CAPÍTULO LV
Fui a vera Ernest en cuanto llegó a Londres, pero no lo encontré, y cuando me devolvió la visita, era yo quien me encontraba ausente, de modo que llevaba ya unas cuantas semanas en la ciudad cuando pude verlo por primera vez, poco después de haberse instalado en su nuevo apartamento. Me gustó su expresión pero, aparte de la música, sobre la que tenemos gustos bastante parecidos, la verdad es que me resultó muy difícil comunicarme con él. Para hacerle justicia, debo decir que no me reveló ningún plan hasta que yo se lo saqué. Yo, por utilizar las palabras de la patrona de Ernest, la señora Jupp, no soy de los que van frecuentemente a la iglesia. Por cierto, descubrí por casualidad que la señora Jupp acudió una vez a la iglesia hacía unos veinticinco años, para dar gracias por el nacimiento de su hijo Tom, pero nunca antes ni después; ni siquiera, me temo, para casarse, pues aunque se llamaba a sí misma «señora de», no llevaba anillo y siempre mencionaba a la persona que, supuestamente, debió ser el señor Jupp como «el padre de mi pobre hijo» y no como «mi marido». Pero volvamos a nuestra historia. La verdad es que me irritó mucho que Ernest se hubiera ordenado. Yo no me había ordenado, no me gustaba que mis amigos lo hicieran y tampoco estaba dispuesto a ser tan educado que no se me notara, sobre todo tratándose de un muchacho al que yo aún recordaba cuando sólo sabía decir ayer, mañana y martes -ni siquiera domingo- y cuando decía que no le gustaban los gatitos porque tenían agujas en los deditos de los pies.
Lo miré y pensé en su tía Alethea, y en lo rápidamente que iba aumentando el dinero que le había dejado. Todo iba a ir a parar a este joven, que probablemente estaba dispuesto a utilizarlo en cosas que la señorita Pontifex jamás habría aprobado. Me sentí muy enfadado. «Ella siempre dijo», pensaba, «que cometería errores al adjudicar su herencia, pero seguramente no pensaba que sus errores fueran a ser tan graves como los que iba a cometer su sobrino.» Luego se me ocurrió que, si su tía hubiese vivido, no se habría convertido en lo que era ahora.
Ernest se comportó conmigo de modo muy agradable, y admito ser el culpable de que la conversación derivara hacia asuntos peligrosos. Yo fui el provocador, supongo que porque mi edad y mi relación con él durante tantos años me daban derecho a ser un poco desagradable.
Luego él se defendió, y lo que me resultó exasperante fue que, hasta cierto punto, llevaba toda la razón. Aunque sus premisas y sus conclusiones eran bastante razonables, yo no podía apoyar sus premisas, una vez que ya había sido ordenado, como seguramente sí habría hecho antes de la ordenación. El resultado fue que me batí en retirada y de muy mal humor. Creo que, en realidad, Ernest me agradó, y que lo que me enojó fue ver que se hubiera ordenado cuando iba a heredar tanto dinero.
Cuando salía, tuve una conversación con la señora Jupp. Ella y yo nos reconocimos inmediatamente como personas «que no iban frecuentemente a la iglesia», de modo que se le aflojó la lengua enseguida. Me dijo que Ernest iba a morir. Era demasiado bueno para este mundo, «y tan triste como el joven Watkins, del pub Crown, el de la esquina, que murió hace un mes, y a quien se le puso la piel tan blanca como el alabastro. Dicen que se pegó un tiro. Yo iba con mi Rose a beber una pinta cuando me encontré con los que lo llevaban al depósito de cadáveres; por cierto que ella llevaba el brazo entablillado. Le dijo a su hermana que quería ir a Perry a comprar lana, pero en vez de eso se vino conmigo a tomarse la cerveza, bendita sea; nadie hace eso por mí, y es mentira que la pobre sea un poco ligera de cascos. Y no es que yo defienda a esas mujeres, pero la verdad es que prefiero darle media corona a una de esas que a invitar a otra honesta a una cerveza, aunque no quiero que me asocien con mujeres de mala vida. De modo que se lo llevaron desde el depósito y ya no lo trajeron a casa. Era muy inteligente, ¿sabe? Su mujer estaba en el campo, viviendo con su madre, y siempre habló con cariño de mi Rose. Pobrecillo, ojalá su alma esté en el Cielo. Pues bien, señor, veo en la cara del señor Pontifex lo que veía en la del joven Watkins; siempre está tristón y encogido, pero nunca por el mismo motivo, porque es un bendito, no sabe nada de nada, es como un niño. ¡Pero bueno, si cualquier mono de esos que llevan los organilleros italianos por la ciudad sabe más que él! Él no sabe nada. Bueno, creo…»
En ese momento entró un niño que traía un recado para algún vecino y la interrumpió, así que no puedo decir cómo o cuándo habría terminado su discurso. Yo aproveché la oportunidad para huir, no sin darle previamente cinco chelines y escribirle mi dirección, porque sus palabras me asustaron un poco. Le rogué que si observaba que las cosas le iban mal a su realquilado, viniera a decírmelo.
Pasaron varias semanas sin que apareciera. Y, después de haber hecho lo que debía hacer, pensé que lo único que quedaba era dejar a Ernest en paz, ya que vernos era un aburrimiento para los dos.
Transcurrieron poco más de cuatro meses desde la ordenación, meses que no le reportaron a mi ahijado ni felicidad ni demasiadas satisfacciones. Toda su vida había vivido en la casa de un sacerdote, de modo que cabía esperar que supiera bien lo que suponía ser uno de ellos, y así era, en lo que respecta a los sacerdotes rurales. Sin embargo, había idealizado lo que podía hacer un sacerdote de ciudad, y estaba intentando averiguar la realidad, aunque, por uno u otro motivo, no terminaba de conseguirlo.
Vivía entre pobres, pero no se percataba de que tendría que esforzarse por conocerlos. La idea de que ellos irían a buscarle resultó totalmente errónea. La verdad es que visitó a unas cuantas personas humildes a quienes el párroco le encargó que cuidara. Un anciano y su mujer, que vivían dos casas más arriba de Ernest; un fontanero cuyo nombre era Chesterfield; la señora Gover, una mujer anciana, ciega y postrada en cama, que masticaba sin cesar con sus mandíbulas sin dientes mientras Ernest le hablaba o le leía, sin que pudiera hacer nada más; el señor Brookes, un trapero de Birdsey's Rents que sufría de hidropesía, y unos cuantos más. ¿Y a que se reducía su visita, cuando iba a verlos? Al fontanero le gustaba que lo halagaran, y le encantaba rascar las orejas durante largo rato a quien viniera a visitarlo. La señora Gover, mujer pobre y anciana, necesitaba dinero, era dulce y bondadosa, y cuando Ernest le dio un chelín del legado de lady Anne Jones, dijo que «era poco, pero que le venía bien», y masticó un rato largo en señal de agradecimiento. A veces, Ernest le daba dinero propio pero, como ahora reconoce, la mitad de lo que debía haberle dado.
¿Qué más podía hacer él que le resultara útil a la anciana? Lo cierto es que nada, pero darle medias coronas de vez en cuando a la señora Gover no era regenerar el Universo y, para Ernest, todo lo que no fuera eso era poco. El mundo andaba desquiciado, y en vez de pensar que era una cruel maldición que él tuviera que enmendarlo, juzgaba que era exactamente la clase de persona que podía acometer dicha tarea y estaba deseoso de ponerse a trabajar. Lo malo era que no sabía por dónde empezar, porque los prolegómenos, con el señor Chesterfield y la señora Gover, no fueron muy prometedores.
Luego estaba el pobre señor Brookes, que en verdad sufría muchísimo. No necesitaba dinero; lo que quería era morirse y no podía, igual que a veces queremos dormirnos y no lo conseguimos. Fue siempre una persona cabal, y la muerte le aterraba como aterra a cualquiera que cree que, en breve, sus pensamientos más íntimos van a ser expuestos al público. Cuando le leí a Ernest la descripción de las visitas de su padre a la señora Thompson en Battersby, se puso colorado y me dijo: «Eso es exactamente lo que yo le decía al señor Brookes». Ernest sentía que sus visitas, lejos de aliviar al señor Brookes, le provocaban cada vez más temor ante la muerte, pero ¿cómo podía evitarlo?
Incluso Pryer, que llevaba dos años de sacerdote, no conocía personalmente a más de doscientos feligreses de la parroquia, y sólo los visitaba a ellos, aunque siempre ponía muchas objeciones a las visitas domiciliarias. Las personas con las que Pryer y él se comunicaban directamente eran una gota en el mar en comparación con todas a las que debía llegar y conmover si quería producir algún efecto, de una manera u de otra. De los quince o veinte mil pobres que había en la parroquia, sólo una mínima parte acudía a la iglesia. De éstos, unos pocos iban a iglesias disidentes y otros eran católicos pero, en su gran mayoría, eran prácticamente infieles, unos abiertamente hostiles y otros, al menos, simplemente indiferentes con la religión. Muchos se confesaban ateos, admiradores de Tom Paine
¿Iba a poder hacer todo lo que se esperaba de él? Se podía decir que hacía lo mismo que los demás sacerdotes jóvenes, pero esa no era la respuesta que Jesucristo iba a aceptar. Probablemente, los fariseos también hacían todos lo mismo. Su deber era salir a todos los caminos y a los cercados, y obligar a la gente a entrar
Sí, la verdad es que todo cambiaría en cuanto pudiese dotar de fondos al Instituto para la Patología Espiritual. No obstante, las cosas que la gente compraba en aquel sitio que se llamaba la Bolsa no iban nada bien. Para poder ir más rápido, se acordó que Ernest comprara más cosas de aquellas de las que podía pagar, con la idea de que, en unas cuantas semanas, o incluso días, subirían de precio y podría venderlas consiguiendo importantes beneficios; pero, desafortunadamente, en vez de subir, bajaron poco después de la compra y se negaron obstinadamente a subir otra vez; luego se estancaron. Ernest se asustó cuando leyó un artículo en un periódico que decía que bajarían todavía más y, desoyendo los consejos de Pryer, las vendió, perdiendo unas 500 libras. Apenas efectuada la venta, volvieron a subir y entonces vio lo estúpido que había sido y lo listo que era Pryer, pues si hubiera seguido su consejo, habría ganado 500 libras, en vez de perderlas. Se dijo a sí mismo que, en cualquier caso, uno tiene que vivir para aprender.
Entonces, Pryer cometió un error. Compraron otras acciones, que fueron subiendo los siguientes quince días. Aquella fue una época feliz, porque al transcurrir esos quince días recuperaron las 500 libras e incluso ganaron algo más. Ernest quiso vender y asegurarse el beneficio, pero Pryer no se lo permitió: tendrían que subir mucho más, e incluso le enseñó a Ernest un artículo en un periódico que demostraba que lo que decía era razonable, y la verdad es que subieron un poco más, pero enseguida empezaron a bajar hasta que Ernest vio como, poco a poco, se esfumaban sus ganancias de 300 o 400 libras, y luego las 500 que él creía haber recobrado volaron también en varias caídas que incluso le hicieron perder 200 libras más. Entonces, otro periódico dijo que estas acciones eran el mayor cuento que se había contado al público inglés, y Ernest ya no pudo aguantar más, de modo que lo vendió todo, de nuevo en contra de la opinión de Pryer. Muy poco después, volvieron a subir, y Pryer se anotó otro tanto a su favor.
Ernest no estaba acostumbrado a este tipo de vicisitudes, que lo ponían tan nervioso que su salud comenzó a resentirse, así que acordaron que no se le informaría de nada. Pryer servía mucho más para los negocios e iba a encargarse de todo. Esto ahorró a Ernest muchos problemas, e incluso mejoró la marcha de las inversiones porque, como Pryer decía muy bien, un hombre de corazón débil nunca triunfa en la Bolsa, y él se contagiaba de los nervios de Ernest o, al menos, eso es lo que decía. Así que el dinero pasó a ser administrado por Pryer, cuyos medios de vida se limitaban a su trabajo como coadjutor y a una pequeña cantidad que le enviaba su padre. Algunos de los antiguos amigos de Ernest dedujeron lo que estaba pasando de las cartas que les escribía, e hicieron todo lo posible por disuadirle, pero Ernest estaba tan encaprichado como puede estarlo un joven enamorado de veintidós años. Al ver que sus amigos no lo apoyaban, dejó de escribirles, y ellos, hartos de su egolatría y de sus solemnes ideas, no lamentaron mucho que los olvidara. Naturalmente, no dijo una palabra acerca de sus operaciones especulativas, aunque la verdad es que no estaba de acuerdo con que una cosa hecha en nombre de una causa tan noble pudiera tacharse de especulación. Cuando su padre le apremió a que buscara rectorías, e incluso le indicó una o dos cuyos derechos iban posiblemente a salir a la venta, él puso excusas v objeciones, aunque prometió hacerle caso muy pronto.