Washington D.C.: 23 de marzo de 1994
Sentado en la escalinata del monumento a Lincoln a las cuatro de la mañana, Dire McCann pensaba en el futuro. En aquel momento la imagen no era precisamente agradable. Sus ropas seguían mojadas por el inesperado baño en el Río Anacostia y los ojos aún le dolían por haber contemplado el infierno de Termita que había devorado al Depósito de la Armada. Se sentía como una rata de laboratorio que acabara de sobrevivir a un laberinto terrorífico. Por desgracia, en la salida no le esperaba ningún trozo de queso como recompensa.
En realidad estaba agotado, disgustado y deprimido. Además, se enfrentaba al problema de tener que lidiar con dos vampiras claramente diferentes, pero increíblemente similares. Las dos habían jurado protegerle de cualquier problema, lo quisiera él o no.
A su izquierda, paseando de un lado a otro y doblando los dedos constantemente como si estuviera estrangulando a alguien, estaba Sarah James, conocida entre los Vástagos como Flavia, el Ángel Guardián. Era alta, rubia y bella, con un cuerpo exuberante y labios gruesos y rojos. Vestía un mono de cuero blanco que abrazaba su figura como una segunda piel. Era una mortal asesina Assamita, y había venido a Washington para actuar como su guardaespaldas. La misión le había sido encomendada por el vampiro príncipe de San Luis, que a su vez había enviado a McCann a descubrir los secretos de la Muerte Roja. Flavia, sin embargo, tenía sus propios motivos para viajar a la capital. La Muerte Roja había matado a Fawn, su hermana, y había hecho el juramento sagrado de que encontraría y destruiría a aquel monstruo... o moriría en el intento.
A la derecha de McCann, con los brazos cruzados sobre el pecho y en una postura aparentemente relajada, se encontraba Madeleine Giovanni. El detective notó con una sonrisa que no asomó a sus labios que en ningún momento había apartado la mirada de Flavia. Aunque parecía que el destino las había unido como aliadas, ninguna confiaba en la otra. Sólo era su mutua preocupación por el bien de McCann lo que mantenía aquella frágil paz entre las dos.
Al contrario que Flavia, que parecía una estatua con su mono de cuero, Madeleine era baja y delgada. Su aspecto era casi adolescente. Su cabello era largo y negro como la noche. Los huesos parecían frágiles y los ojos eran muy oscuros. Su única prenda era un leotardo negro que contrastaba con su piel de leche. Mientras Flavia parecía atlética y fuerte, el aspecto de Madeleine era delicado y frágil. McCann sospechaba que se trataba de una ilusión que la mujer trataba de cultivar. Lo único que las dos compartían eran sus labios del color de la sangre.
A pesar de su aspecto gentil, Madeleine era una de las principales saboteadoras y espías del mundo. Era miembro del secretista y cerrado clan Giovanni, y aunque no era tan famosa como Flavia su reputación era igual de sombría. Tanto sus amigos como sus enemigos la conocían como la Daga de los Giovanni.
—¿Y ahora qué, hombrecillo? —preguntó Flavia con sarcasmo—. El amanecer se acerca y tendré que marchar dentro de poco. ¿Te encontraré cuando despierte, o estás planeando otra estúpida aventura por tu cuenta durante el día? Recuerda que no podré hacer nada por protegerte si insistes en ignorar mis consejos. Hasta esta noche creía que éramos compañeros trabajando juntos. Ahora ya no estoy segura.
McCann torció el gesto. A primeras horas de la noche había tenido un encuentro con la Muerte Roja y no se había llevado a Flavia con él. El detective esperaba haber podido destruir al monstruo con poderes que prefería no revelar a la asesina rubia. Sin embargo, no era el único que había planeado una traición. La supuesta tregua no había sido más que una trampa mortal, y solo la intervención de Madeleine Giovanni le había salvado de la muerte entre las llamas. A Flavia no le gustaba que le dejaran atrás, sobre todo si había perdido una oportunidad de enfrentarse a la Muerte Roja.
—Cometí un error —dijo McCann, tratando de parecer sincero—. Ya te lo he dicho: la Muerte Roja quería negociar. Hizo un juramento por el honor de su sire, y fui lo suficientemente estúpido como para creerle. ¿Cómo iba a saber que su asesino contratado había sembrado todo el campo de desfiles con bombas de Termita?
—No tenías porqué saberlo, McCann —respondió Flavia—. Ese es mi trabajo. Estoy adiestrada para pensar en esas cosas. Makish es un maestro asesino. Por muy mezquino que seas, él te superará. Si no utilizas mis habilidades estás perdido.
—El pasado es historia —intervino Madeleine. Hablaba un inglés perfecto, sin acento alguno. Había aprendido el idioma mediante cintas y no empleaba contracciones—. Lo que está hecho está hecho, y sermonear al señor McCann es una pérdida de tiempo. Estoy segura de que en el futuro no actuará de forma tan imprudente.
—No estoy tan convencida —dijo Flavia—. En cualquier caso, ¿a ti qué te importa? Aún no me has explicado qué es lo que quieres de él. Lo único que sé es que tu sire te ordenó que lo encontraras, y que el Príncipe Vargoss te reveló que estábamos en Washington. ¿Cuál es el resto de la historia?
—No estoy en la obligación de revelarte mis secretos —respondió Madeleine con voz fría e impersonal—. Mis asuntos con el señor McCann no te conciernen.
—Cualquier cosa que tenga que ver con él me concierne —replicó Flavia, elevando ligeramente la voz—. Mi príncipe me ha ordenado que no sufra daño alguno. Tengo que protegerle de todo el mundo, incluyendo la progenie del clan Giovanni, y eso mismo es lo que pienso hacer.
—No haré ningún comentario sobre la ejecución de tus responsabilidades —dijo Madeleine con suficiencia—, pero tengo que recordarte que fui yo la que salvó al señor McCann esta noche.
El detective suspiró. Flavia, enfadada por haber sido dejada atrás, estaba buscando una pelea. Madeleine, que no aguantaba que nadie tratara de amedrentarla, estaba preparada para dársela. Ninguna de las dos era diplomática; su capacidad de combate les confería una cierta arrogancia, y no creían en el compromiso. La retirada les era totalmente ajena.
Las dos vampiras adoptaron posiciones de combate. Flavia se balanceaba sobre los talones, con las rodillas ligeramente inclinadas y los brazos extendidos, paralelos al suelo. Sus manos estaban a la altura de los hombros y tenía los puños cerrados. La asesina Assamita era capaz de atravesar el acero sólido de un puñetazo, y la carne y el hueso ofrecían mucha menos resistencia.
Madeleine esperó, con las manos en las caderas. Tenía los pies ligeramente separados, la cabeza inclinada a un lado y los ojos tenían un brillo sobrenatural. Era una experta en las Disciplinas de la Sombra, y tenía el poder de fundirse instantáneamente con las tinieblas. McCann estaba seguro de que Flavia tenía fuerza suficiente como para arrancarle a su oponente la cabeza de los hombros, pero sólo si era capaz de capturarla. Un duelo entre las dos asesinas se convertiría en una asombrosa demostración destructiva. Sin embargo, ganara quien ganara McCann sabía que él saldría perdiendo.
—Ey —dijo con un tono molesto, alzando las manos como protesta y sin hacer esfuerzo alguno por ocultar su enfado—. Estoy cansado de esta demostración de testosterona. Me sorprende que las dos creáis que eliminando a la otra yo estaré más seguro. Madeleine recibió de su sire las mismas órdenes que tú tienes, Flavia. Está aquí para cuidar de mí. —Su tono se volvió duro e implacable—. Las dos tenéis que protegerme, no demostrar que sois las más duras del barrio. ¿O es que habéis olvidado eso? Casi muero esta noche. ¡No me enfrenté a una, sino a cuatro Muertes Rojas! Puede que eso no os asuste a vosotras, que sois tan poderosas, pero desde luego a mí me preocupa. Tengo la curiosa sensación de que éste es el peor momento para dividirnos con estúpidas disputas.
Flavia lanzó una mirada al detective.
—Maldito seas, McCann —rugió, bajando las manos y relajando su posición—. Odio comportarme como una estúpida, pero aún más que me lo restrieguen por la cara.
—Es posible que yo también me haya extralimitado —respondió suavemente Madeleine Giovanni—. Su discurso ha sido correcto, señor McCann. —Madeleine se inclinó educadamente ante Flavia. El detective no podía imaginarse a la saboteadora Giovanni haciendo reverencias—. Por favor, acepta mis más sinceras disculpas. Como dije antes, tus habilidades son legendarias entre los nuestros. Será todo un placer trabajar contigo.
McCann estaba igualmente seguro de que cuando Madeleine hablaba de los nuestros no se refería a los Vástagos. Tanto ella como Flavia pertenecían a un grupo menor y más selecto. Eran los depredadores más letales de una raza de depredadores, miembros de la élite asesina.
—Acepto tus disculpas y te presento las mías —dijo Flavia, uniendo sus palmas y sus dedos hasta formar con las manos una línea recta frente a su rostro. No dijo nada más. Las disculpas de los Assamitas eran breves y concisas. Que Flavia se hubiera molestado siquiera era algo digno de mención.
McCann sabía que la vampira no tenía la costumbre de olvidar una afrenta, ya fuera real o imaginaria. Pensó en advertir a Madeleine Giovanni, pero al final decidió que no merecía la pena. Aquella belleza de cabello oscuro parecía perfectamente capaz de cuidarse sola en cualquier situación.
—Estupendo —dijo, incapaz de ocultar el sarcasmo de su voz—. Ahora que todos somos amigos, ¿tiene alguien alguna idea sobre qué hacer a continuación?
—Sólo soy tu guardaespaldas, McCann —respondió Flavia—. Si no me equivoco, las instrucciones del Príncipe Vargoss decían que tú eres el responsable de tomar las decisiones importantes. Y creo recordar que insististe en estar al mando...
—Mi sire me ordenó que le protegiera, señor McCann —añadió Madeleine, con un ligerísimo toque divertido—, no que pensara por usted. —Se detuvo unos instantes y después sacudió ligeramente la cabeza—. Y, para ser totalmente franca, en estos momentos mi consejo no tendría valor alguno. El clan Giovanni es estrictamente neutral en el conflicto existente entre la Camarilla y el Sabbat. Honramos un juramento que hicimos hace muchos siglos. Lo único que sé sobre la Muerte Roja es lo que he oído en las breves conversaciones que he tenido a lo largo de la semana pasada.
McCann, que sabía más sobre el clan Giovanni de lo que debería alguien que no hubiera nacido en la familia, decidió sabiamente no decir nada sobre esa supuesta neutralidad. Como los otros doce clanes, los Giovanni trataban de lograr un control absoluto sobre los Vástagos. Un pacto sellado hacía un milenio entre los Giovanni y el resto de los Condenados les prohibía inmiscuirse en los conflictos en los que participaran los demás clanes. Sin embargo, como ocurría con casi todos los principios que gobernaban las intrigas políticas de los no-muertos, esta regla se rompía cuando era necesario.
Los Giovanni, poderosos nigromantes además de vampiros, soñaban con controlar los reinos de los vivos y de los muertos. Ocultos en el Mausoleo, su inmenso cuartel general en Viena, los antiguos del clan trazaban sus malévolos planes a largo plazo para lograr el control mundial. El tiempo no significaba nada para los Condenados, y los Giovanni eran muy, muy pacientes. Se trataba de un rasgo que compartían con Dire McCann.
—Bien, ya casi ha amanecido —dijo el detective—. Poco más podemos hacer esta noche. Será mejor que descansemos y que nos reunamos aquí mañana cuando se ponga el sol.
—Una pregunta antes de que te marches, McCann —dijo Flavia—. ¿Has aprendido algo de la estúpida aventura de esta noche, o no ha servido para nada?
En el horizonte el cielo aún estaba enrojecido por el incendio en el Depósito de la Armada.
—En realidad descubrí más de lo que esperaba —dijo el detective—. Hablé unos momentos con la Muerte Roja en la zona de desfiles, ya que necesitaba algo de tiempo para poner en marcha sus planes. Como no esperaba que sobreviviera a nuestro encuentro, el monstruo soltó la lengua más de lo que debería. —Las facciones de McCann parecían talladas en piedra—. La Muerte Roja me preparó una doble trampa. Cuando un plan falló cambió inmediatamente al otro. Yo confiaba demasiado en mis propias habilidades, y he de reconocer que me cogió desprevenido. Si no hubiera sido por Madeleine, el monstruo hubiera triunfado.
»En vez de la Muerte Roja solitaria que esperaba —prosiguió—, se presentaron cuatro de esas criaturas. Todas ellas eran lo suficientemente poderosas como para reducirme a cenizas con sólo tocarme, pero por suerte mi magia consiguió mantenerlas alejadas. Fui incapaz de responder, pero la buena defensa demostró ser el mejor ataque. El uso de la disciplina Cuerpo de Fuego agotó la energía psíquica de las Muertes Rojas. En pocos minutos se hubieran derrumbado por el esfuerzo. Cuando se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo abandonaron la ofensiva, se convirtieron en niebla y desaparecieron. Entonces apareció Makish y activó toda la Termita que había sembrado en la zona.
—El Assamita proscrito —gruñó Flavia con una voz totalmente inhumana—. Ayuda a la Muerte Roja por dinero, aunque tenga que actuar contra su propio clan. La tradición Assamita le hubiera obligado a abandonar los servicios del monstruo cuando éste acabó con mi hermana. La Muerte Roja pagará con sangre por Fawn. Igual que Makish.
El detective asintió, pero guardó silencio. El clan Assamita disponía de un código de honor secreto llamado khabar, y ni siquiera McCann conocía sus tradiciones.
—Las deudas de sangre deben pagarse —dijo Madeleine. Sus palabras tenían tal convicción que el detective sospechó que tenía sus propias cuentas que saldar. Sabía que su sire había muerto en algún conflicto en Europa.
—La Muerte Roja sueña con liderar a los Vástagos —intervino McCann—. Sabe que el levantamiento de su letargo de algunos viejos monstruos, terribles horrores conocidos solo como los Nictuku, es señal de que el Armagedón se acerca. Está convencido de que este despertar significa que la Tercera Generación, los Antediluvianos, también se agitan en su reposo y que se alzarán dentro de poco. Cuando lo hagan, sentirán tal hambre que desearán la sangre de sus descendientes.
—¿Qué crees, McCann? —preguntó Flavia.
—No estoy seguro —respondió—. Sabemos que cuanto más viejo es un vampiro más fuerte es la sangre que necesita para sobrevivir. Muchos Vástagos de la Cuarta y la Quinta Generación son incapaces de sostenerse con sangre humana, debiendo alimentarse de la de otros vampiros, mucho más potente. Las leyendas sugieren que los Antediluvianos sólo bebían vitae vampírica, y que después de miles de años en letargo necesitarán ríos para sobrevivir.
—La Gehena —murmuró Madeleine—. El regreso de la Tercera Generación. ¿Cómo piensa detener la carnicería la Muerte Roja?
—No me explicó los detalles —respondió McCann secamente—. El monstruo buscaba mi obediencia ciega, no mi colaboración. Cuando me negué admitió que no esperaba otra cosa. Fue entonces cuando atacó.
—Buscó tu ayuda —dijo Madeleine—. Es muy extraño que un antiguo Vástago pida la ayuda de un mortal, aunque no se trate más que de una trampa.
—McCann tiene sus secretitos —rió Flavia—. Es un mortal muy especial. Hasta los vampiros quieren su ayuda.
—La guerra de sangre que se está librando en Washington es obra de la Muerte Roja —intervino precipitadamente McCann. Lo último que deseaba era que Flavia comentara su teoría sobre su verdadera identidad—. Quiere exacerbar el conflicto entre la Camarilla y el Sabbat. Por algún extraño motivo parece desear una anarquía total.
—¿Qué mejor escenario para hacerse con el poder? —opinó Madeleine—. Destruir lo viejo para empezar de nuevo.
—No estoy seguro de que la Muerte Roja quisiera crear un vacío para comenzar desde cero —dijo McCann—. Dijo que llevaba miles de años planeando, y que el inesperado alzamiento de los Nictuku le obligó a cambiar sus planes precipitadamente. La Camarilla y el Sabbat sólo tienen unos siglos de existencia. Creo que comenzó esta batalla para manipular a las dos organizaciones, no para destruirlas.
—Por lo que he oído de la Yihad —dijo Flavia observando directamente a McCann—, todo esto parece algo típico de la Cuarta Generación. Buscan el control, no la destrucción.
—Eso es precisamente lo que yo creo —dijo el detective—. Mañana por la noche buscaremos a los líderes de la Camarilla en Washington y trataremos de explicarles el modo en el que están siendo utilizados.
—No es tan fácil como parece —declaró Flavia—. El Sabbat lleva una semana tratando de cazarlos para acabar con ellos. Si los invasores no son capaces de eliminar pronto al príncipe de la ciudad y a sus consejeros, la guerra de sangre se convertirá en un absoluto desastre. Por eso están desesperados. ¿Qué te hace pensar que tenemos más posibilidades de dar con el Príncipe Vitel que cientos de vampiros del Sabbat?
McCann sonrió.
—Porque yo tengo ayuda mucho más competente. Con el Ángel Oscuro de los Vástagos y la Daga de los Giovanni trabajando a mi lado, ¿cómo vamos a fallar? —El detective estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó—. Basta de discusiones por hoy. Las dos tenéis que regresar a vuestros refugios antes del amanecer, y yo me estoy cayendo de sueño. Nos veremos aquí mañana por la noche y planearemos nuestros pasos.
—Una última pregunta, señor McCann —dijo Madeleine Giovanni mientras se disponía a marchar—. Quise preguntarlo antes, pero no tuve ocasión. ¿Quién era la mortal que estaba a su lado momentos antes de la explosión en la zona de desfiles?
McCann, sorprendido, lanzó una respuesta sin pensar.
—Era una vieja amiga, una muy vieja amiga y aliada —Recuperó el control de sus pensamientos y trató rápidamente de cubrir sus huellas—. Era una maga, por supuesto. Como yo. La Muerte Roja, por algún motivo que no llegó a explicar, la consideraba una amenaza para sus planes.
—Entonces lamento no haber sido capaz de salvarla también —dijo Madeleine—. Necesité de toda mi velocidad para arrojarle hacia el río antes de que la Termita detonara. Siento que pereciera en la explosión.
McCann, recordando una repentina distorsión temporal, se encogió de hombros.
—A lo largo de los años he descubierto que, no importan las circunstancias, no es aconsejable dar a nadie por muerto sin haber visto primero el cadáver. Su talento para burlar al destino es considerable.
Hizo un comentario más porque la noche había sido muy dura y porque quería provocar a Flavia:
»Como yo, mi amiga considera que la vida es una gran mascarada. Es mucho más vieja de lo que aparenta.