CAPÍTULO LIII

La conversación precedente, y otras parecidas, dejaron profunda huella en mi héroe. Si al día siguiente hubiera salido a pasear con el señor Hawke, y oído exactamente lo contrario, se habría sentido igualmente asombrado y tan dispuesto a descartar lo que Pryer le dijera como en aquel momento estaba decidido a rechazar todo lo que había oído antes, con excepción de las palabras de su amigo. Pero el señor Hawke no estaba, de modo que fue Pryer el que salió ganando.

Las mentes de los embriones, como las de los cuerpos, pasan por un conjunto de extrañas metamorfosis hasta llegar a su aspecto final. No puede uno extrañarse de que alguien se haga católico tras haber sido antes metodista y luego librepensador, si se considera que cualquier hombre fue, al principio, una mera célula, y luego un animal invertebrado. No obstante, no podía esperarse que Ernest supiera esto, porque los embriones no lo saben. Los embriones, cuando alcanzan algún estadio de su desarrollo, piensan que han adoptado la forma que más les conviene. Se dicen a sí mismos que debe de ser la última, pues cualquier modificación sería tan traumática que supondría su propia desaparición. Cada cambio es un trauma; cada trauma es una muerte pro tanto

[90]. Lo que llamamos muerte es sólo un trauma lo bastante importante como para destruir nuestra capacidad de reconocer la semejanza entre presente y pasado. Nos hace ver más diferencias que similitudes entre los dos, de modo que nos es imposible llamar al segundo una prolongación del primero, y encontramos más fácil considerarlo, según decidimos, como algo nuevo.

Pero, para abreviar, estaba claro que la patología espiritual (confieso que no sé lo que significan estos términos, pero Pryer y Ernest parecían saberlo sin ninguna duda) era el gran desiderátum de la época. Ernest creyó que la descubría por sí mismo, y que llevaba presintiéndola tanto durante toda su vida que, en realidad, nunca había pensado en otra cosa. Les escribió largas cartas a sus amigos de la universidad, exponiéndoles sus opiniones como si fuera uno de los Padres Apostólicos. No tenía paciencia alguna con los autores del Antiguo Testamento. «Hazme el favor», leo en una carta dirigida a un amigo, «de leer al profeta Zacarías y de darme tu sincera opinión sobre él. Es un mal escritor, lleno de fanfarronadas yanquis; qué desagradable es vivir en una época en la que se considera a tales paparruchas poesías o profecías.» Este comentario se debía a que Pryer lo predispuso en contra de Zacarías. No sé lo que Zacarías le había hecho y creo que fue un buen profeta, pero quizá por ser uno de los autores de la Biblia, y no de los más destacados, Pryer lo eligió como blanco para menospreciar a la Biblia en favor de la Iglesia.

He encontrado otra frase que escribió a su amigo Dawson, y que dice: «Pryer y yo seguimos dando nuestros paseos, y comparando nuestras reflexiones. Al principio era él el único que reflexionaba, pero creo que ahora lo he superado yo, y casi me río al ver que está cambiando algunas opiniones que sostenía con más fuerza cuando lo conocí.

»Entonces pensé que estaba totalmente a favor de Roma. Ahora, sin embargo, parece estar muy de acuerdo con una sugerencia que le he hecho, que tal vez a ti también te interese. Sabes que debemos infundirle nueva vida a la Iglesia de alguna manera, y que no estamos a favor de Roma ni de la infidelidad.» (Si me permiten el inciso, no creo que Ernest hubiera visto nunca a un infiel ni, mucho menos, hablado con ninguno.) «Por eso, hace unos días le hice una propuesta a Pryer, y él pareció abrazarla en cuanto vio que yo disponía de los medios para llevarla a cabo. Se trata de iniciar un movimiento espiritual quizá parecido al de la joven Inglaterra de hace veinte años, y el objetivo sería a la vez ofrecer más de lo que Roma y el escepticismo ofrecen. Para ello, creo que lo mejor sería fundar un instituto donde se estudiara la naturaleza y el tratamiento del pecado de un modo más científico de como se hace ahora. Por utilizar una definición de Pryer, queremos un Instituto de Patología Espiritual donde los jóvenes (supongo que Ernest pensaba por aquel entonces que ya no era joven) puedan estudiar la naturaleza y el tratamiento de los pecados del alma del mismo modo que los estudiantes de Medicina estudian los cuerpos de sus pacientes. Una institución así, como seguramente admitirás, se acercara a Roma por un lado y a la ciencia por el otro: a Roma, por formar mejor a los sacerdotes y preparar el camino para que obtengan más poder, y a la ciencia, por reconocer que incluso el librepensamiento tiene cierto valor en la indagación espiritual. Pryer y yo hemos decidido dedicarnos a este proyecto en cuerpo y alma.

»Mis ideas están todavía muy desdibujadas, y todo dependerá de las personas que pongan en marcha el instituto. Todavía no soy sacerdote, pero Pryer lo es, de modo que podría encargarse de él durante cierto tiempo mientras yo actúo, nominalmente, como su subordinado. El mismo Pryer lo ha sugerido. ¿No te parece generoso por su parte?

»Lo peor de todo es que no disponemos de suficiente dinero. Yo tengo, es verdad, 5.000 libras, pero dice Pryer que necesitamos por lo menos 10.000 para poder empezar. Cuando estemos en marcha, podré vivir en el instituto y recibir un salario de la fundación, de modo que, en realidad, da igual si invierto mi dinero en esta empresa que si compro los derechos de una rectoría. Además, yo vivo con muy poco dinero. Creo que nunca voy a casarme, y que ningún sacerdote debería hacerlo, y ya sabes que un soltero vive con muy poco. De todos modos, no sé cómo voy a poder obtener todo el dinero que necesito, y Pryer sugiere que, como no podemos ganar más por ahora, hagamos una serie de sabias inversiones. Pryer conoce a varias personas que saben sacarle buen partido al dinero comprando en un lugar al que llaman la Bolsa. No sé mucho todavía, pero Pryer insiste en que debería aprender. Además, cree que tengo aptitudes para hacerlo y, si tengo suerte, hasta puedo convertirme en un buen hombre de negocios. Naturalmente son otros, y no yo, los que deben opinar así, pero un hombre puede conseguir lo que quiera si pone todo su empeño y aunque no debería importarme mucho el dinero, me importa cuando pienso en el bien que puedo lograr salvando almas de las horribles torturas que les esperan. Si todo sale bien, y la verdad es que no sé qué puede impedirlo, será difícil exagerar la importancia o la envergadura que tomará finalmente, etc.»

Le pregunté otra vez a Ernest si le importaba que publicase estas cosas. Se puso nervioso y, finalmente dijo:

- No, si te ayuda contar tu historia, pero… ¿no crees que estas cartas son demasiado largas?

Le contesté que permitirían al lector ver por sí mismo cómo iban las cosas en la mitad del tiempo que me llevaría a mí explicárselas.

- Muy bien, entonces publícalas.

Seguí retirando el archivo de cartas de Ernest, y me encontré con lo siguiente:

Gracias por tu última carta, a la que respondo mediante un borrador de otra que envié al Times hace uno o dos días. No la publicaron, pero describe muy bien mis ideas sobre la cuestión de las inspecciones a las parroquias, y Pryer la aprueba por completo. Léela cuidadosamente y envíamela cuando termines, porque refleja tan exactamente mis creencias actuales que no me puedo permitir perderla.

Me gustaría mucho poder hablar de estos asuntos en persona, y creo que perdimos mucho cuando se nos prohibió excomulgar. Deberíamos poder excomulgar, con toda libertad, lo mismo a ricos que a pobres. Si se nos devolviera este poder, creo que podríamos poner fin a la mayor parte de los pecados y de la miseria que nos rodea.

Estas cartas fueron escritas sólo unas cuantas semanas después de la ordenación de Ernest, pero no son nada en comparación con otras que escribiría después.

En su afán por regenerar la Iglesia de Inglaterra (y, a través de ésta, a todo el universo), por los medios que Pryer le sugería, se le ocurrió que debía familiarizarse con el modo de vivir y de pensar de los pobres yéndose a vivir con ellos. Creo que esta idea se la proporcionó el libro de Kingsley Alton Locke que devoró, como partidario que era de la Iglesia Alta en aquel momento, además de leer la vida de Arnold escrita por Stanley, las novelas de Dickens y toda la basura literaria que entonces podía causarle más daño. En cualquier caso, Ernest llevó sus ideas a la práctica y alquiló unas habitaciones en Ashpit Place, un pequeño barrio en los alrededores del Teatro Drury Lane, en una casa cuya patrona era la viuda de un cochero.

Esta señora vivía en el piso de abajo, que ocupaba por completo. En la cocina de la parte delantera vivía un hojalatero, mientras que la trasera estaba alquilada a un reparador de fuelles. Ernest se instaló en el primer piso, en dos habitaciones que amuebló confortablemente, porque uno tampoco debe sacar las cosas de quicio. Las dos plantas superiores las compartían un conjunto muy variado de realquilados: un sastre llamado Holt, que se emborrachaba y le pegaba a su mujer por las noches hasta que sus gritos despertaban a toda la casa, y otro que vivía encima, con esposa pero sin hijos, ambos wesleyanos

[91] y aficionados a la bebida, aunque poco ruidosos. Las dos habitaciones traseras estaban alquiladas a señoras solteras que, según pensaba Ernest, debían conocer a mucha gente, porque no cesaban de subir y bajar las escaleras y de pasar por delante de la puerta de Ernest caballeros bien vestidos y de buen aspecto que se dirigían al apartamento de la señorita Snow. Ernest siempre oía cerrarse dicha puerta unos instantes después de que pasaran, aunque también creía que algunos subían al de la señorita Maitland. La señora Jupp, la patrona, le dijo que eran hermanos y primos de la señorita Snow, quien en aquellos tiempos buscaba un empleo como doncella pero que, de momento, trabajaba como actriz en el Drury Lane. Ernest le preguntó si la dama de arriba, la señorita Maitland, buscaba también empleo, y ella le respondió que quería ser sombrerera. La verdad es que se creyó todo lo que le contó la señora Jupp.