CAPÍTULO LXXV
En el mes de septiembre de 1860, nació una niña, y Ernest se sintió orgulloso y feliz. El nacimiento del bebé y una severa reprimenda del médico lograron que Ellen dejara de beber durante unas cuantas semanas y, durante un tiempo, pareció que las esperanzas de Ernest iban a cumplirse. Había gastado tanto dinero durante el embarazo de su esposa que se vio obligado a recurrir a sus ahorros, pero no tenía la menor duda de que recobraría el dinero enseguida, puesto que Ellen iba a recuperarse. Durante una temporada, el negocio volvió a prosperar, pero parecía como si la interrupción de su prosperidad hubiera roto la racha de buena suerte de la que había disfrutado en los primeros tiempos. Todavía estaba entusiasmado y trabajaba día y noche con ahínco, pero ya no escuchaba música, ni leía ni escribía. Dejó de salir los domingos y, de no tener yo alquilado el primer piso, habría perdido también su castillo, de tan poco que lo utilizaba, pues Ellen tenía que estar pendiente del bebé y, en consecuencia, Ernest tenía que estar pendiente de Ellen.
Una tarde, dos meses después del nacimiento de la niña, precisamente cuando mi desgraciado héroe estaba empezando a recuperarse y a llevar mejor todas sus obligaciones, se encontró a Ellen, al volver de una subasta, sumida otra vez en un estallido nervioso. Le dijo que estaba otra vez embarazada, y Ernest la creyó.
Volvieron a repetirse todos los problemas de los seis meses anteriores, incluso con mayor intensidad. El dinero no entraba como antes, porque Ellen lo engañaba y se lo guardaba o clasificaba mal los productos que él compraba, de modo que, cuando había ganancias, desaparecían una y otra vez. Y, poco a poco, un nuevo asunto empezó a tomar forma: Ernest había heredado la puntualidad y el rigor de su padre en asuntos monetarios, de modo que le gustaba saber qué era lo que más urgía pagar y odiaba tener que afrontar gastos imprevistos. El caso fue que empezaron a llegar facturas de cosas encargadas por Ellen sin su conocimiento, o para las que él ya le había proporcionado dinero. Esto ya era demasiado, y hasta él mismo empezó a cambiar de opinión. Cuando se quejó ante ella por haber comprado cosas sin decir nada, Ellen se puso histérica y le hizo una escena. Para entonces, ya había olvidado los malos tiempos que había pasado cuando estaba sola, y le reprochó haberse casado con ella. En aquel momento, una venda cayó de los ojos de Ernest, igual que aquella vez que Towneley había dicho: «No, no, no». No dijo nada, pero se percató inmediatamente de que casarse con ella había sido un error. De nuevo, una circunstancia le había hecho conocerse mejor.
Subió al infrautilizado castillo, se dejó caer en el sillón y se cubrió el rostro con las manos.
Aún no sabía que su esposa era alcohólica, pero ya no podía confiar en ella, y su ensoñación de felicidad se había desvanecido. Se había salvado de la Iglesia -como del fuego, aunque, después de todo, sin chamuscarse-, pero… ¿quién iba a salvarlo de su matrimonio? Había cometido el mismo error que cuando se desposó con la Iglesia, si bien las consecuencias eran cien veces peores. No aprendía nada de la experiencia: era un Esaú, uno de aquellos desgraciados cuyo corazón había sido endurecido por el Señor; que, teniendo oídos, no oía; teniendo ojos, no veía; y que no lograba encontrar un lugar para arrepentirse, aunque lo buscara con lágrimas
Y, a pesar de todo, ¿es que no se había esforzado en descubrir cuáles eran los caminos del Señor, y en seguirlos con el corazón resuelto? Hasta cierto punto, sí, pero no había sido constante: no lo había dado todo por Dios. Sabía perfectamente que había hecho poco comparado con lo que podía y debía haber hecho, pero si estaba siendo castigado por este motivo, Dios era cruel y se ensañaba continuamente con sus infelices criaturas tendiéndoles emboscadas. Al casarse con Ellen, había querido evitar una vida de pecado, y adoptar una actitud que él estimaba moral y correcta. En su entorno, y con sus antecedentes, era lo más lógico, y, sin embargo, su moralidad lo había colocado en una posición temible. ¿Para qué servía la moralidad, si en realidad no traía la paz a las personas? ¿Quién podría haber imaginado que el matrimonio lo iba a conducir a aquella situación? Se pensó que, al intentar ser moral, lo que había hecho era seguir a un demonio que había adoptado el disfraz de ángel luminoso. Y si era así, ¿dónde podía posar el hombre tranquilamente la planta de sus pies
Aún era demasiado joven para encontrar la respuesta «en el sentido común». Pero esta era una respuesta poco digna para alguien que aún tenía. ideales.
De cualquier modo, se había vuelto a meter en un lío, como le había venido ocurriendo durante toda su vida. Siempre que le llegaba un rayo de esperanza, se oscurecía inmediatamente… ¡Pero si hasta en la cárcel era más feliz! Allí no tenía que preocuparse por el dinero, cuestión a la que ahora tenía que enfrentarse con toda su crudeza. En aquellos momentos, aún se sentía más feliz que en Battersby o en Roughborough, e incluso renunciaría a volver a su vida de Cambridge, pero, a pesar de todo, las perspectivas eran tan sombrías, tan desesperadas, que le pareció que lo mejor que podía hacer era dormirse en el sillón y morirse de una vez por todas.
Mientras reflexionaba y veía como se habían roto todas sus esperanzas, pues sabía muy bien que, en tanto siguiera al lado de Ellen nunca se repondría, oyó un ruido en el piso inferior y, de pronto, una vecina entró en la habitación apresuradamente.
- ¡Por Dios, señor Pontifex! -exclamó-. ¡Por Dios, venga inmediatamente y ayúdenos! ¡Su esposa está fuera de sí!
El infeliz bajó corriendo las escaleras y encontró a su esposa totalmente enloquecida, presa de un delirium tremens.
Entonces lo comprendió todo. Los vecinos creían que él había sabido todo el tiempo que su esposa bebía, pero Ellen había sido tan diestra, y él tan simple, como ya he dicho antes, que nunca había sospechado nada.
- ¡Pero bueno -dijo la mujer que le había avisado-, si se bebe cualquier cosa que pueda pagar!
Ernest apenas podía creer lo que oía, pero una vez que el médico atendió a su esposa y la calmó, se dirigió a la taberna más próxima a hacer averiguaciones, cuyos resultados pusieron fin a todas sus dudas. El propietario aprovechó la oportunidad para entregarle a mi héroe una factura por diversas botellas de licor suministradas a su esposa. Entre el embarazo y el descenso de las ventas, no disponía de dinero para pagarla, porque lo gastado superaba lo que aún quedaba de sus ahorros.
Vino a verme, pero no para pedirme dinero, sino para contarme su desgraciada historia. Yo había notado desde hacía tiempo que algo iba mal, y había sospechado maliciosamente de qué se trataba, pero no dije ni una palabra. Ernest y yo llevábamos una temporada sin vernos porque a mí me había enojado mucho su matrimonio y él lo sabía, aunque yo había hecho todo lo posible por ocultarlo.
El matrimonio anula las amistades de un hombre, además de su voluntad, pero dichas amistades quedan también anuladas cuando sus amigos se casan. La brecha que enseguida aparece entre dos amigos cuando uno de los dos se casa iba siendo cada vez mayor, y cada vez se asemejaba más al enorme abismo que separa a los casados de los no casados, de modo que yo ya había decidido abandonar a mi protégé a un destino en el que yo no tenía derecho ni capacidad para entrometerme. En realidad, Ernest me estaba empezando a parecer pesado, lo cual no me importaba cuando yo podía ayudar en algo, pero sí cuando no podía hacer nada. Él se había hecho su cama y debía acostarse en ella. Ernest se había dado cuenta de todo y había dejado de verme, hasta que aquel día, una tarde a finales de 1860, me visitó y me contó sus problemas con cara de circunstancias.
En cuanto me enteré de que ya no le gustaba su esposa lo perdoné v volví a interesarme de nuevo por él. No hay nada que agrade más a un soltero redomado que conocer a un joven casado que se lamenta de haber contraído matrimonio, especialmente cuando el caso es tan extremo que ni siquiera puede fingir que las cosas van a enmendarse, ni animar a su joven amigo a superarlas.
Yo estaba a favor de que se separaran, e incluso me ofrecí a pagar cierta cantidad a Ellen, restándola, naturalmente, de los fondos de Ernest, pero él no quiso ni oír hablar del asunto. Ernest contestó que se había casado con Ellen y que su deber era reformarla, y que aunque le disgustara mucho hacerlo, tenía que intentarlo. De modo que, al verlo tan obstinado, me vi obligado a aceptar, aunque sin mucho optimismo con respecto al desenlace. De nuevo me enfureció verlo perder el tiempo en una empresa baldía, y de nuevo empezó a parecerme pesado. Me temo que se me notó porque me esquivó otra vez, hasta el punto de que prácticamente no volví a verlo en los meses que siguieron. Ellen siguió muy enferma durante varios días, y luego empezó a recuperarse poco a poco. Ernest no se separó de su lado hasta que estuvo fuera de peligro. Cuando se recuperó, hizo que el doctor le dijera muy claro que, si volvía a tener otro ataque, seguramente moriría, y esto la asustó tanto que juró no volver a beber.
Entonces, Ernest volvió a recobrar las esperanzas. Como no bebía, todo volvió a ser igual que en los primeros tiempos de su vida de casados y, tan poco tardó en olvidar las desgracias que, después de unos pocos días, la quería igual que siempre. Pero Ellen no podía perdonarlo por saber lo que sabía, y sentía que la vigilaba para evitarle caer en la tentación. Aunque su marido trató de convencerla de que ya no albergaba ningún temor, a ella le era cada día más difícil soportar el peso de la respetabilidad, y añoraba la absoluta libertad de la vida que llevaba antes de conocer a Ernest
No me detendré mucho más en este episodio de mi historia. Durante los meses de primavera de 1861, Ellen se mantuvo bien: ya había pasado por un período disipado y esto, unido al impacto que le produjo jurar que no iba a volver nunca más a la bebida, la contuvieron durante un tiempo. La tienda iba bastante bien, y permitió a Ernest afrontar gastos. Entre la primavera y el verano de 1861, incluso pudo ahorrar una pequeña cantidad. En el otoño, su esposa dio a luz un niño, que nació muy hermoso, según dijeron. Pronto se recuperó, y Ernest volvió a estar tranquilo cuando, sin una palabra de aviso, estalló otra vez la tormenta. Una tarde, cuando volvía a casa dos años después de haber contraído matrimonio, se encontró a su esposa desmayada y tirada en el suelo.
Entonces perdió todas sus esperanzas, y todo empezó a ir mal. Había sufrido demasiado, y la suerte llevaba mucho tiempo sin favorecerle. Las tensiones de los tres últimos años se habían acumulado y, aunque no estaba realmente enfermo, se encontraba cansado, débil e incapaz de soportar nada más.
Trató de ocultarse este hecho a sí mismo, pero era demasiado evidente. De nuevo me visitó para contarme lo que había pasado. Yo me alegraba de que hubiese estallado la crisis: Ellen me daba pena, pero la única forma de salvar a su marido era separarlo de ella. Sin embargo, a pesar del estallido, Ernest se resistió a admitirlo, y empezó a decir tonterías tales como que tenía que morir en su puesto, hasta que me cansé. Cada vez que lo veía se le notaba su antigua melancolía, y cuando yo estaba a punto de decidir terminar de una vez con la situación sobornando a Ellen para que se fugara con alguien o algo parecido, los acontecimientos se precipitaron de un modo que, como siempre, yo nunca podría haber imaginado.