9
El criado guio a Reivan por un pasillo largo. La pared de un lado quedaba interrumpida por una serie de arcos y, cuando Reivan pasó junto al primero, advirtió que daban a un balcón que ofrecía una vista impresionante de la ciudad y sus alrededores.
«Debo de estar cerca de lo alto del Santuario», pensó, nerviosa.
El criado se detuvo frente al último arco, se volvió hacia ella y señaló hacia fuera. A continuación, sin decir palabra, se alejó.
Reivan se detuvo por unos instantes para recuperar el aliento… y armarse de valor. Llegaba tarde. La Voz Segunda tal vez no deseaba castigarla, pero quizá se vería obligada a hacerlo.
—Servidora novicia Reivan. —Era la voz de Imenja—. Deja de preocuparte y entra.
Reivan atravesó el arco. Imenja estaba sentada en una silla de cañas entretejidas, sosteniendo en una mano un vaso de agua con un toque de sabor. Miró a Reivan y sonrió.
—Voz Segunda de los Dioses —dijo Reivan—. Os… os pido disculpas por mi tardanza. Es que… me he…
La sonrisa de Imenja se ensanchó.
—¿Te has perdido? ¡Tú! —Soltó una risita—. No puedo creer que tú, la persona que nos guio hasta la salida de las minas, te hayas perdido en el Santuario.
Reivan bajó la vista, aunque no pudo evitar sonreír.
—Me temo que sí. Resulta algo… humillante. Tal vez debería trazarme un mapa.
Imenja se rio.
—Tal vez. Toma asiento. Sírvete algo de beber. No estaremos solas durante mucho tiempo, y quería hablar un rato contigo. ¿Te estás adaptando bien aquí?
Reivan titubeó.
—Más o menos.
Recuerdos fugaces de las últimas semanas le vinieron a la mente mientras se acercaba al asiento que Imenja tenía a un lado. Que la admitieran como Servidora novicia no había mejorado su imagen a ojos de los otros Servidores.
En el suelo encontró vasos y una jarra de agua. Mientras bebía, sedienta tras el recorrido escalera arriba y a lo largo de los pasillos, pensó en el Servidor Devoto Nekaun. Las suyas habían sido las únicas palabras amables que alguien le había dirigido hasta ahora.
Ella había seguido su consejo y se había informado lo máximo posible acerca de la política interna del Santuario, sobre todo escuchando conversaciones ajenas. No le había resultado difícil, pues todo el mundo hablaba sobre cuál de los Servidores Devotos sería nombrado Voz Primera.
—¿Qué te parece Nekaun? —inquirió Imenja.
Reivan enmudeció de sorpresa hasta que recordó que Imenja poseía la facultad de leer la mente. Durante el trayecto de vuelta, se había acostumbrado poco a poco a que le exploraran el pensamiento con facilidad. Desde entonces, debía de haber perdido la costumbre.
—El Servidor Devoto Nekaun es agradable —respondió. «También a la vista», agregó para sí.
Los labios de Imenja se curvaron en una sonrisa torcida.
—Sí. También es ambicioso.
—¿Aspira a ser Voz Primera? —preguntó Reivan, con un atisbo de curiosidad.
—Todos aspiran a ello, por una razón u otra. Incluidos aquellos que no lo reconocen para sus adentros. Incluso aquellos a quienes les da miedo. —Imenja tomó un sorbo de agua.
—¿Les da miedo que los nombren Voz Primera?
Imenja asintió.
—Sí. Temen la responsabilidad sin límites. O, tal vez, la responsabilidad que puede desembocar en tragedia, como en el caso de Kuar. Es interesante observar su conflicto interior. Su deseo de estar más cerca de los dioses choca con su miedo a la muerte, que a su vez los acercaría más a los dioses. ¿No te parece irónico?
—Sí.
—Luego están los que temen incurrir en la desaprobación de las deidades si actúan movidos por la ambición. Saben que para ser Servidores de los Dioses tienen que dejar a un lado sus intereses personales y consagrarse al servicio de ellos, así que intentan convencerse a sí mismos de que no desean el cargo, aunque en realidad sí lo quieren.
—Creía que la opinión de los dioses no era relevante. Los Servidores eligen a la Voz Primera entre los Servidores Devotos que superan las pruebas de fuerza mágica.
Imenja arqueó las cejas.
—Por supuesto que es relevante. Imagínate qué sucedería si los Servidores eligieran a alguien que no contara con la aprobación de los dioses.
—No es una situación en la que me gustaría encontrarme.
—¿En qué posición te gustaría encontrarte? —Quiso saber Imenja.
La pregunta sorprendió a Reivan, que extendió las manos a los costados.
—Siempre he deseado ser Servidora de los Dioses.
—¿Por qué?
Reivan abrió la boca para contestar, pero la cerró de nuevo. Había estado a punto de decir «para servir a los dioses», pero no estaba segura de que esto fuera cierto. «No soy una fanática —pensó—. Si me pidieran que sacrificara mi vida, no sé si sería capaz de hacerlo sin recibir antes una explicación.
»Entonces ¿por qué acaricio este sueño desde hace tanto tiempo?».
Siempre había admirado a los Servidores, por su dignidad y su sabiduría. Por su magia.
«Dudo que sea solo por la magia. Convertirme en Servidora no reforzará mis habilidades mágicas. Nunca».
Debía de haber otro motivo. Tener que abandonar el monasterio en el que se había criado porque allí no podía convertirse en Servidora le había parecido de lo más injusto. Ella deseaba quedarse. Estaba segura de que su lugar estaba allí.
—La vida es así —sentenció despacio—. Somos guías y maestros. Representamos el orden en un mundo caótico. Por medio de las ceremonias marcamos las diferentes etapas en la vida de las personas, con lo que les damos una sensación de valía y pertenencia.
Imenja esbozó una sonrisa desprovista de humor.
—Hablas como una Servidora de aldea. También gobernamos y recaudamos impuestos. Administramos justicia. Capitaneamos a hombres y mujeres en la guerra.
Reivan se encogió de hombros.
—Se nos da mejor que a los reyes antiguos, por lo que he leído.
La Voz se rio.
—Sí, es verdad. Si tienes planes de ejercer como Servidora en una aldea, o de trabajar en un monasterio, aplázalos para tus años de madurez. Por ahora, me serás de mayor utilidad aquí.
Una inquietud repentina invadió a Reivan.
—Entonces espero resultaros tan útil como imagináis.
—Estoy segura de que a la larga así será. Quiero nombrarte mi Acompañante.
Al cabo de un momento, Reivan se percató de que estaba mirando a Imenja con fijeza, y desvió la vista. «¿Acompañante de una Voz, yo?».
Eso significaba que tendría que darle consejos a Imenja y realizar encargos para ella. Todo aquel que deseara hablar con la Voz Segunda tendría que solicitar audiencia a través de Reivan. Ella ocuparía el lugar de Thar, que había muerto en la guerra. Thar poseía habilidades extraordinarias.
—Carezco de habilidades mágicas —señaló Reivan—. Solo tengo veintidós años.
—No te falta inteligencia. Me gusta tu forma de razonar. Entiendes y sigues el protocolo, y hablas otros idiomas. Te manejarás bien. Sin embargo, hay un obstáculo. Debes ganarte el puesto a ojos de los demás. Muy pocos fueron testigos de tu papel en la salida de las minas o saben hasta qué punto están en deuda contigo. Quienes permanecieron aquí durante la guerra no creen que tu acto justifique el cambiar una norma que se aplica desde hace tanto tiempo y casi se considera una ley.
Aunque el corazón le latía a toda prisa y tenía la sensación de que se le habían caído las entrañas a los pies, Reivan consiguió asentir.
—Los Servidores deben poseer habilidades.
—No te desanimes. Aquí la mayoría de la gente está dispuesta a darte una oportunidad, y no solo porque yo así lo quiero. No protestarán si te llevo a los rituales y te pido consejo, como si fueras una Acompañante, pero darle un carácter oficial tan pronto… —Sacudió la cabeza—. Tal vez tarde meses en poder hacerlo. Sabes que eres sobradamente capaz de convencerlos de tu aptitud, pero ¿te sientes con fuerzas para afrontar el desafío?
Reivan asintió lentamente.
—Si quiero servir bien a los dioses, más vale que alcance una posición en la que mi talento resulte útil.
Imenja sonrió.
—Buena respuesta. Ah, y justo a tiempo. Aquí llega Shar.
Cuando la Voz Quinta salió al balcón con su Acompañante, a Reivan le dio un vuelco el corazón. Tal vez era menos poderoso que las otras Voces, pero también más apuesto. Tenía la piel inusualmente pálida y una cabellera larga y rubia, aclarada por el sol, que se derramaba por su espalda. Sus ojos color esmeralda se apartaron de Imenja para posarse en ella.
—Señoras —saludó con una reverencia.
—¿Te importa que Reivan se quede para asesorarme? —le preguntó Imenja.
—En absoluto. —Sonrió y se inclinó cortésmente.
Reivan notó que se le encendía el rostro.
—Gracias, reverencia —le respondió en voz más baja de lo que pretendía.
—¿Somos los últimos en llegar? —preguntó una tercera mujer.
Todos se volvieron cuando dos Voces más aparecieron en el balcón. Genza era tan morena y de rasgos tan afilados como los de las aves que criaba. Vervel, en cambio, era bajo y fornido, y parecía veinte años mayor que ella. Ambos habían sido Servidores guerreros durante su época de mortales, pese a que poseían habilidades notables.
—Me temo que sí —les dijo Shar.
Genza miró a Reivan y asintió.
—Bienvenida al Santuario, Reivan Cortajuncos.
Reivan sintió que le ardía aún más la cara. Murmuró algo en señal de agradecimiento. Dos Servidores varones salieron al balcón. Ella reconoció a los Acompañantes de Genza y Vervel. Los dos la saludaron con una respetuosa inclinación de la cabeza, y ella correspondió al gesto.
Mientras los cinco recién llegados se acomodaban en las sillas de cañas entretejidas, la seguridad de Reivan en sí misma se debilitó. En presencia de todas las Voces y sus poderosos Acompañantes, se sentía insignificante y un poco patética. Decidió hablar lo mínimo imprescindible y concentrarse en escuchar. Como si quisieran complacerla, los Voces comenzaron a discutir sobre los Servidores Devotos que reunían los requisitos para ser nombrados Voz Primera.
Para sorpresa de Reivan, enumeraban los méritos y defectos de cada uno con un entusiasmo casi atemorizador. Ni un solo aspecto del carácter de un candidato escapaba a su implacable escrutinio. Ella no tardó en comprender por qué esta cuestión les parecía tan importante. Aquel que saliera elegido sería su líder. Seguramente tendrían que colaborar con esa persona durante siglos, o incluso milenios.
«Me pregunto por qué Imenja no puede asumir el cargo de Voz Primera —pensó de repente—. A mí me parece una líder más que competente».
Al cabo de un rato, llegaron dos criados con una jarra de agua y una fuente repleta de frutos secos, nueces y otros manjares. La conversación derivó hacia asuntos de menor importancia. Un escalofrío recorrió a Reivan cuando la brisa fresca le acarició la piel. Al echar una ojeada por encima del antepecho del balcón, vio que el sol estaba a punto de ponerse.
—Se han alzado voces de protesta contra la celebración del rito del Sol en un mes de duelo —declaró Vervel con expresión neutra.
Imenja movió la cabeza afirmativamente.
—Ya lo había previsto. No podemos pedir a las parejas que esperen un año más para la siguiente ceremonia de fertilidad. ¿Qué puede ser mejor para cerrar las heridas del corazón que traer una vida nueva al mundo?
Los demás asintieron o se encogieron de hombros. Imenja los miró, uno tras otro, y sonrió.
—Creo que ya hemos discutido bastante por hoy. ¿Nos reunimos aquí de nuevo mañana, si hace buen tiempo?
Las otras tres Voces hicieron un gesto afirmativo.
Imenja se irguió y se alisó la túnica.
—Nos veremos en la cena. —Bajó la vista hacia Reivan—. Acompáñame, Reivan. Tenemos mucho de qué hablar.
Cuando Imenja echó a andar, Reivan se puso de pie y la siguió. Mientras caminaban, la Voz le hizo algunas preguntas sobre sus clases. Unos minutos más tarde, llegaron al umbral de una habitación amplia. Reivan miró alrededor, fijándose en la decoración sencilla pero lujosa.
—Estos son mis aposentos —dijo Imenja—. Cuando seas mi Acompañante, se pondrá a tu disposición un conjunto de habitaciones privadas no muy lejos de aquí.
Reivan asintió y pensó en el cuarto estrecho y oscuro que le habían asignado después de admitirla como Servidora novicia.
—Estoy deseándolo.
La Voz Segunda soltó una risita.
—Claro. Mientras tanto, te será útil saber cómo viven los sacerdotes comunes.
«Y ahora sé cómo viven las Voces —pensó Reivan mientras desplazaba de nuevo la mirada por la habitación—. ¿Qué me dice esta estancia sobre ellos? Que son ricos y poderosos, pero con una actitud más digna que ostentosa. Supongo que tienen que impresionar a los soberanos que vengan de visita y dejar claro a su propio pueblo que ellos ejercen la autoridad». Se volvió hacia Imenja al recordar la duda que la había asaltado antes.
—¿Por qué no os han nombrado Voz Primera?
Imenja se rio.
—¿A mí? —Sacudió la cabeza—. Hay muchas razones, pero la principal es la cuestión de la fuerza. Necesitamos que el sucesor de Kuar posea tanto poder mágico como poseía él, si no más. Esto haría que la nueva Voz fuera más poderosa que yo, y no resultaría apropiado que una Voz menos poderosa fuera líder de las demás, ¿verdad?
Reivan negó con un gesto.
—Supongo que no.
—Además, tampoco ambiciono el puesto —reconoció Imenja—. Prefiero emplear métodos menos directos. —Se acercó a un gong pequeño. Cuando lo golpeó, un tañido agradable inundó la habitación—. Ahora, debo de ocuparme de algunos de los asuntos que solía dejar en manos de Thar. Quédate y presta atención, pues pronto te harás cargo de estas tareas.
Reivan siguió a la Voz Segunda hasta un grupo de sillas hechas de cañas, resuelta a aprender lo máximo posible.
«Puede que no tenga poderes mágicos, pero eso no me impedirá ser una buena Acompañante cuando llegue el momento», se dijo.
Mirar cerró los ojos y respiró despacio, dejando que su conciencia se relajara hasta un punto intermedio entre la vigilia y el sueño. En ese estado era fácil distraerse, perderse en regiones oníricas. Mantenía una parte de su mente centrada en su propósito. Era como aquel juego de su infancia que consistía en intentar «matar» a los otros niños tocándolos con una mano, sin separar la otra de un árbol o una roca. Los demás corrían en círculo alrededor de él, acercándose repentinamente y alejándose de un salto. Él se estiraba al máximo, tocando el árbol solo con un dedo…
«El sueño de la torre —se recordó a sí mismo—. Debo ver ese sueño que, según insiste Emerahl, es mío».
La llamó y notó que ella pasaba de la inconsciencia al sueño.
:¿Mirar?
:Estoy aquí. Muéstrame el sueño.
:Ah, sí. El sueño de la torre. ¿Cómo empezaba…?
La Torre Blanca apareció. Se alzaba imponente sobre ella/él, acompañada por una sensación de peligro inminente.
:¿Has estado en Jarime en los últimos cien años? —preguntó él en un tono suave y bajo para no interrumpir su evocación—. ¿Has visto la Torre Blanca?
:No.
Era interesante que Emerahl hubiera soñado de forma tan detallada con algo que jamás había visto… Por otro lado, ella creía que el sueño no le pertenecía.
El sueño no era tan preciso como parecía en un principio. La cima de la torre desgarraba las nubes que pasaban; era más alta que en la realidad. Mirar sintió que el miedo del sueño se apoderaba de él; el impulso apremiante de huir, pero también la parálisis de la fascinación. El soñador quería observar; quería ver, aunque fuera peligroso. Si se quedaba durante mucho rato, ellos verían al soñador. Descubrirían quién era.
«¿“Ellos”? ¿Quiénes son “ellos”?».
La torre pareció doblarse. Se formaron grietas. Era demasiado tarde para escapar, pero aun así él lo intentó. Al mirar atrás, vio que unos bloques de piedra gigantescos se precipitaban sobre él.
«¿Por qué no he echado a correr antes? ¿Por qué no corro hacia un lado para apartarme de la larga trayectoria de la torre que se derrumba?».
El mundo se desplomó en torno a él con un estruendo ensordecedor. Notó que su cuerpo quedaba cubierto. Aplastado. Los huesos se le quebraban. La carne se le comprimía hasta reventar. Su pecho cedía bajo un peso enorme. Los pulmones le ardían cada vez más conforme se asfixiaba poco a poco. Le faltaba el aire para gritar. Ni siquiera podía emitir un gemido de dolor. Luchó contra el aturdimiento que se adueñaba de su mente. Intentó invocar magia, pero no la encontró. Se había agotado en el espacio que lo rodeaba. Aun así, él proyectó sus sentidos más lejos, percibió una cantidad minúscula de magia y la atrajo hacia sí. La utilizó para proteger y mantener en funcionamiento su cabeza, su mente, sus pensamientos.
«No es suficiente».
La magia no era suficiente para sanar su cuerpo. Ni siquiera le bastaba para levantar los escombros de la Casa que tenía amontonados encima. Y desde luego no sería suficiente para enfrentarse de nuevo a Juran, que era lo que tendría que hacer si conseguía liberarse.
«Podría rendirme sin más. Dejarme morir. Juran tiene razón respecto a una cosa: se avecina una nueva era. Tal vez no haya lugar para mí en ella, como él afirma».
Pero ¿qué ocurriría con los tejedores de sueños?
«Ya no puedo serles útil. Al oponerme a los planes de los dioses, lo único que he conseguido es convertir a los tejedores en enemigos del pueblo en vez de en miembros de esta nueva sociedad. Nada dura eternamente. Tal vez haya llegado el momento de que ellos se extingan también. No puedo hacer nada por ellos. Si no soy capaz de salvarme a mí mismo, ¿cómo voy a salvarlos a ellos?».
Al notar que la poca magia que había absorbido se debilitaba, intentó invocar más, extendiendo sus sentidos más allá de lo que lo había hecho jamás. Si lograba atraer la suficiente energía para permanecer con vida, quizá conseguiría salir de aquel trance. Todo se reducía a una cuestión de eficiencia. No era necesario que realinease los huesos o cerrase las heridas de la piel; solo que mantuviera en marcha los procesos vitales. No había alimentos ni agua allí, debajo de los cascotes. Tendría que disminuir la actividad de su organismo hasta el límite entre la vida y la muerte. No debía pensar, solo preservar la sustancia de su mente lo suficiente para que continuara absorbiendo magia y encauzándola hacia este fin.
Si conseguía no pensar, los dioses no lo descubrirían. No sabrían qué estaba haciendo. No sabrían si había sobrevivido o no.
Pero en cuanto se recobrara, se enterarían. Bastaría con que le leyeran la mente.
«Que no me vean. Que vean a otro, a alguien que nunca represente una amenaza para ellos. Me transformaré en otra persona hasta…, bueno, hasta que no pueda más… o hasta que muera».
Se entregó despacio a la oscuridad.
:¡Mirar!
La oscuridad reculó rápidamente, como un raina asustado. Liberado de la pesadilla, él recordó dónde se hallaba y qué estaba haciendo, y las implicaciones del sueño se agolparon en su cabeza.
:Emerahl. Tenías razón. Lo recuerdo.
:Lo he visto —respondió ella—. Eres el auténtico dueño de tu cuerpo. La Torre Blanca simbolizaba el ataque de Juran contra ti. En el sueño se confunde con la Casa de los Tejedores bajo la que quedaste sepultado. Tú, Mirar.
Él se quedó sobrecogido y maravillado ante su propia hazaña.
:Dio resultado. Sobreviví. Creé a Leiard para evitar que los dioses me vieran, y funcionó. He entrado en su templo y he yacido con su sacerdotisa sin que me reconocieran.
:Perdiste tu identidad —repuso ella, horrorizada—. Es casi lo mismo que si hubieras muerto.
:Pero ahora la he recuperado.
:Por fortuna para ti, encontraste un lugar seguro donde recuperarla…, y yo sigo viva, lo que me ha permitido enseñarte a ocultar tus pensamientos.
:Sí, y también ayudarme a recordar. Gracias, Emerahl.
:Dudo que Leiard me lo agradezca.
:¿Leiard? No es una persona real.
:Se ha convertido en alguien con una existencia verdadera.
:Es cierto —convino Mirar a regañadientes—. Ha tenido cien años para ello. Al menos ahora sabe la verdad. No es de extrañar que discrepáramos continuamente. Lo hice opuesto a mí en muchos aspectos para reforzar mi disfraz.
:Me pregunto si… él aún existe. ¿Nos despertamos para que intente invocarlo?
:No —contestó Mirar—. Aún no. Tengo mucho en qué pensar. Empiezan a venirme a la memoria otros recuerdos.
:Mañana entonces.
:Sí, mañana. Mirar intentó ahuyentar una inquietud creciente. ¿Qué haría si Leiard continuaba dentro de su mente? ¿Había algo que pudiera hacer?
:Buenas noches, le envió Emerahl, somnolienta.
:Buenas noches, contestó él.
Su conexión en sueños se interrumpió. Una vez solo, Mirar se abismó en sueños y recuerdos. Aunque no todos eran agradables, en su mayor parte reflejaban hechos reales que él había ignorado durante un siglo.