4

Bruna había pensado que se trataría del parque-pulmón de Islas Filipinas, el más cercano a su casa, pero el localizador le mostró que Gabi estaba en el Retiro, en la nueva zona artificial que la Texaco-Repsol había construido en uno de los laterales del multicentenario y emblemático parque. Así que la rep tuvo que tomar a toda prisa un par de cintas móviles y trotar a buen paso durante la última parte del trayecto para llegar a su destino a tiempo de rastrear a la niña antes de que el enlace dejara de ser activo. Atravesó como una exhalación los jardines tradicionales, polvorientos y alicaídos a causa de la sequía, y al entrar en el parque-pulmón percibió el frescor y la sabrosa limpieza del aire, porque los árboles artificiales eran mucho más eficientes que los naturales en el intercambio de anhídrido carbónico por oxígeno. Dejó de correr para no asustar a la cría y siguió su rastro en el móvil. Por todas partes había carteles pidiendo silencio: «Éste es un espacio ecológico y puro. Respeta la paz del lugar, por favor». Los parques-pulmón eran los únicos rincones urbanos en donde no se permitía la instalación de las pantallas públicas que atronaban el aire por todas partes con las imágenes estúpidas que subían los ciudadanos. Además en las entradas había arcos detectores de explosivos para impedir la inmolación de los Ins, los Terroristas Instantáneos, ese grupo de activistas suicidas de confuso ideario antisistema. En realidad los parques-pulmón se estaban convirtiendo en una especie de santuarios laicos, zonas sagradas de la sostenibilidad biológica. Por el gran Morlay, qué desfachatez tenían los de la Texaco-Repsol: después de haber esquilmado el planeta, ahora aparentaban ser los sumos sacerdotes de la ecología. Las plumas de los árboles artificiales colgaban desde lo alto de los mástiles, grandes pendones de diez metros de alto por uno de ancho confeccionados en una sutilísima red metálica casi transparente. Las plumas se mecían con suavidad en el calor de la tarde como vibrantes vapores de un espejismo y producían unos leves chirridos de cigarra. Como el sol ya estaba bajo y era soportable, el parque-pulmón empezaba a poblarse de visitantes que se paseaban entre las largas barbas de los árboles. Siguiendo el rastreador, Husky dobló por una de las avenidas y enseguida la vio. Tragó saliva, incrédula: la niña estaba sentada en el suelo pidiendo limosna. ¡El monstruo estaba pidiendo limosna! Se plantó ante ella.

—Malditas sean todas las especies, ¡pero qué estás haciendo! —bramó.

Gabi la miró desdeñosa. Delante de la niña había un vaso de filo dorado, uno de los vasos antiguos de Yiannis. En el fondo, dos o tres gaias y algunos céntimos.

—Ya lo ves. Pido dinero. No me va mal.

—¡No puedes pedir! ¡No puedes hacerlo! ¡Te van a detener!

—¿Cómo que no? La ciudad está llena de mendigos. Aquí mismo hay uno. Me ha enseñado la manera de hacerlo.

Bruna miró hacia donde la niña señalaba. Junto a Gabi, alguien había dejado una caja de plástico con calderilla y un móvil viejo de niño pequeño, uno de esos primeros móviles que les ponían en las guarderías, de color rosa con florecitas malvas. En la pantalla rajada se leía en letras luminosas: «Vuelvo enseguida».

—Creo que ha ido al baño. Es un tío legal —dijo Gabi.

Un hervor de indignación subió por el esófago de Bruna. Le hubiera pegado una bofetada.

—¡Tú no puedes pedir, maldita sea! ¡Eres una menor! ¡Los niños no pueden pedir! ¡Me vas a meter en un problema gordísimo!

Agarró al monstruo de un brazo y lo levantó de un tirón del suelo. La niña chilló. En ese momento Bruna fue consciente del entorno: alrededor de ellas, una docena de humanos las miraban acusadoramente. Una rep de combate arrastrando a una niña. Y a gritos, rompiendo el fabuloso silencio del fabuloso parque de la fabulosa Texaco-Repsol, tan puro y pacífico todo ello. Soltó el brazo de Gabi.

—Ahora mismo nos vamos a casa —susurró Husky.

La niña alzó el vaso de mala gana, volcó las monedas en su mano y, agarrando la vieja mochila que le había cogido a la rep desde el primer día y de la que nunca se separaba, abrió con infinito cuidado una esquina de la cremallera y por la pequeña abertura sacó con gran secretismo la punta de un monedero. Tanta cautela hacía que la operación de guardar las monedas amenazara con ser interminable y Bruna estaba exasperada, así que le dio un manotazo a la mochila y se la quitó.

—Acabemos de una vez —gruñó, mientras sacaba del todo el monedero y metía las gaias dentro.

Entonces advirtió que la cartera estaba atada con una cuerda. Era una cuerda fina, no sintética sino natural, un cordel antiguo; seguro que también se lo había robado a Yiannis.

—Pero ¿qué es esto?

El hilo rodeaba el cierre de la cartera con un pequeño, perfecto y apretadísimo nudo, y luego se perdía dentro de la mochila. La rep tiró del bramante y salió un caramelo también anudado; y luego, colgando de la misma cuerda, un peine; y después…

No pudo seguir extrayendo el cordel porque Gabi le arrebató la mochila de un tirón y echó a correr. Bruna salió detrás y, aunque la niña era muy rápida para su estatura, la alcanzó en tres zancadas.

—¿A dónde crees que vas? —dijo la androide mientras apresaba a la pequeña por detrás y rodeaba su cuerpo con ambos brazos.

Bruna apretó el cepo porque esperaba que la rusa se revolviera, que pataleara y se retorciera; pero en el mismo momento en que la atrapó, el cuerpo de la cría pareció petrificarse. Rígida y quieta, inhumanamente quieta, Gabi sólo movió la cabeza; dobló el cuello y, acercando su boca al antebrazo de Bruna, mordió con saña. La rep sintió los dientes de la niña hundirse en su carne y sólo su reforzado control de combatiente evitó que diera un respingo para soltarse, lo cual sin duda hubiera desgarrado la herida mucho más.

Así que se quedaron las dos, inmóviles y en silencio, unidas en un aparente abrazo, Bruna aferrada a la espalda de la niña e inclinada sobre ella, como si la estuviera protegiendo de algún peligro. El cabello rizado y sucio de Gabi hacía cosquillas en la mejilla de la tecno; la rusa apretaba las mandíbulas; la carne dolía. Una gota de sangre rodó por el brazo y cayó al suelo. Bruna vio y olió la sangre. También olió la adrenalina de Gabi, un tufo poderoso de animal asustado. Y luego olfateó algo más. Algo ácido, punzante. Miró hacia abajo. La niña se había orinado encima.

Y ahora qué. Ahora qué. El chirrido discontinuo de las grandes plumas parecía el llanto de un niño muy pequeño.

—Gabi… —susurró Husky; le costó hablar, tenía la garganta seca y apretada—. Gabi, tienes que abrir la boca. Te prometo que no voy a hacerte nada. No te voy a tocar. No me voy a vengar. Abres la boca, me sueltas y volvemos con Yiannis.

La niña no dio señales de haber oído. Pasaron unos segundos y dos gotas de sangre más, en realidad un pequeño reguero.

—Y no voy a cogerte la mochila. No te la voy a quitar. No la voy a mirar. Abre la boca. Ábrela, te digo. Escucha: mi oferta de impunidad acaba en un minuto. Si no me sueltas ahora mismo tendré que hacer algo. Incluso tú debes de darte cuenta de que no podemos estar así para siempre.

La rusa suspiró. Y relajó las mandíbulas. Escupió su presa con el mismo desprecio con que un perro escupiría un pedazo de madera incomible. Bruna movió lenta y dolorosamente el brazo. Un mordisco perfecto, dos arcos de sangre. Buena dentadura. Sacó un apósito del kit de urgencia que siempre llevaba en su mochila y se tapó la herida. Y ahora qué.

—Vámonos a casa —dijo Husky, agarrando a la rusa de la mano.

Alrededor, a la prudente distancia que solía imponer un rep de combate, se había formado un pequeño círculo de mirones. Cuando Bruna levantó la cabeza, todos apartaron la vista y disimularon. Una androide rapada y tatuada, un brazo ensangrentado, una niña meada. Qué gran espectáculo habían dado.