7

Cuando el platén redujo la velocidad de nuevo, Danyin exhaló un largo suspiro.

—Y pensar que antes me gustaba el Festival de Estío —farfulló—. ¿Cómo pueden soportar esto los sacerdotes?

Auraya soltó una risita.

—Contamos con que llegar a los sitios nos llevará el cuádruple de tiempo de lo que tardamos normalmente. ¿No te habías topado antes con las multitudes que participan en los festejos?

—A pie —dijo él—. Los juerguistas no bloquean las calles de mi barrio…, ni rodean todos los platenes del templo que circulan por allí hasta cortarles el paso.

Ella sonrió.

—Mal podemos quejarnos de ello cuando su intención es hacer donativos.

El tintineo de una moneda en la caja de donativos del platén subrayó sus palabras.

Danyin suspiró otra vez.

—No me quejo de eso. Solo desearía que dejaran sus donativos en el templo, como todo el mundo, en vez de retener nuestros platenes.

—¿Pretendes que hagan sus contribuciones en el templo como los ricos y poderosos? —preguntó ella—. ¿Que los borrachos pobres se codeen con los borrachos pudientes?

Danyin arrugó la nariz.

—Supongo que no podríamos permitirlo. —Hizo una pausa y se le iluminó la mirada—. Debería haber un día para los donantes acaudalados y otro para los demás.

Ella sacudió la cabeza.

—Si lo hubiera, se formarían tales aglomeraciones en el templo que no podrías salir del recinto. Cuando la gente empezó a abordar nuestros vehículos hace años fue porque el templo estaba abarrotado. Ahora sería aún peor. —Se encogió de hombros—. A los festejantes borrachos siempre los ha asaltado el impulso de darnos dinero o regalos de forma espontánea. No es fácil desalentarlos, y por lo general intentarlo se traduce en un retraso aún mayor. Por eso encargamos que instalaran cajas de donativos en el exterior de nuestros platenes. Es la mejor solución.

—Pero ¿qué haríamos si tuviéramos urgencia por llegar a algún lugar?

—Yo bajaría la capota y les pediría que nos dejaran la vía libre.

—¿Y obedecerían? La mitad de ellos están borrachos y eufóricos.

Ella se rio.

—Sí, lo están. Es una celebración, al fin y al cabo. —Tiró de la cortina hacia un lado y echó un vistazo hacia fuera—. Conforta ver a tantas personas contentas. Nos recuerda que no todo el mundo murió en la guerra, y que la gente puede recuperar la alegría.

Danyin se hundió en su asiento.

—Sí, supongo que tenéis razón. No lo había visto desde ese ángulo. Me temo que soy demasiado impaciente.

De pronto, el platén aceleró. Dobló una esquina, y el sonido de las monedas al caer dentro de la caja cesó. Danyin levantó la cortina de su lado del vehículo.

—Por fin —murmuró—. Hemos llegado a la civilización.

Las mansiones de los adinerados flanqueaban la vía del Templo, la única que la guardia de la ciudad mantenía libre de juerguistas. En cambio, estaba ocupada por una larga fila de platenes profusamente adornados. Los ricos desdeñaban las cajas de donativos, pues preferían hacer visitas personales al templo con gran ostentación.

—Ahí está la familia Diezmero —dijo Danyin con un deje de preocupación—. ¡Fijaos en el tamaño de esos arcones! ¡No pueden permitirse donar tanto!

Auraya miró por encima del hombro de Danyin. Extendió sus sentidos para leer las mentes de la pareja de ancianos que viajaban en el platén de los Diezmero.

—El primer cofre está lleno de vasijas de cerámica, el segundo contiene mantas y el tercero, aceite —informó a Danyin—. Pa-Tither lleva una cantidad modesta de oro.

—Ah. —Danyin suspiró aliviado—. Así que todo es pura fachada. Espero que los dioses no se molesten.

A Auraya se le escapó una carcajada.

—¡Por supuesto que no! Nunca han exigido dinero a sus adoradores. La gente concibió la idea por sí sola. Les hemos advertido que sacrificar sus bienes a los dioses no garantiza que estos los acojan a su lado después de la muerte, pero aun así lo hacen.

—Por si acaso. —Danyin rio entre dientes—. Pero el templo tendría dificultades si no lo hicieran. ¿De qué otra manera podrían proporcionar alimento, vestido y alojamiento a los sacerdotes, y realizar obras benéficas?

—Ya se nos ocurriría una solución. —Auraya hizo un gesto de indiferencia—. La tradición tiene otras ventajas. Uno de los campesinos de mi aldea entrega gran parte de lo que gana al templo local en verano, y luego, en invierno, pide que se lo devuelvan casi todo cuando lo necesita. Dice que, si no lo hiciera así, se lo gastaría todo enseguida, y que dejarlo al cuidado de los sacerdotes es su mejor protección contra los robos.

—Porque los sacerdotes suelen estar más dotados que el resto de la gente —señaló Danyin.

Auraya advirtió que se le veía más relajado que antes. Habían estado en el hospital, en una de las zonas más pobres de la ciudad. Como miembro de la clase alta local, tenía buenos motivos para sentirse incómodo allí. Tal como iba vestido, si hubiera estado solo, seguramente lo habrían atracado.

En aquella época del año, tenía incluso más motivos para ser prudente. El Festival de Estío también era conocido como el Festival de los Maleantes. Ladrones, atracadores y carteristas se aprovechaban de los fieles siempre que podían, bien abordándolos cuando se dirigían a hacer un donativo, bien colándose en las casas en busca del dinero ahorrado para las festividades.

El año anterior, un ladrón joven y astuto había hecho una fortuna sujetándose a la parte inferior de los platenes del templo para practicar un agujero en el fondo de las cajas de donativos y llevarse las monedas. Sus primeros éxitos lo habían llevado a confiarse demasiado y, el último día del festival, después de que se propagaran las historias sobre los robos, unos fieles enfurecidos lo habían capturado y matado a palos.

—Ya no debemos de estar muy lejos —masculló Danyin, echando otra ojeada al exterior.

Auraya cerró los ojos y exploró los pensamientos de quienes los rodeaban. En la mente del cochero leyó que se hallaban cerca de la entrada del templo, y luego captó un atisbo de ira en un vehículo que avanzaba más adelante. Al concentrarse en él, descubrió que su ocupante era Terena Especiero, matriarca de una de las familias más acaudaladas e influyentes de la ciudad. A Auraya le divirtió e inquietó ligeramente advertir que la ira de la mujer iba dirigida contra ella.

Llena de curiosidad, observó el flujo de sus cavilaciones. Apenas prestó atención a Danyin cuando este le comunicó que habían pasado bajo el arco y entrado en el templo. Su concentración solo se rompió cuando el platén se detuvo. Se apearon. La explanada situada frente a la torre estaba atestada de platenes. Terena Especiero no había bajado aún de su vehículo. Tras indicarle a Danyin que la siguiera, Auraya se encaminó hacia la torre con andar decidido.

La enorme estancia del interior estaba repleta de sacerdotes y de las familias adineradas habituales, que charlaban y cotilleaban entre sí una vez realizados sus donativos. Como de costumbre, la entrada de una Blanca ocasionó un estremecimiento de emoción en la multitud. Auraya no aminoró la marcha ni apartó la vista de la sala donde se recogían los donativos. A pesar de ello, un hombre se le acercó con la intención de atajarla. Para alivio de Auraya, una sacerdotisa se interpuso en su camino para impedírselo.

Danyin la seguía, lleno de dudas que no expresaba en voz alta. Ella se planteó la posibilidad de detenerse a explicárselo, pero disponía de muy poco tiempo. Cuando se encontraba cerca de su destino, examinó con rapidez la mente de quienes estaban en la sala de donativos. Una familia acababa de hacer su contribución y se disponía a marcharse. Auraya abrió la puerta y pasó al interior.

Todos los presentes enmudecieron de sorpresa al verla. Un sacerdote superior y cuatro de menor rango estaban sentados frente a una mesa larga y robusta. La familia se hallaba justo delante de la puerta. Auraya les dedicó a todos una sonrisa y una inclinación de la cabeza.

—Por favor, continuad.

—Pa-Cristalero estaba a punto de irse, Auraya la Blanca —dijo el sacerdote superior en tono suave, efectuando el signo del círculo—, después de realizar un donativo de lo más generoso.

—En efecto —confirmó el hombre mayor de la familia con dignidad. Tras hacer la señal formal del círculo con ambas manos, salió, seguido por su esposa y sus hijos. Cuando la puerta se cerró, los sacerdotes se volvieron para contemplar a Auraya.

—He venido a observar a un visitante —les informó, colocándose a un lado.

El sacerdote superior asintió. Dos de los sacerdotes menores se pusieron de pie, levantaron con magia los arcones que había dejado la familia y los desplazaron en el aire hasta que atravesaron una puerta al fondo de la sala. Auraya miró a Danyin. Él no podía quedarse donde estaba. Se suponía que los donativos debían guardarse en secreto.

—Será mejor que esperes allí —le dijo, señalando con la barbilla la puerta por la que habían desaparecido los arcones—. Quiero que escuches si puedes.

Él hizo un gesto afirmativo y cruzó la habitación hacia la puerta, que se cerró con firmeza detrás de él. Por sus pensamientos, Auraya supo que había pegado la oreja al resquicio de la puerta.

Tres visitantes más llegaron y se marcharon antes de que entrara Terena Especiero. La mujer tenía el rostro tenso de desaprobación. Avanzó con grandes zancadas y dejó caer un cofre pequeño sobre la mesa con un golpe sordo. A continuación, alzó el mentón, paseó la vista por las caras de los sacerdotes con aire imperioso y abrió la boca para recitar el discurso que había preparado.

Cuando posó los ojos en Auraya, la altivez en su expresión cedió el lugar al espanto.

Auraya sonrió y bajó la cabeza cortésmente. La mujer tragó en seco, apartó la mirada y retrocedió un paso desde la mesa. El sacerdote superior se inclinó hacia delante y abrió el cofre. Aunque su semblante no cambió, los otros sacerdotes arquearon las cejas. Dentro había una moneda de oro.

Terena se quedó aturullada. Era evidente que ya no podría soltar el discurso que había previsto. La presencia de Auraya le había recordado que si protestaba contra la obra de un Blanco, quizá estaría protestando contra la voluntad de los dioses. Tras una breve lucha interior, los motivos para permanecer callada prevalecieron por un estrecho margen sobre los motivos para manifestar su opinión.

Auraya observó a los sacerdotes mientras pronunciaban sus palabras de agradecimiento habituales. Terena respondía entre dientes. Una vez finalizado el ritual, dio media vuelta para marcharse.

«No tan deprisa», pensó Auraya.

—Ma-Especiero —dijo con voz suave y preocupada—. He percibido el estado de agitación en que has llegado. También he notado que tenías la intención de hablar sobre tu agitación con los sacerdotes aquí presentes. Por favor, no dudes en exponernos la causa de tu intranquilidad. No quisiera que nos guardaras rencor.

Terena se sonrojó y se volvió hacia ellos de mala gana. Sus ojos pasaron de un sacerdote a otro hasta clavarse en Auraya. Mientras la mujer se armaba de valor y se llenaba de rabia, Auraya sintió hacia ella una admiración matizada de ironía.

—Es verdad que tenía la intención de decir lo que pienso —aseguró Terena—. He reducido mi donativo este año como protesta por ese centro para tejedores de sueños que estáis construyendo. Nuestros hijos no deben relacionarse con esos… esos sucios paganos.

Cuando los sacerdotes fijaron la vista en Auraya con expectación, ella se rio para sus adentros por su actitud ansiosa. Aquello debía de ser lo más emocionante que les había sucedido en días.

Ella avanzó hasta detenerse a unos pasos de la mujer.

—Dejadnos solas —indicó a los sacerdotes, que se pusieron de pie y se dirigieron en fila hacia el almacén de donativos, unidos por la desilusión. En cuanto se marcharon, Terena dejó de disimular su aprensión. No se atrevía a mirar a Auraya a la cara. Le temblaban las manos.

—Entiendo tu preocupación, Terena Especiero —aseveró Auraya en tono tranquilizador—. Hemos animado durante mucho tiempo a los circulianos a evitar el contacto con los tejedores de sueños. Esto fue necesario en el pasado para disminuir su influencia. Ahora muy pocos elegirían llevar esa vida, y los tejedores no representan peligro alguno para los circulianos leales a los dioses.

»Quienes eligen llevar esa vida suelen ser jóvenes desencantados y rebeldes. Ahora, si esas personas tienen alguna tentación de convertirse en tejedores de sueños, vendrán al hospital a verlos. Cuando lo hagan verán sacerdotes también. Descubrirán que nuestros sanadores son tan hábiles y poderosos como los tejedores, o incluso más. Si les brindamos la posibilidad de comparar, comprenderán que una opción de vida conduce a la salvación de su alma y la otra no.

Ahora la mujer contemplaba a Auraya con fijeza, convencida a su pesar por el razonamiento de la Blanca.

—¿Y qué pasará con quienes aun así quieran vivir como tejedores?

—¿Después de ver todo eso? —Auraya sacudió la cabeza con expresión triste—. Entonces son personas que decidirían vivir así de todos modos. De esta manera, seguiremos intentando persuadirles para que vuelvan. Los incitaremos a ello de forma serena pero perseverante, sin darles motivos para odiarnos o para oponer resistencia. En cambio, si aspiraran a adoptar el estilo de vida de los pentadrianos… —Dejó la frase en el aire. Algunas personas necesitaban odiar a otras. Más valía dirigir su animosidad contra los pentadrianos que contra los tejedores de sueños.

Ma-Especiero bajó la mirada y asintió.

—Me parece una medida prudente.

Auraya se llevó un dedo a los labios.

—Tan prudente como que no hables de esto con nadie, Ma-Especiero.

La mujer movió la cabeza afirmativamente.

—Entiendo. Gracias por… aliviar mi inquietud. Espero… espero no haberos ofendido.

—En absoluto. —Auraya sonrió—. Tal vez ahora puedas disfrutar de la fiesta que se celebra ahí fuera.

La comisura de los labios de Terena se curvó en una media sonrisa.

—Creo que lo haré. Gracias, Auraya la Blanca.

Tras realizar la señal formal del círculo, se encaminó hacia la puerta, otra vez con los hombros erguidos de orgullo. Auraya la Blanca le había hecho una confidencia a Terena Especiero. Por otro lado, ¿por qué no iba a hacerlo?

Auraya soltó una risita cuando la puerta se cerró detrás de la mujer. No le cabía la menor duda de que Terena Especiero correría a contarles lo que acababa de oír a sus amigos más íntimos y de confianza. Al cabo de pocos días, la información se habría extendido por toda la ciudad.

Se acercó a la puerta lateral y llamó con unos golpecitos. Danyin salió, con expresión neutra. Al leerle la mente, ella comprobó que había oído casi todo lo que allí se había dicho.

Entonces reaparecieron los sacerdotes, un poco ofendidos porque a Danyin se le había permitido que escuchara la conversación a escondidas, pero confiando en que Auraya tuviera sus motivos para pedírselo. Auraya les dio las gracias y salió de la sala.

—¿Estáis segura de que queréis que la gente lo sepa? —murmuró Danyin mientras se abrían paso entre la multitud hacia el muro circular en el centro de la estancia.

—Los circulianos de a pie no verán con buenos ojos el hospital a menos que crean que supone una ventaja para nosotros —respondió ella en voz baja—. Aquello tan manido de la paz y la tolerancia no es un argumento lo bastante convincente. Tampoco lo es la suposición de que los dioses aprobarán cualquier cosa que yo haga.

—¿Y si ellos se enteran?

—¿Los tejedores de sueños? —Auraya esbozó una sonrisa sombría—. Ya han aceptado mi propuesta. Votaron a favor de ella, y no se tomarán el trabajo de organizar otra votación por un simple rumor. Espero que sean lo bastante inteligentes para comprender que mi mentira sobre nuestra habilidad como sanadores evidencia que es imposible que alberguemos esas intenciones. Si nuestro objetivo fuera demostrar que somos mejores que ellos, y no iguales, no abriríamos este hospital.

—A menos que vuestros sanadores llegaran a estar tan cualificados como ellos. ¿De verdad creéis que no percibirán ese peligro ni adivinarán vuestros auténticos planes?

Auraya frunció el ceño.

—Se sentirán a salvo mientras no intentemos aprender sus habilidades mentales. Cuando lo consigamos, en años venideros, el éxito de la iniciativa habrá reforzado tanto su sensación de seguridad que habrán olvidado el peligro.

Danyin arqueó las cejas.

—Espero que tengáis razón.

—Yo también.

Llegaron frente al muro que se alzaba en el centro de la sala. Esta pared circundaba una tarima con un agujero en el suelo por el que colgaban unas cadenas largas. A un lado, una escalera de caracol conducía hacia arriba, pero Auraya no se fijó en ella. Hizo un gesto con la cabeza al sacerdote que se encontraba al pie de los escalones, y este efectuó la señal del círculo.

Acto seguido, las cadenas comenzaron a moverse. Un amplio disco de metal descendió por el hueco de la escalera. Cuando llegó por debajo del nivel del techo, una gran jaula de hierro apareció poco a poco. La gruesa cadena que la sujetaba pendía desde lo alto de la torre. Cuando la jaula se detuvo, el sacerdote se acercó y abrió la puerta para que entraran Auraya y Danyin.

—¿Has tenido sueños relacionados con el hospital? —le preguntó Auraya al consejero mientras la jaula iniciaba su ascenso.

—¿Sueños? ¿Creéis… creéis que podrían averiguar vuestras intenciones a través de mis sueños? —Parecía horrorizado—. ¡Eso implicaría infringir la ley!

—Lo sé. ¿Has soñado con ello?

Danyin negó con la cabeza.

—Tendré que plantearme la posibilidad de que lo intenten. Después de todo, yo correría ese riesgo si estuviera en su lugar —dijo ella—. He hablado del tema con Juran. Le he propuesto que cuando fabriquemos un anillo de conexión para sustituir los que se llevaron los pentadrianos, incluyamos entre sus propiedades un escudo que proteja los pensamientos del portador; un escudo que no bloquee mi mente, por supuesto, pues de lo contrario el anillo perdería su razón de ser.

—¿De modo que pretendéis que yo lleve ese anillo? —inquirió Danyin, incapaz de disimular su incomodidad.

Auraya contuvo una sonrisa. Desde que habían vuelto de la guerra, Danyin gozaba de una intimidad renovada con su esposa. Él no era consciente de la frecuencia con que se abismaba en ensoñaciones, y ella no tenía el valor para señalarle que un anillo de conexión no revelaría más de lo que ella ya había leído en su mente.

—Sí, el anillo es para ti —contestó Auraya—, aunque quizá necesite que se lo dejes a otras personas de vez en cuando. —La jaula redujo la velocidad hasta detenerse. Ella abrió la puerta y ambos salieron—. No te preocupes, Danyin. —Le guiñó un ojo—. Respetaré tu privacidad.

Ruborizado, él se apresuró a desviar la vista. Con una sonrisa, Auraya cruzó el pasillo hacia la puerta de sus aposentos.

Emerahl se concentró en la mente de Mirar. Al principio, no detectó nada, pero luego sus sentidos captaron una sensación de impaciencia e incertidumbre.

—Te percibo —dijo—. Has dejado caer tu escudo por puro aburrimiento.

Él exhaló un suspiro, con cara de exasperación.

—¿Cuánto tiempo estaremos con esto? Empiezo a tener hambre.

—El escudo no puede ser temporal. Tienes que aprender a mantenerlo activado en todo momento, de forma inconsciente. Inténtalo otra vez.

Mirar soltó un gruñido.

—¿No podríamos comer algo antes?

—No hasta que me resulte del todo imposible detectar tus emociones. Hazlo de nuevo.

Emerahl captó frustración, seguida de obstinación, y de pronto sucedió algo extraño. Por un momento, las emociones de Mirar se desvanecieron por completo, y luego ella percibió desconcierto. Estaba recostado en la cama y de pronto se incorporó con la espalda muy recta.

«Mirar nunca se sienta de forma tan… tan simétrica —pensó ella—. Suele tumbarse repantigado». Al examinar sus ojos, vio en ellos recelo y resignación.

—¿Leiard? ¿Eres tú?

—Lo soy —respondió él en tono ecuánime y reflexivo.

—¿Cómo es posible?

Leiard se encogió de hombros.

—Creo que él no quería estar presente.

—¿Ha huido? —Las ganas de reír se apoderaron de ella hasta que se le escapó una carcajada—. Mirar ha huido de mis clases. ¡Ja! Menudo cobarde.

Las comisuras de los labios de Leiard se curvaron ligeramente hacia arriba. Era lo más parecido a una sonrisa que ella le había visto esbozar. Se puso seria y lo contempló, pensativa.

—No quiero que pienses que no disfruto con tu compañía, Leiard, pero no puedo permitir que Mirar escurra el bulto de esta manera cada vez que mis clases le parezcan difíciles. Tendremos que asegurarnos de que no vuelva a hacerlo.

Leiard arqueó las cejas.

—¿Cómo esperas convencerlo?

—Pidiéndote que me hables de él, que me cuentes cosas que no quiere que yo sepa. ¿Qué atroces actos ha estado cometiendo?

Cuando la expresión de Leiard se ensombreció, un estremecimiento de interés la recorrió. Era evidente que había mucho que contar.

—Hablarte de ello implicaría confesarte mis propias… locuras.

Ella parpadeó, sorprendida.

—¿Locuras, tú? No pareces el tipo de persona que se deja llevar por la insensatez.

—Ah, pues lo he hecho, y a él le gustará oírme hablar de ello, con lo que difícilmente conseguirás tu objetivo.

Ella se inclinó hacia delante, llena de curiosidad.

—Ya nos ocuparemos de eso después. —Recordó la conversación que había oído por casualidad justo antes de que llegaran a la cueva—. ¿Fue por una mujer?

Leiard dio un respingo y la fulminó con la mirada.

—Te lo ha dicho.

—No. Soy mujer, ¿recuerdas? Intuimos estas cosas. Nada hace enloquecer tanto a un hombre como el amor. Tal vez… —Dejó a un lado la actitud frívola—. Tal vez encontrarías oídos más comprensivos en una mujer. Dudo mucho que Mirar escuchara tu relato con la atención debida.

Leiard soltó un resoplido suave.

—No le pareció nada bien.

¿A Mirar no le había parecido bien una mujer? Interesante.

—¿Cómo se llama esa mujer, pues?

El tejedor de sueños alzó la vista hacia ella. Emerahl jamás había visto aquella expresión atormentada en el rostro de Mirar, que le confería el aspecto de un desconocido. Él la observó durante largo rato antes de hablar de nuevo.

—Júrame que nunca se lo contarás a nadie.

—Lo juro —afirmó ella con solemnidad.

Él se miró las manos. Emerahl notó que se ponía cada vez más tensa mientras aguardaba a que él continuara.

«¡Suéltalo de una vez!», pensó.

—La mujer a quien yo amaba…, a quien amo… —dijo en una voz apenas más audible que un susurro— es Auraya la Blanca.

«¡Auraya la Blanca! —Emerahl clavó los ojos en él. Un escalofrío le bajó por la espalda, como si alguien le hubiera derramado agua helada sobre la cabeza. La impresión le impidió pensar por unos instantes—. ¡Una Elegida de los dioses! ¡No me extraña que a Mirar le pareciera mal!».

Ahora que Leiard había revelado el nombre, un torrente de palabras brotó de su boca. Refirió la historia con todo detalle: le explicó que había sido amigo y maestro de Auraya cuando era niña; que había viajado a Jarime y se había quedado prendado de la mujer en quien se había convertido; que ella lo había nombrado tejedor asesor de los Blancos, y que la noche anterior a la partida de Auraya hacia Si ambos se habían entregado a la «locura». Le habló de su decisión de dimitir para proteger el secreto que compartían; de la presencia cada vez mayor de Mirar en su mente; de que, pese a las consecuencias terribles que habría tenido que su amorío saliera a la luz, él no pudo evitar comunicarse con ella en sueños. Reconoció, con aire de culpabilidad, que habían retomado su relación cuando Auraya se había incorporado al ejército, que él había huido cuando Juran los había descubierto y que Mirar le había propuesto tomar el control sobre su cuerpo. Más tarde se enteró de que Mirar se había escondido en el campamento de un prostíbulo. Por último, le habló de la conexión en sueños por la que se había percatado de que Auraya lo había sorprendido con una prostituta y ahora creía que la había traicionado.

Cuando terminó, se sumió en un silencio taciturno.

—Entiendo —murmuró Emerahl por decir algo. Necesitaba tiempo para reflexionar sobre aquel extraordinario relato—. Es toda una historia.

—Mirar estaba en lo cierto —aseguró él con firmeza—. Puse en peligro a mi pueblo.

Emerahl extendió las manos a sus costados.

—Estabas enamorado.

—Eso no lo justifica.

—Lo justifica bastante. Lo que no entiendo es que… Sin duda Auraya descubrió a Mirar en tu mente. Eso debería haberla alarmado, ¿no?

—Sabía que los recuerdos de conexión en mi memoria se manifestaban en una personalidad con la que yo conversaba de vez en cuando. No creía que Mirar existiera de verdad. Nunca lo vio tomar el control.

—Entiendo que quisiera creer eso. El amor nos lleva a tolerar cosas que tal vez no aceptaríamos en circunstancias normales. Juran seguramente no lo habría consentido.

Leiard se encogió de hombros.

—Lo consintió, tal vez solo porque yo le era útil y Mirar aún no había demostrado que podía adueñarse de mí.

«Es evidente que no reconoció el cuerpo de Mirar —pensó Emerahl—. ¿Tanto ha flaqueado la memoria de Juran en los últimos cien años? ¿O es que Mirar presentaba un aspecto tan distinto que resultaba irreconocible? —Se estremeció al caer en la cuenta de lo cerca que había estado Mirar de que lo descubrieran—. Los dioses debieron de explorar su mente, quizá varias veces, y sin embargo no lo reconocieron. A menos que… a menos que lo reconocieran pero no les importara porque sabían que Leiard era el auténtico dueño de ese cuerpo».

Aun así, no habrían dado su aprobación a aquella relación entre una Elegida suya y un tejedor de sueños. ¿Por qué la habían permitido? Quizá temían perder la confianza y la lealtad de Auraya. Posiblemente esperaban que Leiard corroborase la mala opinión que tenían de los tejedores. Tal vez Auraya los detestaba ahora, a causa de la «traición» de Leiard.

Frunció el ceño cuando le vino otra idea a la mente.

—Dices que ella te sorprendió con una prostituta, pero que Mirar tenía el control. Si nunca antes lo había visto posesionarse de tu cuerpo, lo lógico habría sido que no te reconociera. O, mejor dicho, tendría que haberse percatado de que era él, y no tú, quien llevaba las riendas.

—No se me había ocurrido. Es… desconcertante.

—Sí. Sin duda os parecéis tanto el uno al otro que ella os identificó como la misma persona —afirmó Emerahl despacio—. Quizá habría notado diferencias, si hubiera tenido la oportunidad, pero en aquel momento debía de estar conmocionada por lo que habías hecho. Tal vez concluyó que no te conocía tan bien como pensaba.

—Yo nunca habría hecho lo que hizo él —aseveró Leiard, un poco a la defensiva.

Emerahl lo contempló con aire reflexivo.

—No. Eres muy diferente de Mirar en ese aspecto.

—¿Por qué le tienes cariño, si es tan despreciable?

—Por eso mismo. Es un bribón, eso es innegable. Pese a su moral dudosa, en el fondo es bueno. —Lo miró con los párpados entornados—. Deberías saberlo.

Él apartó la vista.

—Sé que en otra época era más… moderado respecto a las mujeres. Creo que el tiempo lo hizo cambiar. Busca sensaciones físicas para cerciorarse de que sigue vivo, de que es un ser de carne y hueso, y no un dios.

Ella clavó los ojos en él, sorprendida e inquieta por lo que estaba insinuando. Las deidades habían acusado a Mirar de hacerse pasar por un dios. Ahora Leiard pensaba que Mirar se comportaba de ese modo para convencerse a sí mismo de que no lo era.

—Te creo cuando dices que te uniste al prostíbulo por necesidad —prosiguió él—. Considerabas a los sacerdotes más peligrosos de lo que eran. También me pregunto si no estarás buscando de forma inconsciente el mismo tipo de certidumbre que busca Mirar; la certeza de que eres un ser físico y no una diosa. Trabajar como prostituta…

—Mirar —dijo ella en tono imperativo—. Fin de la pausa. Regresa junto a mí.

Él se puso rígido y luego se relajó. Cuando sus ojos la enfocaron de nuevo, bajó las cejas y le sonrió con picardía.

—¿Conque soy un bribón, eh?

Para su sorpresa, Emerahl notó que se le aceleraba el pulso. «No, en realidad no me sorprende mucho. Mirar siempre me había encendido la sangre. Al parecer, no ha perdido esa facultad después de tanto tiempo. O quizá la tiene precisamente porque ha pasado mucho tiempo».

No obstante, Emerahl, que aún percibía sus emociones, advirtió que él solo estaba bromeando para retrasar el momento en que ella recordara su propósito original: enseñarle a encubrir sus pensamientos. Asumió una expresión seria.

—Basta de cháchara —dijo—. No tengo ganas de permanecer en esta cueva para siempre, así que, a menos que quieras acabar encerrado aquí solo, alimentándote de los insectos que consigan entrar, será mejor que te concentres de nuevo.

Mirar se encorvó.

—Oh, está bien.