CAPÍTULO LXVI
Ernest se había recuperado bastante, de modo que podía estar sentado la mayor parte del día. Llevaba tres meses en la cárcel y, aunque no se encontraba tan recuperado como para abandonar la enfermería, sí estaba ya completamente fuera de peligro. Un día, cuando conversaba con el señor Hughes sobre su futuro, expresó de nuevo su intención de emigrar a Australia o Nueva Zelanda con el dinero que pudiera rescatar de Pryer. Cuando acabó, notó que el señor Hughes se ponía muy serio y dejaba de hablar. Entonces se imaginó que, quizá, lo que el capellán quería era que volviese al sacerdocio y que veía mal cualquier otro plan, así que decidió preguntarle directamente por qué desaprobaba la idea de emigrar.
El señor Hughes trató de cambiar de conversación, pero Ernest insistió. Había algo en el comportamiento del capellán que sugería que sabía algo más que él, pero que no quería decirlo, y esto lo alarmó tanto que le rogó que le contase todo lo que sabía. Tras unos instantes de duda, el señor Hughes, pensando que ya estaba lo bastante recuperado para soportarlo, explicó con toda la tranquilidad de que fue capaz que todo el dinero de Ernest había desaparecido.
Yo fui a ver a mi abogado el día siguiente de viajar a Battersby. Me dijo que le había enviado una carta a Pryer pidiéndole que restituyera la cantidad que figuraba en el pagaré que firmó. Pryer respondió diciendo que había cursado órdenes a su agente para que cerrara sus operaciones, lo que ocasionó fuertes pérdidas, y que el dinero le sería pagado a mi abogado una semana después, una vez fuera reembolsado. Cuando llegó ese día, no hubo noticias de Pryer, y al ir a visitarlo se descubrió que se había marchado con todas sus pertenencias el día siguiente de recibir nuestra carta, y que, desde entonces, nadie lo había visto.
Yo había oído a Ernest nombrar al agente que emplearon, y fui inmediatamente a verlo. Me dijo que Pryer canceló todas sus cuentas y cobró el dinero el día que Ernest había sido juzgado, recibiendo 2.315 libras, que era todo lo que quedaba de las 5.000. Después se esfumó, y nadie sabía dónde podría estar, así que lo único que se podía hacer era dar el dinero por perdido. En este punto, debo añadir que ni Ernest ni yo hemos sabido jamás nada más de Pryer, y que no tenemos ni idea de su actual paradero.
Esta situación me colocaba en una situación difícil. Sabía, por supuesto, que en unos cuantos años, Ernest recibiría mucho más dinero que el que había perdido, pero también que él no tenía ni idea de este asunto, y me imaginé que la supuesta pérdida de todo lo que tenía iba a ser un golpe tremendo para él, tras pasar por tantos infortunios.
En uno de los bolsillos del traje que Ernest llevaba puesto el día que ingresó en la cárcel, las autoridades de la prisión encontraron una carta con la dirección de Theobald y se pusieron en contacto con él varias veces para informarle de la enfermedad de su hijo. Sin embargo, Theobald no me dijo ni una sola palabra y, durante todo ese tiempo, yo creí que mi ahijado gozaba de buena salud. Cuando saliera de la cárcel, acabaría de cumplir veinticuatro años y si yo me atenía a las instrucciones de su tía, tendría que enfrentarse a la fortuna otros cuatro años más. El dilema que se me planteaba era si debía dejar que corriera tantos riesgos o transgredir parcialmente dichas instrucciones -algo que nadie podía impedirme que hiciera si yo estimaba que la señorita Pontifex así lo había deseado-, y proporcionarle exactamente la misma cantidad que había perdido con Pryer.
Si mi ahijado hubiera tenido más años y una vida más establecida, habría hecho lo segundo, pero aún era muy joven y bastante inexperto para su edad. Si, además, me hubieran informado de su enfermedad, no me habla atrevido a echar otro muerto sobre sus espaldas, porque ya llevaba bastantes, pero al no saber nada, pensé que unos cuantos años pasándolo mal y aprendiendo el valor del dinero no le iban a hacer ningún daño. De modo que decidí vigilarlo cuando saliera de la cárcel y dejar que se metiera en el agua todo lo que pudiera, hasta que yo comprobara si sabía nadar o se hundía. En el primer caso, lo dejaría nadar hasta que cumpliera los veintiocho, y lo iría preparando poco a poco para las buenas noticias que le reservaba. En el segundo, me lanzaría rápidamente a rescatarlo. Así que le escribí para contarle que Pryer se había fugado, y que podría disponer de 100 libras de su padre en cuanto saliera de la cárcel. Esperé a ver qué reacción causaban mis noticias, sabiendo que no recibiría ninguna respuesta antes de tres meses, porque en el juzgarlo me dijeron que ningún preso podía recibir correo los primeros tres meses de su condena. También escribí a Theobald, informándole de la desaparición de Pryer.
En realidad, cuando llegó mi carta, el alcaide la leyó y, dada la importancia del caso, posiblemente se habría saltado las reglas si el estado de Ernest se lo hubiera permitido, pero su enfermedad se lo impidió. De modo que el alcaide encargó al capellán y al médico que le transmitieran las noticias cuando lo vieran lo bastante recuperado para recibirlas, lo cual no había sucedido hasta el momento que he relatado. Mientras, yo recibí una comunicación oficial en la que se acusaba recibo de mi carta, que le sería entregada al preso cuando correspondiera. Creo que no fui informado de la enfermedad de Ernest debido a un error administrativo, pero la verdad es que no supe nada hasta que lo vi, a petición suya, unos días después de que el capellán le revelara el contenido de mi carta.
Ernest se sintió desolado al oír que había perdido su dinero, pero su desconocimiento del mundo le impidió ver todo el alcance de su desgracia. Nunca había necesitado dinero seriamente, y no sabía lo que era. En realidad, las pérdidas monetarias son las más difíciles de encajar cuando afectan a personas lo suficientemente maduras como para comprender lo que significan.
Uno puede aceptar que debe someterse a una operación quirúrgica complicada, que ha contraído una enfermedad que va a ocasionarle la muerte en poco tiempo o que se quedará paralítico o ciego durante el resto de sus días. Por muy duras que sean estas noticias, la verdad es que la mayoría de los seres humanos las pueden encajar. La mayoría de los hombres van serenos incluso al patíbulo, pero difícilmente soportan las pérdidas monetarias y lo cierto es que cuanto mejores personas son, más las sufren. El suicidio lo causan generalmente las pérdidas monetarias, y pocas veces los sufrimientos físicos. Si sabemos que disponemos de cierta cantidad que nos permite morir cómoda y tranquilamente en nuestra cama sin preocuparnos de los gastos, vivimos todo lo podemos, aunque los tormentos sean atroces. Posiblemente, Job encajó peor la pérdida de sus rebaños que la de su esposa y su familia, porque podía seguir disfrutando de sus animales sin su familia, pero no de ésta -al menos, no por mucho tiempo- sin fortuna. La pérdida de dinero no es sólo el peor revés en sí mismo, sino el padre de todos los demás. Si un hombre ha sido educado en la abundancia aunque no se gaste el dinero en nada concreto y éste se acaba, ¿cuánto tiempo puede sobrevivir a los cambios que comporta la pérdida de dinero? ¿Cuánto tiempo van sus amigos a seguir estimándolo y apoyándolo? La gente nos puede tener mucha lástima, pero su actitud se basa hasta ese momento en la suposición de que gozamos de una determinada posición económica. Cuando esa posición se altera, la relación social para con nosotros ha de redefinirse, porque si no estaríamos recibiendo su apoyo de forma fraudulenta. Queda claro, pues, que las pérdidas más importantes que puede sufrir una persona son aquellas que afectan al dinero, a la salud y a la reputación. La del dinero es sin duda la peor; luego viene la de la salud y, finalmente, la de la reputación. Esta tercera es relativa, porque si una persona mantiene su dinero y su salud, la pérdida de reputación será ocasionada únicamente por rupturas de convenciones poco importantes, no por violaciones de cánones más antiguos y mejor establecidos cuya autoridad es incuestionable. En este caso, una persona puede construirse una nueva reputación tan rápidamente como a una langosta le vuelve a crecer una pata, e incluso si dispone de salud y de dinero, podrá seguir prosperando en medio de una gran paz mental, aunque carezca de toda reputación. Y, sin embargo, la única posibilidad para una persona sin dinero es que todavía sea joven y capaz de soportar el desarraigo y el traslado, sin sufrir más que una perturbación momentánea, y en esta situación era donde yo situaba a mi ahijado.
Según las normas de la cárcel, Ernest podía enviar y recibir cartas, así como la visita de algún amigo, después de transcurridos tres meses de su condena. Cuando recibió mi carta, me pidió que fuera a verle, cosa que hice al instante. Le encontré muy cambiado y aún tan débil que el esfuerzo de trasladarse desde la enfermería a la celda donde podía recibir visitas y la agitación que le provocó verme fueron demasiadas emociones para él. Al principio casi se derrumba, y yo me alarmé tanto al verlo así que estuve a punto de saltarme las instrucciones en aquel preciso momento. No obstante, me contenté diciéndole que le ayudaría cuando saliera de la cárcel, y que cuando resolviera qué quería hacer podría pedirme todo el dinero que le hiciera falta si su padre se lo negaba. Para facilitarle las cosas, le dije que su tía, en su lecho de muerte, me pidió que hiciera algo así en caso de emergencia, de modo que iba a recibir lo que su tía le había dejado.
- En ese caso -me dijo-, no pienso coger las 100 libras de mi padre, y no voy a volver a verlo, ni a él ni a mi madre.
- Coge las 100 libras -le respondí- y todo lo que puedas, y ya no los veas más, si no quieres.
Ernest se negó. Si aceptaba su dinero, no podría romper con ellos, que era lo que deseaba hacer. Pensé que a mi ahijado le iría mucho mejor si lograba tener la fortaleza necesaria para hacer lo que pensaba, es decir, romper completamente con sus padres, y se lo dije.
- Entonces, ¿es que no te gustan? -me dijo, bastante sorprendido.
- ¿Gustarme? ¡Creo que son unas personas horrorosas!
- Vaya, pues de las muchas cosas que has hecho por mí, ésta es la que me hace más ilusión -exclamó-. Pensé que a todas las personas de mediana edad les encantaban mi padre y mi madre.
Estuvo a punto de llamarme viejo, aunque sólo tenía cincuenta y siete años, y no estaba dispuesto a admitirlo, de modo que puse un gesto de enfado que le hizo titubear y decir «de mediana edad».
- Si te ha gustado -le dije-, puedo añadir que toda tu familia es horrorosa, excepto tú y tu tía Alethea. La mayor parte de cada familia es siempre horrorosa; una o dos buenas personas en una familia grande son todo lo que cabe esperar.
- Gracias -me respondió, agradecido-. Creo que ahora voy a poder con todo. Iré a verte en cuanto salga de la cárcel. Adiós.
El guardián acababa de decirnos que el tiempo se había agotado.