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Tras el desasosegante encuentro con el táctil, Bruna se había pasado buena parte de la noche trabajando en el caso Loperena, con Bartolo enroscado y dormido sobre sus piernas: desde el incidente con la niña, el bubi andaba despavorido y buscaba su cobijo todo el tiempo. De hecho, el tragón estaba tan asustado y deprimido que, pese a las muchas horas que le había dejado solo, no había cometido ninguna tropelía, salvo ensalivar y masticar un poco la punta de una toalla.

En primer lugar, y gracias a las herramientas de rastreo y desencriptación no del todo legales que poseía, Bruna pudo revisar los informes policiales sobre la muerte de Alejandro Gand. No fue difícil hacerlo; el caso, ya cerrado, había sido considerado un accidente, y los documentos estaban archivados con la clave más baja de seguridad. La caída del minijet, un aparato que tenía ya cerca de ocho años, se atribuyó a fatiga de materiales, a tornillos que no aguantaron la tensión y a revisiones mal hechas. Los minijets eran unos cacharros estúpidos que solían estropearse, así que el resultado de la investigación no era sorprendente. El accidente, eso sí, fue aparatoso y catastrófico. Al parecer perdió un alerón, se torció y acabó estrellándose contra un muro. Estaba lleno de combustible y el gasprop estalló. Salvo unos pocos restos dispersos, tanto el minijet como el cuerpo de Gand quedaron completamente achicharrados. O más bien casi volatilizados, porque la deflagración fue poderosa. Por fortuna sucedió a las tres de la madrugada en una solitaria zona industrial y no hubo que lamentar otras víctimas.

Luego la tecno repasó la bio del antiguo ejecutivo hasta donde pudo desencriptarla; siguió su huella en los anales de la Texaco-Repsol, en los medios de comunicación, en todos los documentos gráficos públicos y en algunos privados que pudo encontrar. Cada vida arrastraba a sus espaldas una ingente cantidad de información. Le llevó horas leerla, peinarla. Ansiaba tomarse una copa de vino blanco, pero tendría que levantarse a por ella y le apenaba verse obligada a despertar al tragón, que roncaba plácidamente en su regazo. Bien, eso que se ahorraría su hígado, pensó la rep. Como solía repetirle Yiannis, a menudo los buenos sentimientos hacia los demás no son sino una manera de cuidarnos a nosotros mismos.

Lo que buscaba Husky era un hombre o una mujer que pudiera ser el amante de Gand. Aunque debía de ser una mujer, porque la trayectoria del tipo parecía mostrar una marcada heterosexualidad. ¿Quién iba a querer robar un diamante funerario de escaso valor, habiendo tantas otras cosas que robar en la casa, si no fuera por una necesidad afectiva o por un deseo de venganza sentimental? Además, eso era lo que se deducía de las palabras de la viuda: «Tengo la sospecha de que puede ser alguien cercano… y quizá no me apetezca que la policía sepa lo que ha sucedido». Bruna imaginó a una amante despechada que no hubiera sido admitida a los solemnes funerales y que, furiosa por su forzada clandestinidad, hubiera decidido quedarse con los residuos diamantinos de un hombre al que consideraba más suyo que de la viuda oficial. La androide le había preguntado a Loperena si su marido la engañaba, pero naturalmente la mujer era demasiado soberbia para reconocerlo: «Tendrás que investigarlo tú». Y eso estaba haciendo Husky. Pero no encontraba ninguna pista sólida. Al final, un poco a la desesperada, decidió ir a ver al que había sido el secretario personal de Gand durante veinte años en la Texaco-Repsol, un hombrecillo menudo y modoso que en el archivo de imágenes aparecía más veces que ninguna otra persona, incluida su mujer, junto al directivo. Lo que no supiera un secretario personal que se había pasado dos décadas junto al muerto no lo sabría nadie.

De modo que Bruna por fin despertó al tragón y se levantó de la silla y se bebió tres copas de blanco seguidas antes de meterse en la cama y dormir un agitado sueño de apenas cuatro horas. Y, por la mañana, nada más abrir las oficinas, llamó al secretario, que se llamaba Roberto Belmonte, y concertó una cita a las 11:00. Ahí estaba ahora, sentada frente a él.

—Yo no sé nada. No sé nada sobre el robo del diamante funerario. No sé nada de nada. Díselo a su esposa de mi parte —repetía por tercera o cuarta vez Belmonte.

Tenía una cara ratonil, vibrátil, inquieta y asustada.

Demasiado inquieta y asustada. ¿A qué le tenía tanto miedo el secretario? ¿A la furia de la viuda? ¿A su venganza por haber sido cómplice en un posible adulterio?

—Mi jefe nunca tuvo amantes, que yo sepa, en el tiempo que trabajamos juntos. Y yo debería saberlo, porque le llevaba todas las agendas, la privada y la pública. Claro que desde que se jubiló, hace seis meses, no volví a verle. De lo que ha podido pasar desde entonces no sé nada.

Mentía. Husky había visto imágenes del secretario y de Gand en los últimos meses. En recepciones oficiales, en reuniones. Habían seguido en contacto. La androide estuvo a punto de decírselo y de enfrentarle con su falsedad a ver qué contestaba, pero algo la retuvo. Estaba sorprendida por los inesperados tartamudeos del secretario, por su evidente e incomprensible agitación. Por todas las especies, interrogarle sobre las posibles amantes de su exjefe muerto tampoco parecía algo tan grave, algo tan inquietante y peligroso. ¿O tal vez sí?

Decidió dejarse llevar por su intuición. Dio las gracias a Belmonte, estrechó su sudorosa y lacia mano y se marchó. Salió del enorme edificio corporativo sin titubeos, a paso tranquilo pero seguro, como si supiera exactamente hacia dónde ir, para que las cámaras de vigilancia recogieran su marcha. Y era verdad que sabía hacia dónde dirigirse; al entrar a la sede de la Texaco-Repsol había archivado en su memoria de manera automática, como siempre hacía, el entorno del edificio, por si acaso tenía que salir huyendo con urgencia. Ahora recordaba que, a unos setenta metros de la puerta, cruzando la glorieta y las cintas rodantes, había una parada del tranvía aéreo. Llegó hasta allí y se sentó en el largo banco, medio oculta por una pantalla pública. Era un buen sitio; se veía bien la entrada de Texaco-Repsol y una marquesina la protegía del taladrante sol, algo muy necesario porque la espera podía ser larga. Y también inútil: Bruna partía de la suposición de que a Belmonte le hubiera asustado tanto su visita que quisiera ponerse en contacto físico con alguien, y eso era mucho suponer. Sin embargo, no se le ocurría nada mejor que hacer, así que decidió armarse de paciencia y aguantar.

El banco corrido en el que estaba se vació y se llenó varias veces con sucesivas oleadas de pasajeros y la androide cada vez tenía más dudas; habían transcurrido ya más de dos horas y sólo la obsesiva testarudez de su intuición la mantenía en su puesto. ¿Y si el secretario no tuviera nada que ocultar y se tratara simplemente de un tipo nervioso y timorato? ¿Y si el miedo que manifestaba no fuera más que el temor que tantos hombres débiles le tenían a ella, a su altura, a su cráneo pelado, a sus ojos de tigre, al hecho de ser una maldita y tatuada rep de combate? Bruna resopló. A veces se olvidaba de que era un monstruo.

Por la puerta de la Texaco-Repsol empezó a salir una riada de gente. Las 14:00, hora de comer. Bruna se irguió, alerta. Sí, ahí estaba Belmonte. El secretario había doblado hacia la derecha y caminaba calle arriba. La rep se puso en pie y lo siguió por la acera de enfrente. Dos cruces más allá, el hombre se metió en un local de comida rápida; Husky le vio haciendo cola, encargando algo, pagando. Salió con una bolsa térmica en la mano y continuó su camino. Torció en la esquina y, cien metros más allá, entró en un pequeño parque vegetal y se sentó en un banco; Bruna se encogió detrás de un arbusto de lilas, desde el que veía a Belmonte de costado. El secretario había sacado una tarrina de la bolsa térmica y fingía comer; miraba hacia todas partes con ojos ansiosos y redondos, mientras la cuchara de plástico permanecía suspendida en el aire, a medio camino de su boca abierta de pasmado. La rep sonrió: disimulaba fatal. Pero de pronto la sonrisa de la rep se crispó: su cuerpo se tensó y se sintió en riesgo. Alguien la observaba. Lo notaba. Un sexto sentido le avisaba de que ella, la perseguidora, estaba siendo a su vez perseguida. Miró con disimulo a su alrededor. Un barrido de trescientos sesenta grados. Pero no vio a nadie sospechoso. Y, sin embargo… Ten cuidado, le había dicho Lizard.

En ese momento un hombre se sentó en el otro extremo del banco que ocupaba el secretario. A Belmonte casi se le cayó la tarrina de la mano. Husky redirigió su atención al recién llegado: era más bien bajo, de mediana edad, con una desmayada coleta de pelo gris que le caía por la espalda. Había en él algo vagamente familiar. Algo reconocible, pero que Bruna no acababa de atrapar. Era un perfil que ella había visto antes… en algún lado. El secretario, torpe y agitado, dejó algo sobre el banco y después depositó la tarrina encima. A continuación se puso en pie y se marchó a toda prisa. El extraño esperó con tranquilidad un par de minutos; luego se levantó, alzó el envase, guardó en un bolsillo lo que había debajo, arrojó la tarrina al punto de reciclaje y se giró para irse.

Entonces Bruna pudo contemplarle de frente.

Un recuerdo emergió en su cabeza como un corcho en el agua.

Le había visto de pequeña en casa de sus padres. De sus falsos padres. Era una memoria infantil de las muchas que le habían implantado. Sí, el hombre estaba más viejo, más gordo y con esa lacia y antes inexistente coleta, pero sin duda era él. Yárnoz, se llamaba. Sí, eso era, Yárnoz. Un amigo de sus padres. Es decir, de los padres de Nopal, puesto que su memorista había sembrado en ella sus propios recuerdos. De modo que Nopal tenía que saber quién era ese tipo.

Con la sorpresa del reconocimiento, Husky había relajado su atención. Ahora advirtió con alivio que ya no se sentía observada. La crispación había pasado; tal vez hubiera sido una falsa alarma. Sacudió su espalda en un movimiento parecido al que hacen los perros para descargar el exceso de adrenalina y se dispuso a seguir a Yárnoz, que ya se perdía en la distancia. Siempre detrás de él, tomó un par de cintas rodantes y después el metro. Cuarenta minutos más tarde le vio meterse en un edificio de la calle Bravo Murillo; esperó unos instantes y luego se acercó al portal. Tenía una cerradura convencional de reconocimiento digital. Un modelo muy simple: en su móvil contaba con un programa para desbloquearla. Arrimó la pantalla al ojo de la cerradura y lo saturó con un millón de huellas digitales emitidas a alta velocidad; el mecanismo sólo aguantó quince segundos antes de parpadear y abrirse. La androide se deslizó dentro a toda prisa: un portal antiguo, bien cuidado, de clase media. Primero derecha. Según los buzones, Yárnoz vivía en el primero derecha. Subió con sigilo por las escaleras: la puerta del piso estaba entornada. En el silencio del descansillo escuchó, con toda claridad, un gargajeo líquido y espeso, un estertor terrible. Empujó la hoja, atravesó de un salto el pequeño vestíbulo y entró en lo que parecía ser el cuarto principal. Yárnoz estaba arrodillado junto al cuerpo tendido de un hombre; al oírla entrar, se volvió hacia ella. Ojos desorbitados, manos ensangrentadas. Se puso en pie de un brinco y se arrojó por la ventana, que estaba abierta. La rep se asomó: en la calle, Yárnoz se levantaba ya para huir cuando de repente hizo algo muy extraño: echó los hombros y los brazos hacia atrás y curvó el tronco inverosímilmente, componiendo un gigantesco arco con su cuerpo. Por un instante pareció flotar en el aire en esa posición imposible; luego se derrumbó como un pelele. Fue entonces cuando Bruna se dio cuenta de que tenía el pecho reventado; sin duda le habían disparado con el silencioso plasma negro, un arma ilegal por su feroz poder destructivo. Un coche oscuro sin placas aceleró, perdiéndose calle arriba y llevando con toda probabilidad en su interior al asesino.

Un ronco jadeo que provenía del cuarto hizo que Husky volviera su atención hacia el herido. Se acercó y el corazón redobló en su pecho. Se acuclilló a su lado, atónita: ¡era Gand! Por todas las malditas especies, tenía que ser Alejandro Gand o un hermano gemelo. Mostraba un feo tajo en el cuello y estaba empapado en sangre. La escena resultaba irreal y la vida parecía haber adquirido un vertiginoso ritmo de pesadilla.

—¡Gand! —le llamó.

El hombre abrió mucho los ojos. Su cuerpo se sacudía de modo incontrolable. Intentó hablar, pero la raja del cuello se entreabrió. Una burbuja rosada apareció en los bordes del tajo. Husky apretó la herida con su mano, intentando detener la hemorragia. Sintió una pulsación pegajosa y caliente contra su palma.

—Gand, ¿qué ha pasado? Soy detective, estoy contratada por tu mujer…

Un nuevo estertor. Y un murmullo inaudible.

—¿Qué?

—Ella no… On-ca-lo… —musitó el hombre—. On-ca-lo…

Viró los ojos, convulsionó violentamente y un pequeño vómito de babas rojizas resbaló entre sus labios. Después la agitada sucesión de acontecimientos de los últimos minutos se detuvo en seco. Tras tanto frenesí, ahora sólo había silencio, quietud y un mareante tufo a sangre. Alejandro Gand acababa de morir por segunda vez.