Washington D.C.: 25 de marzo de 1994
Elisha se protegió como pudo subiéndose el cuello de la sudadera. La lluvia era cada vez más fuerte y estaba totalmente empapado. Todo su cuerpo se había convertido en una gigantesca esponja.
En el cielo brillaban los relámpagos, seguidos casi al instante por los truenos. La tormenta estaba sobre ellos con toda su furia. En uno de los destellos observó a su compañero, Dire McCann, cuya expresión era seria. El enorme detective parecía perdido en sus pensamientos.
Según McCann, el camino desde el Hotel Watergate hasta el Lincoln Memorial no era más que un paseo, pero con aquella lluvia moverse era como nadar corriente arriba por una catarata. Hubiera sugerido que tomaran un taxi, pero en los últimos veinte minutos no habían visto un solo vehículo. Las calles estaban totalmente desiertas, y ni siquiera su magia podía hacer aparecer un taxi de la nada.
—¿Ocurre algo, señor McCann? —preguntó Elisha, que no sabía por qué el detective perecía tan preocupado—. Parece intranquilo.
—Estaba pensando —respondió—, que es posible que no se esperara que el ataque me cogiera por sorpresa. La Muerte Roja ya sabe que no soy vulnerable a escoria como los vampiros que nos atacaron en el pasillo. No eran más que una pequeña molestia.
—¿Y para qué fueron enviados, entonces? —preguntó Elisha.
—No estoy seguro, pero sospecho que lo descubriremos en...
—Alguien se acerca —le interrumpió Elisha cuando sus defensas mentales comenzaron a saltar—. Siento una presencia que se acerca.
Revisó nervioso la zona, buscando cualquier señal de problemas. No fue difícil. Tocó el brazo de McCann y señaló una mancha negra en la calle, a unos quince metros.
—Allí. Esa forma en el suelo se mueve hacia nosotros.
El detective sonrió.
—No te preocupes. Está de nuestra parte.
—¿Nuestra parte? —repitió Elisha.
—Observa —dijo McCann—. Algunos poderes no pueden explicarse. Hay que verlos para creerlos.
La mancha sombría aceleró su marcha, y mientras se acercaba asumió gradualmente forma, solidificándose a partir de la oscuridad que la rodeaba. Elisha se apartó la lluvia de los ojos. Aunque había pasado casi toda su vida rodeado por la magia, nunca había visto surgir una forma tridimensional de otra bidimensional en una transición tan espectacular. Lo que había sido sombra era ahora sustancia. La mancha fantasmal había desaparecido, siendo reemplazada por una misteriosa joven vestida totalmente de negro.
La recién llegada llevaba un vestido corto, medias y zapatos. Hasta sus ojos y su cabello eran negros. Alrededor del cuello llevaba un elaborado collar de plata. Sus facciones eran de una palidez extrema, rota solo por el rojo de sus labios. A Elisha le parecía impresionante, y tardó algunos segundos en comprender que no irradiaba calor, ni vida. Era un vampiro.
—Madeleine Giovanni —dijo McCann complacido. Elisha se preguntó si su decepción era demasiado evidente—. Me gustaría presentarte a Elisha Horwitz. Ha venido a verme a petición de un viejo amigo. —El detective hizo una pausa y se dirigió al joven mago—. Los dos tenéis eso en común. Madeleine viene de Venecia. Es chiquilla de otro amigo cercano.
Reaccionando por instinto, Elisha dio un paso al frente y extendió su mano.
—Encantado de conocerla —dijo.
—El placer es mío —respondió Madeleine con expresión enigmática tocando su mano unos instantes. Sus dedos eran gélidos—. ¿Eres un mago?
—Solo aprendiz —dijo el joven, algo perplejo—. ¿Cómo lo sabe?
—Hay algunos rasgos únicos que sitúan a los magos aparte de los humanos normales —dijo—. He aprendido a reconocerlos, lo que me permite evitar confrontaciones laborales de dudoso resultado.
Elisha no tenía ni la menor idea de lo que estaba hablando, pero no iba a hacérselo saber.
—Siempre creí que era bastante ordinario —declaró—. Nunca nadie ha pensado lo contrario.
—Casi todos los mortales son estúpidos —declaró con la mirada brillante—. No observan más que lo físico, pero no son capaces de ver bajo la superficie. Personalmente, te encuentro bastante atractivo.
Dire McCann rió.
—Basta de adulaciones, Madeleine. El pobre Elisha se está sonrojando.
El joven abrió la boca para negarlo, pero no llegó a articular palabra.
—Digo la verdad —respondió la mujer con un tono confuso—. Por favor, no te sientas molesto por mi comentario.
Elisha tragó saliva. La lluvia había empapado el vestido negro de Madeleine, haciendo que se pegara a su esbelta figura como una segunda piel, y debajo no vestía nada más. Aunque no era humana, Elisha pensó que era la mujer más bella que había visto nunca.
—Estoy bien —mintió con un graznido—. De verdad.
—Movámonos —dijo McCann, observando el cielo con aprensión—. Estar en un camino junto al Potomac con todos estos rayos me pone nervioso. Además, llegamos tarde a nuestra cita. Flavia tiene que estar maldiciendo y preguntándose dónde me he metido esta noche.
—¿Flavia? —preguntó Elisha mientras reanudaban la marcha. Como McCann iba delante, parecía normal que caminara junto a Madeleine—. ¿Quién es?
—Una asesina Assamita —respondió la joven de negro—. Es la guardaespaldas de McCann.
Elisha negó con la cabeza, pensando en la pelea en el pasillo.
—El señor McCann no necesita guardaespaldas.
Madeleine sonrió.
—Todo el mundo necesita protección en algún momento. Hasta un mago como Elisha Horwitz. Incluso Dire McCann. —Se calló unos instantes antes de cambiar de terna—. ¿Cuál de las Nueve Tradiciones sigues?
—Mi maestro no se adhiere a ningún sistema de magia particular —respondió con cautela. Recordó las tres advertencias de Rambam. Madeleine parecía agradable y era evidente que McCann confiaba en ella, pero era uno de los Vástagos—. Las honra a todas por igual.
—Una respuesta diplomática —respondió Madeleine con una risa—. Tu mentor parece ser un hombre muy sabio. ¿Quién es?
—Es la persona más inteligente del mundo —respondió Elisha con orgullo. Hablaba sin pensar—. Se le conoce como Rambam, pero no es más que un apodo.
Los ojos de Madeleine se abrieron sorprendidos.
—¿Estudias con el Segundo Moisés? Maimónides se cuenta entre los más poderosos magos del mundo, y sólo instruye a unos pocos elegidos. No me extraña que tu aura sea tan brillante.
Elisha volvió a sentir que el color regresaba a sus mejillas. No se le había ocurrido que, a pesar de su cautela inicial, había revelado más sobre él de lo que debería. Había olvidado las precauciones de su maestro, pero hasta mucho después no comprendería su error.
—¿Qué relación tiene con McCann? —preguntó a la joven, tratando de recuperar la compostura.
—Probablemente la misma que tú —respondió. De nuevo, cambiaba de tema sin proporcionar una respuesta clara—. Es bastante misterioso. Sabrás, por supuesto, que dice ser un mago de la tradición Eutánatos...
—Eso he oído —respondió Elisha—, aunque me cuesta creerlo. El señor McCann actúa de forma tan... extraña.
—Te entiendo —dijo Madeleine, mostrándole otra sonrisa—. Todo lo que Dire McCann dice sobre sí mismo parece ser totalmente cuestionable. No estoy segura de que nadie conozca la verdad sobre él, y sospecho que eso es lo que prefiere.
Llegaron al Lincoln Memorial diez minutos más tarde. El camino del río llegaba hasta la entrada posterior del enorme edificio. No había señales de vida. El monumento parecía desierto.
—Sécate —le dijo McCann a Elisha—. Voy a comprobar el puesto de guardia, pero volveré en un momento. Madeleine, vigila. Puede que Flavia nos esté buscando.
Quedándose solo por unos momentos, Elisha se quitó la sudadera y la escurrió lo mejor que pudo. Cuando terminó, decidió hacer un poco de turismo hasta que el detective regresara. De momento, lo único que había visto de América era un aeropuerto, un hotel y algunas calles.
Tardó sólo unos minutos en observar la magnifica escultura de Abraham Lincoln. Negó tristemente con la cabeza. El monumento le parecía al mismo tiempo inspirador y deprimente. La estatua era impresionante, igual que las palabras del gran orador que había talladas en los muros de mármol. Sin embargo, el impacto quedaba disminuido por el graffiti y las pintadas de las bandas que había por todas partes. Ni siquiera la escultura había escapado a los vándalos. En una grotesca declaración de los valores modernos, un pandillero desconocido había decorado la frente de Lincoln con una diana.
—No está —declaró McCann interrumpiendo los pensamientos melancólicos de Elisha. El detective estaba en la base de la estatua con el ceño fruncido—. Lo he comprobado todo. Es extraño. Tras la bronca de anoche, lo último que esperaba es que llegáramos antes que Flavia.
—Estoy de acuerdo —dijo Madeleine, apareciendo como por arte de magia junto a Elisha. La mujer sonrió al ver saltar al mago por la sorpresa—. El Ángel Oscuro no parece del tipo que llega tarde a las citas. —La vampira Giovanni cerró los ojos—. Voy a intentar localizarla —dijo—. Poseo el poder de determinar el paradero de un Vástago poderoso gracias a sus patrones mentales. Anoche busqué a Makish y a la Muerte Roja para determinar dónde estaba usted, y di con Flavia del mismo modo. No será difícil volver a hacerlo.
Elisha observaba asombrado a Madeleine, preguntándose qué otros poderes increíbles controlaría.
Los ojos de la joven estuvieron cerrados sólo un instante. Cuando los volvió a abrir parecía sorprendida.
—Ahí mismo —declaró—. Flavia está fuera, en la pradera que separa este edificio del monumento a Washington... pero no está sola. Siento a un segundo Assamita con ella... muy poderoso.
—Makish —dijo McCann mientras corría hacia la entrada principal del monumento. Madeleine iba un paso tras él—. El asesino proscrito. Tiene que ser él.
Sin saber lo que sucedía, pero decidido a no quedarse solo, Elisha corrió tras ellos. Los rayos caían casi constantes, iluminando lo suficiente el lugar como para saber dónde se encontraba el detective. McCann voló sobre los escalones del Lincoln Memorial y corrió por la calle, pero se detuvo en el borde de la pradera. Unos momentos después, Madeleine se congeló al lado del detective. Elisha tardó unos segundos en llegar hasta ellos. Las preguntas se agolpaban en su cabeza mientras observaba atónito el drama que se desarrollaba a menos de treinta metros.
Dos figuras se movían sobre la hierba en lo que parecía ser una compleja danza ritual. Una pertenecía a un hombre bajo y delgado vestido totalmente de seda verde. La otra era una mujer con un traje de cuero blanco. Los dos eran Vástagos. La lluvia ocultaba sus rasgos, pero Elisha sabía que tenían que ser Flavia y Makish. Al observarlos con detenimiento, el mago comprendió que no estaban bailando. Estaban luchando con espadas y garras.
—¿Qué ocurre? —susurró Elisha a Madeleine. No se atrevía a levantar la voz por miedo a distraer a alguno de los combatientes.
—Makish es un asesino Assamita renegado a sueldo de la Muerte Roja —respondió la mujer en voz baja, con los labios cerca de su oído—. Es el que casi mató anoche a McCann. Flavia ha hecho el juramento sagrado de que destruiría a la Muerte Roja. Obviamente, Makish dio con ella y le retó a un duelo a muerte. Atada por su código de honor no podía negarse, aunque sus probabilidades de victoria contra el traidor sean mínimas.
—¿Es mejor que ella? —preguntó Elisha. Viendo a los dos Assamitas moverse bajo la lluvia, parecían igualados.
—Ella es muy buena —respondió Madeleine—. Hay pocos Vástagos que puedan enfrentarse a su velocidad y su habilidad, pero Makish está en una categoría aparte. Es uno de los mejores. Flavia necesitará un milagro para derrotarlo.
—Podríamos ayudarle —dijo Elisha—. Eso igualaría las tornas.
—Jamás —respondió Madeleine—. Preferiría aceptar la Muerte Definitiva antes que recibir ayuda. Sólo podemos mirar. Ninguno de nosotros debe interferir. Flavia está atada por su honor y por el de su clan, y debe luchar contra Makish sin ayuda alguna.
—¿Y qué ocurrirá si la destruye?
—Será vengada —dijo Madeleine con tono sombrío. No había el menor asomo de duda en sus palabras—. No puedo intervenir mientras pelean, pero cuando termine tendré libertad para obrar como desee. Y te prometo que habrá venganza. La venganza de la sangre.