Washington D.C.: 24 de marzo de 1994
Aunque mataba por dinero, Makish no se consideraba un asesino. Se veía más como un intérprete, un artista que creaba tapices tridimensionales de destrucción. La muerte no era más que la escena final de sus elaboradas creaciones. El acto de cometer un asesinato era tan importante para él como el resultado. Estaba totalmente dedicado a su arte. No importaba lo fuerte que fuera la presión, se negaba a comprometer sus creencias. Para él, es estilo lo era todo.
Aquella noche, como había prometido a la Muerte Roja, Makish pensaba matar a la asesina Assamita conocida como Flavia, el Ángel Oscuro. Al hacerlo estaba violando uno de los siete principios básicos del código del clan, llamado khabar. De acuerdo con la tradición conocida como Ikhwan, los asesinos eran miembros de una hermandad compartida que tenía preferencia sobre cualquier contrato u obligación. Tenían absolutamente prohibido pelear entre ellos, y la pena por violar akhabar era la Muerte Definitiva. A Makish no le importaba. Ya había sido condenado hacía siglos por el concilio interior del clan, el Du'at. Solo podía morir una vez.
Poco después del anochecer completó los preparativos para la batalla que se avecinaba. Se puso unos pantalones amplios de color verde oscuro y una camisa de seda de tono similar. Aquella ropa le daba libertad de movimientos y era difícil de agarrar por sus enemigos. En el interior de la camisa, en las mangas y la cintura, se ocultaban varios bolsillos secretos. En cada uno había algunas cargas minúsculas de Termita con su correspondiente detonador. Pensaba inmovilizar a Flavia y después rodearle el cuello con una cadena de explosivos. La detonación, que la reduciría a cenizas, iba a ser un momento supremo de expresión artística.
Para completar su atuendo se calzó unas sandalias de tela negra y se echó al hombro una bolsa de color azul claro en la que guardaba su cartera y su documentación. Makish era un experto falsificador, y nunca viajaba sin la documentación completa y correcta... aunque falsa. Como todos los asesinos profesionales, era un experto en parecer inofensivo y vulgar.
En el fondo de la bolsa también había dos bloques de plástico negro de unos diez centímetros de anchura, diez de longitud y cuatro de espesor. Los había sacado de su maleta la noche anterior. Cada uno de ellos tenía en un extremo cuatro orificios del tamaño de los dedos de un hombre pequeño... de los dedos de Makish.
Aquellas piezas de plástico parecían inofensivas, y lo eran hasta que el asesino las aferraba. En ese momento, y por pura fuerza de voluntad, se transformaban en unas armas únicas conocidas como Bakh Nagh, garras de tigre.
Cada una era una pieza moldeada de plástico resistente al impacto que se amoldaba a sus nudillos como una segunda piel. Embebidas en su interior había varias puntas de acero curvas de ocho centímetros. Las garras estaban afiladas como cuchillas, y eran capaces de cortar el músculo y el hueso como las tijeras el papel. Cerrando los puños, Makish convertía sus dedos en gigantescas garras metálicas.
Normalmente no empleaba aquellas armas en sus misiones, ya que no le gustaba separarse de la muerte mediante medios artificiales. Aunque necesitaba sangre humana para sobrevivir, tenía cuidado de no matar nunca a los mortales de los que se alimentaba. El asesinato lo reservaba únicamente para su arte. Bebía vitae porque la necesitaba; mataba para dar significado a su existencia.
Sin embargo, creía que para encargarse del Ángel Oscuro estaba justificado el uso de aquellas armas. Todos los informes que había leído sobre las habilidades de Flavia le acreditaban como una espectacular guerrera con la espada. Armada con dos hojas de cuarenta centímetros y con unas disciplinas vampíricas que cancelaban las suyas, el Ángel Oscuro era un oponente peligroso. Makish confiaba en sus capacidades marciales, con o sin garras, pero no le gustaba dejar nada al azar. Aunque estaba decidido a destruir a Flavia, también pretendía sobrevivir al encuentro.
Satisfecho con los preparativos, comprobó cuidadosamente el aspecto de su cuartel general, asegurándose de que el lugar no pareciera ocupado. Los mejores escondites eran aquellos que no parecían estar siendo utilizados.
El sótano desierto de un edificio de apartamentos quemado al sudeste de la capital le servía como base de operaciones. Había descubierto el lugar la primera noche tras la llamada de la Muerte Roja para que acudiera a Washington. Se encontraba en el centro de los peores suburbios de D.C., cerca del Depósito de la Armada que había destruido de modo tan espectacular. Al oeste estaban las dos cámaras del Congreso y al norte los monumentos presidenciales. El lugar le permitía almacenar sus ropas, permanecer oculto durante el día mientras dormía, hacer sus ejercicios tras despertar cada noche y lanzar sus ataques obedeciendo a la Muerte Roja.
Cuando salió estaba comenzando a llover. El cielo estaba oscuro, y nubes espesas ocultaban la luna y las estrellas. Los truenos y relámpagos restallaban en la distancia. Makish caminaba a buen paso, casi trotando. Su destino era un gran edificio de oficinas frente al Hotel Watergate. Estaba seguro de que era allí donde encontraría al Ángel Oscuro.
La confianza de Makish surgía de haber sido criado y entrenado como otro asesino Assamita. Comprendía como solo podía hacerlo un camarada las prácticas y filosofías de su clan, y por tanto podía predecir cómo actuaría Flavia en situaciones determinadas pensando en cuáles serían sus propias reacciones.
Se le habían dado órdenes de proteger a Dire McCann de sus enemigos entre los Vástagos, pero el detective se había negado a permitirle acceso ilimitado a su habitación. Además, las regulaciones y normas de los hoteles solían causar serios problemas a los vampiros. Makish, por tanto, supuso que el Ángel Oscuro se quedaría cerca de la base de McCann sin estar encima de él. El reto era dar con el detective, pero para un asesino de la estatura de Makish eso no era más que un molesto acertijo.
Como muchos Vástagos poderosos, el Assamita no tenía ni chiquillos ni ghouls. Prefería trabajar solo, y no quería seguidores o ayudantes que le estorbaran. Sin embargo, cuando necesitaba soldados hacía uso de los vampiros sin clan conocidos como mercenarios Caitiff. Ansiosos por trabajar a cambio de dinero o de sangre inocente, los Caitiff hacían todo aquello de lo que Makish no podía encargarse.
Una decena de estos vampiros había comprobado los registros de los hoteles de la zona de Washington hasta que descubrieron a un invitado que correspondía con la descripción de McCann en el Hotel Watergate. Al mismo grupo de renegados la había prometido una enorme suma por eliminar al detective aquella noche, aunque el asesino no se hacía muchas ilusiones al respecto. Los estaba enviando a una muerte segura, pero su ataque contra McCann le proporcionaría el tiempo suficiente para contactar con Flavia y lanzarle un reto que no pudiera rechazar.
Frente a la fachada oeste del Hotel Watergate había un impresionante bloque de oficinas. Makish comprobó el directorio en busca de empresas nuevas y se detuvo al encontrar Importaciones Vargoss. No necesitó demasiada imaginación para vincular al Ángel Oscuro con una sucursal de las empresas de su príncipe. Muchos de los vampiros que viajaban de una ciudad a otra confiaban en alquileres breves como refugios seguros. Era fácil sellar las oficinas por la noche y dejar instrucciones a los encargados de la limpieza para que acudieran por la mañana. Ofrecían una alternativa viable a los Vástagos que preferían que sus lugares de descanso fueran desconocidos para los demás Cainitas de la ciudad... o para un vampiro con más enemigos que aliados.
Makish tomó el ascensor hasta la séptima planta, pensando si debía derribar la puerta y atacar a Flavia sin previo aviso. Con un poco de suerte la cogería totalmente por sorpresa y podría hacerla pedazos antes de que pudiera montar un contraataque.
El asesino sacudió la cabeza: nunca confiaba en la suerte. Las apuestas eran para los estúpidos, y él no había sobrevivido durante cientos de años asumiendo riesgos innecesarios.
Flavia podría ser paranoica, un rasgo muy frecuente entre los asesinos, y tener la puerta preparada con explosivos ante un ataque sorpresa. También podría irrumpir en la habitación en el momento en que ella preparaba sus armas. En ambos casos, eso significaba el desastre. Makish prefería ser más precavido, y pensaba atrapar al Ángel Oscuro con su propio código. El pasillo que conducía a la oficina 714 estaba desierto. Moviéndose en silencio, el asesino se dirigió hacia la puerta y llamó tres veces con los nudillos.
—¿Quién es? —preguntó una voz de mujer sin vacilación. Flavia no parecía ni preocupada ni sorprendida. Mostrar duda no era parte de la tradición Assamita—. Identifícate.
—Soy un tigre entre leopardos —dijo Makish. Entre los Vástagos, los Assamitas solían ser denominados "leopardos entre chacales". Makish, uno de los mayores asesinos de la línea de sangre, creía merecer aquel título que denotaba su posición—. ¿Puedo pasar?
La puerta se abrió. Dentro, con la espalda contra la pared más alejada, estaba Flavia, el Ángel Oscuro. Iba vestida de arriba abajo con cuero blanco, y era más alta y pesada que Makish. Esperó a que entrara con una fantasmal sonrisa en los labios.
—¿Has venido para rendirte y enfrentarte a la justicia del clan? —preguntó mientras Makish entraba y cerraba la puerta—. ¿O me he equivocado?
El asesino rió, apreciando el sarcasmo del Ángel Oscuro. Casi todos los Assamitas eran demasiado serios, y se alegró de ver aquel cambio. Las ruedas habían comenzado a moverse y no se podía hacer nada por detener su movimiento. Flavia estaba condenada.
Dobló las manos bajo su pecho y asintió rápidamente con la cabeza varias veces.
—Lo lamento, señorita —anunció con una voz aguda y musical—. Estás muy confundida. No he venido a rendirte mi humilde persona. Mis más sinceras disculpas.
—¿Qué haces aquí, entonces? —preguntó Flavia. Aunque la mujer parecía de buen humor, Makish notó que sostenía una espada corta en cada mano. No esperaba otra cosa, ya que había sido entrenada adecuadamente. Un buen asesino nunca se enfrentaba a un extraño desarmado.
—He venido a lanzar un desafío —dijo Makish, abandonando su fingido acento indio—. Tu presencia en esta ciudad amenaza a mi cliente, al que he jurado proteger. Comprendo perfectamente que no puedas abandonar hasta verlo destruido. Estás atada por tu palabra, igual que yo por la mía. La única solución honorable es un duelo a muerte entre los dos.
—Hablas de Muruwa, de honor —dijo Flavia sin el menor asomo de humor—, pero eres un renegado y un traidor a tu clan. ¿Por qué debería creer nada de lo que digas?
Makish se encogió de hombros.
—Cree lo que desees. Es cierto que he desobedecido las órdenes del Du'at, pero comprende, por favor, que la política del clan me forzó a tomar aquella decisión.
—Explícate —dijo Flavia—. Te escucho.
—Jamal, líder de nuestro clan, siempre me consideró su mayor rival como Maestro de los Asesinos. Sabía que algún día le retaría por el puesto, y temía mis habilidades. Por tanto, recurrió a la traición y al engaño para marcarme como proscrito. Cuando mi sire fue asesinado por un mortal exigí, como era mi derecho y mi deber, venganza contra su asesino. Jamal y sus marionetas denegaron mi petición. Dijeron que mis acciones podían poner en peligro la Mascarada. ¡Como si los Assamitas se preocuparan por tales estupideces! Sospecho que tenían relación con los asesinos, pero carecía de pruebas. La sangre llamaba a la sangre. Mi honor sagrado no me permitía tomar otro camino que desobedecer las órdenes del Du'at. Al hacerlo fui declarado proscrito y forajido.
La voz de Makish se hizo gélida.
»Pero vengué la muerte de mi sire. Su furia está en reposo en la tierra de los muertos. Algunas deudas deben saldarse, como seguro entenderás. El espíritu de tu hermana, destruida por la Muerte Roja, te llama y te demanda que honres su nombre. Yo trabajo para la Muerte Roja; me ha contratado para protegerle de cualquier daño, y mi palabra, una vez dada, es ley. Tu senda de venganza debe pasar primero por mí. La elección es clara: acepta mi reto y enfréntate a mí en combate singular o abandona tu promesa y tu honor.
—La elección que me ofreces no es tal —dijo Flavia. En su voz había una sombra de desesperación. Había sido acorralada por su propio código—. Lucharé, como bien sabes que haría. Acepto tu reto. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—Esta noche, por supuesto —dijo Makish. Como si reflejaran sus palabras, un rayo surcó la ventana—. Tan pronto como estés lista. El momento es el adecuado. Como he elegido la hora, tienes derecho a decidir el lugar.
Los ojos de Flavia se estrecharon. A su espalda volvió a restallar un rayo. Asintió lentamente, como si respondiera a una pregunta interior.
—En el prado entre los monumentos de Lincoln y Washington —dijo con una extraña expresión de satisfacción—. Entre el tiempo y los disturbios, la zona debería estar desierta. Estaremos totalmente solos.
Makish no tenía más remedio que aceptar, aunque el rostro complacido del ángel Oscuro le hizo preguntarse si no habría cometido un peligroso error.