14

Fuera de la cueva hacía una temperatura agradable, ahora que el sol de finales del verano se había puesto. El cielo estaba despejado, y las estrellas formaban un tapiz denso en lo alto. Emerahl lanzó un suspiro de satisfacción.

—Eso está mejor —murmuró Mirar.

Dos noches atrás, cuando él se había aventurado a salir por primera vez, habían decidido que el muro de roca era el sitio más cómodo donde sentarse. Aunque hacía días que ella no captaba el menor atisbo de pensamiento de Mirar, él no resultaba invisible a la vista de cualquiera, por lo que solo salía de noche. Los siyís creían que Emerahl estaba sola, y ella no quería sacarlos de su error hasta que se pusiera de acuerdo con Mirar respecto a cuál sería su siguiente paso.

Era poco lo que podían hacer de noche aparte de admirar las estrellas y conversar. Ella oyó que Mirar tomaba aire para hablar.

—Hoy he estado pensando en los otros indómitos. Es posible que algunos sigan con vida.

Emerahl se volvió hacia él. Tenía el rostro tenuemente iluminado por las estrellas.

—Yo también he estado pensando en ellos. Me preguntaba si sería bueno o malo para nosotros que los encontráramos.

—Sería malo si llevara a los dioses a descubrir nuestra existencia.

—¿Cómo iban a descubrirla? —Hizo una pausa—. ¿Crees que los demás nos traicionarían?

—Tal vez no lo hicieran a propósito. Los dioses podrían leerles la mente.

Emerahl esbozó una sonrisa torcida.

—Si sus mentes se pudieran leer, los dioses los habrían localizado y aniquilado hace mucho —señaló.

Mirar se removió en su asiento.

—Sí, probablemente.

Ella alzó la vista hacia las estrellas.

—Aun así, quizá los otros necesiten nuestra ayuda.

—Estoy seguro de que si han sobrevivido tanto tiempo, no les hará ninguna falta.

—¿Ah, sí? ¿Del mismo modo que a ti no te hacía falta mi ayuda?

Él soltó una risita.

—Pero yo no soy más que un joven necio de unos pocos miles de años. Los otros indómitos son mayores y más sabios.

—Entonces tal vez ellos podrían ayudarnos a nosotros —observó ella.

—¿Cómo?

—Si yo te he enseñado a ocultar tus pensamientos, imagínate lo que ellos podrían enseñarnos. Quizá nada, pero no lo sabremos hasta que demos con ellos.

—¿Quieres que te acompañe en esta búsqueda?

Emerahl suspiró.

—Me gustaría, pero no creo que sea lo más prudente. Si tienes razón respecto a que los sacerdotes comunes no saben leer mentes…

—Y la tengo.

—… entonces estaré razonablemente a salvo, a menos que un revés excepcional de la fortuna me lleve a toparme con el sacerdote que posee poderes telepáticos y que me buscaba antes.

—En cambio, hay muchas más personas que podrían reconocer a Leiard —concluyó él.

—Sí.

—Si los dioses quieren darme caza, tal vez hayan indicado a los sacerdotes que les avisen si tropiezan conmigo. Seguramente los tejedores de sueños también estén atentos por si me ven. Y es posible que los dioses vigilen sus mentes. —Gruñó—. Hay demasiada gente que podría identificarme. ¿Por qué habrá accedido Leiard a convertirse en tejedor asesor de los Blancos?

—No me cabe duda de que pensaba que era lo mejor.

—Tratar con los dioses nunca es lo mejor —repuso él, exhalando un suspiro—. ¿Durante cuánto tiempo tendré que esconderme? ¿Tendré que quedarme en esta cueva hasta que no quede con vida nadie capaz de reconocerme?

—En ese caso, nunca te marcharás. A menos que planees enviar a alguien a asesinar a los Blancos.

—¿Eso es una oferta?

Ella sonrió.

—No. Tendrás que hacer lo que hice yo: convertirte en un ermitaño. Rehuir el trato con todo el mundo salvo con las personas más humildes y corrientes.

—O sea, que si permanezco aquí durante una vida entera, solo tendré que preocuparme por los Blancos.

—Si quieres aislarte por completo, no puedes quedarte en esta cueva. Les aseguré a los siyís que regresaría a casa ahora que sabía que la guerra había terminado —dijo Emerahl—. Seguirán viniendo para comprobar si continúo aquí.

—¿Conoces algún otro lugar donde pueda esconderme?

—Unos cuantos. Sin embargo, no creo que puedas o debas evitar del todo a los demás humanos. Estar en compañía de otras personas es importante para que la fisura en tu identidad no se ensanche de nuevo.

—Te tengo a ti.

—En efecto —dijo ella con una sonrisa—, pero soy una persona con la que Mirar tiene lazos muy fuertes. Tal vez esté inhibiendo tu capacidad para aceptar a Leiard. Necesitas interactuar con personas con las que no te hayas relacionado previamente. Esos siyís no te harán daño. Dices que no has conocido a ninguno de ellos.

—¿Cómo me presentaré ante ellos? No puedo revelarles que soy Mirar.

—No. Tendrás que volver a hacerte pasar por otra persona.

—¿Por Leiard?

—No —replicó ella con firmeza—. Adopta una apariencia y un nombre distintos, pero no te inventes nuevos hábitos o rasgos de personalidad. Sé tú mismo.

—¿Cómo debo llamarme entonces?

Ella se encogió de hombros.

—Yo en tu lugar no elegiría un nombre que no te gustara.

Mirar rio entre dientes.

—Claro que no. —Ella lo oyó tamborilear con los dedos—. Sigo siendo un tejedor de sueños, así que adoptaré el nombre de uno. Camino de la batalla conocí a un joven no muy diferente de mí, inteligente y fiel a sus ideas. Se llamaba Wil.

—¿Wil? ¿No es un nombre dunwayano? No tienes pinta de dunwayano.

—Cierto. Entonces le añadiré unas sílabas.

—¿Qué tal «Wileso»? —sugirió ella con una risita—. ¿O «Wilimitado»?

Él suspiró.

—Después de mil años, tu sentido del humor no ha mejorado mucho, Emerahl.

—Podría haberte propuesto «Wiluso».

Él emitió un quejido bajo de desaprobación.

—Me llamaré Wilar.

Emerahl asintió.

—Bien, Wilar. ¿Wilar qué?

—Talabartero. —Levantó un pie. Las sandalias que se había confeccionado apenas resultaban visibles en la penumbra.

—Es una habilidad útil —comentó ella.

—Sí. La verdad es que Leiard adquirió unas cuantas. Yo nunca había tenido que fabricarme mi propio calzado. La gente siempre me lo regalaba.

—Ah, qué tiempos aquellos —dijo ella en tono burlón—. Cómo echamos de menos la adoración y la generosidad ilimitadas de nuestros seguidores.

Mirar se rio.

—Con la salvedad de que no eran ilimitadas.

—No. Y yo no las echo de menos.

Se quedaron sentados en silencio durante largo rato. Mirar se movió al fin, y ella apoyó las manos para ponerse de pie. No obstante, en vez de proponerle que volvieran adentro, él simplemente fijó los ojos en ella.

—Tendrás que irte, ¿verdad?

Ella lo miró y se sintió partida en dos.

—Lo cierto es que quiero encontrar a los otros indómitos —dijo—, pero eso puede esperar. Si necesitas que me quede, lo haré.

Él alargó la mano y le acarició la cara.

—Quiero que te quedes —declaró—, pero… tienes razón sobre el efecto que produces en mí. Eres un pilar del que me da miedo desprenderme. Debo seguir tu recomendación y buscar la compañía de otras personas.

Ella lo tomó de la mano y la apretó entre las suyas.

—Puedo quedarme un poco más. No hay prisa.

—No, no la hay. Pero ya me siento inquieto. Creo que pronto será insoportable para mí andar por aquí si no encuentro algo que hacer. Te acompañaría si pudiera. Ojalá tuvieras en mente un plan con el que yo pudiera ayudarte, pero me alegro de que hayas decidido buscarlos. —Guardó silencio por unos instantes—. Debemos permanecer en contacto.

—Sí —dijo ella, y de inmediato notó que su deseo de encontrar a los indómitos se afianzaba hasta convertirse en determinación—. Conectaremos en sueños. Puedo mantenerte al corriente de mi búsqueda.

—¿Y comprobarás que yo esté bien?

Ella se rio.

—Cuenta con ello.

Él apartó la mano y se recostó de nuevo sobre el muro de roca. Inclinó la cabeza para contemplar las estrellas.

—Son tan hermosas… —dijo—. ¿Volverás a cambiar tu apariencia?

Ella reflexionó. Ser guapa constituía una ventaja a la hora de recabar información, pero ser espectacular y joven resultaba inconveniente para viajar. La gente tendía a fijarse en las mujeres espectaculares y solía recordarlas. Hacían demasiadas preguntas y, si eran hombres, intentaban seducirla.

—Sí. Creo que envejeceré unos diez o veinte años.

Mirar murmuró algo. Emerahl alcanzó a oír las palabras «qué desperdicio» y sonrió. La complacía saber que él aún se sentía atraído por ella. Quizá cuando el hombre aceptara por fin a Leiard y dejara de tener la personalidad dividida, se presentaría una oportunidad para reanudar sus amoríos.

Ella sonrió. «Cuanto antes me vaya, antes pondrá en orden sus pensamientos y antes podremos explorar esas posibilidades. Si me asaltan dudas respecto a marcharme, solo debo recordar esto». Sin dejar de sonreír, se puso de pie y se dirigió de vuelta hacia la cueva a fin de prepararse para el largo proceso de modificar su edad aparente.

Imenja sirvió agua en un vaso y llenó el de Reivan.

—Solo falta uno —murmuró—. Pronto habremos terminado.

Reivan asintió, intentando no parecer demasiado aliviada. Cuando había entrado en la sala y había descubierto que la incluirían en la fase final de un acontecimiento tan trascendental como la elección de la Voz Primera, se había mareado a causa del asombro y la impresión.

Había observado con fascinación a las Voces mientras, una tras otra, cerraban los ojos, se comunicaban con los Servidores superiores de las distintas regiones de Ithania y anunciaban en alto el voto que emitía cada uno de los Servidores Devotos. Los Acompañantes de las Voces registraban los resultados en un pergamino enorme. Cuando Imenja le había pedido a Reivan que hiciera lo mismo para ella, la joven se había sentido abrumada. Al coger el pincel, sus manos le temblaban de emoción.

Al cabo de una hora, aquel registro interminable había transformado la emoción en aburrimiento. Dos horas después Reivan se había percatado, descorazonada, de que en el pergamino solo constaban los votos de una sexta parte de las regiones. Iba a ser un largo día.

Los criados les llevaban una gran variedad de manjares y bebidas como para compensar la monotonía de su tarea. Todas las conversaciones se mantenían entre murmullos, con el fin de no distraer a la Voz que en aquel momento estuviera reuniendo información.

—Ya está —declaró Vervel—. Todos los votos han sido emitidos. ¿Haces el primer recuento, Imenja?

La Voz Segunda se puso en pie y se acercó al pergamino. Deslizó el dedo despacio por la primera columna, moviendo los labios mientras sumaba los números. Al llegar al final, cogió el pincel y anotó un total, antes de pasar a sumar los números de la columna siguiente.

Aunque este proceso también era lento, un interés creciente se apoderó de Reivan. Una vez que Imenja hubiera terminado, sabrían quién sería su nuevo líder. Echó un vistazo a los Acompañantes. Ellos también observaban a Imenja con expresión embelesada.

Se oía un suave roce a medida que el dedo de la Voz Segunda descendía por el pergamino. Cada vez que ella hacía una pausa para escribir el resultado, Reivan estudiaba su rostro. Había memorizado el orden de los nombres y sabía cuáles eran los Servidores Devotos cuyos sufragios estaba contando su patrona. También sabía, por los votos que había anotado, cuáles eran los candidatos con más posibilidades de salir elegidos. Sin embargo, cuando veía que Imenja arqueaba las cejas o fruncía el entrecejo ante un resultado, Reivan no estaba segura de si eran gestos de satisfacción, consternación o simplemente sorpresa.

Tan pronto como Imenja terminó, se irguió y miró a Vervel. Este le devolvió la mirada y se encogió de hombros. Karkel, el Acompañante de Vervel, hizo ademán de levantarse, pero se sentó de nuevo cuando Vervel posó los ojos en él y sacudió la cabeza.

«De modo que no nos lo dirán ahora —pensó Reivan—. ¿Nos lo dirán cuando los otros hayan confirmado el recuento, o tendremos que esperar al comunicado oficial?».

A continuación, Vervel procedió a recontar los votos. Incapaz de soportar la incertidumbre, Reivan apartó la vista. En la mesa, a su lado, había un plato de nueces y frutos secos. Ella se puso a comer, aunque no tenía nada de hambre. El plato estaba medio vacío cuando Shar anunció al fin que había concluido su recuento. Imenja enrolló el pergamino y dedicó una sonrisa a los cuatro Acompañantes.

—Vayamos a darle una buena noticia a uno de los Servidores Devotos, y un motivo de celebración a mucha gente.

Los Acompañantes se pusieron de pie. Reivan reparó en sus caras de resignación. «O sea, que tendremos que aguardar como todo el mundo —se dijo, sonriéndose—. Se acabó lo de ser la niña mimada de Imenja».

Salieron de la sala en pos de las Voces. Dos criados que se acercaban a la puerta con bandejas de comida se detuvieron e inclinaron la cabeza mientras pasaba aquel desfile de personajes importantes. Al echar una ojeada hacia atrás, Reivan vio que intercambiaban una mirada significativa antes de alejarse a toda prisa.

Al poco rato se percató de que otros criados y algún que otro Servidor se asomaban a las puertas o por detrás de las esquinas para mirarlos con disimulo. Captó susurros de emoción y pasos de gente que corría. Un ambiente de expectación empezó a extenderse por el Santuario. Se oían gritos lejanos, amortiguados por paredes o puertas. En algún sitio sonó una campana, y enseguida se sumaron otras. Las Voces abandonaron la intimidad de los pasadizos del Santuario Alto y enfilaron el pasillo principal del Santuario Medio. Reivan vio más adelante a unos Servidores que se apresuraban a reunirse con los que esperaban para oír el comunicado. Otros formaban una pequeña multitud que avanzaba tras ellos a una distancia discreta.

El pasillo del Santuario Medio desembocaba en un patio grande. Imenja y las otras Voces lo atravesaron con paso decidido, seguidos por los Acompañantes, y entraron en un salón espacioso. Una muchedumbre de túnicas negras abarrotaba la estancia. Reivan reconoció los rostros de muchos Servidores Devotos. Se preguntó cuánto rato llevaban allí.

El rumor de cháchara cesó, y todas las cabezas se volvieron hacia las Voces, pero los líderes pentadrianos no se detuvieron. Cruzaron el salón y salieron a la parte superior de la escalinata principal. En cuanto aparecieron, el gentío los recibió con un rugido. Los ciudadanos de Glymma y los forasteros que habían viajado hasta allí para presenciar la elección de la nueva Voz Primera componían una masa de caras vueltas hacia arriba y brazos que se agitaban.

Las cuatro Voces formaron una hilera. Reivan, de pie tras ellos, no veía sus semblantes. Cerró los ojos y dejó que los gritos de entusiasmo de la multitud la envolvieran.

—Compañeros pentadrianos —dijo Imenja, elevando la voz por encima del ruido.

El público calló de mala gana. Al dirigir la vista más allá de Imenja, Reivan vio muchos ojos empañados entre la muchedumbre, así como botellas y jarras en varias manos. Rio para sus adentros.

«Ha sido una larga espera. Supongo que de alguna manera tenían que entretenerse».

—Compañeros pentadrianos —repitió Imenja—. Hemos reunido los votos de los Servidores de todo el mundo. Ha sido una jornada larga, pero la tarea era demasiado importante para llevarla a cabo con apresuramiento. Hemos concluido el escrutinio. —Sostuvo en alto el pergamino, de una longitud impresionante—. ¡Tenemos una nueva Voz Primera!

El gentío prorrumpió de nuevo en gritos de alegría.

—Pasad al frente, Servidores Devotos de los Dioses.

Desde el salón del fondo, varios hombres y mujeres comenzaron a descender la escalinata. Una vez abajo, formaron una larga fila y alzaron la vista hacia las Voces.

«Una de estas personas ha convencido a buena parte de los Servidores de los Dioses de que será un buen líder —pensó Reivan. Recordó todas las transcripciones que había leído de discusiones filosóficas sobre las cualidades que un buen líder debía poseer—. ¿Alguno de estos candidatos las posee todas? ¿Y si ninguno de ellos las tuviera? ¿Los dioses intervendrían?». Sería como un jarro de agua fría. Implicaría que la mayoría de los Servidores no sabía elegir a un buen líder.

«Tal vez no sepan. —De pronto, la invadió la inquietud—. ¿Con qué criterio habrán votado? —Meditó sobre lo que habría hecho de haber estado en el lugar de los Servidores que vivían lejos de Glymma—. Supongo que habría descartado a todo aquel que hubiera causado problemas o cometido errores graves. Sería útil saber si una de estas personas ha demostrado ya sus dotes de liderazgo y tomado decisiones acertadas. Creo que preferiría a alguien que hubiera luchado en la guerra, pero al final tendría que arriesgarme y basarme en la información que tuviera. No votaría por alguien que no me cayera bien. Nadie daría su voto a alguien que le resultara antipático».

El último Servidor Devoto se incorporó a la fila. Imenja levantó el rollo de pergamino. Antes de desenrollarlo, esperó a que se impusiera el silencio, en la medida en que una multitud embriagada por la euforia podía callar.

—Los Servidores de los Dioses han elegido al Servidor Devoto Nekaun como nueva Voz Primera. Acércate, Nekaun.

Mientras el público estallaba en aclamaciones, a Reivan se le llenó el corazón de júbilo. Sonrió al recordar al hombre que la había felicitado y le había ofrecido consejo tras su admisión.

«Qué bien», pensó.

Por encima del hombro de Imenja, vio a Nekaun encaminarse al frente. Aunque mostraba tranquilidad y presencia de ánimo, sus ojos ardían de emoción.

«Yo lo habría elegido a él —se dijo Reivan—. Nunca ha cometido fallos importantes, ha estado años a cargo del templo de Hrun y combatió en la guerra. Es simpático y amable. Y, por si fuera poco, es guapo. ¡Seguro que eso supone una ventaja para un líder! ¿Qué más podrían desear los dioses?». Contempló admirada a Nekaun, que se detuvo a pocos pasos de Imenja y realizó la señal de la estrella.

Imenja le pasó el pergamino a Genza, que empezó a enrollarlo despacio. La Voz Segunda extrajo de su túnica un colgante en forma de estrella y lo sujetó en alto. Los gritos de la multitud se acallaron poco a poco.

—Acepta este símbolo de los dioses —dijo Imenja—, y aceptarás una vida eterna de servicio a ellos y a su pueblo. Te convertirás en la Voz de la que se servirán para comunicarse con los mortales. Te convertirás en la Mano que trabajará por nuestro bien y atacará a nuestros enemigos.

Él extendió el brazo despacio para coger la cadena y agachó la cabeza.

—Acepto la carga y la responsabilidad —dijo. Cerró los ojos y se colocó el colgante en torno al cuello. Reivan vio que se ponía rígido y que una expresión de asombro cruzaba su rostro. Se irguió, levantó la mirada hacia Imenja y sonrió—. Y los dioses me han aceptado.

—En ese caso, ocupa tu lugar entre nosotros —finalizó Imenja.

Siempre sonriente, Nekaun subió hasta situarse junto a ella y se volvió de cara a la muchedumbre. Imenja lo señaló con un gesto, mirando al público.

—Ciudadanos de Glymma y visitantes de otras partes, ¿dais la bienvenida a Nekaun, Voz Primera de los Dioses?

La multitud respondió con un rugido de aprobación. Imenja se volvió hacia él.

—¿Quieres dirigir unas palabras al pueblo?

—Así lo haré. —Aguardó a que reinara el silencio—. Conciudadanos, aquí, de pie ante vosotros, siento una gran alegría y a la vez tristeza. Alegría por haber recibido la mejor oportunidad para servir a los dioses que se le puede brindar a cualquier hombre o mujer. Tristeza por ocupar el puesto de un hombre al que admiraba.

»Asumo de buen grado las mismas responsabilidades que él ejercía, porque nuestro objetivo es el mismo. Debemos librar al mundo de los paganos circulianos. Pero no temáis: no os conduciré a otra guerra. Hemos probado esa vía y, bien por mala fortuna, bien por voluntad de los dioses, la vía ha fracasado.

»Vislumbro otra manera de alcanzar nuestro objetivo. Debemos mostrarles su error y acercarlos a las deidades verdaderas. Debemos atraerlos a nuestro bando de forma pacífica, por medio de la persuasión y la razón. Y es que creo que la verdad y la comprensión son fuerzas poderosas, y las tenemos a nuestro favor. Si nos valemos de ellas, no podemos fracasar. —Levantó los brazos—. ¡Con ellas, conquistaremos Ithania del Norte!

«No es un discurso incendiario que anime a matar y someter al enemigo en una guerra gloriosa, como el de Kuar», pensó Reivan. Aun así, el público rugió de nuevo, enardecido por la emotividad del acto, así como por la bebida y quizá también por el alivio de saber que no habría otra guerra en un futuro próximo.

Cuando Imenja volvió a tomar la palabra, Reivan reflexionó sobre el objetivo de Nekaun. «Así que quiere convertir a los circulianos —se dijo—. Me pregunto cómo piensa lograrlo. ¿Enviará Servidores a Ithania del Norte para que se ganen a la gente de allí? Dudo mucho que les dispensaran una calurosa acogida».

Imenja terminó. Tras dirigirle una mirada fugaz, Nekaun se encaminó de regreso hacia el salón, al frente de las Voces. Reivan y los Acompañantes los siguieron. Una vez dentro, los Servidores se agolparon en torno a su nuevo líder para felicitarlo. Reivan se preguntó cuántos de ellos habrían tomado conciencia de lo que el plan de Nekaun significaría para ellos. Viajar a Ithania del Norte para convertir circulianos podía resultar más peligroso que marchar a la guerra.

«No envidio a quienes tengan que cumplir esa misión —pensó. De pronto, cayó en la cuenta de que nada impedía que la enviaran a ella—. Pero ¿no debería tener ganas de ir? ¿No debería estar dispuesta a hacer cualquier cosa por los dioses?

»Carezco de habilidades mágicas, y no soy más que una Servidora novicia. Seré más útil si me quedo aquí, trabajando para Imenja».

Por otro lado, tal vez no tendría posibilidad de elegir. ¿Y si Nekaun le pedía que fuera? ¿Y si acababa en una situación en que él quisiera desembarazarse de ella? Por lo pronto no veía razones para ello, pero el mundo de la política y los favoritismos funcionaba así: las cosas podían cambiar de un momento a otro.

«En definitiva, solo puedo hacer una cosa —decidió—. Procurar no darle motivos para querer quitarme de en medio».