Sicilia: 29 de marzo de 1994
Don Caravelli, Capo de Capi de la Mafia, estaba sentado solo en su estudio. Sobre su escritorio, sin leer, había numerosos despachos e informes sobre las actividades de la organización en cien ciudades diferentes. No estaba de humor para trabajar.
El muro a su espalda estaba cubierto de armas de filo. Había decenas de espadas de todo tipo: largas, cortas, anchas, estoques, de cobre, de hierro y del mejor acero toledano. Entre ellas había varias dagas. La colección incluía cuchillos del Paleolítico tallados toscamente en piedra y madera, delicadas dagas curvas de los guerreros del Islam y puñales increíblemente afilados del Renacimiento italiano con compartimentos secretos en la empuñadura para ocultar veneno.
Las hachas de uno o dos filos también tenían su lugar, igual que las lanzas y las picas. Había incluso una sección con hoces y guadañas. No faltaba ninguna arma de filo a este lado de la muerte.
En vida, Don Caravelli había sido famoso en toda Italia como el mejor duelista de su tiempo. Como ocurría con muchos Vástagos, con la muerte sus habilidades se habían multiplicado. Junto con Salaq Quadim, maestro de armas de los asesinos Assamitas, Don Caravelli estaba considerado como el mejor espadachín del mundo. El Capo de Capi no había heredado su posición en la Mafia, sino que se había labrado su camino hasta la cima con la sangre de sus superiores. Era un estudioso de Maquiavelo que creía en una verdad: como líder, es mejor ser temido que ser amado.
Durante más de cien años había sido el líder indiscutible de la organización. Bajo su guía, la Mafia había pasado de ser un grupo disperso de bandidos y vampiros sicilianos a convertirse en la organización ilegal más poderosa del mundo. Tanto la Camarilla como el Sabbat le trataban con respeto, y sus órdenes eran obedecidas por príncipes y arzobispos por igual. Sólo una persona le desafiaba: Madeleine Giovanni. Era su Némesis. Temía que fuera su destrucción.
La asesina Giovanni había matado a Don Lazzari y se había atrevido a enviarle la noticia mediante un mensajero. Don Caravelli gruñó al pensar en el comunicado. En un ataque de furia, había entregado a Tony Blanchard a sus guardias para que se divirtieran. La muerte del jefe del Sindicato había sido terrible, pero pensándolo con cuidado comprendía que había actuado exactamente como Madeleine esperaba. Daba igual. La muerte del ganado no era importante, aunque hubiera sido la de uno de sus aliados. Los hombres vivían y morían, pero la Mafia resistía.
El picaporte de la puerta del fondo del estudio giró. Los ojos de Caravelli se entornaron sorprendidos: nadie entraba en su sanctum interior sin su permiso. Hacerlo significaba ser crucificado para recibir la Muerte Definitiva con el amanecer. Inclinándose en la silla, alcanzó con gesto despreocupado un hacha de batalla noruega de doble filo. La enorme arma, coronada por una punta metálica, estaba pensada para utilizarse con dos manos. La levantó de su lugar en el expositor y la depositó sobre la mesa. Le gustaba estar preparado ante el invitado inesperado.
La puerta se abrió, revelando a una mujer. Estaba inmóvil, como si esperara una invitación. Aunque estaba preparado para cualquier traición, le sorprendió que fuera una mujer. Vestía una larga capa con capucha que ocultaba sus rasgos en las sombras. En la mano izquierda sostenía un bastón de madera cuidadosamente ornamentado. La presencia del talismán místico la identificaba como una maga, pero era imposible confundirla con una mortal. Era miembro de los Vástagos, y de algún modo había llegado sin ser detectada hasta el corazón de su fortaleza.
El Capo se puso en pie, aunque conservó una mano sobre el mango del hacha.
—Entra, por favor —dijo suavemente—. Soy Don Caravelli. ¿Me estabas buscando?
—Por supuesto —dijo la extraña entrando en la habitación. La puerta se cerró en silencio a su espalda. Con un gesto de la cabeza echó hacia atrás la capucha, revelando el rostro de una joven atractiva. Sin embargo, Caravelli no estaba interesado en su piel blanca ni en su cabello espeso y rubio recogido en trenzas que caían hasta la cintura. Era su poderosa sangre lo que le atraía, así como el fuego interior que brillaba tras sus ojos azules.
—Soy Elaine de Calinot —anunció—. Supongo que habrás oído hablar de mí.
—¿Y quién no lo ha hecho entre los Vástagos? —respondió el hombre educadamente. Hizo un gesto con la mano hacia la silla que había frente al escritorio, pero no soltó la empuñadura del arma—. Tu fama te precede, igual que las historias sobre tu belleza. Me honra la visita de un miembro del Consejo Interior de Tremere.
—Mi presencia aquí es un secreto que sólo compartimos nosotros dos —dijo Elaine—. Etrius y el resto del Consejo no saben que he venido a verte, ni deben saberlo. Nadie en esta ciudadela es consciente de mi presencia y nadie me verá marchar. Creo que es lo mejor.
Don Caravelli asintió.
—Como desees.
Elaine sonrió.
—Gracias. Estoy segura de que no te importará que las cámaras ocultas que vigilan esta estancia ya no funcionen, así como los micrófonos embebidos en las paredes.
El Capo de la Mafia torció al gesto.
—Debo admitir que son una pérdida de tiempo y dinero. Todos los invitados que poseen tu poder las sienten inmediatamente y las desactivan —rió—. Mis cintas más interesantes están en blanco.
—Somos una raza secretista —dijo Elaine—. Puede que sea un rasgo que heredamos de Caín, el maestro de los secretos.
—Puede ser —dijo Don Caravelli—. Yo sospecho que es más el resultado de cientos de años de traiciones, dobles juegos y puñaladas por la espalda.
—Cierto —respondió Elaine—. Estoy segura de que te preguntas por qué he venido de este modo.
El Jefe negó con la cabeza.
—Hace tiempo que no me preocupo por esas cosas. Mis invitados suelen revelarme sus motivos sin tener que adivinarlos. No eres el primer antiguo de los clanes que visita mi ciudadela, y estoy seguro de que no serás la última.
—Estoy interesada en formar una alianza —dijo Elaine—. Mi control sobre el clan Tremere es casi completo, y una vez lo haya asegurado eres la elección evidente para ayudarme a alcanzar mi objetivo definitivo: el dominio total de todos los Vástagos. Como aliados, los Tremere y la Mafia podríamos ser la fuerza más poderosa del mundo. Juntos podremos gobernar la Camarilla y exterminar a los problemáticos rebeldes del Sabbat.
—Siempre estarán los Giovanni —dijo Don Caravelli—. No están alineados con secta alguna, y su ambición es tan grande como la tuya.
—Encargarnos de esas abominaciones será un juego de niños —dijo Elaine—, una vez la Camarilla y el Sabbat estén bajo nuestras botas. Hasta el Inconnu tendrá que plegarse a nosotros o ser destruido.
—Eres ambiciosa —dijo Don Caravelli—, como casi todos los antiguos. Yo también tengo mis objetivos. ¿Qué te hace pensar que tendrás éxito cuando tantos otros han fallado? Hace muy poco, uno de los tuyos trató de exterminar a toda la raza vampírica y devolver la magia al mundo. Fue un plan insensato que estuvo a punto de triunfar gracias a la ayuda de poderes innombrables. Sin embargo, terminó siendo derrotado y destruido.
—Tengo aliados extremadamente poderosos —dijo Elaine—. Aliados impíos, mucho más fuertes todavía que las fuerzas del infierno. Su poder, unido al mío, me hace prácticamente invencible.
—Prácticamente invencible —repitió Don Caravelli, haciendo hincapié en la primera palabra.
—Igual que tengo aliados poderosos —siguió la mujer—, tengo grandes enemigos. Lameth, el Mesías Oscuro, está contra mí. Igual que Anis, Reina de la Noche.
—¿Lameth y Anis? —dijo Don Caravelli—. Creí que eran leyendas. Es deprimente descubrir que son reales.
—Son muy reales —respondió Elaine—, y disponen de grandes poderes. Sin embargo, dependen de avatares humanos para desarrollar sus planes. Destruir a los Matusalenes puede ser imposible, pero no acabar con sus marionetas.
—Si eso es cierto, es interesante —dijo el Jefe—. Admito sentirme tentado. Sin embargo, no he sido Capo de Capi de la Mafia durante más de un siglo asumiendo riesgos innecesarios.
—El agente mortal de Lameth es un hombre llamado Dire McCann —dijo Elaine.
—He oído el nombre —respondió apretando la empuñadura del hacha.
—McCann es un detective mortal con dos guardaespaldas —siguió Elaine—. Una es una Assamita conocida como Flavia, el Ángel Oscuro. La otra es Madeleine Giovanni.
—Qué complicada red teje el destino —dijo Don Caravelli soltando el arma—. Creo que tenemos un trato. Si yo me encargo de McCann, tus aliados dispondrán de sus protectoras.
—Por supuesto —dijo Elaine—. Creí que la idea te interesaría.
—Aliados impíos —dijo el Capo de Capi—. Me gusta esa expresión. Nos cuadra muy bien a los dos. —Se detuvo unos instantes—. Dijiste que esas entidades que te proporcionan ayuda son más poderosas que los demonios. No conozco a tales criaturas. ¿Cómo se llaman?
—Son seres compuestos por completo de llamas inteligentes —dijo Elaine de Calinot—. Son los Sheddim.