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—Este dibujo que has traído es una copia de El grito, un famoso cuadro de Edvard Munch, un pintor noruego de finales del siglo XIX y principios del XX —explicó Yiannis con su minuciosidad habitual—. Bueno, mejor sería decir de los cuadros, porque hizo cuatro versiones casi iguales. La primera, considerada la mejor, está pintada al óleo y pastel sobre cartón, y si no recuerdo mal es de 1893. Luego hay otras dos de témpera sobre cartón y sobre madera, y un dibujo a lápiz sobre cartón. Este vuestro también es óleo y pastel sobre cartulina. Una reproducción muy buena, diría yo. Tengo que cotejarla con todos los originales, pero me parece que se inspira en el primer cuadro.

Con la ayuda de Lizard y de sus modernísimos aparatos de la Brigada Judicial, Bruna había analizado la pintura exhaustivamente en busca de nanochips, microinscripciones, dibujos previos ocultos bajo la capa exterior, perforaciones o cualquier otro sistema de cifrado de mensajes, sin conseguir ningún resultado. Descorazonada, le había llevado la cartulina a Yiannis para ver si el archivero era capaz de encontrar algo.

—¿Y el significado de la escena?

—Bueno, el propio Munch dijo que iba paseando con unos amigos al atardecer y… Lo escribió en su diario. Espera que lo busco.

Manipuló su móvil y enseguida lo encontró.

—Aquí está: «Paseaba por un sendero con dos amigos —el sol se puso— de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apoyé en una valla muerto de cansancio —sangre y lenguas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad— mis amigos continuaron y yo me quedé quieto, temblando de ansiedad, sentí un grito infinito que atravesaba la naturaleza». Esto lo escribió en 1892.

Así que era un sendero, no un puente ni un malecón, pensó Bruna. Un grito que atravesaba la naturaleza. ¿Qué podía atravesar la naturaleza de un modo tan pavoroso?

La rep contempló a Yiannis con desaliento; un cansancio infinito se abatió sobre ella. Había llegado de la Tierra Flotante la noche anterior y, tras dormir apenas cuatro horas, se había sumido en una actividad frenética; primero estuvo analizado la pintura con Lizard durante largo tiempo y luego, antes de traerle el cuadro al viejo archivero, se había acercado a ver a Preciado Marlagorka. La reunión había tenido lugar en su despacho oficial y Husky encontró muy desmejorado al director general de Seguridad Energética. Sus mejillas de pera colgaban más fláccidas que nunca, un fruto demasiado maduro a punto ya de caer del árbol, y se frotaba constantemente las manos con un tic que denotaba su nerviosismo. Cuando le contó que Nuyts había sido asesinado, montó en cólera.

—¿Asesinado? ¿Cómo que asesinado?

—Sí. Estoy casi segura de que fue la Viuda Negra, la asesina de Rosario Loperena, la misma que nos atacó a Daniel Deuil y a mí…

—¿La Viuda Negra? ¡Pero cómo la Viuda Negra! ¡Eso es imposible! ¡Es indignante que haya mandado a dos personas a la Tierra Flotante y que no hayan sabido defender al único testigo! ¿Sabes lo que me han costado vuestros documentos? ¿Y conseguir los vuelos? ¡Y lo he tenido que pagar todo de mi bolsillo, maldita sea!

—Sí. Lo siento. Debieron de seguirnos. Fue un error nuestro —masculló la rep.

—¿Y dónde está ese famoso Deuil, tu ayudante? ¡Debería haber venido contigo! ¡Quiero conocer a ese inútil!

—Se lo diré.

Llegados a ese punto, Marlagorka tragó saliva varias veces y pareció hacer un esfuerzo por serenarse.

—Bien. De todas maneras la información que habéis recogido es importante. Muy importante. Y no debe salir de este despacho: recuerda que tenemos un topo y aún no sé quién es. ¿Quién más conoce lo del núcleo de reactores de Labari?

—Sólo lo sabemos Deuil y yo —mintió Bruna con impavidez, borrando a Yiannis de su memoria. A Lizard no se lo había contado porque no había vuelto a confiar del todo en él.

—Pues así debe seguir. Y quiero que me mandes ese dibujo inmediatamente.

Bruna lo llevaba consigo en la mochila, pero antes de dárselo a Preciado quería que lo viera Yiannis.

—Todavía tengo que hacerle algunas pruebas.

—¡Lo quiero aquí mañana a primera hora! Yo soy tu cliente, te he costeado y conseguido el viaje a Labari y ese cuadro es mío. Yo he cumplido con mi parte del trato, Husky; cumple tú con la tuya.

Y con esas palabras había dado por concluida la conversación y la había echado. Marlagorka, en efecto, había cumplido su parte; al regresar de Labari, Bruna se había encontrado con que Gabi no estaba. La niña había sido internada en el mejor hospital de Madrid, o, al menos, el más caro, para someterla a la terapia antirradiación. La rusa había sido aislada porque su sistema inmunológico se encontraba bajo mínimos, pero al parecer el tratamiento estaba yendo muy bien. Eso le había contado el archivero, henchido de esperanza. Bruna observó a su viejo amigo, tan entusiasmado con el análisis del dibujo, y suspiró. Iba a ser como quitarle un juguete a un niño:

—Yiannis, sólo podrás tener el cuadro unas horas. Mañana temprano se lo llevaré a Preciado Marlagorka.

El hombre frunció el ceño con gesto de honda decepción.

—¡Ooooh! Vaya. Bueno. Así me pones el trabajo muy difícil. Mmmmmm… ¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a bajar a la copistería de la esquina a que me hagan la mejor copia holográfica que tengan. O incluso una copia hiperrealista, si pueden. ¡O mejor las dos!

Nervioso y excitado, metió el dibujo entre dos trozos de cartón y se marchó corriendo y sin despedirse. En ese momento entró una llamada de Deuil.

—Quiero verte.

No había sabido nada de Deuil desde que se separaron en el aeropuerto tras regresar de Manaos.

—Estoy en casa de Yiannis.

—Estoy cerca —dijo con sequedad el sobón, y cortó.

Tenía que ser cerquísima, porque cinco minutos más tarde ya estaba en la puerta. En cuanto Bruna le vio, supo que el táctil venía mal, mudo, retador, endurecido. A veces el sobón era un hombre afectuoso y extraordinariamente empático, y a veces mostraba una altivez helada de príncipe nipón. Ahora parecía poseído por esta segunda personalidad, a juzgar por el modo en que dejaba resbalar la mirada por debajo de sus largas pestañas negras.

—¿Y bien? —dijo Bruna, alzando también pecho y barbilla y cortando sus palabras con un filo de acero.

Pero no le dio tiempo a añadir más, porque el móvil sonó. Era una llamada del hospital en donde estaba Gabi.

—¿Sí?

Una mujer madura con bata blanca apareció en la pantalla.

—Soy Carmen Francis, directora del equipo médico que está tratando a Gabi Orlov, la niña a quien tutelas. Porque supongo que tú eres Bruna Husky. Pero antes de proseguir, querría que intercambiáramos un protocolo de autenticación, porque tengo que comunicarte información muy reservada.

Intrigada, la rep puso el móvil en modo reconocimiento digital y colocó su palma derecha sobre el registro. Al instante recibió la autenticación de su interlocutora; estaba hablando, en efecto, con la doctora Carmen Julia Francis Carlavilla, hematóloga, regenerista, especialista en Reconstrucción Celular.

—¿Cómo está la niña? —preguntó la rep.

—Oh, por su salud no te preocupes, Husky. Gabi Orlov está respondiendo muy bien al tratamiento; creo que puedo asegurarte que quedará curada de las secuelas de la radiación. Pero hay otras secuelas que no puedo sanar…

La doctora Francis llevaba las cejas rasuradas, siguiendo la última moda de los mestizos de clase alta, y eso dejaba su rostro extrañamente desprovisto de expresión.

—¿Qué ocurre? —se inquietó Bruna.

—Gabi no es virgen. Hay signos de que fue forzada de forma violenta; existe evidencia de desgarros que han cicatrizado sin cuidados médicos.

La androide se quedó sin aire.

—¡Por todos los malditos sintientes! ¡Pero si acaba de cumplir diez años!

—Las heridas son viejas. Por lo menos un año, quizá dos. Hemos interrogado a la niña, pero no contesta nada. Absolutamente nada. Como si no escuchara la pregunta. En fin, he considerado que deberías saberlo.

Husky cortó la comunicación anonadada. Gabi. La niña. El monstruo. No era de extrañar que a veces fuera tan feroz, tan incomprensible, tan imposible. Qué infierno tendría a sus espaldas. Se miró el brazo: aún se veían las huellas de sus dientes. Del mordisco de Gabi. Una cicatriz reciente. Sin duda mucho menos dolorosa que las de la niña. La androide intentó tragar pero se había quedado sin saliva. No sabía qué pensar. No sabía qué sentir. Su interior era una oquedad llena de viento.

—Bruna… —dijo Daniel.

La rep pegó un respingo: se le había olvidado la presencia del táctil.

—¡Qué quieres! —respondió, con rabia, dando un paso hacia atrás.

Deuil apretó los puños.

—Ya ves… A esto me refería el otro día en el ascensor. También hay mucha oscuridad en esta Tierra.

—Te juro por el gran Morlay que alguien va a pagar por eso que le hicieron.

Y, mientras lo decía, la androide se dio cuenta de que era una bravata sin sentido, un juramento probablemente imposible de cumplir. Ella era una androide de combate y luchar era lo único que sabía hacer, lo único en lo que era de verdad buena. Pero ni siquiera peleando hasta la muerte podía borrar, podía vengar todo el dolor del mundo. Se llevó las manos al pecho y apretó, porque le pareció que el corazón se le rompía.

—Bruna… —repitió Daniel; pero ahora su voz era un susurro.

El táctil avanzó lento y suave, con la misma cautela con la que se aproximaría a un animal asustado. Cuando estuvo cerca de ella, demasiado cerca, en realidad, Bruna le miró a los ojos. Para su sorpresa, le pareció que estaba conmovido.

—Bruna…

Deuil alzó los brazos y la agarró de los hombros. Esas manos grandes y calientes, esas manos maravillosas de sobón. O de amante. ¿Estaba intentando proporcionarle un apoyo terapéutico? ¿O, por el contrario, buscaba apoyarse en ella? Ahora se encontraban tan juntos que Husky podía oler su aliento. Y escuchar su levísimo jadeo de ansiedad. Las manos del táctil tiraron de ella y la rep cayó dentro de la boca de Deuil; chocó con sus dientes, se enredó con su lengua. Acabadas las palabras todo era carne. No eran más que un hombre y una mujer. Aunque fueran una androide y un humano.