20

La dermosilicona, recién licuada, mostraba unas irisaciones oleosas sobre la superficie. Totalmente desnuda y con el cacillo caliente en la mano, Husky se miró en el espejo. A veces le consolaba la contemplación de ese cuerpo ágil y esbelto, de ese organismo poderoso. La mente torturada, el animal hermoso. Empezó a aplicar con mano rápida y experta la sutil grasilla rosada de la dermosilicona por encima de la línea del tatuaje, ayudándose para la espalda de un pincel muy largo. Una vez tapada toda la raya, se colocó debajo de la luz ultravioleta con los brazos y las piernas abiertos, igual que el Hombre de Vitrubio de Da Vinci, cuya reproducción adornaba las paredes de su apartamento. Un regalo de Yiannis. La luz secó y fijó la sustancia en dos minutos, borrando por completo, de manera segura y natural, la línea de tinta que le partía el cuerpo. Ahora sólo podría quitarse esa película invisible utilizando dermodisolvente. Con los restos que quedaban en el cazo, y que ya empezaban a endurecerse, hizo una pequeña pelota y se la modeló sobre la nariz, cambiando la forma del arco. Otros dos minutos de ultravioleta. Tenía que acordarse de meter en el compartimento secreto un pellizco de dermosilicona, la luz portátil y un poco de disolvente, por si acaso.

A continuación se introdujo dos almohadillas de goma anatómica en la boca para engordar la cara y suavizar sus afilados pómulos; se puso unas lentillas de color castaño y de redonda pupila humana, unas cejas rectas y pobladas, una peluca autoadherente también castaña de pelo corto y natural. Un maquillaje suave en tonos claros que borraba un poco los rasgos. Una ropa cómoda y sencilla: mono elástico de tela vaquera y camiseta blanca. En los pies, botas deportivas. Se miró en el espejo con gesto escrutador: parecía más joven y desde luego parecía inocente. Una jugadora de baloncesto, una buena chica de costumbres sanas y ordenadas. Por último, se colocó la falsa chapa de identidad al cuello colgando de una cadenita de plata adornada con corazoncitos y diminutas flores. Había observado que a menudo las deportistas más hombrunas, más grandes y más rudas solían llevar algún detalle de una femineidad aniñada y cursi.

Se quitó su móvil y se puso el de su nueva personalidad en la muñeca. Los móviles eran extremadamente fáciles de rastrear, así que no podía permitirse el riesgo de llevarse el suyo. Lo dejó con pena sobre la cama. Justo en ese momento entró un mensaje de Mirari: «Casi total seguridad de que no ha cogido el ascensor ni ayer ni hoy. Verifiqué a todos los pasajeros. Ninguna reserva a ningún alias en los dos próximos días, pero eso no es tan fiable. Suerte».

Bruna suspiró con moderado alivio. No era mucho, pero tuvo la sensación de que constituía una señal de buena suerte. Cogió la maleta y preparó el compartimento secreto, una verdadera joya de la ingeniería clandestina: era una caja que se adosaba por fuera al eje de las ruedas pero que quedaba completamente invisible por medio de un sofisticado trampantojo realizado con un sistema de holografías. La caja era de tirix, impenetrable a cualquier tipo de escaneo, y, vista a través de los rayos detectores, parecía formar parte de la estructura autorrodante de la maleta. El único inconveniente era el poco espacio que ofrecía. Guardó su pequeña pistola de plasma, una Beretta Light reglamentaria de las que usaba la policía secreta por su fácil ocultación, y, tras meter cuatro cargas de láser, sus implantes mórficos, dos pares de lentillas de repuesto, un tarrito de dermosilicona y un tubo de disolvente, ya no le cupo más. No podría llevarse la luz ultravioleta; si necesitaba usar la dermo, tendría que secarse al aire. Mucho más lento pero factible.

Terminó de hacer la maleta teniendo siempre en mente el soso y sano gusto de Reyes Mallo y luego instaló y encriptó los documentos que le había dado Yiannis en el móvil nuevo. Era un riesgo llevar encima datos sobre Onkalo y Yárnoz, pero si se ponían a desencriptarle el móvil las cosas ya tenían que estar lo suficientemente mal como para que eso no importara. Faltaban apenas diez minutos para que llegara el táctil a recogerla para ir al aeropuerto y aprovechó para calentarse en el autochef una sopa de pollo sintético. Que en realidad era medusa, como casi todos los alimentos reconstruidos. Desde que la plaga de medusas hubiera casi acabado con la vida marina, la Humanidad se alimentaba básicamente de esos asquerosos bichos. Claro que en ninguna caja de comida preparada se leía jamás la palabra medusa. Como mucho, ponía cnidario en letra diminuta en algún lugar recóndito dentro del apartado de los ingredientes.

Bruna estaba soplando y sorbiendo la sopa, que, a decir verdad, había que reconocer que sabía a pollo, cuando llegó el sobón. La androide le recibió con cierta incomodidad; Deuil siempre había mantenido una posición de poder frente a ella, un poder que incluso se había incrementado después de la última sesión, tan turbadora. Pero en este viaje era ella quien estaba al mando, era ella quien ya había visitado Labari y quien tenía experiencia en el camuflaje y en la acción. Y quería dejárselo claro desde el primer momento.

—Hola, Fred. De ahora en adelante es importante que siempre nos llamemos por los nombres de nuestras nuevas identidades. Tienes que vivir dentro de ella, tienes que creerte un poco Fred Town para que la cosa funcione.

—No te preocupes, Bruna, no soy tan idiota… ¡ah!

Deuil se echó a reír ante su propia equivocación y Bruna estuvo a punto de hacerlo, pero la preocupación por la fiabilidad de su compañero pudo más que el buen humor.

—Fred, por todos los sintientes…

El sobón se puso serio.

—De verdad, Reyes, quédate tranquila. Lo haré bien. Sabré cómo hacerme pasar por quien no soy.

Daniel no había alterado su físico, por supuesto, porque no era necesario, pero traía un aspecto muy distinto al suyo habitual. También venía con ropa deportiva, pantalones de chándal, zapatillas y el atinado detalle de una gorrita tapando su moño samurái, tan sofisticado y poco apropiado para un entrenador convencional.

—Me gusta la gorrita. Tu moño resulta muy llamativo. Quizá podrías cortarte el pelo para el viaje.

—¡Eso nunca! —rió Deuil—. Además, a los labáricos les gusta el pelo largo.

—Cierto. En los hombres es signo de pertenencia a la clase alta. Pero es una coleta, no un moño.

—Si nos vemos en apuros, me soltaré el moño.

—Si nos vemos en apuros, espero que sea verdad eso de que eres judoca.

Deuil inclinó graciosa y gravemente la cabeza.

—Es verdad.

—¿Qué cinturón eres?

—Alto.

—Pero ¿qué cinturón eres?

—Rojo.

Bruna lo miró con incredulidad:

—¿Rojo? No es posible… ¿Rojo? ¿Noveno o décimo dan?

—Noveno.

La androide se quedó pasmada. E impresionada. ¿Estaría mintiendo? Pero no. ¿Para qué iba a mentir? La figura del táctil se hizo un poco más compleja, un poco más imponente ante sus ojos. De una manera u otra, Deuil conseguía que Husky se sintiera insegura e ignorante frente a él. No era algo agradable, pero tampoco del todo desagradable.

—No conceden nunca ese grado hasta los sesenta o setenta años. ¿Cómo lo lograste?

Deuil sonrió y sus ojos rasgados quedaron convertidos en dos rajas oscuras.

—Hay muchas cosas de mí que todavía no sabes.