SIENDO AMABLE CON TITINA
PRIMERO, se fue mamá. Luego, a nuestro padre le dio repentinamente el afán de quitarnos las alfombras de debajo de los pies ya que, según decía, constituían una valiosa colección. Entonces estuvimos solos una corta temporada. No solos, realmente, por supuesto, ya que con nosotros estaban Fraulein Hoffmann y Mademoiselle Leblanc, Kyria Smaragda, el ama de llaves, Eurídice, la cocinera, y las dos criadas de Lesbos. La casa estaba llena de susurros femeninos y todos estábamos melancólicos.
Luego, Mademoiselle Leblanc nos explicaría que ella y Fraulein Hoffmann fueron a poner un telegrama a Esmirna. No tardaron en llegar de Egipto las tías: tía Ourania, menos rigurosa de lo que parecía, y tía Thalia, la tía artista que, según afirmaba Fraulein Hoffmann, poda cantar los Lieder alemanes con intenso Gefühl.
La casa empezó en seguida a vivir de nuevo. Siempre había gente en las escaleras. El ir y venir y la música no cesaban nunca. Aquel año, mi hermana mayor, Phrosso, creyó estar enamorada de un atleta italiano y mi hermano Aleko decidió hacerse estrella de cine. Las chicas de Lesbos se subían a las ventanas, después de recoger los platos, y trataban de alcanzar los dátiles que maduraban en las palmeras. A veces se oía el plaf de los dátiles al caer en el suelo húmedo del jardín. Éste no había estado nunca tan fresco y húmedo como cuando volvíamos de la playa. La puerta de la verja chirriaba cuando la institutriz nos llevaba caminando junto a la pared color de arena hasta el espeso bosquecillo tan verde como oscuro.
Mi hermana mayor, Phrosso, decía que aquello era horrible —la mohosa Alejandría—, y que si al menos le hubieran dejado llevar tacón alto, o enviado de viaje a Europa, o hubiera podido tener algún apasionado asunto amoroso... De lo contrario, cualquier día estallaría. Pero a mí no se me ocurría pensar que nuestra vida fuese en modo alguno insoportable. Claro que yo era diferente, sensato. Según decían las tías: «Dionysios es un muchacho juicioso». Algunas veces me pesaba amargamente el serlo, pero yo no podía cambiar y casi siempre sacaba un placer inmenso de la actividad continua de la casa: mi segunda hermana, Agni, constantemente escribiendo en la mesa ovalada; los dos pequeños dando paso a sus irritaciones y rabietas; las sirvientas contando sus sueños en los desvanes; y, por la tarde, nuestra tía Thalia tocando el piano en el gran salón con espejos de marco dorado. Su interpretación de Schumann no podía ser igualada por Frau Klara en persona, según palabras de Fraulein Hoffmann, claro que aprovechando que ella no estaba allí. Nuestra tía estaba muy satisfecha. Cruzaba las manos en el piano muchas más veces de las necesarias. Cantó une petite chanson spirituelle de votre Duparc, para complacer a Mademoiselle Leblanc, la cual se había sentado sonriente y distraída encima de su huevo de zurcir medias. Creo que nuestros momentos más felices fueron las veladas de aquellos días. Aunque alguien abriera una puerta, amenazando con apagar la llama de las velas colocadas encima del piano de nuestra tía, aquéllas no tardaban en recuperar su vigor y luminosidad. El silencio resultaba incomparable. En aquellos días era corriente oír el suave rumor de algún camello caminando sobre polvo. En el aire de la tarde se percibía el inconfundible olor a camello.
Oh, sí, estábamos en nuestros momentos más felices. Si mi hermana Phrosso decía que todo aquello era horrible, era porque se había fijado en un atleta italiano en la playa y la vida sin él se le había convertido en algo penoso.
Aquel año, los Stavrides vinieron a vivir en la casa situada casi enfrente de la nuestra.
—¿Sabes que los Stavrides son de Esmirna? Eurídice se ha enterado por su cocinera —informé yo a tía Ourania.
—Sí, lo sé —replicó nuestra tía con tono grave—, pero no me gusta que los muchachos, Dionysi mou, pasen tanto tiempo en la cocina.
Me lastimaba que nuestra tía hablara así, porque más que ninguno yo era su favorito. Sin embargo, siempre simulaba yo no haberla oído.
—¿Conoces a estos Stavrides, tía Ourania? —no tuve más remedio que preguntarle.
—No puedo decir que no... —replicó tía Ourania—. Oh, sí, los conozco...
A mi juicio, tía Ourania estaba adoptando una actitud muy rígida y siempre que se acusaba esta transformación, empezaba a jugar con mi túnica y acariciarme el cabello.
—Entonces, ¿les conoceremos nosotros también, tía Ourania? Dice Eurídice que hay en la familia una chica pequeña, Titina.
Pero nuestra tía Ourania se pusó aún más rígida.
—No he decidido todavía —dijo al final— hasta qué punto debemos comprometernos. Los Stavrides —se aclaró la garganta— no son personas muy deseables...
—¿Por qué? —inquirí al instante.
—Bueno, es difícil explicarlo.
Siguió acariciando el áspero rastrojo que era mi pelo recién cortado.
—Kyria Stavridi, ¿sabes?, es hija de un droguero. Viví encima de la tienda de su padre. Y no es que yo tenga nada contra Kyria Stavridi. Por todo lo que sé, tal vez sea una persona excelente, claro que en nivel distinto al nuestro. Pero hoy en día es necesario guardar las apariencias.
Luego mi tía Ourania miró a otra parte. Era una persona muy buena. Leía a Goethe todas las mañanas un cuarto de hora, antes de tomar su café. Poco después de su llegada, dio órdenes de que nos cortaran el pelo a todos los chicos. Teníamos que llevar túnicas como los hijos de los obreros, porque, según decía, era un error halagarnos nosotros mismos pretendiendo que éramos diferentes. Ella llevaba el pelo cortado como un hombre, y daba limosnas en secreto.
—Sin embargo —solía decir tía Ourania—, no hay razón para que vosotros no seáis amables con Titina Stavridi, aunque sus padres sean casi indeseables.
Sus ojos se habían humedecido, porque era muy sensible.
—Tú, Dionysi —decía—, eres el más comprensivo y tienes que ser amable con la pobre Titina.
De momento no sucedió ninguna otra cosa interesante.
Nuestra vida continuaba. Después de la partida de nuestros padres, no podría decirse que ocurriera nada transcendental. Quedaban los acontecimientos menores y las visitas. Llegó de París nuestra tía Calliope. Nos hacía escribir relatos y respirar profundamente. Mi hermano Aleko escribió a una Academia para seguir un curso de hipnotismo; Phrosso se olvidó del atleta italiano y empezó a fijarse en un rumano; mi segunda hermana, Agni, ganó un premio en álgebra, y los pequeños, Myrto y Paul, empezaron a guardar sus ahorros en una hucha. Sucediéndose tantas cosas sin importancia, aunque suficientes para ocupar todos los momentos del día, no se me ocurrió volver a pensar en los Stavrides. Quizá todo aquello entretuvo mi imaginación y si no los mencioné fue porque a mi tía Ourania no le gustaban. Así, los días continuaron más o menos monótonos; el sol calentaba la tapia que daba a la calle; el agua del mar salaba nuestra piel; las hojas de la higuera sudaban en las tardes húmedas de la vieja casa de Schutz.
De súbito, un martes por la tarde, Kyria Stavridi apareció sentada en el sillón favorito de tía Ourania, junto al ventanal del salón.
—¿Quién eres tú? —inquirió Kyria Stavridi, mostrando la gran cantidad de oro que llevaba encima.
—Yo soy el mediano —repliqué—. Soy Dionysios.
En circunstancias ordinarias me hubiera marchado, pero quedé fascinado por tanto oro.
—Oh —dijo Kyria Stavridi con una sonrisa—, muchas veces es en los medianos sobre quienes recae la responsabilidad.
Sus palabras parecían un tanto misteriosas. Además vestía de negro y daba la impresión, incluso a distancia tan corta, de estar encerrada en una nube de vapor.
Yo no contesté a Kyria Stavridi porque no sabía qué decir y porque había notado que no estaba sola.
—Ésta es mi pequeña Titina —presentó Kyria Stavridi—. ¿Vas a ser amable con ella?
—Oh, desde luego que sí.
Observé a la niña desconocida.
Titina Stavridi estaba de pie al lado de su madre. Muchos volantes blancos y algunos lazos color de rosa. Sonreía, y su sonrisa dejaba ver la falta de algunos dientes. Tenía la cara oblonga y la piel color de plátano, grandes pecas, y su cutis, más pálido en la frente, me sugería, no sabría decir por qué, que Titina Stavridi era una de esas chicas que se mean en la cama durante mucho tiempo.
Precisamente entonces, entró en el salón mi tía Ourania, tras haber sido avisada por nuestra doncella, Aphrodite. Sacó su voz de hombre y dijo:
—Bien, Kyria Stavridi, ¡quién hubiera esperado verla por Alejandría!
Alargó la mano desde una prudente distancia.
Kirya Stavridi, que se había puesto en pie, se puso a sudar más que de costumbre. Tenía un trasero excepcionalmente ancho y se dobló por la mitad cuando tocó los dedos de mi tía.
—Oh, Mademoiselle Ourania, es para mí un gran placer... —Kyria Stavridi iba soltando las palabras por etapas— renovar nuestra amistad. ¿Y Mademoiselle Thalia? ¡Es tan distinguida!
Tía Ourania, según pude ver, no sabía qué contestar.
—Mi hermana —dijo al final— no puede bajar. Tiene dolor de cabeza.
Kyria Stavridi no sabía compadecerse lo suficiente. Respiraba con suspiros cortos y agonizantes.
Después hablaron de la gente, cosa que siempre resulta aburrida.
—Dionysi —dijo mi tía aprovechando una pausa—, ¿por qué no llevas a Titina al jardín? Aquí no tienen nada que hacer los niños.
Pero no me moví, ni mi tía volvió a decirme nada.
En cuanto a Titina Stavridi, debía ser una estatua, aunque de las feas. Sus piernas parecían demasiado gruesas y sin vida. ¡Y todos aquellos volantes y aquellas cintas! Al acercarme más vi que tenía como marcas de viruela junto a la nariz, pecosa y bulbosa, y que sus ojos tenían un color estúpidamente azulado.
—Mi marido —estaba diciendo Kyria Stavridi—, tampoco goza de buena salud.
—Sí —dijo mi tía Ourania—, lo recuerdo.
Lo que en cierto modo entristeció a su visitante.
Luego todos los demás entraron en tropel, empujándose y amontonándose, incluso Phrosso y Aleko, los dos mayores, para ver a Kyria Stavridi, de Esmirna, y a su hija. Todos fueron presentados.
—Entonces, espero que seamos amigos —sugirió Kyria Stavridi—, en particular los chicos... —era obvio, incluso para mí, que sus esperanzas con nuestras tías no eran muy grandes—. Dionysios va a ser, espero, el mejor amigo de Titina. De hecho, me lo ha prometido. Además, deben ser de la misma edad.
Esto hizo reír a mi hermana Agni, y Aleko me dio un pellizco por detrás. Mi pequeño hermano Paul, que nunca estaba atento, quiso soltar las cintas de raso de Titina. Por un momento creí que Titina se iba a echar a llorar, pero no fue así. Por el contrario siguió riendo y proseguían sus sonrisas cuando su madre, tras haber dicho todo lo que tenía de decir, se la llevó.
Luego nosotros empezamos a reír a carcajadas y a gritar.
—¡Así que ésa era Kyria Stavridi! —gritaba mi hermana Phrosso—. ¿Notasteis las mellas en sus dientes?
—¡Y las cintas de la horrible Titina! —observó Agni—. ¡Podría vestirse a una novia con todas esas cintas de raso!
—¿Tenemos que conocer forzosamente a personas tan vulgares? —demandó mi hermano Aleko.
—El único vulgar aquí eres tú —replicó tía Ourania.
Y le dio una bofetada.
—Aleko, vete a tu habitación —le ordenó luego.
Esto nos hubiera dejado perplejos a todos, pues Aleko era el mayor y ya un fornido mocetón, si Myrto, que era la que siempre se daba cuenta de las cosas, no hubiera empezado a señalar y a gritar:
—¡Mirad! ¡Mirad! Titina Stavridi se ha meado en el suelo.
En efecto, junto al mejor sillón estaba el charco dejado por Titina, como un perrito mal educado.
Todos nos empujábamos para verlo mejor.
—¡Una chica tan crecida! —suspiró tía Ourania.
Tocó el timbre para que acudiese Aphrodite y ordenara al árabe que trajese un cubo.
Después de esto, empecé a sospechar que todos los de casa se habían olvidado de los Stavrides. Ciertamente, las dos chicas de Lesbos habían visto a los Stavrides cantando y saltando en el extremo de la calle, él con un pie metido en el sombrero de paja. Pero nada se había hecho por Titina, hasta que una tarde calurosa, cuando yo recorría el jardín en busca de insectos para mi colección, me llamó tía Ourania.
—Mañana tenemos que hacer algo con Titina. Tú, Dionysi, irás a recogerla.
Los otros refunfuñaron, y nuestra tía Thalia, que estaba tocando una pieza de Schumann, con su mejor vestido bordado, se encogió de hombros.
—¡Oh! —exclamé—. ¿Yo precisamente?
Luego supe, y mi tía lo confirmó, que no podía ser de otra forma. Yo era el más amable. Incluso Kyria Stavridi, había dicho que las responsabilidades recaen a menudo sobre los hermanos medianos de una familia.
A la tarde siguiente fui a buscar a Titina. No hablamos. Pero Kyria Stavridi me besó y dejó una mancha húmeda en mi mejilla.
Aquella tarde íbamos a ir a la playa, como casi todos los días.
—¡Oh! —gimió mi hermana Phrosso—. ¡Otra vez la playa! ¡Resulta tan aburrida!
Y dio a Titina un fuerte pellizco.
—Oye, Titina ¿qué es eso? —preguntó Agni.
Titina llevaba un astrágalo azul colgado al cuello.
—Es para alejar el mal de ojo —repuso Titina.
—¡El mal de ojo!
Todos gritamos, regocijados.
—¡Igual que un árabe! —exclamó Myrto.
Y nos pusimos a cantar:
Titina, Titina. Arabina... —aunque en voz muy baja, para que no pudiera oírnos Mademoiselle.
Así, Titina vino a la playa aquella y las demás tardes. Una vez le quitamos las bragas y le golpeamos el trasero con una botella vacía que encontramos flotando en el mar. Como siempre, Titina se limitó a sonreír, aunque con una sonrisa un tanto triste. La zambullíamos debajo del agua y cuando salía, casi sin respiración, le chorreaba el agua desde sus ojos estúpidos y azulados. Cuando estaba mojada, su cutis pecoso brillaba como las escamas de un pez.
—¡Horrorosa! —decidió Phrosso y se retiró para leer una revista.
No podíamos estar torturando a Titina todo el rato. A la larga aquello carecía de interés.
Pero Titina seguía pegada a mí, como si alguien se lo hubiera dicho. Una vez, en el jardín de nuestra casa de Schutz, después de enseñarle mi colección de insectos, me sentí desesperado. Cogí el colgante azul de Titina Stavridi e intenté metérselo por la ventanilla izquierda de la nariz.
—Titina —le grité—„ los agujeros de tu nariz son tan grandes que podría verse por ellos tu cerebro, si lo tuvieras.
Titina Stavridi sonreía y apretaba el amuleto con la mano.
En mi desesperación continué soltándole verdaderas tonterías, hasta que apareció mi tía Thalia.
—¡Perversos, más que perversos! —exclamaba—. ¡Precisamente tú, Dionysi!
Durante las horas más calurosas de la tarde mi tía se reclinaba en una habitación tranquila, mordiscando una zanahoria cruda y copiando párrafos de Tagore.
—¡Mi cabeza! —se quejaba—. ¡Mi descanso destrozado! ¡Oh. Dios mío! ¡Mi conjuntivitis!
Para aliviarse la conjuntivitis, tía Thalia llevaba una visera color verde botella, que la hacía parecer especialmente trágica. En conjunto, tía Thalia parecía un personaje con máscara de una tragedia.
Por eso quedé consternado y Titina Stavridi todavía más.
La vez siguiente que fui a recogerla, su madre me llevó aparte y me dio instrucciones detalladas:
—¡Tu pobre tía Thalia! —suspiraba—. Dile que por las noches y las mañanas ha de lavarse los ojos con este líquido... Sin diluirlo.
—¿Para qué me has traído este frasco? —me preguntó mi tía cuando aparecí con él.
Estaba de pie en el gran salón. Las anchas mangas colgaban de sus brazos finos y elegantes.
—Es para la conjuntivitis.
—¡Sí! ¡Sí! ¿Pero qué es?
Tía Thalia estaba impaciente.
—Es agua de bebé —repliqué—. Por las noches y por las mañanas. Sin diluir.
—¡Oh, oh! —gimió tía Thalia, al tiempo que tiraba el frasco, que botó una sola vez sobre el piso brillante.
—¡Asquerosa criatura!
—Probablemente sea orina de un bebé muy limpio... —dije yo.
Mi frase me parecía a mí muy razonable, pero tía Thalia no se consolaba.
Nunca más volví a recoger a Titina. He de decir que incluso sin el episodio de la receta de Kyria Stavridi no se nos habría permitido ver más a Titina, puesto que los Stavrides estaban continuamente implicados en lo que nuestras tías consideraban incidentes indignos, por no decir repulsivos. Por ejemplo, Kyria Stavridi fue corneada en su amplio trasero por una cabra con luceros negros en la piel, en mitad de la calle Goussio. Luego, hubo lo que sucedió en nuestra propia calle, cuando Despo y Aphrodite, las muchachas de Lesbos, regresaban a casa al anochecer. Las dos chicas jadeaban y reían entre dientes cuando llegaron. Nosotros llegamos a oírlas antes que cerraran de golpe la puerta.
—¿Qué ha pasado? —preguntamos.
Colegimos que se trataba de algo que tenía que ver con Kyrios Stavridis, quien les había mostrado algo en la oscuridad. Mucho tiempo después seguía siendo objeto de conjeturas lo que Kyrios Stavridis había mostrado a nuestras sirvientas, aunque nuestra hermana Phrosso insistió desde el principio en que ella sí lo sabía.
En todo caso, Titina Stavridi se retiró de nuestra vida, aunque sólo a la distancia de una ventana a otra.
Una vez me encontré con ella en la puerta de la tienda de comestibles.
—Estoy muy triste, Dionysi —decía Titina—. Tú eras la única persona a quien yo quería.
Al oírla, experimenté una sensación de extraño horror, por no decir de terror, y estuve corriendo todo el camino hasta mi casa; con la bolsa de azúcar que me había enviado a comprar Kyria Smaradga.
Claro que podía librarme de la cara de Titina, pero su figura permanecía en mi memoria, sobre todo estando las ventanas abiertas, al anochecer, cuando los dátiles maduros caían de las palmeras y un camello gruñía al pasar.
Tantas cosas sucedieron de golpe que no recuerdo cuándo se fueron los Stavrides. Nosotros también nos disponíamos a marcharnos. Nuestra tía Ourania había dedicado una tarde entera a recapacitar y decidió que había llegado el momento de pensar en serio en nuestra educación. Así que de pronto nos vimos preparando las maletas. Fraulein Hoffmann se echó a llorar. A mi se me ocurrió observar:
—¿Crees que los Stavrides se habrán ido ya? Solo se ven ventanas cerradas.
—Pudiera ser —repuso tía Ourania.
Y tía Thalia añadió:
—Los Stavrides son famosos por sus rápidos desplazamientos.
De todos modos, no tenía importancia. Fueron muchos los acontecimientos y caras que se amontonaron en los años siguientes, pues nos convertimos en atenienses. A la luz cruda e implacable del sol, se advertía de inmediato que yo era un muchacho concienzudo, tan sano como retraído. Iba pasando el tiempo y me crecía el bigote. Muchas veces los chicos varones de la familia nos avergonzábamos de la ropa que nos hacía poner tía Ourania, tanto por economía como para mitigar nuestro orgullo.
La mayor parte de los otros muchachos habían empezado a sugerir que convenía visitar burdeles. Algunos ya los habían frecuentado. El bigote los ayudaba en sus andanzas, pero yo me limitaba a vagar por las calles. Una vez escribí en la pared con un trozo de tiza:
AMO - AMO - AMO
Luego me retiré a casa y me tendí en la cama vacía, escuchando, pero las noches nunca quedaban mancilladas con respuestas.
Llegó el año de la catástrofe. Entonces nos trasladamos al apartamento de Patissaia, con el fin de disponer de recursos para ayudar a los infelices que tanto lo necesitaban, según explicaba tía Ourania. Pronto empezaron a llegar refugiados que huían de los turcos de Anatolia. Había primos durmiendo en el suelo de ladrillos y nuestra tía Helen y tío Constantine lo hacían en la alcoba de las sirvientas. Tuvimos que despedir a las chicas de Lesbos. «Dar, dar», ordenaba tía Ourania con los brazos cargados de ropa vieja. Mi hermana Myrto prorrumpió en lágrimas. Rompió la hucha con un martillo y empezó a gastarse el dinero en helados.
Era una época en que sucedían multitud de cosas. Nuestro hermano mayor, que había renunciado a convertirse en estrella de cine, estaba en El Cairo dedicado a los negocios. Nuestra hermana Phrosso había dejado de enamorarse y estaba otra vez en Alejandría, eligiendo uno entre varios posibles esposos. Sus muchas cartas llegaban con la nostalgia incontenible de jardines húmedos y hojas de higuera. Una vez llegué a escribir un poema, pero no se lo leí a nadie y lo rompí. Algunas veces reinaba la tristeza en casa, aunque entonces Agni solía sentarse al piano y ensayaba Un baiser, un baiser, pas sur la bouche..., mientras las tías estaban visitando a sus amistades.
Luego se tomó una decisión. Fue tía Ourania, que era quien decidía siempre las cosas. Como que Dionysios era un chico nada excepcional aunque formal, debía dejar los estudios y trabajar con tío Stepho en el Banco. Además, había mucho que dar a los desdichados refugiados de Anatolia. Aquello resultó bastante emocionante, pero sólo por poco tiempo. Pronto me encontré llenando sobres con direcciones en el Banco. Los libros de contabilidad me hacían estornudar. Y mi tío Stepho continuamente me mandaba llamar para tirarme de las orejas, ideando siempre alguna broma pesada para torturarme y hacer más desagradable mi trabajo en el Banco.
Eso era todo.
Había vuelto el verano. El verano blanco, eterno, polvoriento de los atenienses. El polvo saltaba bajo mis zapatos cuando paseaba por la calle del Estadio, pues cuando había intentado pasar mis vacaciones en Pelion, tía Ourania había sugerido al instante:
—¿Te lo va a permitir tu conciencia, con todos estos refugiados durmiendo en colchones tirados en el vestíbulo?
Así que tuve que quedarme, ya que otra solución habría sido intolerable. Mis ropas no eran más que harapos húmedos a las once de la mañana, en la calle del Estadio, cuando oí mi nombre.
—¡Dionysi! ¡Dionysi!
Era una mujer joven, una chica. Sí, una chica, que se levantaba de una de las mesitas de mármol de la acera, en Yannaki's, donde había estado tomando un helado.
—¡Oh! —prosiguió ella—. Pensé... creí que era alguien... Dionysios Papapandelidis, alguien a quien yo conozco...
Debí parecer tan estúpido, que la chica, fresca y resplandeciente, llegó a dudar. Se quedó chupándose los labios, como si quisiera probar hasta qué punto habían sido afectados por el helado.
De súbito descubrí, como escondido dentro de una concha, algo de la cara pálida y oblonga de la pequeña Titina a la que habíamos conocido en Schutz.
Mi sorpresa debió serle tan evidente que en seguida se puso a gritar y reír a carcajadas. Estaba respirando encima de mí, incluso abrazándome, besando los comienzos desdichados de mi débil bigote, allí, en la claridad de la calle del Estadio. Nunca me había sentido tan idiota.
—Vamos —dijo Titina al final—, tenemos que tomar un helado. Yo ya he tomado varios, pero ¡son tan buenos los helados de Yannaki!
Me senté con Titina, nervioso por temor a verme obligado a pagar todos los helados anteriores.
Pero Titina dijo inmediatamente:
—Te invito yo, querido Dionysi.
Se mostraba muy contenta y muy complaciente. La parte curiosa de todo fue que cuando Titina buscaba en el bolso un cigarrillo, mientras jugaba con un maravilloso encendedor inglés, cayó sobre la mesita de mármol una buena cantidad de billetes. Yo me había convertido de pronto en la torpe masa de carne que había solido ser anteriormente Titina Stavridi.
—Cuéntame, cuéntame —suplicaba ella.
Fumaba el cigarrillo con sus labios gordezuelos y expertos. Pero yo no tenía nada que decirle.
—¿Y tú? —pregunté—. ¿Vives en Atenas?
—¡Oh, no! —negó con la cabeza—. ¡Nunca en Atenas!
La diosa estaba protegida sólo por su propio cabello, tan negro que los reflejos eran azules.
—No —contestó—, estoy aquí en una breve visita. Jean-Louis —explicó— es un hombre excepcionalmente generoso y amable.
—¿Jean-Louis?
—Es mi amigo —contestó Titina, frunciendo la boca de una forma que mis tías hubieran considerado vulgar.
—¿Este amigo es joven o viejo?
—Bueno —repuso Titina—, yo diría que es maduro.
—¿Lo sabe tu madre?
—¡Oh, mamá! Mamá está contentísima de que las cosas se nos hayan arreglado tan bien a las dos. Ella tiene apartamento propio. «Si así es el mundo, vivamos así en él», es lo que mamá suele decir.
—¿Y tu padre?
—Papá está siempre allí —dijo Titina y lanzó un suspiro.
Yo, por mi parte, empecé a llenarme de un deseo desesperado. Aquí estaba Titina, tan amable, tan íntima, tan hábil, tan inimaginable. Mis ropas se encogían sobre mí. Y Titina hablaba. Sus estrechos brazaletes se movían y tintineaban todo el rato. Ella volvía la mirada, de esta u otra forma, admirando o rechazando. Cerraba los ojos de un modo peculiar, aunque quizás fuese simplemente a causa de la claridad.
—Dime, Dionysi —preguntaba—. ¿Te has acordado alguna vez de mí? Espero que no. ¡Era tan horrible! En cambio, tú siempre fuiste muy amable.
Lo cierto era que Titina Stavridi creía sinceramente en sus propias palabras, pues había vuelto hacia mí su cara exquisitamente arreglada y yo podía ver en el fondo de aquellos ojos cándidos, azules como el golfo Sarónico... Podía ver... Bueno, podía ver la verdad.
—Dispongo hoy de un poco de tiempo —explicó Titina en tono práctico a la vez que reflexivo—. ¿Tienes algún compromiso, Dionysi? ¿Estás libre esta tarde? ¿Por qué no me llevas a la playa? A nadar.
—Pero estamos en Grecia —repuse yo—, y aquí los hombres y las chicas todavía no suelen irse a nadar juntos.
—¡Bah! —exclamó—. ¡Ya aprenderán! Tú y yo nadaremos juntos esta tarde. Si estás libre.
Y de pronto el tiempo fue nuestro juguete particular. Los dos reíamos y bromeábamos cuando Titina Stavridi separaba los billetes para pagar todos los helados que habíamos tomado en Yannaki.
—Primero tengo una cita —anunció ella.
—¿Con quién?
Estaba impaciente por oír su respuesta.
—¡Ah! —rió a carcajadas—. Con una amiga de mi madre. Una señora anciana que tiene una verruga.
Así me quedé tranquilo. En casa había albóndigas para almorzar. Nadie podía igualar a Euridice preparándolas, pero hoy parecía que hubiera caído serrín en ellas.
—Euridice se ofenderá —dijo mi tía Thalia—. No te has comido tu parte.
Decidí contar a mis dos queridas aunque puntillosas tías mi encuentro con Titina Stavridi.
Aquello se me convertía en un secreto insoportable a medida que iba pasando el tiempo, por no mencionar siquiera que seguramente tendría que pagar el importe de los largos recorridos de Titina en autobús.
—Oh, no —decía ella al final, en la escalinata del Grande Bretagne—. Llama un taxi... —insistía junto al uniformado portero—. El dinero es para gastarlo.
En el camino, mientras ella jugaba con su precioso encendedor, yo me sentí aliviado al ver que tenía el bolso repleto de billetes. Llevaba un brazalete de concha con brillo parecido al de la madera de nogal.
—Eso no es nada —comentó Titina—. Mi amigo me aconsejó que guardara las joyas en una caja fuerte del Crédit Lyonnais. No se sabe nunca, suele decir Jean-Louis, lo que puede suceder en Grecia.
Yo estuve de acuerdo en que el Crédit Lyonnais ofrecía mayor seguridad.
Así fue todo el camino. Mientras su cuerpo caminaba junto al mío, Titina iba revelándome una vida suntuosa y al mismo tiempo práctica. Ella aceptaba el esplendor lo mismo que su piel. A lo largo de la playa, en aquellas arenas un tanto duras, Titina irradiaba esplendor, dentro de una armadura de escamas nacarinas, y su pequeño yelmo de plumas.
—¿Te gusta mi vestido? —preguntó después de repintarse la boca—. Pues a Jean-Louis no le gusta. Qa me donne un air de putain. Eso es lo que dice.
De pronto se zambulló en el mar y yo me sentí contento al encontrarme también dentro del agua.
Nadamos entre largas y suaves olas de azul plateado. Burbujas de júbilo que parecían adheridas a los labios de Titina. Sus ojos eran más profundos, más románticos, por la inmersión.
Yo había pedido al taxista que nos dejara en cierta bahía, a lo largo de aquella costa desierta, salpicada de rocas color de tierra. Los pinos se asomaban por todas partes y sobresalían sobre el mar. Era un paisaje pobre, aunque espléndido en su estilo, de una austeridad plenamente perfecta Yo había esperado que podíamos permanecer allí sin ser vistos. Y así sucedió hasta que llegó a las rocas un grupo de mozalbetes medio desnudos. Algunos de ellos se habían sentado junto a mí en el Colegio. Ahora se sentaban también allí con los labios marchitos, y los ojos fijos. Gritaban las cosas que uno podía esperar. Algunos arrojaban puñados de agua.
Pero Titina estaba mirando al sol.
Frente a aquel puñado de rústicos, de músculos relajados y labios hinchados, pareció desaparecer de mí todo lo que quedaba de niño bobalicón. ¿Era la presencia de Titina? Mi cabeza, firmemente asentada en mi cuello, había inspeccionado océanos y continentes. Yo había crecido y era ya un sujeto compacto; mi resplandeciente bigote se había endurecido, aunque aún no fuese visible para la mirada humana.
De pronto algunos de los chicos, a quienes yo conocía, se zambulleron y nadaron gritando y riendo con sus voces roncas. Sus cabriolas estilo foca llevaban la intención de divertirnos.
Pero Titina no los veía.
Luego, cuando llegábamos a la orilla, el rechoncho y rubio Sotiri Papadopoulos intentó nadar por entre las piernas de Titina.
—¡Vete de aquí, desvergonzado! —reprendió ella.
El desprecio de Titina tuvo éxito. Sotiri se fue, afortunadamente. Muchas veces había demostrado ser más fuerte que yo.
Después me senté con Titina debajo de los pinos. Me habló con nostalgia de las estancias en Deauville, Le Touquet y Cannes. De las reservas en los mejores hoteles. Yo me sentía solo, perezoso, impresionado. ¡Pero qué inmaculada era ella! Me acordé de Agni, sus brazos con piel de gallina y su pelo húmedo y lacio.
Titina sacó fruits glacés.
—Los trajimos, Jean-Louis y yo, de la Costa Azul. Pruébalos —ordenó.
Primero le ofrecí a ella la caja.
—Come, come —decía—. Yo estoy harta de ellos. Come fruits glacés.
De modo que me senté y me harté de ellos.
Permanecimos largo rato junto a los pinos: ella tan fresca, tan impecable; yo ardiente y sudoroso. Titina empezó a cantar algo, que en realidad no recuerdo ahora.
—¡Uf! —exclamó tendida de espaldas, mirando hacia el cielo por entre las ramas—. ¡Qué achaparrados están nuestros pobres pinos!
—Es que son así —dije yo.
—Sí —suspiró—, son así, no es que estén faltos de crecimiento.
Caminé una corta distancia y le traje una vissinada de un puesto situado junto a la carretera. Nos teñimos la boca con el purpúreo zumo de cerezas con almíbar. En el golfo Sarónico la tarde había empezado a tomar un tono púrpura. La arena se notaba dura bajo la piel. Creo fue en este momento cuando pasó un hombre con un acordeón, tocando algo tan suave y persuasivo como el arrullo de las palomas torcaces. A diferencia de los chicos de antes, el hombre del acordeón no se quedó mirando. Continuó su marcha. Creo que probablemente era ciego.
—Ach, Titina, Titina...
Yo estaba echando sobre ella mi desesperación.
La oscuridad se cernía ya sobre nosotros cuando Titina Stavridi, tumbada en la arena, volvió la cara hacia mí. Una rama dejaba su sombra perfectamente marcada en ella. Se quedó mirándome, como si buscara algo que no podía encontrar.
—Pobre Dionysaki —exclamó—. Al menos, no es necesario que tengas miedo.
De forma que yo nunca me había sentido tan fuerte. Mientras luchábamos, Titina y yo, sobre la arena, mis brazos se convirtieron en serpientes de mar. Las escamas de su maillot nacarino, del que nunca se había preocupado Jean-Louis, se perdieron en un momento tras mi hábil ataque. Me encontré sosteniendo en mis manos aquel cuerpo pequeño que había estado amenazando con escapárseme durante toda la tarde.
—¡Ach! —gritaba casi con rabia, mientras sus dientes chocaban con los míos.
Después Titina se mostró infinitamente amable. Toda la oscuridad de la noche se movía impregnada de idéntica amabilidad.
—¿Cuándo te marchas? —pregunté.
—Pasado mañana —replicó—. No... —corrigió al instante—. Mañana.
—Entonces, ¿por qué dijiste pasado mañana?
—Porque me había confundido —dijo simplemente.
Mi sentencia quedó sellada. Todos los ruidos marinos del Atica se levantaron para atacarme cuando acerqué mis labios otra vez a la boca de Titina.
—Adiós, Titina —dije en lar escalinata de su hotel.
—Adiós, Dionysi, Dionysaki.
Estuvo muy cariñosa, muy amable.
Pero yo no le dije nada más. Había empezado a darme cuenta de que cualquier observación resultaría estúpida.
Todo el camino hasta Patissia soporté el polvo espeso y seco bajo mis zapatos.
Cuando llegué encontré una novedad: tía Calliope, la profesora, había llegado de París.
—¡Nuestro Dionysi! —exclamó tía Calliope—. ¡Es casi un hombre!
Me abrazó rápidamente, a fin de volver a su conversación sobre política.
Nunca nos habíamos preocupado de tía Calliope, que nos había hecho escribir tantos ensayos literarios, pero sus hermanos la querían mucho, discutían con ella y llegaban a pelearse charlando hasta altas horas de la noche sobre cualquier aburrido tema político.
—Esa catástrofe —mi tía Calliope había llegado casi al extremo de gritar— fue resultado de la apatía de uno de los países más atrasados del mundo.
Mi tío Stepho gritaba también:
—Eso para ti y para tus progresistas intelectuales, mientras a nosotros, personas decentes, quizá nos corten el cuello... —bramaba tío Stepho, vicepresidente de nuestro Whole Bank.
—Pero volviendo a la catástrofe...
—¡La culpa la tienen los generales! —clamaba mi tío Constantine.
—i Y todos los monárquicos! ¡Los monárquicos!
Tía Calliope daba con los puños sobre la mesa.
—¿Qué se puede esperar de los fracasados republicanos? ¡Nada!
—¡No culpes a los republicanos! —exclamaba tía Ourania, sin dirigirse a nadie en particular.
—Los monárquicos no han demostrado todavía sus posibilidades.
Tía Calliope empezó a cacarear implacable.
«Mejor el diablo», pensaba Constantine.
Tía Ourania fruncía el ceño.
—Sin embargo, Kosta —sugirió ella muy gravemente, con la voz que adoptaba para todos los propósitos tranquilizadores—, debes admitir que cuando corre la sangre nuestra pobre Grecia se regenera.
Mi tía Thalia, que había estado llorando, se acercó al piano y empezó a tocar una pieza que yo recordaba. Dulce y pegajosa, la música fluía de aquellas manos delicadas.
La música absorbía las voces.
Luego mi tía Calliope observó:
—¿Adivináis a quién he visto?
Nadie lo adivinó.
—A aquella poquita cosa, Titina Stavridi, con la que todos fuisteis tan amables en los viejos días de Schutz.
—¿Vive en Atenas? —inquirió Ourania, aunque la respuesta no tendría para ella ningún interés.
—Nada de eso —repuso tía Calliope—. Me la encontré varias veces en París. —Tía Calliope soltó una carcajada—. ¡Verdaderamente muy poca cosa! ¡Una insignificante prostituta!
Era obvio por su expresión que tía Ourania estaba tomando sobre sí la expiación de todos los pecados del mundo, mientras tía Thalia forzaba la música. La música fluía y llegaba a todas partes por los pasillos de nuestro apartamento, que raras veces estaba limpio de los olores de la cocina. El intolerable Schumann me perseguía hasta mi propia habitación y aún más allá.
Fuera, las lilas se habían dormido bajo la luz de la luna. La música de aquella noche polvorienta estaba dormida en los parques y los jardines.
Cuando me asomé a la ventana y alargué el pescuezo como para recibir la cuchillada, nada sucedió. Mi tía Thalia seguía tocando obras de Schumann. Entonces comprendí que mi garganta tensa era en sí misma una rígida espada.