CAPÍTULO XII
El noviazgo de Theobald iba muy bien, pero un caballero de cierta edad, calvo y de mejillas sonrosadas, que iba a trabajar todos los días a una oficina contable de Paternoster Row, tendría que ser informado, más tarde o más temprano, de los planes de su hijo. El corazón de Theobald palpitaba más deprisa cuando se preguntaba qué opinión iba a forjarse este caballero de la situación. No obstante, el delito tenía que salir a la luz, y Theobald y su prometida decidieron, quizá de modo imprudente, resolver el asunto cuanto antes. De modo que le escribió una carta en la que él y Christina, que le ayudó a redactarla, creyeron expresar todos sus sentimientos filiales, en la que indicaban su deseo de contraer matrimonio en el menor tiempo posible. Theobald se vio obligado a decirlo, primero porque Christina estaba a su lado y, además, porque sabía que no era peligroso, ya que estaba seguro de que su padre no iba a ayudarlo. La carta terminaba pidiéndole al señor Pontifex que utilizara toda su influencia para procurarle una rectoría, pues iban a pasar muchos antes de que pudiera obtenerla por medio de la universidad, y él no veía otra posibilidad para poder casarse, ya que ni él ni su prometida disponían de dinero alguno, con la excepción del sueldo de fellow, que no sería suficiente para contraer matrimonio.
Theobald sabía que cualquier decisión suya iba a ser cuestionada por su padre, pero el hecho de que a los veintitrés años quisiera casarse con una muchacha sin dinero que era, además, cuatro años mayor que él, le brindaba una oportunidad de oro al anciano caballero, pues ahora puedo llamarlo así ya que tenía al menos sesenta años, la cual éste abrazó con su característico entusiasmo.
La inefable locura -le respondió tras recibir su carta- de tu imaginada pasión por la señorita Allaby me inquieta gravemente. Puedo entender que el amor es ciego, y no pongo en duda que la dama en cuestión es una persona recta y cariñosa, que no va a perjudicar a nuestra familia, pero incluso si fuese diez veces más deseable como nuera de lo que puedo imaginar, vuestra común pobreza es un obstáculo insuperable para vuestro matrimonio. Tengo otros cuatro hijos además de ti, y mis gastos no me permiten ahorrar. Este año ha sido especialmente malo, e incluso me he visto obligado a comprar dos terrenos bastante extensos que, por casualidad, se pusieron a la venta, porque eran necesarios para añadirlos a una propiedad que, desde hace mucho tiempo, quería completar con ellos. Te he proporcionado una educación sin reparar en gastos, gracias a la cual has obtenido unos ingresos dignos a una edad en la que la mayoría de los hombres aún dependen de sus padres. Te he preparado bien para la vida, por lo que ahora puedo pedirte que dejes de explotarme aún más. Los noviazgos largos son, tradicionalmente, insatisfactorios, y en tu caso parece que va a ser interminable. Dime qué razones puedo argumentar para conseguirte una rectoría. ¿Crees que puedo pasearme por todo el país pidiéndole a la gente que le busque algo a mi hijo sólo porque se le ha metido en la cabeza que tiene que casarse sin disponer de los medios necesarios?
»No quiero que mis palabras te hieran, y nada estaría más lejos de los verdaderos sentimientos que guardo hacia ti pero, a veces, las palabras duras contienen más cariño que aquellas que, aunque sean dulces, no conducen a nada sustancial. Naturalmente, soy consciente de que eres mayor de edad y de que puedes hacer lo que te plazca, pero si decides seguir lo que dice la ley a pies juntillas y actúas sin tener en cuenta los sentimientos de tu padre, no te sorprendas si un día descubres que yo me he tomado la misma libertad. Afectuosamente,
Tu padre,
GEORGE PONTIFEX
Encontré esta carta junto con todas las que he incluido y algunas más, que no pienso incluir. En todas predomina el mismo tono, y en todas hay una mención al testamento, más o menos obvia, hacia el final. Cuando recuerdo el absoluto mutismo de Theobald sobre su padre todos los años en que lo traté después de que éste muriera, pienso que el hecho de que conservase las cartas era un dato elocuente. Las guardaba en un paquete en el que se podía leer «Cartas de mi padre» y que parecía transmitir cierto aroma indefinido a salud y a naturaleza.
Theobald no le enseñó esta carta a Christina, ni a nadie más, según creo. Era reservado por naturaleza, y había sido reprimido mucho y a edad demasiado temprana para poder enfadarse o plantar cara cuando se trataba de su padre. Todavía era incapaz de reconocer la injusticia, aunque la sintiera como un peso muerto a todas horas, día a día, e incluso cuando se despertaba por las noches, sin saber de qué se trataba. Yo era en realidad el mejor amigo que tenía y lo veía muy poco, porque no soportaba estar mucho tiempo con él. El decía que yo no le tenía respeto a nada, mientras yo creía respetar aquellas cosas que lo merecían, y sabía que los dioses que él creía de oro eran, en realidad, de metal barato. Como he dicho antes, nunca se me quejó de su padre, y sus otros amigos, que eran, como él mismo, serios y remilgados, estaban profundamente convencidos de que cualquier acto de insubordinación a los padres era pecaminoso. En realidad, eran hombres jóvenes y bondadosos, y es difícil hacer cambiar de opinión a hombres así.
Cuando informó a Christina de la oposición de su padre y del tiempo que probablemente iban a tardar en poder casarse, ella le ofreció, no sé si de modo sincero, romper el compromiso, pero Theobald rehusó.
- Al menos -dijo-, ahora no.
Christina y la señora Allaby sabían que podrían controlarlo y, a pesar de su insatisfactoria marcha, el noviazgo continuó.
Este hecho y su decisión de no romperlo aumentaron la buena opinión que tenía de sí mismo. Aunque era bastante soso, tenía un alto concepto de su valía. Su título universitario, la pureza de su vida (ya he dicho antes que, si hubiera tenido mejor carácter, habría sido tan inocente como un huevo recién puesto) y su impecable integridad en asuntos monetarios, lo llenaban de admiración por su persona. No descartaba promocionarse en la Iglesia, una vez conseguida una rectoría, y por supuesto cabía dentro de lo posible que un día se convirtiera en obispo, posibilidad de la que Christina estaba plenamente convencida.
Como era natural, por ser hija y novia de sacerdotes, gran parte de los pensamientos de Christina giraban en torno a la religión. Estaba segura de que, aunque se les negara a ella y a Theobald una posición preeminente en este mundo, sus virtudes serían apreciadas todo lo que valían en el siguiente. Sus opiniones religiosas coincidían absolutamente con las de Theobald, con quien sostuvo más de una conversación sobre la gloria de Dios, y sobre la entrega con que los dos iban a dedicarse a Él una vez que Theobald obtuviera su rectoría y pudieran casarse. Tan segura estaba de los resultados que obtendrían que, a veces, se sorprendía de la ceguera que mostraba la Providencia con respecto a sus verdaderos intereses, al no eliminar un poco más deprisa a los rectores que impedían a Theobald obtener su plaza.
En aquellos días, la gente creía con una simpleza que ya no percibo entre personas educadas. A Theobald jamás le pasó por la mente la más mínima duda acerca de la literalidad de cualquier sílaba de la Biblia. Nunca había leído un libro en el que se cuestionara este asunto, ni conocido a nadie que lo dudara. Es cierto que se temía mucho a la geología, pero eso era una minucia. Si estaba escrito que Dios creó el mundo en seis días, pues eran seis días, ni más ni menos. Si estaba escrito que hizo dormir a Adán, le extrajo una costilla y creó una mujer a partir de ella, pues había que creerlo, naturalmente. Adán se quedó dormido igual que él, Theobald Pontifex, se dormía en el jardín de la rectoría de Crampsford en verano, cuando estaba tan hermoso, sólo que en el caso de Adán era un jardín un poco mayor, lleno de animales salvajes mansos. Entonces, Dios se le acercó, como podrían acercarse su padre o el señor Allaby, le extrajo con destreza una costilla, y la herida sanó milagrosamente, de modo que no quedó señal alguna de la operación. Finalmente, Dios llevó la costilla, seguramente al invernadero, y la convirtió en una mujer joven, como Christina. Así pasó, y no había sombra ni problema alguno en este asunto. ¿Es que Dios no podía hacer lo que quería? ¿Es que no nos contó cómo lo hizo, en el libro que Él mismo inspiró?
Esta era la actitud más frecuente hacia la cosmogonía mosaica hace cincuenta, cuarenta o incluso veinte años, entre hombres y mujeres jóvenes dotados de cierta educación. Combatir la disidencia, por consiguiente, no les ocupaba mucho tiempo a los sacerdotes jóvenes, ni tampoco la Iglesia se había decidido a ayudar a los pobres de nuestras grandes ciudades, como hace ahora. Éstos se encontraban abandonados, sin que nadie se molestara en enfrentarse a los discípulos de Wesley
- Nosotros, querido Theobald -exclamaba-, siempre seremos leales. Nos mantendremos firmes y nos apoyaremos uno en el otro, incluso en la hora de nuestra muerte. Dios, en su misericordia, puede que nos libre de ser quemados vivos. Puede que sí o puede que no. Oh, señor -y entonces alzaba los ojos al cielo, como si estuviera orando-, libra a mi Theobald, o concédele que sea decapitado.
- Querida mía -dijo Theobald gravemente-, no nos dejemos llevar por una agitación indebida. Cuando llegue la hora final, estaremos mejor preparados para afrontarla si hemos llevado una vida sacrificada y dedicada sin reserva a la gloria de Dios. Recémosle para que se complazca en nuestras oraciones y nos permita llevar una vida así.
- Querido Theobald -exclamó Christina, secándose las lágrimas que se le acumulaban en los ojos-, siempre, siempre tienes razón. Debemos ser sacrificados, puros, rectos, verdaderos en palabra y obra.
Entonces juntó las manos y miró al cielo.
- Querida -respondió su novio-, hasta ahora nos hemos esforzado por ser así; no hemos sido personas terrenales. Debemos velar y rezar para que podamos continuar así hasta el final.
La luna había salido, y el emparrado cada vez estaba más húmedo, de modo que otros anhelos quedaron aplazados para un momento más propicio. En otras ocasiones, Christina se, veía a sí misma y a Theobald plantando cara al desprecio de todo el mundo al enfrentarse a una titánica tarea que iba a redundar en el beneficio de su Redentor. Se sentía capaz de hacerle frente a todo por conseguirlo. Pero siempre, hacia el final de la visión, tenía lugar una pequeña escena de coronación en las elevadas regiones celestiales, en la que el propio Hijo del Hombre la coronaba con una diadema en medio de un ejército de ángeles y arcángeles, que la miraban con envidia y admiración. Y ni siquiera Theobald participaba en dicha ceremonia. Si existiera algo así como un dios de la Rectitud, Christina seguramente habría simpatizado con él. Su padre y su madre eran personas muy estimables, que en su momento recibirían cómodos alojamientos en el Cielo, al igual que sus hermanas y, tal vez, sus hermanos, pero a ella se le reservaba un destino más elevado, y su obligación era no olvidarlo nunca. El primer paso para conseguirlo era su matrimonio con Theobald. Sin embargo, a pesar de estos delirios de romanticismo religioso, Christina era una joven de buen carácter y bastante agradable que, si se hubiera casado con un buen hombre laico, como por ejemplo el propietario de una casa de huéspedes, se habría convertido en una buena patrona que habría sido merecidamente popular entre sus huéspedes.
Así era el noviazgo de Theobald. La pareja se intercambió más de un regalo, y más de una pequeña sorpresa. Nunca discutían, ni coqueteaban con otras personas. La señora Allaby y sus futuras cuñadas idolatraban a Theobald, a pesar de que iba a ser imposible encontrar otro diácono y jugárselo a las cartas mientras Theobald siguiera ayudando al señor Allaby, trabajo que ahora desempeñaba de forma gratuita. No obstante, dos hermanas lograron encontrar marido antes de que Christina se casara y, en ambas ocasiones, Theobald fue el señuelo. Al final, sólo dos de las siete hijas permanecieron solteras.
Tres o cuatro años después, el anciano señor Pontifex se acostumbró al noviazgo de su hijo y empezó a considerarlo como algo que se había ganado el derecho a la tolerancia. En la primavera de 1831, más de cinco años después de la llegada de Theobald a Crampsford, quedó vacante una de las rectorías dependientes de la universidad, siendo rechazada inesperadamente por los dos fellows que precedían a Theobald, a pesar de que se esperaba que alguno de ellos la ocupara. Entonces le fue ofrecida a Theobald, que la aceptó inmediatamente. Iba a proporcionarle no menos de 500 libras anuales, así como una casa confortable con jardín. Además, el señor Pontifex se comportó de una manera mucho más generosa de lo que se esperaba, y legó 10.000 libras a su hijo y su nuera, cantidad de la que podrían disponer mientras viviesen, y cuyo resto podrían legar a su descendencia, según acordasen ellos mismos. En el mes de julio de 1831, Theobald y Christina se convirtieron en marido y mujer.