40

No era cierto lo que decía el Archivo Central sobre la zona maldita: no había ni géiseres ni emanaciones de azufre. Eso sí, el terreno estaba parcialmente inundado por la subida del nivel del agua, pese a los diques que se construyeron décadas atrás. A medida que se alejaban de Pori, se alejaban también del frente de batalla, del tronar de los cañones y de las casas o ruinas de casas. Se diría que el plan de borrar de la memoria los alrededores de Onkalo estaba funcionando, porque, cuanto más se acercaban a su destino, más vacío y desolado estaba el territorio. Al principio siguieron la vieja carretera, aunque a menudo tuvieran que dar un rodeo al encontrar un tramo sumergido. Pero llegó un momento en que el asfalto desapareció por completo: fue cuando entraron en la parte ciega de la carta oficial, la terra incógnita. El paisaje era triste, inhóspito; un constante, monótono bosque húmedo de árboles ennegrecidos y ralos, un suelo de redondas moles de granito recubiertas de líquenes amarillentos, balsas de agua turbia de cuando en cuando. Grises las rocas, negros y crispados los árboles pelados, blanco sucio el cielo. El único color era el desmayado y enfermizo pardo de los líquenes.

Y el silencio. Ese silencio irreal. Sin pájaros. Sin viento. Sólo se escuchaban los pasos de ellos tres y, de cuando en cuando, el crujir de un árbol. Un chirrido de madera vieja que parecía un lamento. Deuil iba delante; luego Bruna; luego Clara. Pero Bruna se volvía a menudo; tenía la sensación de que los seguían. Una percepción tal vez absurda, aunque inquietante. Tocó su Beretta con alivio: la tenía en el bolsillo derecho del pantalón. En una pequeña bolsa que colgaba de su cuello llevaba una carga de plasma de recambio, sus preciados mórficos subcutáneos y un vial de bioglue. El equipo de emergencia para el combate. A veces un mórfico te permitía seguir luchando, a pesar del dolor, y salvar la vida.

Nuevos chasquidos a la espalda, nuevo escalofrío. Bruna se volvió una vez más. El mismo panorama de troncos oscuros y ramas espantadas. Es la Muerte, pensó; la Muerte que me persigue, como en mi cuento. Tres años, nueve meses y catorce días.

—¿Qué te pasa, Bruna? —preguntó Clara, emparejándose con ella.

—Nada. Tengo la sensación de que nos siguen.

—Sí. Yo también estoy inquieta, pero creo que más por lo que hay delante que por lo que hay detrás. No sé. Tengo como un mal presentimiento.

Callaron y caminaron juntas un trecho. Llevaban horas de marcha por ese paisaje desalentador. Un trayecto monótono, tedioso, crispante.

—¿Qué era ese cuento que te pedía la niña rusa que le contaras? ¿Ese que dijiste que terminarías al volver?

Bruna sonrió. A menudo le sucedía con Clara que parecían tener las mismas ideas en la cabeza al mismo tiempo.

—Una historia que me inventé. Aunque no te lo creas, me inventé un cuento. Y precisamente estaba pensando en eso ahora. Pensaba que la Muerte nos persigue, como en mi relato.

—¿Ah, sí? Cuéntame la historia, anda…

Bruna suspiró:

—Mmm… Es larga.

—No importa.

—Te haré un resumen: imagina un mundo feliz en donde no existe la memoria y por lo tanto tampoco el tiempo…

—¿Por qué? ¿Por qué no hay tiempo si no hay memoria?

—Porque si no recuerdas el pasado, sólo existe el presente… Si me vas a interrumpir no te lo cuento.

—Vale, vale.

—Bien. Es un mundo feliz en donde la muerte tampoco existe. Los lobos comen fruta y los tigres duermen con los cervatillos. Y en ese lugar vive un pueblo de criaturas dobles compuestas por un gigante y un enano. Cada gigante lleva a su enano a caballo sobre los hombros y se aman tiernamente; estas criaturas son mudas, no hablan, pero se quieren y se entienden a la perfección.

—¿Y por qué no hablan? Perdón, perdón, sigue.

—Se comprenden tan bien que no necesitan palabras entre ellos. Pero entonces un día a uno de esos enanos le entró la obsesión de que amaba tanto a su gigante que le apenaba no poder acordarse de los momentos dulces que pasaban juntos.

—Porque olvidaban todo, claro.

—Eso es. Entonces, para fijar los momentos, se puso a dibujar las escenas de lo que vivían sobre la piel del gigante. Dibujaba bien y el truco funcionó, porque, en efecto, recordó; pero al recordar empezó a angustiarse, porque se puso a comparar los instantes felices vividos, y le pareció que en los tiempos pasados se habían amado más, que ahora su gigante ya no le amaba del mismo modo. Y se obcecó de tal forma con esto, que un día ya no pudo más y se agarró a los pelos del coloso y…

—¿Qué es un coloso?

—El gigante, maldita sea. Se agarró a los pelos del gigante y gritó: «Quiero que me digas que me quieres». Y entonces la Tierra tembló, el cielo se rajó, el tigre se comió al cervatillo y los pájaros cayeron fulminados en pleno vuelo. Porque con esas palabras se acabó el paraíso y entraron el tiempo, la memoria y la Muerte en el mundo.

—¿Por qué?

—Porque el cuento es así. Entonces las criaturas dobles se deshicieron, y ahora los gigantes iban por un lado y los enanos por otro, y todos odiaban a nuestros amigos, porque habían sido la causa de que el Mal inundara el mundo. Pero nuestro gigante y nuestro enano se seguían queriendo, aunque estuvieran separados. Y huyeron juntos, porque la Muerte les perseguía, celosa de que aún se quisieran. Y así pasaron, fugitivos, más de tres años. Hasta que un día la Muerte por fin los alcanzó y besó en los labios al gigante, que cayó fulminado, ahogado en su propia sangre.

—¡No!

—Sí.

—¿Y entonces?

—Ahí me quedé. Todavía no me he inventado el final.

—¿Y ése es el cuento que le has contado a la niña? Es terrible.

—Esa niña es más dura que yo.

—Sí. Lo sé. Lo vi. Por eso, justamente, necesita un final feliz.

Bruna miró a la rep con sorpresa: eran tan parecidas y al mismo tiempo tan distintas… La literalidad de Clara, su falta de capacidad metafórica. Y, al mismo tiempo, la aguda lucidez con que diseccionaba las situaciones más complejas, la profunda y certera sencillez de su pensamiento. La claridad de Clara.

La oscuridad de Bruna.

—¿Qué vamos a hacer cuando lleguemos a Onkalo?

—Entrar. Tomar imágenes. Reunir pruebas que podamos llevar a Madrid. Hay que descubrir quién es el topo. Quién ha pagado a la Viuda Negra —dijo la detective.

—Bueno. Pues intentemos no despertar a la bestia. Porque puede ser como lo de tu cuento. Como meter a la Muerte en el paraíso.

Vaya, Clara ha usado una metáfora, pensó Bruna. Sólo necesitaba un poco de aprendizaje.

—Mirad. El golfo de Bothnia —exclamó el sobón.

En efecto, entre los árboles ya se veía el mar. Se acercaron a la orilla y contemplaron las aguas mercuriales. Pero, si te fijabas bien, por debajo de la superficie gris plateada se veía palpitar la masa gelatinosa de las medusas. Gigantescos bancos de medusas espesando los océanos y vaciándolos de otras formas de vida.

—La isla de Olkiluoto está más hacia el Sur —dijo Deuil, verificando el mapa que Yiannis había extraído de la pintura de Munch y que los tres habían cargado en sus móviles.

Pasaron varias islas e islotes, muchos ramales de agua, algunos diques medio derruidos: se veía que la zona estaba muy afectada por la subida del nivel del mar. Casi una hora después llegaron a una choza de piedra construida en la orilla y a una pobre barca de quilla casi plana atada junto a ella. Cuando se acercaron, un perro salió ladrando. Era un engendro blanco y negro que apenas levantaba dos palmos del suelo y que tenía tres cabezas, dos casi iguales de tamaño y una más pequeña. Un animal mutante. Enseguida salió también un hombre. Viejo, harapiento, encorvado, con una joroba sobre el omóplato derecho, quizá también producto del desorden TP. Los dos grupos se miraron, el perro ahora callado pero rugiendo sordamente por sus tres hocicos. Eran las seis de la tarde y la luz se escapaba. Resultaba irreal encontrar a alguien así en esa soledad, en ese paisaje.

—Éste tiene que ser el barquito dibujado en el mapa —dijo Bruna.

Y se acercó al hombre.

—Queremos ir a la isla de Olkiluoto. ¿Es ésa? —dijo, señalando la costa cercana al otro lado de la lengua de agua.

El jorobado asintió con la cabeza y extendió la mano con la palma hacia arriba.

—¿Cuánto cuesta cruzar? —preguntó la rep.

El viejo levantó tres dedos de la otra mano.

—¿Treinta ges?

Negó.

—¿Trescientos?

Asintió.

La androide le pagó y el jorobado soltó la barca y se subió junto con su perro. Daniel y las Huskys se apresuraron a saltar dentro. El viejo remó con inesperada energía, mientras el perro apoyaba sus patas delanteras en la borda, jadeaba con sus tres lengüecillas y meneaba la cola feliz. Al monstruo le gustaba navegar.

—¿Cómo vamos a hacer para volver? —dijo Bruna cuando llegaron y se bajaron.

El hombre rebuscó en su bolsillo y le dio a la rep un tubo estrecho: era una pequeña bengala de señales. Luego indicó su choza, claramente visible en la orilla de enfrente, y a continuación apuntó con un dedo hacia su propio ojo.

—Disparamos la bengala, tú lo ves y vienes a buscarnos… —interpretó la androide.

El jorobado asintió y comenzó a remar de regreso a su casa. Bruna le miró alejarse con gesto de duda. En el peor de los casos, siempre podrían nadar, no estaba tan lejos. El mayor problema eran las urticantes medusas.

Se internaron en la isla por el mismo paisaje de granito, troncos negros y líquenes. Iban buscando las coordenadas que descifró Yiannis: 61.23513ºN21.4821ºE. El lugar parecía intocado desde el principio de la creación; resultaba inimaginable que ahí se hubiera estado excavando y construyendo una obra tan descomunal como Onkalo durante cerca de un siglo. Sin duda hubo carreteras, puentes con tierra firme, probablemente dormitorios para los obreros. De todo eso no quedaba ni rastro. El camuflaje era perfecto.

—Aquí es —dijo Deuil.

—¿Aquí? ¿Dónde? —se extrañó Clara.

No había más que árboles, no había más que piedras. Y sombras que empezaban a remansarse.

—Busquemos con atención. Tenemos que estar al lado. Mai Burún comentó que apenas se veía —dijo Bruna.

Empezaron a dar vueltas escudriñando el suelo hasta que Daniel soltó un grito sofocado.

—Creo que lo he encontrado —exclamó, con la voz apretada por la emoción.

Las reps corrieron junto a él. Unas cuantas rocas de granito disimulaban una escalera descendente de cuatro o cinco escalones que daba a una puerta metálica incrustada en la piedra y del mismo color gris. Sin duda era la entrada. Bruna dejó escapar el aliento: escalofriaba pensar que estaban justo encima de ochocientas toneladas de residuos radiactivos.

—Bueno. Vamos a entrar —dijo la detective.

Sacó el descodificador y lo colocó sobre la puerta. El aparato se activó inmediatamente con el contacto y en la pequeña pantalla empezaron a pasar a toda velocidad largas combinaciones de números y signos, mientras que las cuatro teclas ciegas se encendieron de color rojo y comenzaron a parpadear. Aguardaron a que el aparato descubriera el código. Pasó un minuto. Pasaron dos. A los tres minutos el aparato se apagó. La puerta seguía cerrada.

—Algo no funciona —dijo Bruna, escrutando el descodificador por delante y por detrás.

Volvió a colocarlo sobre el metal y se activó de nuevo y repitió la misma rutina de antes. La detective pulsó al azar una de las teclas ciegas; se escuchó un sonido discordante que indicaba error y siguió parpadeando en rojo. Pulsó las otras y sucedió lo mismo.

—Creo que nos falta una clave. Una clave que habría que marcar en estas teclas…

En ese instante entró una llamada en su móvil. Era Lizard, y mostraba un pequeño indicativo de alerta. No era el mejor momento para hablar con él, pero la alerta no era una señal desdeñable.

—¿Qué pasa?

El rostro del inspector se veía color sepia y nubes informes de píxeles pasaban por encima de él como bandadas de pájaros. La calidad de la comunicación era muy mala.

—Tengo que hablar contigo ahora mismo. En privado. Ahora mismo, Bruna.

La rep frunció el ceño.

—Déjame probar mientras a mí —dijo el táctil extendiendo la mano.

La rep le pasó el descodificador al sobón, subió los escalones y se alejó de las rocas una veintena de metros.

—Cuenta.

—Ha aparecido el cadáver de Daniel Deuil.

—¿Cómo dices?

—¡Del táctil!

—¡Es el padre de Daniel! ¿Ha muerto?

—Bruna, el táctil Daniel Deuil no tenía hijos.

—No es cierto, estás equivocado.

—¡No tenía hijos! De hecho, por eso se ha tardado tanto en encontrar su cadáver. Divorciado, sin hijos, sin muchos amigos… le han descubierto por el olor. Lleva tres semanas y media muerto, Bruna. La forense cree que lo mataron entre el 22 y el 23 de julio. ¿No fue cuando empezaste tú con él?

¡El 23 de julio! El corazón se le detuvo un instante entre dos latidos porque supo que Lizard tenía razón. Justamente ésa fue la fecha de la primera cita. Escuchó un ruido a lo lejos, como un golpe metálico, y miró hacia la entrada de Onkalo, pero los árboles le impedían ver. Sacó la Beretta de su bolsillo.

—¿Dónde estaba el cadáver?

—En su consulta.

¡En su consulta! Por eso nunca volvieron a tener las sesiones allí, pensó Bruna mientras sentía que un sudor frío le inundaba las sienes. Cuando conoció a Deuil, el verdadero Deuil ya debía de estar muerto. Quizá detrás de aquella puerta que había en el vestíbulo.

—Bruna, no sé quién es ese hombre con el que estás, pero ten mucho cuidado.

Bruna se erizó. Había percibido una presencia a su espalda. Cortó la llamada y se volvió empuñando el arma. No se sorprendió al encontrar al sobón, y tampoco al descubrir que la estaba apuntando con una pistola de plasma que ella no sabía que tuviera.

—¿Y Clara? —preguntó la rep.

—Está bien… por ahora. Está encerrada en el acceso a Onkalo. Abrí la puerta, ella se entusiasmó y entró, y la atrapé.

—¿Quién eres?

El hombre levantó la barbilla con altivez.

—Soy Berrocalino, hijo de Burgonando. Amo y Señor en Labari.

Bruna lo miró atónita:

—Pero cómo es posible… Cómo has podido…

—Sirvo a mi Reino. Sirvo a mi fe. Necesitamos el combustible nuclear para poder seguir vivos. El sistema funcionó a la perfección durante años. Siempre trabajamos bien con Marlagorka. Hasta que el miserable de Carlos Yárnoz nos traicionó por dinero. Los intermediarios creyeron que podrían independizarse. Se ganaron la muerte que tuvieron.

—¿Tú los mataste?

—A Yárnoz lo mató la Viuda Negra por encargo de Marlagorka. Yo maté a Nuyts.

—¡A Nuyts!

—¡No me mires así! Cumplí con mi deber. Iba a darte pruebas de que el Reino usaba energía nuclear. Regresé y lo degollé. Hice bien.

—Por eso estabas tan cojo al día siguiente…

—Mereció la pena. Era un traidor. Y un sodomita, un pervertido. ¡Y también maté a Gand! Y me enorgullezco. Te seguí, y cuando reconocí en el parque a Yárnoz, supuse que Gand estaría en el piso franco que tenía en Madrid. Yo sabía dónde era. Por eso llegué antes que vosotros. Maté a Gand y le cogí el diamante.

—De modo que todo este tiempo tú tuviste el maldito diamante.

—¡Nos pertenecía moralmente! Era nuestro. En el diamante estaban encriptadas las pruebas de que Labari usa energía nuclear. ¡Nos quisieron hacer chantaje con ello!

—Y supongo que es el diamante lo que te ha servido para abrir la puerta, ¿no? Ahí vendría también la información sobre la clave que faltaba…

—Muy lista. Así es. El diamante proporciona un algoritmo capaz de deducir la clave, que cambia cada día.

—Pero si estáis asociados con Marlagorka, ¿por qué nos atacó la Viuda Negra?

—Ya no estamos juntos. En Labari consideramos que era demasiado arriesgado volver a depender de alguien ajeno a nuestra fe y decidimos gestionar el suministro radiactivo directamente. Y supongo que a Marlagorka esto le pareció mal y entonces contrató a la Viuda Negra. Cuando Nichu Nichu nos atacó en tu casa, venía a por mí, no a por ti.

Bruna le miró. Ese hermoso rostro que ella había acariciado, esos labios que ella había besado.

—¿Por qué me estás contando todo esto?

Los ojos del hombre llamearon.

—Porque quiero que me entiendas antes de morir.

—Daniel, o Berrocal, o como te llames. Yo también te estoy apuntando con una pistola. Tienes tantas posibilidades de morir como yo. Probablemente más. Soy una rep de combate.

Él sonrió. Una sonrisa feroz y amarga.

—Mira bien tu pistola, Bruna. Mira el indicador de rendimiento.

La rep le echó una ojeada y se quedó sin respiración: estaba en rojo.

—Le he quitado la batería central. La destruí. Tu pistola no sirve para nada. No es bueno confiar tanto en la gente. Te lo dije: puedo contigo porque me quieres y eso te debilita.

La androide bajó el brazo lentamente. La noche anterior ese hombre había estado dentro de ella. Sintió la pena como un dolor físico, un dolor en el pecho.

—¿Por qué yo? ¿Por qué asesinaste al verdadero Deuil?

—Por el incidente nuclear de Gabi. Pensamos que tendrías que ver con Gand y Yárnoz. Y supongo que Marlagorka también lo pensó. Luego no ha sido así, pero has resultado muy útil.

—¿Me vas a matar?

El hombre apretó las mandíbulas.

—Es mi obligación. Es la Ley. Debo obedecer el Principio Único Sagrado.

—Ayer estuviste en mis brazos. Y me has hecho el amor. A una rep. A un ser impuro, según tu religión.

Un estremecimiento agitó la cara del hombre. Pasó pronto.

—Pequé. Debo hacer penitencia. Y ésta es mi penitencia. Matarte.

—¡Por el gran Morlay! ¿De verdad tienes el cerebro tan machacado por el dogma? ¿No sientes ni una pequeña duda?

—«Turbado por las palabras caes en el abismo. En desacuerdo con las palabras llegas al callejón sin salida de la duda» —recitó con voz engolada—. Y es así, Bruna. La duda es un callejón sin salida y tus palabras ni me rozan.

Y, en ese momento, la cara del hombre desapareció. Se evaporó. Se hizo trizas. Durante una milésima de segundo sus largos cabellos negros flotaron en el aire, sueltos y hermosos, abiertos como una anémona marina. Después, la cabellera y el cuerpo descabezado cayeron pesadamente al suelo. Detrás apareció Nichu Nichu, pequeña y compacta, con una pistola de plasma negro en la mano.

—Novatos. Esto pasa por ponerse a hablar en vez de disparar —dijo, despectiva.

Y apretó el gatillo justo un instante después de que Bruna hubiera iniciado un salto lateral. El haz devastador del plasma negro pasó a milímetros de la cadera de la rep e impactó en un árbol. Bruna rodaba todavía por el suelo cuando vio que el árbol se precipitaba sobre ella. Primero escuchó un ruido horrendo, los crujidos de los huesos al estallar, e inmediatamente le llegó una ola de un dolor tan atroz que estuvo a punto de perder el sentido. Miró hacia la izquierda: estaba boca arriba en el suelo y el tronco le había aplastado el antebrazo. Aulló como un animal mientras la Viuda Negra se acercaba.

—Mmmm… Bravo. Muy bien. Mucho mejor así —comentó, inspeccionando el destrozo.

Y desapareció del campo visual de Bruna. Jadeando, rechinando los dientes, intentando no perder la conciencia, la rep escuchó a lo lejos voces, ruidos, un grito. Poco después volvió a aparecer Nichu Nichu. Clara venía delante con las manos colocadas sobre la cabeza. La asesina llevaba la pistola pegada a la nuca de la rep.

—¿Ves? Está atrapada y sufre mucho. Si haces lo que te digo, le daré un tiro de gracia. Si no, me parece que lo pasará muy mal. Mira, el peso de esa rama sirve como de torniquete. No está sangrando mucho. Mala suerte para ella. Tardará en morir.

—No la creas… —farfulló Bruna entrechocando los dientes.

Clara no dijo nada. La miraba impertérrita con esa serenidad y esa absoluta concentración en el combate que Bruna conocía tan bien.

Nichu Nichu empujó a la androide con su arma, y las dos volvieron a desaparecer del espacio visual de la detective. Allí quedó Bruna, encerrada en la absoluta soledad que producía el extremo sufrimiento físico. Sintió la imperiosa tentación de usar los mórficos que llevaba colgando del cuello, pero con gran esfuerzo decidió no hacerlo: quería mantenerse lo más alerta posible. De modo que se concentró en respirar y no desmayarse. En respirar y seguir respirando el minuto siguiente. En respirar y no enloquecer de puro dolor.