CAPITULO LXIII
Vi a mi abogado enseguida para hablar con él del asunto de Ernest, pero cuando intenté escribirle a Theobald, pensé que era mejor ir a verle. Por tanto, eso fue lo que le propuse; le pedí que me recibiera en la estación, y le di a entender que le llevaba malas noticias de su hijo. Sabía que no recibiría mi carta hasta dos horas antes de verlo, y pensé que el breve intervalo de incertidumbre podría suavizar el trauma que mis noticias iban a provocar.
No recuerdo haberme debatido tanto entre dos opiniones como en el viaje que hice a Battersby para transmitir estas infortunadas noticias. Cuando me acordaba del niño pequeño y escuálido que yo conocí años atrás; de la prolongada y salvaje crueldad con la que fue tratado en su niñez -crueldad no menos real por ser debida a ignorancia y estupidez más que a malicia intencionada-; del ambiente de apariencias engañosas y autoelogiosas en que fue educado; de la disposición que el niño mostraba por amar a cualquiera que fuese lo suficientemente bondadoso para permitírselo, y de cómo el cariño hacia sus padres, a menos que yo anduviera muy equivocado, murió definitivamente tras haber sido aniquilado una y otra vez cada vez que intentaba surgir… Cuando recordaba todo esto, pensé que, si de mí hubiera dependido, habría condenado a Theobald y a Christina a sufrimientos mentales mucho más severos de los que ahora iban a soportar. Pero, por otro lado, al recordar la niñez del propio Theobald, a su horrible padre George Pontifex, a John, a su esposa y a sus dos hermanas, así como los largos años de esperanzas relegadas que Christina pasó antes de casarse; la vida que debió llevar en Crampsford y el ambiente en que tanto ella como él habían vivido en Battersby, pensé que era inaudito que a desgracias tan persistentes no hubieran seguido castigos aún peores.
¡Pobres gentes! Trataban de ocultar su ignorancia del mundo disfrazándola de interés por las cosas sagradas y cerrando los ojos a todo lo que pudiera ocasionarles problemas. Cuando les nació su hijo, también cerraron los ojos todo lo que pudieron. ¿Y quién podía reprocharles nada? Podían argumentar con todo lujo de detalles todo lo que habían hecho o dejado de hacer; no hay tópico más manido que el de ser sacerdote y esposa de sacerdote. ¿En qué se diferenciaban de sus vecinos? ¿En qué difería su casa de la de cualquier otro sacerdote de buena clase, en cualquier parte de Inglaterra? ¿Por qué sólo ellos, de entre todos los habitantes del mundo, eran culpables de que hubiera caído esta torre de Siloé
Sin lugar a dudas, lo que fallaba era la propia torre de Siloé y no las personas que estaban debajo: el sistema, más que las gentes. Si Theobald y su esposa hubieran conocido más el mundo y sus cosas, no habrían hecho daño a nadie. Podrían haber sido egoístas, pero no tanto como para no ser perdonados, y no más de lo que lo son otras personas. Tal como estaban las cosas, ya no había remedio: lo que no podían hacer era entrar en el vientre de sus madres y nacer otra vez. Y es que no sólo tendrían que volver a nacer, sino nacer cada uno de un padre y una madre diferentes, y tener antepasados distintos durante muchas generaciones hasta que sus mentes se hubieran flexibilizado lo bastante como para aprender cosas nuevas. Lo único que cabía hacer ahora era seguirles la corriente, adaptarse a ellos hasta que murieran y dar gracias cuando esto ocurriera.
Tal como yo esperaba, Theobald había recibido mi carta y estaba aguardándome en la estación más cercana a Battersby. Mientras caminaba con él hacia su casa, le conté las noticias de la manera más suave posible. Fingí que, en gran medida, todo había sido un error y que, aunque Ernest había abrigado intenciones a las que, sin duda, debió resistirse, nunca intentó llegar tan lejos como la señorita Maitland imaginaba. Le conté que pensábamos que todos los detalles jugaron en su contra, y cómo no nos atrevimos a argumentar esto delante del juez, si bien no teníamos duda de que era cierto.
Theobald reaccionó con un sentido moral más rápido y certero que el que yo podría haberle atribuido.
- No quiero saber nada más de él -dijo enseguida-. No quiero volver a verle la cara; no permitas que me escriba, ni a mí ni a su madre; no lo conocemos. Dile que me has visto y que, desde este día, lo he borrado de mi recuerdo como si nunca hubiera nacido. He sido un buen padre para él, y su madre lo idolatraba; el egoísmo y la ingratitud son la única respuesta que nos ha dado siempre. Las pocas esperanzas que me quedan las deposito, de aquí en adelante, en mis otros hijos.
Le conté cómo el otro coadjutor, compañero de Ernest, había dispuesto de su dinero, e insinué que, al salir de la cárcel, podría encontrarse sin blanca, o casi. Theobald no pareció enfadarse al oír esto, y añadió:
- Si es así, le daré cien libras, siempre que me diga, por medio de ti, cuándo me las va a devolver, pero dile que no me escriba para agradecérmelo, y que si intenta establecer comunicación directa con su madre o conmigo, no recibirá ni un penique.
Sabiendo lo que yo sabía, y habiendo decidido alterar las instrucciones de la señorita Pontifex si la ocasión lo exigía, pensé que a Ernest quizá no le viniera mal distanciarse completamente de su familia, de modo que accedí a lo que Theobald proponía mucho antes de lo que él esperaba.
Resolví que era mejor no ver a Christina, así que me despedí de Theobald cerca de Battersby, y regresé a la estación. En el trayecto, me agradó pensar que el padre de Ernest era mucho menos estúpido de lo que yo pensaba, y que, por tanto, había más esperanzas de que las locuras de su hijo fueran debidas a causas postnatales más que congénitas. Los accidentes que sufre una persona antes de nacer, en las personas de sus antecesores, siempre dejan una huella indeleble, se acuerde o no de ellos, e influyen hasta tal punto en su carácter que, haga lo que haga, nunca puede evitar sus consecuencias. Si una persona quiere entrar en el Reino de los Cielos, debe empezar a hacerlo no ya desde niño, sino desde que es un pequeño embrión o, incluso, un espermatozoide, y no sólo eso, sino que debe proceder de espermatozoides que llevan entrando en el Reino de los Cielos durante muchas generaciones previas a la suya. Los accidentes que suceden por primera vez, y que tienen lugar en el período posterior al último nacimiento de una persona, no tienen, en general, efectos tan decisivos, aunque a veces pueda ocurrir así. En cualquier caso, la verdad es que no me desagradó el modo en que el padre de Ernest afrontó la situación.