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El mulato les había dicho que fueran a las 14:00 al mercado central y preguntaran por el sargento Fajardois. Llegaron a las 13:30; un enorme gentío se agolpaba ante la puerta principal, guardada por tecnos de combate. Bruna les preguntó por el sargento.

—No ha llegado todavía —respondió uno, apresurado; y luego se puso a gritar a la muchedumbre—: ¡A ver, atención, hacedme ahora mismo una buena cola! ¡El que no guarde cola no podrá comprar nada!

Cuando al fin se organizó, tras diez minutos de empujones y discusiones, la formidable cola se perdía tras dar la vuelta a la esquina. Las Huskys y Deuil se quedaron esperando a un lado de la puerta, discretamente apartados pero siendo asaeteados por las miradas suspicaces y fieras de los que aguardaban y que quizá temieran que fueran a colarse. Por fin a eso de las 14:10 apareció una larga fila de camiones del ejército, grandes trastos blindados con ruedas de oruga. Eran diez. Exclamaciones de furor y desolación recorrieron la cola.

—¿Tantos? ¡Es una vergüenza! ¡No va a quedar nada!

Los camiones aparcaron en batería en un lado de la plaza y los soldados bajaron y entraron en el mercado. Como siempre, la mayoría de los soldados rasos eran tecnos y todos los oficiales y suboficiales eran humanos. Bruna se acercó al humano que estaba en la entrada dando órdenes.

—¿El sargento Fajardois?

—Soy yo. Ah. Vosotros debéis ser los del Matemático. A ver los salvoconductos…

La androide se los entregó: eran unas anticuadas tarjetas plastificadas con un chip de información incrustado en ellas. El cabo leyó rutinariamente los chips con el lector de su móvil.

—Vale. Subid a la parte de atrás del tercer camión. Subid ya. Saldremos enseguida.

El tercer camión, ocupado por varias filas de bancas corridas, era para transporte de tropas. Ahora no había nadie, porque todos los soldados se afanaban llenando los otros vehículos con cajas y cajas de alimentos que al parecer estaban ya preparados y empaquetados dentro del mercado. La gente de la cola cada vez se agitaba más y los gritos subían de diapasón.

—¡Miserables! ¡Quieren matarnos de hambre! ¡No quedará nada! ¡Llevamos desde las seis de la mañana!

El camión empezó a llenarse de soldados: la carga había terminado. Los vehículos arrancaban y salían zumbando, mientras los tecnos que guardaban el mercado se esforzaban en contener la furia ondulante de la gente. Aunque el suyo era el tercer coche, salieron los últimos, sin duda para que la tropa pudiera defender las espaldas del convoy. Cuando se alejaron lo suficiente, los soldados suspiraron y se relajaron. En ese momento se pusieron a mirar con curiosidad a los tres nuevos.

—Eh, vosotras, sois de ésos, ¿no? —dijo un cabo humano.

—Sí, somos de ésos —contestó de mala gana Bruna.

—Sí, señor, sí, señor. Muy parecidas.

Pero, para alivio de las androides, no añadió más. Enseguida salieron de la ciudad y los soldados volvieron a ponerse en tensión. Este trayecto no va a ser fácil, se dijo la tecno.

No llevaban ni veinte minutos cuando pararon.

—La maldita frontera —musitó una androide de bellos ojos color lila que estaba sentada junto a Bruna—. Cada día está más cerca de Tampere.

Una oficial humana subió a la caja, verificó las chapas de identidad de los soldados y revisó sus tres salvoconductos. Luego se bajó y prosiguieron camino. Entonces la detective lo escuchó por primera vez. Aguzó el oído. Sí. Recordaba ese retumbar de la época de su servicio militar en Potosí.

—Lo oyes, ¿verdad? —dijo la rep de los ojos bellos—. Los cañonazos. Los humanos tienen suerte. Como son medio sordos. Pero nosotros… No hay manera de dejar de escucharlos.

Bum, bum, bum. Cada vez más alto, cada vez más cerca. En poco tiempo también lo captarían los humanos. La rep de los ojos lilas tenía una mano biónica. Por fuerza tenía que llevar menos de dos años en el frente y ya le habían volado una mano. Mala suerte. La prótesis parecía buena, pero no era estética: el metal brillaba con un tono azulón. Probablemente se la cubrirían con biosilicona cuando se licenciara.

Por la trasera abierta del camión se veían campos destrozados, anegados, con cráteres de bombas llenos de agua. De cuando en cuando, durante unos cientos de metros, porciones de tierras verdes y plácidas que hubieran permitido soñar con una vida mejor de no ser por el lejano tronar de los cañones. Bruna vio aparecer un pequeño dron de los informativos revoloteando por encima de ellos: vaya, tal vez al fin fueran a dar noticias de lo que estaba pasando por estos confines.

—¡Mosca! ¡Mosca a las doce menos diez! ¡Moscaaaa!

De pronto los soldados se habían puesto a gritar como locos y, echando mano de sus fusiles de plasma, estaban disparando al dron. Pero, antes de que le acertaran, el avioncillo teledirigido cayó en picado sobre el camión que iba delante de ellos. Bummmm. La explosión los dejó momentáneamente ciegos y sordos y los golpeó como una bofetada de aire duro. El vehículo en que iban se salió del camino, subió por un terraplén y se quedó clavado en la tierra húmeda. Salieron tosiendo y lagrimeando de la caja en medio de un humo negro y picante; el camión que iba delante de ellos estaba volcado, destripado, ardiendo. Por fortuna los cuatro soldados que viajaban en él sólo parecían estar un poco chamuscados, un poco machucados, levemente heridos.

Con el esfuerzo de todos consiguieron liberar el camión del montón de tierra en donde había encallado, bajarlo del terraplén y retomar la marcha. Los heridos se subieron con ellos: el vehículo estaba abarrotado porque ahora llevaba siete personas de más.

—¡A ver esas armas, que no queremos un accidente! —gruñó una suboficial.

Los soldados mantenían los fusiles apuntando hacia el techo. El costado izquierdo de Bruna estaba empotrado en la sólida cadera de la rep de los ojos bellos, y su costado derecho en la breve osamenta de Deuil. Intentó no pensar que Deuil estaba a su vez pegado a la nalga de Clara.

—Esos hijos de puta, esos cobardes… —siseaba uno de los heridos, un humano, mientras se sostenía mimosamente un brazo quizá roto—. Siempre matando a escondidas y desde lejos.

—¿Quiénes habrán sido? —preguntó otro soldado.

—A saber. Los verdes, los rojos, los morados… Son todos iguales. Así revienten.

—Es una guerra muy sucia —le explicó a Bruna en voz baja la androide de la mano metálica—. Una guerra de guerrillas. De emboscadas. Bombas en drones y francotiradores. Nunca vienen abiertamente. Casi nunca los ves. A veces, a lo lejos. Pequeños grupos agitando sus enseñas de colores. Sus banderas y sus dioses los vuelven locos. También se matan entre ellos. Pero nunca lo suficiente, porque además a menudo se alían para atacarnos. Y si te pillan vivo… Si te pillan vivo estás bien jodido.

La tecno levantó la mano metálica.

—A mí me la quemaron con ácido —dijo, taciturna—. Si quieres que te diga la verdad, no creo que haya en este camión una sola persona que tenga ni idea de qué coño estamos haciendo aquí.