debajo.
Así lo hizo.
Clay fue a las Aduanas una y cien veces más. Se sentaba en mesa propia y usaba los codos más que antes, porque su importancia había aumentado.
—Llévese de nuevo esta carta, miss Venables —decía—. Ha hecho sólo dos copias cuando yo esperaba cinco. Llévesela...
Miss Venables lloriqueaba, pero se llevaba la carta. Ella, como todo el mundo, veía que algo nuevo había empezado a acontecer. Observarían a Mr. Skerritt y esperarían los resultados.
Pero Marj no era amiga de la espera. Aceptó la casa llena de cosas raras de la suegra; unos horribles juegos de tapetitos, por ejemplo; un canario disecado metido en una caja de cartón. No hizo observaciones. Se limitó a aceptarlo. Sólo una vez no pudo resignarse. Clay preguntó.
—¿Qué ha sido de la foto?
—Está en ese armario.
Entonces él cogió la foto del grupo de la boda y la colocó donde siempre había estado, sobre una mesa de marquetería. No preguntó por qué había retirado aquella foto, y ella se alegró, pues no habría sabido qué contestar. Que la esposa no conociera las cosas del marido sería malo, pero que conociéndolas no las entendiera, sería peor.
Así Marj se aferró a la aspiradora. Estaba contenta de encontrar pelusa debajo de la cama, manchas sobre el linóleo, acaso derivadas de los paquetes de crujientes patatas fritas que había comprado. Todo lo encontraba natural. Incluso la luz lastima cuando los caminos conducen hacia adentro. Por tanto, decidió escuchar sólo a la aspiradora.
Advirtió que en todo este tiempo algo le había estado sucediendo a Clay. Había empezado a crecerle el cabello. Largos mechones se rizaban como plumas detrás de sus orejas. Se dio cuenta que ya no le gustaba el peinado de antes.
—Iguálelo al nivel de los lóbulos de la oreja, Mr. McGillivray, por favor —diría ahora Clay.
McGillivray, que tenía mucha experiencia adquirida con los años y que era infaliblemente amable, siempre se abstenía de hacer comentarios.
Lo mismo ocurrió con los caballeros de las Aduanas. Resultaba todo demasiado extraño. Incluso las señoritas, que al principio tenían a flor de labios el comentario y la risa, se abstenían ahora por algo que ellas mismas no entendían.
Pero cuando el cabello le llegaba ya a los hombros, Mr. Archbold llamó a Clay.
—¿Es todo esto necesario, Mr. Skerritt? —preguntó su superior, que tenía la protección adicional de una oficina privada.
—Sí —replicó Clay.
Se quedó de pie, mirando.
Se le permitió retirarse.
Su esposa Marj decidió que no había nada de qué sorprenderse. Era la única solución. Incluso si se rompían los adornos de marquetería ella no haría caso. Y si el tiesto colgado echaba pelos en lugar de flores, no lo miraría. Los filetes que ella ponía delante de su marido estaban y estarían siempre primorosamente colocados sobre el plato. ¿No eran las dos caras de la vida?
Una tarde Clay salió a la terraza del jardín, donde los caracoles presumen de cuernos y el mar huele. Estuvo durante un buen rato delante de la foto de la boda de sus padres. El zapato blanco, o buque, o puente, nunca había semejado tan corpóreo. Con mirada retrospectiva, le parecía recordar que ésta era la ocasión de empezar su poema o novela, una labor que le ocuparía el resto de su vida.
Marj estaba segura de que ésa fue la tarde en que él cerró la puerta.
Ella se acostaría y luego lo llamaría:
—¿No vas a venir a la cama, Clay?
O bien se estremecería a la hora en que las sábanas se pegan más, cuando el aire tiembla ante la amenaza contenida del viento. Entonces Marj despegaría la boca para decir:
—El despertador no ha sonado todavía, Clay.
A partir de aquel momento parecería como si su cuerpo nunca permaneciera el tiempo suficiente para calentar el lugar que ocupaba en la cama, aunque ella apenas podía quejarse. Le hacía el amor dos veces al año, por Navidad y por Pascua, aunque algunas veces por Pascua decidían no hacerlo, pues tenían que asistir a la Exposición Real de Agricultura, que resultaba agotadora.
Todo esto es accidental. Lo que contaba eran las hojas de papel en las que Clay escribía, detrás de la puerta de la pequeña habitación, puerta que su esposa no recordaba haber visto nunca abierta desde que estaba en la casa. Una de las muchas cosas que Marj Skerritt aprendió a respetar fue el aislamiento voluntario de otra persona.
Así, pues, Clay escribía. Al principio se ocupaba del estudio de los objetos, de la vida misteriosa que contienen las cosas inanimadas. Durante muchos años se dedicó a escribir acerca de ello:
...la mesa continúa estable sobre sus patas de manera tan permanente que uno puede coger un hacha y blandiría y hundirla en su carne como los polacos hacen a veces y luego llegarán los gritos de asesinato asesinato pero la mayoría de las veces nada perturba los mapas de los días infantiles sobre la onda helada del agua de madera cuando no hay ningún barco de madera o de hierro cuando uno piensa acertadamente aunque sólo haya navegado del punto A al punto B con la imaginación viajera y la mesa sigue inmóvil bajo la bombilla eléctrica y es improbable que responda provocando la decisión o la desesperación de los chiquillos polacos...
Una noche Clay escribía:
... nunca he observado hasta ahora íntimamente un tiesto de flores es fascinante su concavidad y el moho verde tiene mayor significado que lo que hay dentro aunque uno puede llenarlo si se decide tras una larga concentración...
Hasta aquel momento no había dirigido su atención a los seres humanos, aunque estuvo rodeado por ellos toda su vida. En realidad, no es que volviera repentinamente su atención hacia los mismos, sino más bien que fue impulsado a hacerlo. Y Lova no era exactamente un ser humano, sino más bien una presencia, una sensación de posesión.
Aquella noche Clay tuvo hipo a causa del nerviosismo y la excitación que lo dominaban. Por esto quizá no oyó a su esposa, Marj, que le decía con voz cansada:
—¿Es que no vas a acostarte, Clay?
Lova era, por comparación, de ese amarillo verdoso de ciertos frutos y plantas carnosas.
Lova, Lova, tova, escribía al principio, para probar.
Le gustó tanto que se sorprendió de no haberse dedicado a ello antes. Podía haber escrito simplemente el nombre, pero Lova se hacía cada vez más palpable.
...sus pequeños pechos cónicos a veces madurando y recolectables por arte de prestidigitación en los días ventosos como un fruto artificial y zapatos desparramados entre la hierba...
Al principio Lova se aproximaba desde la hierba. Su piel tenía esa sutil humedad de invernadero que se advierte en los helechos; sus ojos tenían un tono castaño que complementaba el color de los suyos, aunque él no lo sabía. Pero, al principio, no conocía de ella más que gestos, la flotante confusión del cabello, el ligero estremecimiento de la piel rozando su propia piel. Ella subiría o descendería los peldaños de la escalera de piedra, deteniéndose un momento en los descansillos, entre piedras cubiertas de musgo. Las hojas de la Mostera deliciosa la descomponían a veces en una luz dispersa. Él era el único en saber cómo volverla a juntar. En raras ocasiones sus bocas casi llegarían a juntarse, en el fondo del jardín, donde se percibía el olor a podredumbre, donde había estado el estiércol fresco, seco ya desde hacía mucho tiempo. Todavía ella no era una criatura real y tal vez nunca lo sería. No, pero él la fabricaría a su modo. Claro que existían las discusiones y las discrepancias físicas.
—Mis manos —dijo Marj— están tan agrietadas que tendré que pedir consejo a Mr. Todd. Resulta agradable charlar con un farmacéutico. Los médicos, en cambio, están siempre demasiado atareados para entretenerse con conversaciones superfluas.
Lova contrajo herpes. Clay no hizo caso al principio. Mientras estaba sentada junto a su mesita, tomando las quince variedades de pastillas, metiéndoselas forzosamente en la boca, Lova sonreía, pero aquello era triste. Y pronto el eczema aumentó. Él estaba muy preocupado.
Durante noches y noches Clay no pudo escribir una sola palabra o, para ser precisos, escribía confundiendo moribundo con nauseabundo.
Si escuchaba, todo lo que podía oír era el crujir de las pastillas que masticaba Lova, el susurro de una palmera única y estéril, el ruido que hacía Marj al meterse en la cama.
Luego pensó con pánico que la casa podía desmoronarse. Estaba tan podrida, tan seca. No podía ir demasiado de prisa alrededor de la mesa al extender las frágiles hojas de papel. El movimiento la despegaba de sus propios huesos. Usaba unas zapatillas de cuero y andaba como deslizándose hasta llegar a la puerta.
Clay veía a Lova cerrando la ventana. Lova reía con grandes carcajadas, y Clay se mantenía inmóvil. En su garganta se formaban pequeñas ondulaciones. A veces un torrente de alegría brotaba de su boca. De su boca húmeda, tentadora. Pensó que las carnes de los bebés serían tan tiernas como la boca de Lova.
Nunca las había probado, pero lo sospechaba.
Lova se acercó a él.
—¡Me siento encima tuyo!
Sin esperar se sentó sobre sus piernas y con la mano libre se puso a escribir. Fue la primera de muchas noches en blanco.
Al final mis pesadumbres han desembocado en una vida agradable...
—Bien —dijo Lova—. Eso se debe a que eres un individuo cultivado. Honradamente, Clay, debe producir una gran satisfacción escribir, aunque sólo sea para mantener las manos ocupadas.
Volvió ella a reír con grandes carcajadas. Él conservaba sus dudas. ¿Acaso todas las mujeres tienen la misma expresión? Le habría gustado mirar la fotografía de la boda para comprobarlo, pero mediaban las escaleras y la oscuridad. Podía oír los leves ruidos hechos por Marj. Ésta había dicho durante el desayuno.
—Es lo mismo. Todo cuanto los fabricantes le dicen a una es para vender mejor sus productos.
—Pero es diferente, Clay —dijo Lova—. Tanto como los pepinos de las granadas. Tú eres quizás el más diferente de todos. Yo podría hacer que despertara tu ingenio.
Ella parecía a veces un gato agazapado en su regazo, pero se cerraba en seguida y luego se abría, como una navaja.
—Yo te comería —repitió ella, mostrando sus dientes puntiagudos; él había creído que serían anchos y separados, como los de su madre o los de Marj.
Aunque estaba asustado, escribió con la mano derecha, que tenía libre.
Yo no confiaría a nadie una navaja de afeitar, pero la mía propia...
Lova estaba mirando.
—¡Eso es! —exclamó—. Eso es lo que yo soy.
Se olvidó de ella por un momento, para escribir lo que tenía en la imaginación:
...Lova está sentada sobre mis rodillas oliendo a hojas de zanahorias se ha quitado los rizos del cabello pero no puede quitarse el olor a yerba verde yo no confiaría en ella uno no puede fiarse ni de sus propios pensamientos pasada la medianoche...
—¡Chafa, chafa, chafa, cháfate los dedos! —exclamó Lova—. Chafar empieza con C.
—¡Oh, querida! Chillar también empieza con C. ¡Mi querida Lova!
—¿Cuándo escribirás una D? —preguntó ella.
—La D todavía no ha nacido, acaso no nazca nunca. En cuanto a la A, está ya en la cama. No —se corrigió—. A no está en la cama.
Se dio cuenta de que sus ojos miraban los de Lova y sus pestañas se enlazaban con las de ella, y que de todo aquello brotaba melancolía.
Después Clay acabó su trabajo, por aquella noche, al menos, y experimentó el gran trauma de su pequeña habitación vacía, pues Lova se había desvanecido como un fantasma, y sólo quedaban las manchas de tinta en sus dedos como pruebas de que ella había estado allí.
Ya no le quedaba otra cosa que unirse a Marj en el lecho matrimonial, del que se preguntó si sería capaz de volver a levantarse. Estaba frío, muy frío.
Luego Marj se volvió y le dijo:
—Clay, tuve una discusión con Mr. Tesonero acerca de los nabos. Le dije que no podía esperar que el público los comprase estando tan mustios.
Pero Clay se durmió y de hecho no se levantó. Al menos, no aquella mañana, por primera vez en muchos años, mientras el despertador enviaba su metálico timbrazo por toda la casa.
Clay Skerritt continuó yendo a la Aduana. Por entonces se habían acostumbrado a él, incluso a su largo cabello.
Se dio cuenta de que era el momento de volver a visitar a McGillivray, pero lo recibió un dago que le dijo:
—¡No! ¡No! McGillivray se fue. Muerto. ¿Cuántos años? ¿Cinco? ¿Seis?
Por lo tanto, Clay Skerritt se marchó.
Era natural que aquello le sucediera a McGillivray. Menos naturales eran las consecuencias. Las casas pretenciosas y el asfalto cuarteado en las aceras.
Entonces vio el tacón atrapado en la rendija y a ella esforzándose por sacarlo. Vio su figura, la vio, la vio...
Ella dio media vuelta y dijo:
—Sí, me está muy bien empleado... Tú, como tienes tacones cuadrados... —mientras hablaba movía las caderas.
—¡Pero, Lova! —exclamó él ofreciéndole las. manos.
Ella llevaba un sueter color de miel muy ceñido.
—¡Oh, sí...! —dijo ella.
Y rió a carcajadas.
—¿Es así cómo te sientes? —repuso él.
—¡Sí, es así como me siento! —le temblaban las manos—. Y no estoy dispuesta a cambiar ni una sola palabra con ningún melenudo en medio de la calle. ¡Contigo no, desde luego!
—Pero, Lova, sé razonable —suplicó.
—¿Qué es ser razonable?
Él no podía explicarlo, como tampoco habría podido explicarle, si ella le hubiera preguntado, qué es el amor.
—¿Entonces no vas a conocerme? —dijo él.
—Te conozco bastante ya —repuso ella, con un tono tan preciso que dos tablillas no habrían llegado a juntarse con tanta exactitud.
—Y ha llegado el momento de irme.
Ella siguió tirando del zapato enganchado.
—Yo he venido aquí por algo —recordó él—. ¿Eres tú el cebo para los pájaros como yo?
—Lo era mi abuela.
Guando se soltó el zapato el asfalto crujió alrededor de ella como si estuviera hecho de hojas de papel reseco.
Ojalá hubiera podido explicar que el amor no tiene explicación.
Mientras tanto había damas que entraban, y salían, con la más extrañas sortijas en casi todos los dedos. Una llevaba nada menos que una alsaciana con un cesto, colgando como amuleto. Grande, pero apenas valía la pena.
Era sábado por la mañana. Clay se fue a casa.
Aquella tarde, después de comer, macarrones por supuesto, Marj dijo:
—Clay, he tenido un sueño... Te abandonaba.
—¡No! —exclamó él.
¿Adonde podía ir si no tenía ningún sitio en que refugiarse?
Salvo los domingos, tenía obligación de ir a la oficina de Aduanas y Consumos. Había de llegar allí con la anticipación suficiente para sacar punta a los lápices, colocar las cajas de clips junto a los tinteros...
Pero lo que temía que sucediera, sucedió.
Lova le había seguido hasta la Aduana.
Los demás no se habían dado cuenta, pues podía tratarse de alguna persona de las que pasaban el día en las Oficinas de Aduanas en busca de mercancías decomisadas. Sólo que ninguna se habría acercado tanto a la mesa de Mr. Skerritt, ni se habría mostrado tan descaradamente provocativa con su suéter color de miel, como Lova lo estaba haciendo.
Incitaban aquellos dientes menudos, puntiagudos, descamados y brillantes.
—Bien —empezó ella—, tú no habías contado con esto.
Estaba tan segura de sí misma que él temió que la pasión fuera a salírsele por el suéter.
Estaba sentado con la mirada atenta en la carta de «Dooley y Mann», agentes importadores, relativa al piano Bechstein que se había dado por perdido.
—Escucha, Lova —aconsejó—. Aquí no. Ahora sólo me preocupa encontrar el piano.
—¿Piano? ¿Sabes tocar el piano? No serás capaz de tocar para mí.
—Puede que tengas razón.
—¡Razón! —repuso ella—. Aun cuando la tuviera dirías que estoy equivocada.
Dejó el bolso sobre la mesa.
—Si alguien va a tocar el piano, voy a ser yo.
Se dirigió al piano que había en el rincón, detrás de la oficina encristalada de Archbold; delante estaba el taburete con funda de piel algo raída. Lova parecía satisfecha. Cuando se hubo sentado, empezó a tocar una melodía de jazz. Tocaba sin cesar. Sus manos delicadas saltaban sobre el teclado. La música salía por todos los agujeros del viejo piano.
Clay alzó la mirada y se encontró con la de Archbold, que le estaba observando. Miss Titmuss había cogido su toalla personal, y caminando con dificultades, con los tobillos doloridos, iba hacia el lavabo.
Cuando Lova se levantó del taburete, sin terminar la pieza iniciada, empezó a hacer sonar con su trasero las grasientas teclas del piano.
—¡Así está mejor! —gritó.
Luego fue a sentarse en un ángulo de su mesa escritorio. Nunca había parecido tan elástica. Respiraba con fuerza. Él fue incapaz de evitar que se le alterara el pulso al verle las ligas, que parecían hacerle guiños desde los hermosos muslos.
Uno o dos de los oficiales de Aduanas habían empezado a darse cuenta, observó él a través de las cortinas de su melena.
—Mira, Lova —dijo en serio—, una escena en estos momentos hará imposible que yo continúe en el Servicio. ¿Y qué vamos a hacer sin el sueldo? Hay que tener en cuenta a Marj. Quiero decir, que el prestigio vale tanto como el dinero. Por otro lado, ya nos hemos acostumbrado a nuestra mensualidad...
Lova rió entonces.
—¡Ja, ja, ja!
No hay forma de transcribir lo que estaba ya escrito en la pared, que formaba ángulo recto con la puerta de la oficina de Archbold.
Clay se enderezó en su asiento. Su nuez parecía no poder soportar el encierro en la garganta por más tiempo.
—Las escenas son muy peligrosas —dijo en tono suplicante.
Al menos eso era lo que su madre le había indicado más de una vez.
—Si es eso lo que quieres —dijo Lova—, ya sabes que nunca he sabido seguir el proceso normal para rellenar un impreso como está ordenado...
Retiró el bloc que él tenía delante. Él tenía miedo de no poder explicar todo aquello a sus superiores.
—Tú nunca pensaste estar donde estamos, ¿verdad?
Pero él sabía que su deber era resistir, no tanto por razones personales como por el decoro público, por el honor del Departamento. Tenía que proteger todo cuanto había sobre la mesa. Porque estaban ya luchando y poniendo en peligro todo aquello, y también a él y a Lova. En cualquier momento podía estallar la situación como una bomba.
—Tengo que dejarte ahora —dijo Lova, saltando de la esquina de la mesa y bajándose el suéter, que se le había subido con la pelea.
Casi todos sus colegas se habían dado cuenta, pero todos tuvieron la sensatez de no emitir ningún juicio audible sobre una situación tan azarosa y personal.
Cuando acabó la pugna, Miss Titmuss se agachó para recoger el bloc y los papeles caídos en el suelo, porque Mr. Skerritt le inspiraba lástima.
Él no esperó a dar las gracias ni a explicar nada, sino que cogió el sombrero, y caminando despacio ante las miradas de quienes le contemplaban en silencio, se dirigió a tomar el ferry transbordador.
—¿Verdad que hoy es más temprano, Clay? —preguntó Marj—. Siéntate un momento en el mirador. Voy a traerte una taza de té y una tajada de tarta. Creo que todavía está comestible.
Se sentó en el mirador, donde solía sentarse su madre para descargar sus lamentaciones, y sintió cómo el aire del sur penetraba a través de la bufanda. Oyó ruidos en la palmera. Los gorriones se reunían a deliberar.
—Clay —dijo Marj—, si no comes lo demás espero por lo menos que te guste el té.
No quería ser desconsiderado y entró en la sala. Ella se sentó en la otra silla, con su suéter color de miel, vuelta de espaldas.
—Lova... —empezó él.
Ella se llegó a él y probó que ella misma podía hundirse en las aguas del tiempo. Astutamente desparramaba delante de él las redes que olían a algas. Le recordó el festín de las mañanas tibias y las tardes más bien frescas.
Él no resistía. Ella estaba a punto de mostrarse tan irresistible como el agua. No el agua de oleaje, sino la espuma, que subía y bajaba cuando él acariciaba suavemente las olas. Ella era muy suave.
Marj se puso a dar golpes en la puerta.
—Se enfría el té, Clay —anunció.
Así era. Había que seguir el rumbo de las cosas.
—Te he preparado algo delicioso.
Ella salió, pero volvió a entrar, y mantuvo pegado el oído al agujero de la cerradura.
—¿Clay? —preguntó—. ¿Es que no te importa?
Marj no siguió escuchando porque tenía respeto al aislamiento de Clay.
—Bien —dijo al fin—. Nunca te vi comportarte de este modo.
Acaso fuese aquélla la primera vez en su vida que Marj abría una puerta sin llamar.
Luego empezó a gritar. Algo impropio de ella. No veía la cara de Clay, oculta por el abundante cabello. El cabello y las tablas del suelo estaban manteniendo un secreto imposible.
—Es algo que nunca imaginé —gritaba ella.
La sangre había saltado de la pata de la mesa. Sólo un poco.
Y estaba aquel viejo zapato que él seguía sosteniendo. Un zapato blanco.
—Nunca vi otro zapato igual —gemía ella—. Entre todas las cosas que ella tiró, pájaros y otras naderías, nunca vi un zapato así en esta casa...
Mientras Clay yacía tendido con aquel zapato rígido, ella gritaba:
—¡No puedo creerlo!
Porque todo el mundo sabe que lo que no es no es, aunque en apariencia sea.