Rub al-Khali: 24 de marzo de 1994

—Este momento vivirá eternamente en nuestro pensamiento —declaró Assad ben Wazir con la voz embriagada por la emoción. Nervioso, se levantó junto a sus cuatro compañeros y contempló cómo Nassir Akhbar, el experto en explosivos del grupo, preparaba las cargas adecuadas. Estaba trabajando en un barranco poco profundo a unos doce metros. En unos minutos, las enormes puertas de piedra que bloqueaban la entrada al antiguo templo que habían descubierto desaparecerían y podrían reclamar el tesoro que ocultaban.

Assad estaba seguro de que él y sus compañeros arqueólogos estaban a punto de obtener unas riquezas más allá de sus sueños más locos. Las ruinas eran muy antiguas. Habían sido selladas hacía casi tres mil años, durante el reinado de Salomón el Sabio, y desde entonces nadie había entrado en ellas. Eran el sueño de cualquier ladrón de Oriente Medio: un templo lleno de reliquias de los tiempos bíblicos. Los objetos que se ocultaban en su interior tenían que valer millones, quizá decenas de millones.

—¿Estás seguro de que quieres que use toda esta dinamita? —preguntó Nassir mientras completaba sus preparativos—. La explosión destruirá por completo la barrera, y las tallas en la piedra están en un estado bastante bueno. Las escrituras han desaparecido, pero el Sello de Salomón está intacto. Podrían darnos una buena cantidad por él en un museo.

—Destrúyelo —dijo Isbn Farouk, el líder del grupo—. Bloquea la única entrada al templo. La roca pesa toneladas, y nos llevaría varios días moverla, suponiendo que fuéramos capaces. Ya hemos perdido demasiados días aquí, y nos estamos quedando sin suministros.

—¿Cómo la llevaríamos a casa, Nassir? —preguntó Assad, ansioso por explorar el templo. Toda su vida la había pasado en la miseria, y no podía apartar sus pensamientos de las riquezas que les aguardaban—. ¿A la espalda? No podemos meterla en ninguno de los jeep.

Nassir puso un gesto resignado.

—Mi trabajo no es ocuparme de esos detalles... pero odio destruir algo que podría darnos mucho dinero.

—Termina tu trabajo —dijo Isbn—. Assad tiene razón: la roca no importa. En el primer viaje sólo tenemos que llevarnos las mejores piezas. Golpea rápido y roba tanto como sea posible: ése es el modo de encargarse de estas cosas. Cuando el gobierno Saudí descubra este lugar lo cerrará a todos los empresarios emprendedores como nosotros...

—Y meterá el botín en una cuenta en Suiza —añadió Assad—. Perros ladrones.

—Basta de chácharas —dijo Ivan Burroughs, el único miembro del grupo que no era árabe. Era el geólogo e ingeniero alemán que, realizando un trabajo de reconocimiento para una gran compañía petrolera, se había topado con las ruinas hacía ya tres años. Le había llevado largos meses dar con una banda de ladrones lo suficientemente desesperados como para acompañarle en aquel viaje. Era un hombre grande y musculoso, con la cabeza afeitada y ojos pequeños y vacíos. Siempre tenía prisa—. Llevo mil días esperando para ver lo que hay en ese maldito agujero. No queda demasiado para el amanecer y aún no hemos entrado. Vuela esa verdammte piedra.

Isbn frunció el ceño. Era un musulmán estricto y no era amigo de ese tipo de lenguaje; estaba prohibido por los seguidores de su religión. Sin embargo, en el caso de Burroughs había hecho una excepción y no protestó... al menos de momento.

Las ruinas estaban situadas en la esquina meridional del Rub al-Khali, la "Desolación Baldía" del desierto de Arabia. Era una de las regiones más inhóspitas del planeta, y consistía en una vasta llanura arenosa totalmente desprovista de vida. Las temperaturas alcanzaban los cincuenta y cinco grados durante el día, y la noche no ofrecía demasiado alivio de la intensidad de aquel calor. No había agua en varios cientos de kilómetros; en realidad, sólo los locos y los geólogos se atrevían a desafiar al silencio de aquella "Desolación Baldía", por lo que gran parte del desierto permanecía sin explorar. Las ruinas, situadas en una zona tan estéril que ni los escorpiones podían sobrevivir, habían sido enterradas bajo dunas siempre cambiantes, por lo que habían sido ignoradas u olvidadas durante todo el milenio. Por supuesto, eso terminó cuando Burroughs, que conducía por el desierto en busca de depósitos minerales, notó un pequeño dedo de piedra proyectándose sobre la dunas. Pronto descubrió que había dado con un enclave perdido del fabuloso Rey Salomón.

—Está listo —anunció Nassir mientras surgía del barranco lo más rápido que podía—. Diez segundos, al suelo.

La explosión sacudió toda la tierra. Por un instante la oscuridad se iluminó con la claridad del día, pero poco después regresó la luz de la luna y el fulgor de las linternas. Trabajaban de noche para evitar los insoportables rayos del sol.

—¡Alabado sea Alá! —gritó Assad—. ¡La piedra ha volado!

Los explosivos habían hecho su trabajo. La enorme roca que bloqueaba el camino al templo subterráneo había sido destruida, quedando reducida a un millar de fragmentos. En su lugar se abría ahora un oscuro corredor que se introducía en las tinieblas con una pronunciada pendiente.

—Buen trabajo —dijo Burroughs sonriendo—. ¿Bajamos?

—Sí —respondió Isbn—. Inmediatamente. Señaló hacia los sacos de lona pesada que habían traído del campamento—. Coged los sacos y llenadlos con todo lo que veáis. Hasta la estatua más pequeña puede valer miles de dólares. No dejéis nada para los chacales del gobierno.

Assad marchaba tercero por el túnel, tras Isbn y Burroughs. A su espalda estaban Nassir, Fakosh y Harum. Eran tipos duros, veteranos de cientos de actuaciones ilegales que habían sido bendecidos con una total falta de imaginación... y de miedo.

El aire del corredor era seco, y el olor debido al estancamiento era extraño. Los seis hombres llevaban paños húmedos sobre la boca y la nariz para ayudar a humedecer el aire que respiraban. Los edificios antiguos eran como sanguijuelas que absorbían el líquido de sus cuerpos y lo transmitían como una esponja al aire seco.

—Este lugar es muy extraño —declaró Harum, el erudito del grupo, después de caminar durante unos minutos—. No es un templo normal. Estos edificios nunca tenían entradas tan largas. Incluso los que se encontraban bajo tierra disponían sólo de pequeños vestíbulos. Además, no hay dibujos ni escrituras sagradas en las paredes. Debería haber tallas por todas partes. Algo va mal.

Ja, estoy de acuerdo —dijo Burroughs—. También me parece muy poco convencional. Estos túneles se introducen demasiado en la tierra. Ya debemos estar a cinco metros bajo el lecho del desierto. Me parece que no se trata de un templo: es una tumba.

—¿Una tumba? —dijo Isbn sacudiendo la cabeza—. Imposible. ¿Por qué iba el Rey Salomón a construir un mausoleo en medio del desierto? Lo más probable es que estemos descendiendo hacia un antiguo almacén. Las ruinas de ahí arriba parecían las de una guarnición. Quizá esos edificios sirvieran como cuartel general para los guardias que vigilaban lo que guardaban aquí.

—¡El tesoro de Salomón! —exclamó Assad excitado—. ¿No dicen las leyendas que el rey ocultó muchas de sus mejores joyas en un lugar secreto?

—Historias de hadas para niños —declaró Harum con tono escéptico—. Lo más probable es que aquí hubiera un oasis hace miles de años, y que este lugar sirviera como parada de una ruta de comercio. Eso tiene mucho más sentido.

—En un momento descubriremos quién tiene razón —dijo Isbn—. El túnel se ensancha y se abre a una sala.

Salieron a una enorme cámara, tan vasta que las linternas apenas alcanzaban las paredes. La sala era circular y tenía unos quince metros de diámetro. El techo de roca sólida se encontraba a siete metros de altura y estaba cubierto de extrañas inscripciones, aun brillantes después de treinta siglos. Símbolos similares decoraban las paredes y el suelo.

Assad comenzó a inquietarse al observar los símbolos. Le hacían daño a los ojos. Algo ocurría, algo malo. No debían ser leídos... ni observados.

—Estas palabras están malditas —declaró Nassir, tapándose los ojos con una mano—. Me están provocando mareos.

—No pertenecen a ningún idioma que conozca —dijo Harum.

—¿A quién le importan esos verdammte símbolos? —protestó iracundo Ivan Burroughs. Levantó su enorme brazo y señaló el centro de la estancia—. ¿Qué es eso?

El objeto de su curiosidad tenía dos metros de altura, cinco de longitud y dos de anchura: era una caja gigantesca, cubierta por una impresionante losa de piedra. El material era el mismo que el de la puerta que habían tenido que destruir para acceder al corredor. Era el único objeto de toda la estancia.

—Quizá el tesoro se encuentre en el interior —dijo Assad, expresando una esperanza que en realidad no sentía—. Parece un cofre.

—Quizá —respondió Isbn con voz dubitativa—. Necesitaremos más dinamita para eliminar la tapa. Debe pesar toneladas.

—No me gusta este lugar —declaró Harum. Era un hombre práctico y afable, con estudios de historia. Durante las expediciones solía ser frío y distante—. Creo que deberíamos marcharnos inmediatamente. Este lugar está maldito.

—El sello de Salomón está en la puerta —dijo Burroughs murmurando—. Era el amo de los demonios.

—Pero el tesoro... —comenzó Assad, sintiendo cómo la fortuna se le escapaba entre los dedos.

—¡No hay tesoro, dummkpof! —gritó repentinamente Burroughs. El rostro del alemán había adoptado una tonalidad rojiza—. ¿No lo entiendes? Eso no es un cofre con tesoros. Es un ataúd. ¡Un gigantesco ataúd de piedra!

—¿U-un ataúd? —dijo Assad—. Estás loco. ¿Qué criatura es tan grande...?

Nunca terminó su pregunta. La estancia fue inundada por un terrorífico sonido al tiempo que la inmensa losa de piedra se desplazaba varios centímetros. Algo en el interior estaba deslizando la tapa de la tumba.

—¡Mein Gott! —dijo Burroughs, perdiendo repentinamente el color—. ¿Qué demonios puede vivir durante tres mil años atrapado en una caja de piedra sellada?

—No quiero averiguarlo —declaró Isbn mientras se retiraba hacia el túnel que conducía hacia el exterior—. Nassir, ¿tienes dinamita?

—La he dejado con el resto del equipo —respondió el otro—. Fuera, en los jeep.

—Cuando llegues arriba, úsala para sellar la entrada del túnel —dijo Isbn—. Inmediatamente.

La piedra gimió como protesta mientras la tapa seguía desplazándose. Una inmensa y monstruosa mano, del color del hueso y con los cinco dedos terminados en uñas larguísimas, surgió del sarcófago y aferró el borde de la losa de piedra. Miles de fragmentos de roca explotaron cuando aquellos dedos titánicos se cerraron.

—Alá nos proteja —exclamó aterrorizado Isbn—. ¡Corred si queréis salvar al vida!

Una nube de polvo se levantó desde la tumba, inundando la cámara. Isbn gritó aterrorizado y corrió hacia la entrada, seguido por Nassir, Fakosh y Harum. Assad, atónito ante lo que estaba sucediendo, se quedó clavado en el sitio. A su lado se encontraba Burroughs, quieto como si estuviera hipnotizado.

—Hemos liberado al genio de la lámpara —dijo el alemán—. Cuando destruimos el sello del Rey Salomón rompimos el conjuro.

—¿Genio? —dijo Assad con una risotada—. ¡Sólo los niños creen en esas tonterías!

Gott in Himmel —susurró Burroughs. Una figura se movió en la nube de polvo, que impedía contemplar el sarcófago. Era una criatura gigantesca; debía tener dos veces la altura de sus descubridores, y avanzaba lentamente.

—Azazel —dijo el alemán—. Es Az...

Una mano monstruosa surgió repentinamente de la oscuridad. Los dedos enormes se cerraron alrededor de la cintura de Burroughs, que gritó cuando las uñas, del tamaño de estacas, se hundieron en su carne. Sin esfuerzo alguno, la criatura a la que había llamado Azazel lo elevó por los aires. Horrorizado, Assad trastabilló hacia atrás. Sus pies tropezaron y cayó al suelo. El golpe le hizo perder la lámpara, que cayó rodando por el suelo. El haz, girando fuera de control, provocó un caótico calidoscopio de luces y sombras.

Durante un instante, el monstruo del sarcófago quedó iluminado. Era inmenso y horripilante, con la forma de un humano pero espantosamente alterado. Tenía una mandíbula grande y bestial y la boca llena de dientes gigantescos. Sus ojos ardían como carbones encendidos. De su cráneo lampiño surgían dos cuernos curvos. En una mano aferraba el cuerpo inmóvil de Ivan Burroughs, con la sangre surgiendo de las heridas en su costado.

Assad gritó. La lámpara aterrizó boca abajo, sumiendo la cámara en la oscuridad. Temblando, se enroscó en el suelo mientras el monstruo rugía en un idioma que no podía reconocer. La voz de la bestia resonaba a través de la gigantesca estancia como los golpes de un enorme gong. Assad estaba seguro de que la criatura estaba intentando interrogar a Burroughs, pero no obtenía respuesta alguna. El alemán estaba muerto o malherido.

La criatura volvió a emitir aquellas preguntas y Burroughs permaneció en silencio. Desesperado, Assad buscó la lámpara en la oscuridad. No daba con ella, pero tampoco estaba seguro de querer saber lo que estaba ocurriendo. El monstruo se había callado, inundando el lugar con un terrorífico siseo, casi como si estuviera chupando. El horrible crujido que siguió hizo que Assad se mordiera el labio inferior, aterrorizado.

Entonces, con los pies golpeando el suelo como martillos, la criatura se dirigió hacia el túnel que conducía a la superficie. Assad tragó saliva sin saber qué hacer a continuación. Contra todo pronóstico, seguía vivo e ileso. Sin embargo, no sabía cuánto le duraría la suerte. No quería saber si la criatura se había marchado o si pensaba regresar. Seguirla a la superficie no parecía una buena idea, pero quedarse en aquella guarida era una alternativa igual de siniestra. Después de cinco minutos de búsqueda meticulosa, sus manos tropezaron con la lámpara. Milagrosamente, aún funcionaba. Con un suspiro de alivio, recorrió el lugar con el haz luminoso, descansando sobre la pulpa de carne y huesos que había sido Ivan Burroughs.

Se acercó cuidadosamente al cadáver y volvió a tragar saliva, reprimiendo las náuseas al ver la condición del cuello y el pecho del muerto. Le habían arrancado un gran trozo del cuerpo. Con un gemido de terror, comprendió que no había sangre visible en la herida. Ni en el suelo. El monstruo había chupado hasta la última gota.

Tratando de recuperar el aliento, corrió hacia el túnel. Era mejor ser capturado en el corredor y morir luchando que esperar el regreso de aquel demonio. Assad sería un ladrón, pero no un cobarde.

A medio camino hacia la salida sintió que el suelo comenzaba a agitarse. Dinamita. Recordó las instrucciones que Isbn había dado a Nassir. Maldiciendo, rezó por que la explosión no hubiera sellado la entrada hacia el corredor subterráneo, dejándolo atrapado allí dentro con el monstruo. Desesperado, aceleró el paso. Entonces oyó los disparos y los gritos de agonía de sus compañeros.

El reflejo de la luz de la luna en el túnel le convenció de que la entrada permanecía abierta, pero los terroríficos aullidos detuvieron su marcha. El silencio que se produjo a continuación era igual de enervante. A unos diez metros de la entrada se echó cuerpo a tierra y se arrastró el resto del camino.

Miró cuidadosamente el exterior. No había movimiento alguno. Aunque parecía que habían pasado horas, llevaba menos de sesenta minutos bajo tierra. Nervioso, recorrió la zona con la mirada. Sin embargo, al encontrarse en el fondo de un pequeño barranco no podía ver nada.

Consignando su alma a Alá, se puso en pie y se quedó quieto, esperando la aparición del demonio. Después de contar hasta cien, decidió que la criatura ya no se encontraba en la zona. Escaló a trompicones el barranco y comenzó a buscar a sus compañeros.

No le costó demasiado dar con ellos. Sus cuerpos, en una condición similar al de Burroughs, estaban dispersos alrededor de los dos jeep. Todos ellos habían muerto, con miradas de sorpresa y terror. Las terribles heridas eran testimonio de la ferocidad del ataque. Ni una sola gota de su sangre manchaba la arena pura del desierto.

Ni las balas ni la dinamita habían conseguido acabar con el monstruo, ni tampoco frenarlo. Sacudiendo la cabeza angustiado, Assad se preguntó si existía alguna arma capaz de abatirlo. No tenía intención de descubrir la respuesta. Tras acabar con Isbn y con los demás, aquella cosa se había alejado hacia el desierto. Sus huellas, marcadas en la arena, se dirigían hacia el norte. Condujo hacia el sur.

Pensó que las palabras que había pronunciado anteriormente habían sido correctas. El recuerdo de aquella noche permanecería para siempre con él.