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Lo primero que hizo nada más salir del psicoguía fue llamar a Yiannis. La cara del viejo archivero ocupó toda la pantalla del móvil: estaba aferrado al ordenador, desencajado y ansioso:

—Es una catástrofe, Bruna, una catástrofe. Gabi está muy mal. Está muy dañada. Irreversiblemente deteriorada. No puedo con ella. Se ha escapado. ¡Lo siento! ¡Se me ha escapado! Es una tragedia. Soy un viejo inútil. Ya no valgo para nada. Mejor sería morirse de una vez. Mejor sería mat…

La rep cortó la comunicación. Se rascó distraída la pequeña cicatriz de su ceja, causada por la explosión del dron en la frontera. No se había molestado en pegar la herida, se había curado al aire y ahora la costra le picaba. Arrancó un pedacito con la uña y observó con atención el grumo de piel: parecía un pequeño insecto, oscuro y coriáceo. Se metió la costra en la boca y se la comió. Piel humana, tan humana como la de cualquier humano. En eso tenía razón el psicoguía. Suspiró. La tarde era muy calurosa: lo normal a mediados de julio. El sol, todavía muy alto, parecía estar envuelto en una gasa. La bruma era resultado de la contaminación, aunque éste fuera uno de los sectores Verdes, las zonas privilegiadas y más limpias del planeta. Pero hacía meses que no llovía. Velado y todo, el sol freía fatalmente la piel de los humanos. La suya también, pero los procesos cancerígenos que desataba la feroz radiación solían tomarse más tiempo que sus diez años de vida. Además, los reps disfrutaban de su propio cóctel oncológico: qué importaba añadir un poco más de sol a la inexorable condena del TTT.

Tres años, diez meses y catorce días.

Sintió cómo una gota de sudor resbalaba por su escote entre sus senos. Y eso la hizo consciente de sus pechos por debajo del ligerísimo tejido azul de la camiseta. Duros, desnudos. Por lo menos no se le caerían. Los reps morían bellos. Es decir, llegaban bellos hasta la eclosión del TTT. Tal vez parte de la inquina que los humanos les tenían fuera por eso.

Marcó de nuevo el número de Yiannis:

—¡Hola, Bruna! Me alegro de que vuelvas a llamar —gorjeó un Yiannis amable y sonriente—. Como te dije, Gabi se ha escapado, pero no te preocupes porque con el chip localizador no irá muy lejos. El único inconveniente es tener que avisar a la policía para que la rastreen pero quizá podrías aprovechar para llamar a Lizard, ¿qué te parece? Creo que hace tiempo que no os veis, ¿no? Es una estupenda oportunidad de retomar el contacto…

Husky reprimió una mueca de fastidio; al viejo archivero le habían instalado una bomba de endorfinas junto a la amígdala cerebral, el último grito para la cura de las depresiones. Cada vez que su tono emocional se hundía, la bomba entraba en funcionamiento y en un par de minutos inundaba la amígdala con una sopa de beatitud química. El tratamiento conseguía sacarle del pozo de negrura, pero la bomba estaba mal regulada y a menudo Yiannis entraba en una fase de optimismo expansivo y pegajoso que Bruna aborrecía. Ahora mismo le había puesto de malhumor su imprudente referencia a Lizard. Además, la androide tenía la sensación de que, desde que el archivero se chutaba las endorfinas, las fases de depresión eran más agudas. Se apresuró a colgar, después de prometer que le avisaría en cuanto recuperara a Gabi.

Sin embargo, el archivero estaba en lo cierto. Tendría que avisar a la policía para que pudieran rastrear al monstruo. Era lo único que le faltaba a la rep, demostrar a las autoridades que era incapaz de hacerse cargo de la niña. Otra muesca más en su dudoso historial de detective. Un incordio, ahora que iba a recuperar la licencia, aunque sólo fuera de modo provisional y aceptando la terapia con el sobón.

Después de todo, quizá resultara conveniente llamar a Lizard.

Paul Lizard. El taimado lagarto. El caimán.

El rostro del inspector apareció en el móvil. Carnoso, pesado, cuadrado. Y esos párpados siempre somnolientos amortiguando el chispazo verdoso de sus ojos.

—Cuánto tiempo, Bruna.

—Sí, ¿verdad?

La rep había intentado sonar ligera y casual, pero ahora le parecía haber usado un tono recriminatorio. Se apresuró a seguir hablando:

—Quería pedirte un favor. Verás, me retiraron temporalmente la licencia… Una cosa menor, sin importancia. La cuestión es que hace una semana, en la frontera con una Zona Cero, me hice cargo de modo provisional de una niña rusa de diez años…

Bruna se iba poniendo cada vez más nerviosa. Había llamado a Lizard sin pensarlo, en un impulso irresponsable y absurdo, alentada por la absurda e irresponsable alegría de Yiannis, y ahora se daba cuenta de que tenía que explicarle demasiadas cosas que no quería explicar. El policía la miraba cachazudo con esa expresión de piedra que la rep conocía demasiado bien.

—Lo de la niña tampoco hay que contarlo, o sí, de eso se trata el favor, pero quiero decir que no es necesario entrar en detalles. Resumiendo: la niña se ha escapado; lleva un chip de localización; necesito que la rastrees sin que quede constancia de que lo haces, porque precisamente hoy me han devuelto la licencia por un periodo de prueba de tres meses y…

—Y no quieres seguir sumando puntos negros.

—Eso es.

Los labios de Lizard. Esos labios que Bruna conocía demasiado bien. Boca mentirosa. Y deliciosa. La rep volvió a percibir sus pechos, una tirantez en los pezones, el hambre insaciable de la piel, que venía en realidad de una hambruna mucho más profunda. A veces Bruna odiaba su propia sexualidad, su animalidad. Su necesidad.

—¿Entonces qué? ¿Me vas a ayudar o no? —dijo con aspereza.

—Claro. Tranquila.

—Estoy tranquilísima.

—Seguro —dijo Lizard con sorna—. Dame el número del chip.

—LRR-52.

Bruna observó el perfil de Lizard mientras manipulaba algo fuera de pantalla, probablemente un ordenador central.

—Está en un parque-pulmón. Te acabo de enviar un enlace activo. Podrás rastrearla durante una hora. ¿Te las arreglarás con eso?

—¡Sí! Por supuesto. Gracias.

—De nada. Una curiosidad: te han dado una licencia provisional… ¿a cambio de qué?

Las palabras se apelotonaron en la boca de Bruna. Era como si de repente fueran cuadradas. Difíciles de hacer rodar y de decir.

—Tengo que… tengo que ir unos días a un táctil.

—¡Ah! A un sobón. —Lizard sonrió, moviendo la cabeza arriba y abajo.

O sea que necesitas que te toquen, sintió Bruna que Lizard estaba pensando. Enrojeció, profundamente mortificada. Era una vergüenza, era una indecencia, era bochornoso necesitar ser tocada del modo en que tocan los sobones.

Con cariño.