CAPÍTULO LXIV
Una vez dictada la sentencia, Ernest fue conducido de nuevo a la celda para esperar el carruaje que debía llevarle a Coldbath Fields, donde iba a cumplir su condena.
Todavía estaba demasiado confuso y aturdido por la rapidez con que los acontecimientos se habían sucedido durante las últimas veinticuatro horas para poder darse cuenta de la posición en que se encontraba. Se había abierto un gran abismo entre su pasado y su futuro y, sin embargo, su corazón seguía latiendo, él respiraba y podía pensar y hablar. Le pareció que debía sentirse destrozado por el golpe sufrido, pero no lo estaba; de otros mucho menores se había dolido mucho más. Pero cuando pensó en el dolor que su infortunio iba a causar en su padre y en su madre, se sintió dispuesto a dar todo cuanto poseía con tal de no encontrarse en aquella situación. Iba a ser un duro golpe para su madre, con toda seguridad, y él era el único culpable.
Durante toda aquella mañana, había sentido cierto malestar, pero el recuerdo de sus padres le aceleró el pulso e intensificó su dolor de cabeza. Llegó hasta el carruaje a duras penas, y el movimiento se le hizo insoportable. Al llegar a la cárcel, estaba demasiado débil para poder caminar sin ayuda por el amplio vestíbulo hasta el corredor donde se lleva a los presos recién llegados. El funcionario de guardia, al ver que se trataba de un sacerdote, supuso que no estaba fingiendo, como solían hacer los presos habituales, y mandó llamar al médico. Cuando lo examinaron, se le diagnosticó un ataque incipiente de encefalitis y fue llevado a la enfermería. Allí se debatió entre la vida y la muerte los siguientes dos meses, sin llegar a recobrar totalmente el sentido y delirando casi todo el tiempo; pero poco a poco, y en contra de lo que esperaban el médico y su enfermera, comenzó a recuperarse.
Se dice de aquellas personas que han estado a punto de ahogarse que encuentran más doloroso retornar a la conciencia que perderla, y lo mismo le sucedió a mi héroe. Al verse desvalido y debilitado, le pareció de una crueldad terriblemente refinada no haber muerto de una vez por todas durante su delirio. Pensó que su mejoría iba a ser efímera y que volvería a recaer enseguida abrumado por la vergüenza y el dolor; sin embargo, se fue recuperando, aunque tan lentamente que no se dio cuenta. No obstante, una tarde, tres semanas después de haber recobrado la conciencia, la enfermera, que era muy atenta con él, le contó un chiste que le divirtió mucho. Se rió, y ella, apretándole la mano, le dijo que había vuelto a nacer. De nuevo se encendió la llama de la esperanza, y de nuevo deseó vivir. Prácticamente desde aquel momento comenzó a pensar menos en los horrores del pasado y más en cómo encarar el futuro.
Su mayor aflicción era recordar a su padre y a su madre y pensar en el momento en que volviera a verlos. Todavía creía que lo mejor para él y para ellos era separarse por completo, coger el dinero que pudiera quedar de lo administrado por Pryer, e instalarse en algún lugar de los confines de la tierra donde no conociera a nadie y donde pudiese comenzar desde cero. También podría marchar a las minas de oro de California o Australia, de las que entonces se contaban tantas maravillas. Allí podría reunir una fortuna, regresar cuando fuera un anciano al que nadie pudiera reconocer y entonces podría instalarse en Cambridge. Mientras construía castillos en el aire, la chispa de la vida se convirtió en una llama, y anheló estar bien de salud y gozar de libertad, algo que en aquel momento, cuando gran parte de su condena había transcurrido, no quedaba ya muy lejos.
Lentamente, las cosas se perfilaban con más claridad. Pasara lo que pasara, no iba a ser sacerdote. Aunque quisiera, le iba a resultar imposible encontrar otro empleo eclesiástico y, de todos modos, no lo deseaba. Odiaba la vida que había llevado desde que comenzó a estudiar para su ordenación. No podía juzgarla racionalmente, sino que la detestaba, y no estaba dispuesto a soportarla por más tiempo. Y cuando proyectaba convertirse de nuevo en seglar, hasta se alegraba de su paso por la cárcel, pensando que dicha condena era una bendición y no un atroz infortunio, como había estimado al principio.
Quizá el trauma de verse en un ambiente tan poco familiar le hizo cambiar de opinión con más rapidez de lo habitual, igual que les ocurre a los capullos de los gusanos de seda que, cuando viajan por tren en canastos, incuban antes de lo normal por la novedad del viaje y del traqueteo. Sea como fuere, sus creencias en la Muerte, Resurrección y Ascensión de Jesucristo y, consecuentemente, su fe en los demás Misterios Cristianos, terminaron entonces de una vez para siempre. La investigación que emprendió tras el reproche del señor Shaw, aunque fuera apresurada, le había dejado una profunda impresión, y ahora que se sentía bien y que podía leer, retomó el estudio del Nuevo Testamento del modo en que el señor Shaw le había indicado, es decir, desde el punto de vista de alguien que no desea creer ni dejar de creer, sino que únicamente quiere averiguar si debe hacerlo. Cuanto más estudiaba de esta manera, más se inclinaba la balanza del lado del descreimiento hasta que, al final, todas sus dudas se disiparon y vio claramente que, aunque todo lo demás fuera cierto, la historia de la Muerte de Cristo, de su Resurrección y de su Ascensión en medio de las nubes del cielo no podía ser aceptada por ninguna persona ecuánime. Al menos lo había averiguado pronto, pues se trataba de un asunto con el que se tendría que enfrentar tarde o temprano. Quizá lo habría descubierto muchos años antes, de no haber sido engañado por gentes a las que se pagó por hacerlo. ¿Qué habría pasado, se preguntaba, si lo hubiera descubierto muchos años después, cuando estuviera plenamente comprometido con su sacerdocio? ¿Habría tenido entonces el valor suficiente para enfrentarse con la verdad, o habría encontrado quizá alguna excelente justificación para seguir pensando como hasta entonces? ¿Habría tenido el valor suficiente para poner fin, incluso, a su compromiso sacerdotal en aquel momento?
Pensó que no, y no sabía si sentirse más agradecido por haber podido ver su error con claridad o por haberse metido en tales líos que ya era difícil cometer más equivocaciones, casi en el mismo momento de descubrirlo. El precio que debió pagar por esta gracia era escaso, comparado con la gracia misma. ¿Cuándo resulta caro pagar por saber con claridad lo que uno debe hacer? Aún sentía pena por sus padres y por la señorita Maitland, pero no por él mismo.
Lo que no podía entender era por qué no se había dado cuenta antes de que detestaba ser sacerdote. Siempre supo que no le agradaba mucho, pero si alguien le hubiera preguntado si lo detestaba, su respuesta habría sido que no. Supongo que las personas casi siempre necesitan que algo externo a ellas mismas les revele sus propios gustos y aversiones. Nuestras preferencias más inequívocas no son fruto de la introspección, ni de ningún proceso de razonamiento consciente, sino de la propensión de nuestro corazón por acoger la buena nueva proclamada por un extraño. Oímos a alguien decir que tal cosa es así o asá y, en un instante, un pensamiento que teníamos dentro y de cuya presencia no éramos conscientes, se ilumina y se hace tangible.
Tan sólo un año antes, Ernest había acogido con fervor el sermón del señor Hawkes; poco después, la idea de poner en marcha el Instituto de Patología Espiritual; ahora, pedía a gritos el racionalismo puro y simple. ¿Cómo podía estar seguro de que lo que pensaba ahora iba a durar más que sus opiniones anteriores? No podía estarlo, pero ahora creía pisar terreno más firme y, aunque sus opiniones fueran pasajeras, debía actuar de acuerdo con ellas hasta que la razón le obligara a modificarlas. Qué difícil le hubiera sido hacerlo, rodeado de personas como sus padres, Pryer, los amigos de éste y su párroco. Todos estos meses se los pasó observando, reflexionando, y asimilando cosas sin ser consciente de que su mente se estaba desarrollando, al igual que un escolar no se da cuenta de que su cuerpo está creciendo. Pero, ¿habría sido capaz de admitir este desarrollo y actuar en consecuencia de haber seguido rodeado de personas que le juraban solemnemente que se trataba de una simple alucinación? Sin ayuda, nunca podría haberse enfrentado a tal combinación de fuerzas, e incluso dudaba que un golpe menos contundente que el que había recibido hubiera bastado para liberarlo.