18

Cuando Reivan salió al balcón detrás de Imenja, vio que las otras Voces ya estaban allí. Todos menos Nekaun estaban sentados en sillas de cañas, tomando sorbos de sus bebidas frías, y todos menos Nekaun habían acudido con un Acompañante.

Él aún no había elegido uno. Solo habían transcurrido dos meses desde que lo habían nombrado Voz Primera, y Reivan se figuró que escoger Acompañante era algo que no debía hacerse a la ligera. No habría sido justo que él fuera probando y despidiendo candidatos hasta encontrar a alguien digno de su confianza y su aprecio.

Nekaun dedicó una inclinación de cabeza a Imenja mientras esta tomaba asiento, y sonrió cuando sus ojos se posaron en Reivan. Como de costumbre, su sonrisa era la de alguien que se alegraba de ver a una amiga, lo que siempre cohibía un poco a la joven. La halagaba que un hombre tan extraordinario la tuviera siquiera en consideración.

Todos lo adoraban. Era encantador y amable. Cuando hablaba con una persona, le prestaba toda su atención. Se reía de sus bromas, escuchaba sus quejas y siempre se acordaba de sus nombres.

«Supongo que solo da la impresión de que se acuerda —se dijo a sí misma Reivan mientras se sentaba junto a su patrona—. No le hace falta memorizar el nombre de nadie. Puede extraerlo de la mente de su interlocutor siempre que sea necesario».

El comportamiento de las Voces como grupo había cambiado. Aunque ella nunca había visto a Nekaun enfadado o con actitud autoritaria, no le cabía la menor duda de que él estaba al mando. Él siempre pedía opiniones y consejos a los demás, pero al final tomaba las decisiones por sí mismo.

«Claro que de ese modo los otros no pueden reclamar, puesto que son ellos quienes le han dado el consejo que ha conducido a su decisión», reflexionó Reivan.

Cuando Imenja le había transferido las responsabilidades del liderazgo, no había expresado ni alivio ni pesar. Desde entonces, hablaba muy poco de las actividades de Nekaun. Si alguna de sus decisiones le había parecido desacertada, Reivan no había visto el menor indicio de ello.

«Si me hiciera algún comentario, Nekaun lo leería en mi mente. Imenja no me dirá nada que no quiera que él sepa».

Nekaun había empezado a caminar de un lado a otro a lo largo del antepecho del balcón. Le lanzó una mirada enigmática a Reivan, que notó que se sonrojaba.

«¿En qué estoy pensando? Estoy siendo una cínica otra vez. Debo dejar de hacer eso. Espero que él comprenda que no es más que un mal hábito y que en realidad no creo que sus decisiones puedan ser desacertadas o…».

—Ya que estamos todos aquí, podemos comenzar ahora mismo —anunció Nekaun.

—Sí —convino Imenja—. ¿En quién, o mejor dicho, en qué lugar, nos centramos primero?

Nekaun sonrió.

—Primero en Shar y en Dunway, creo.

El apuesto y rubio miembro de las Voces se aclaró la garganta. Había traído consigo uno de sus voranes domados, que jadeaba echado junto a la silla.

—El plan del naufragio parece estar desarrollándose según lo previsto. A los supervivientes se les está tratando bien. El segundo barco sigue retenido en el puerto de Chon. Tal como imaginábamos, los dunwayanos se resisten a dejar que nuestra gente desembarque.

Nekaun asintió.

—¿Genza?

La Voz Cuarta flexionó sus brazos delgados y musculosos.

—Mi gente emprendió su expedición hace ya once días, pero incluso con la ayuda de nuestras aves para reconocer el terreno, su avance es lento. Han avistado siyís a lo lejos varias veces, pero los seres voladores no se les acercan.

—¿No han encontrado rastros de aquella a la que llaman Auraya?

—No.

—Bien. —Nekaun se volvió hacia Vervel. El hombre bajo y robusto se encogió de hombros.

—Mis Servidores han llegado. A los torenios no parece importarles su nacionalidad, siempre y cuando tengan algo que comprarles. Son un pueblo pragmático. El segundo barco aún no ha arribado a Genria.

—¿Tus Servidores continúan embarcados? —preguntó Nekaun a Imenja.

Ella asintió.

—Sí. Se han retrasado, al igual que los tuyos, debido a aquella tormenta. Ahora que ha escampado, supongo que llegarán a Somrey dentro de unos días.

—¿Consideráis conveniente que nuestra gente alcance sus respectivos destinos al mismo tiempo? —inquirió Vervel—. Los circulianos podrían darse cuenta y sospechar de nuestras intenciones.

—Si permanecen ojo avizor —dijo Nekaun. Miró a Genza—. Es poco probable que tu gente consiga pasar inadvertida, pues muy pocos forasteros entran en Si. Por otro lado, los siyís carecen de sacerdotes, por lo que tal vez resulte más fácil influir en ellos.

—No será tan sencillo encontrar Servidores potenciales entre los humanos normales —dijo Vervel—. Según me informa mi gente, casi todos los hombres y mujeres de Ithania del Norte que poseen habilidades mágicas se ordenan sacerdotes.

Nekaun posó la vista en Reivan con una sonrisa.

—Y en cambio no se ordena nadie que carezca de habilidades. Esa norma también ha sido uno de nuestros puntos débiles en el pasado. ¿Los norithanianos renegarían de sus dioses paganos y abrazarían la religión verdadera si supieran que podrían adquirir poder y autoridad al convertirse en Servidores?

Los demás se quedaron pensativos.

—El poder y la autoridad que ofreces solo se valoran aquí —murmuró Imenja.

—Por el momento.

—¿Cuántas personas sin habilidades permitirás que se ordenen Servidores? —Quiso saber Vervel—. ¿Cómo las seleccionarás?

—No fijaré un número máximo de entrada —respondió Nekaun—. Tendrán que demostrar su valía.

—Bien. No nos interesa ridiculizar a los dioses ordenando a unos necios rematados —masculló Genza.

—Cierto —convino Nekaun. De improviso, miró a Reivan—. Aún no hay peligro de eso. ¿Tú qué opinas, Reivan?

Ella parpadeó, sorprendida.

—Pues… esto… No puedo evitar pensar que debe de haber una forma más sencilla de convertir a los norithanianos. Los circulianos creen que nuestros dioses no son reales. Acudirían a nosotros en masa si les demostrarais que se equivocan.

—¿Y cómo propones que lo hagamos?

—No lo sé. Tal vez el mero hecho de ver a los dioses bastaría para convencerlos.

Él esbozó una sonrisa torcida.

—Aunque de vez en cuando invoquemos a los dioses para que nos orienten o nos den su aprobación, no siempre aparecen cuando se lo pedimos. Es poco probable que accedan a manifestarse y a exhibir sus poderes ante un circuliano escéptico cada vez que lo solicite un Servidor.

Reivan bajó la vista.

—No, eso sería pedir demasiado. Pero… es una lástima que los circulianos no vieran a Sheyr materializarse cuando salimos de las minas. Si hubieran contemplado aquella deslumbrante aparición, tal vez se habrían unido a nosotros en vez de hacernos frente. ¿Se avendrían los dioses a mostrarse ante un grupo de circulianos?

—Supongo que si eso fuera posible, ya lo habrían hecho —señaló Imenja.

—¿Qué se lo impide? —preguntó Reivan.

Se impuso un silencio. Ella se obligó a levantar la mirada hacia las Voces. Para su sorpresa, todos habían adoptado un aire meditabundo. Nekaun tenía el entrecejo fruncido, como si sus palabras lo hubieran intranquilizado. Cuando sus ojos se clavaron en los de ella, sonrió.

—Ah, los Pensadores. Tienen la manía de formular preguntas a las que no se puede responder. Todos desearíamos comprender a los dioses, pero dudo que alguno de nosotros lo consiga. Constituyen el misterio supremo.

Los demás movieron la cabeza afirmativamente. Nekaun se frotó las manos, paseando la vista en torno a sí.

—¿Pasamos a tratar otros asuntos?

—Sí —asintió Genza—. Tratemos otros asuntos.

—He oído que se ha producido otro duelo entre nobles dekkanos —dijo Nekaun.

Genza puso cara de exasperación.

—Sí. Las familias de siempre, la discordia de siempre.

—Debemos encaminar más esfuerzos a evitar esos enfrentamientos.

—Me encantaría oír las sugerencias que tengáis al respecto.

Aliviada por no ser ya el centro de atención, Reivan cogió un vaso de agua y bebió con avidez. Nekaun le pedía su opinión a menudo durante aquellas reuniones, pese a que apenas hablaba con los otros Acompañantes. Aunque se sentía honrada por ello, la experiencia no siempre le resultaba agradable. A veces, como hoy, tenía la impresión de haber quedado en ridículo.

Por fortuna, a los demás no parecía importarles. Por el contrario, rechazaban las muestras de reserva. En una ocasión, Reivan se había abstenido de expresar su punto de vista por timidez, y Nekaun la había presionado con una paciencia implacable hasta que ella había cedido.

«No obstante, mi pregunta los ha puesto nerviosos —pensó, observando a las otras Voces—. Por lo visto, no soy la única persona que se pregunta por qué las deidades son tan reacias a poner más de manifiesto su poder y su influencia. Si lo hubieran hecho, ¿habríamos perdido la guerra? ¿Nos habrían aconsejado que no atacáramos a los circulianos? Dudo que Kuar nos hubiera conducido a la batalla sin que los dioses hubieran mostrado su aprobación.

»Al fin y al cabo, Sheyr no se habría aparecido ni habría alentado al ejército a combatir si hubiera sabido que la guerra era una causa perdida. Una de dos: o sabía que saldríamos derrotados, o no había averiguado lo suficiente acerca del enemigo para percatarse del peligro. Fuera como fuese, debía ser consciente de que el riesgo de fracasar existía».

Reivan sacudió la cabeza. «Al menos no estoy sola en mi desconcierto ante los dioses. Ni siquiera las Voces lo saben todo sobre ellos».

Mirar se encontraba de pie frente al muro de agua de la cascada. Alargó la mano y tocó aquella cortina líquida. La superficie lisa y ondulada se rompió en torno a sus dedos, y unas gotitas frías se deslizaron por sus brazos desnudos, destemplándolo.

«Acaba con esto de una vez», le recomendó Leiard.

Con los ojos cerrados, Mirar se inclinó hacia delante y metió la cabeza bajo el agua. Se le heló hasta la médula. Se restregó el cuero cabelludo y la barba, moviéndose deprisa para combatir el frío y terminar de enjuagarse cuanto antes. Dio un paso hacia atrás para salir de la cascada y se enderezó, con el pecho chorreando.

Al pasarse las manos por el pelo, le alegró comprobar que ya no lo tenía pegajoso por el tinte. No le seducía la idea de volver a colocarse bajo el chorro helado. Por eso había tardado varios días en decidirse a aplicarse el tinte de nuevo.

«No te olvides de las cejas —le había aconsejado Emerahl—. Si la gente ve que tienes el cabello oscuro y las cejas claras, sabrá que te has teñido». Él sonrió al recordarlo mientras se aclaraba cuidadosamente el tinte sobrante echándose agua con las manos ahuecadas. Ella no le había dicho nada respecto a teñirse el vello del pecho o de otras partes del cuerpo, pero ¿quién se lo vería, de todos modos? Nadie, si de Leiard dependía.

No tenía más que un trozo de tela para secarse. Se encaminó de vuelta hacia la cueva, frotándose la piel para entrar en calor.

—¿Wilar?

Se detuvo y volvió la vista hacia la cascada. La voz le resultaba familiar. La silueta de un siyí se recortaba contra la entrada.

—¿Rit?

—Soy Tyve.

«El hermano —pensó Mirar—. Sus voces se parecen mucho».

—Dame un momento —gritó.

Entró en la cueva a toda prisa, se vistió rápidamente y regresó a la cascada con el morral en el que llevaba los remedios. Un joven siyí lo esperaba en el hueco entre el borde de la caída de agua y la pared de roca. Sonrió de oreja a oreja al ver aparecer a Mirar.

—¿Hemos venido en mal momento?

—No —le aseguró Mirar—. Vuestra compañía siempre es bienvenida.

El siyí disimuló una sonrisa. Mirar había refrescado enseguida sus conocimientos de su idioma, pero no siempre entendía las palabras o expresiones que empleaban. Él sospechaba que su forma de hablar los divertía mucho por anticuada, y que los vocablos y giros incomprensibles que ellos utilizaban eran inventos recientes del último siglo.

Había conocido a los dos siyís unas semanas antes y les había dado la explicación que se les había ocurrido a Emerahl y a él: habían quedado en verse allí, y ella le había indicado el camino a la cueva por medio de conexiones en sueños, pero cuando él había llegado, ella ya se había marchado.

Ellos sabían qué era un tejedor de sueños. A él le complació enterarse de que los siyís aún recordaban a Mirar por historias que lo pintaban como un sanador bondadoso y sabio. Le hizo gracia que creyeran que todos los tejedores eran varones y magos poderosos.

Tyve y él rodearon la cascada y descendieron hasta el borde de la laguna, donde los esperaba otro siyí joven.

—Salud, Wilar. Te he traído algo de comida —dijo Rit, sujetando en alto una bolsa pequeña.

—Gracias —contestó Mirar y alzó su morral—. ¿Has venido a por más medicinas?

—Sí. Sizzi dice que tu remedio dio resultado. Quiere más. Y ahora que hace más frío, al portavoz Vice le duelen las articulaciones. ¿Tienes algo que pueda aliviarlo?

Mirar sonrió.

—Él no te ha pedido que me lo preguntes, ¿verdad? Ha sido iniciativa tuya.

Rit desplegó una sonrisa.

—Es demasiado orgulloso para pedir ayuda, pero no tanto como para no quejarse todo el rato.

Tras sentarse en una roca, Mirar abrió su morral y estudió el contenido.

—Tendré que improvisar algo. Aquí llevo polvo para heridas y calmante para el dolor. —Extrajo un bote de madera tallada y un saco pequeño lleno de bolitas—. El calmante está en el saquito. No le deis más de cuatro al día, y nunca más de dos en cada toma.

Rit cogió el saquito y el bote y los guardó en un zurrón que llevaba atravesado sobre el pecho. Mirar recogió la bolsa de comida. Le sorprendió lo mucho que pesaba, y oyó el sonido leve del líquido que se agitaba en su interior.

—¿Hay…? ¡Ah! —Sacó un odre de tepi.

—Un regalo de parte de Sizzi —explicó Tyve.

Mirar fijó la vista en los dos siyís.

—¿Tenéis prisa por volver?

Ellos negaron con la cabeza, sonrientes. Mirar destapó el odre y tomó un sorbo del licor. Un sabor ácido, como de nueces, inundó su boca. Tragó y disfrutó el calorcillo que le llenó el estómago y empezó a extenderse hacia sus extremidades. Le pasó el pellejo a Tyve.

—¿Alguna novedad? —preguntó.

Tyve bebió y le alargó el odre a Rit.

—Unos sacerdotes han llegado al Claro. Van a instruir a los siyís que quieran convertirse en sacerdotes.

Mirar suspiró. Los siyís habían vivido durante siglos libres de la influencia de todos los dioses salvo Huan, que tampoco había interferido mucho en sus asuntos desde que había terminado de crearlos. En cuanto los siyís contaran con sacerdotes, estos los exhortarían a adorar a las cinco deidades, algunas de las cuales eran más propensas a entrometerse en las vidas de la gente.

—No pareces muy contento por la noticia —observó Rit.

Mirar se volvió hacia el joven y meneó la cabeza.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque… no me gusta la idea de que los siyís acaben gobernados por los dioses y sus servidores pisatierra.

Tyve parecía extrañado.

—¿Crees que eso es lo que ocurrirá?

—Tal vez.

—¿Tan malo sería? —preguntó Rit, encogiéndose de hombros—. Los dioses pueden protegernos.

—Estabais más a salvo cuando vivíais aislados del resto del mundo.

—El mundo nos invadió —le recordó Rit.

—Ah, tienes razón. Los colonos torenios os invadieron, a su manera. Supongo que era imposible que permanecierais aislados o a salvo para siempre.

—¿Es que tú no veneras a los dioses? —inquirió Tyve.

Rit devolvió el odre a Mirar, que lo dejó a un lado. Negó con la cabeza.

—No. Los tejedores de sueños no servimos a los dioses. Ayudamos a la gente. Los dioses… no ven eso con buenos ojos.

—¿Por qué no?

—Les gusta ser objetos de adoración, controlar a todos los mortales. No les gusta que los tejedores no les rindan culto ni los obedezcan. Creen que, cuando ayudamos a otras personas, minamos la influencia de los dioses sobre ellas.

Tyve arrugó el entrecejo.

—¿Os castigan por ello?

Recuerdos del peso de los escombros y del dolor de su cuerpo aplastado amenazaron con asaltarlo. Él los ahuyentó de su cabeza.

—Ordenaron a Juran el Blanco que ejecutara a nuestro líder. A instancias de ellos, los circulianos se volvieron contra los tejedores y mataron a muchos. Aunque eso ya no ocurre, los pocos que se atreven a llevar una vida de tejedor de sueños sufren en todas partes el desdén y las persecuciones de los circulianos.

Los dos siyís contemplaban a Mirar descorazonados.

—Los circulianos son nuestros amigos —afirmó Tyve, sin emplear un tono defensivo o de alarma—. Si eres enemigo de los circulianos, ¿eres también nuestro enemigo?

—Eso le corresponde a tu pueblo decidirlo —dijo Mirar, apartando la vista—. Lo más probable es que esa alianza os beneficie mucho. No quiero sembrar dudas entre vosotros.

«Mentiroso», lo acusó Leiard, una voz susurrante en el fondo de la mente de Mirar.

—¿Por qué no veneras a los dioses? —Quiso saber Rit.

—Por varias razones —respondió Mirar—. En parte, porque creemos que deberíamos tener libertad para elegir a quién veneramos. En parte, porque sabemos que los dioses no son tan misericordiosos y benévolos como quieren hacer creer a los mortales. —Mirar sacudió la cabeza—. Podría hablaros de las fechorías cometidas por los dioses, antes de que la guerra redujera su número a cinco, que os helarían la sangre.

«¿Solo fechorías de los cinco dioses supervivientes, en su peor época?», preguntó Leiard.

«No —respondió Mirar—. Eso sería demasiado obvio. Las mezclaré con sucesos protagonizados por otros dioses».

—Cuéntanos —le pidió Tyve con seriedad—. Si van a gobernarnos, son cosas que deberíamos saber.

—Puede que no os guste lo que oigáis —les advirtió Mirar.

—Dependerá de si te creemos o no. Las viejas historias suelen ser exageraciones de la realidad —aseveró Rit con sensatez.

—No se trata de historias, sino de recuerdos —repuso Mirar—. Los tejedores de sueños transmitimos nuestros recuerdos a nuestros discípulos y a otros tejedores. Lo que voy a contaros no es una versión exagerada o adornada de acontecimientos del pasado, sino episodios vividos o presenciados por personas que murieron hace tiempo.

«O que no han muerto del todo», añadió Leiard.

Mirar hizo una pausa. «¿Estás reconociendo que soy el dueño de este cuerpo?».

No obtuvo respuesta. Los dos siyís lo observaban con atención. Él percibía su curiosidad. «¿Qué estoy haciendo? —pensó—. Si estas historias se difunden entre los siyís, los dioses tomarán nota de ello y buscarán la fuente».

Los relatos eran instrumentos poderosos. Podían constituir una lección de prudencia. La idea de que los siyís se convirtieran en sacerdotes y de que las deidades los controlaran y los hicieran cambiar lo animó a continuar. No era justo que aceptaran semejante destino sin antes conocer al menos una parte de la verdad.

—No solo os contaré relatos sobre los miembros del Círculo, sino también sobre dioses muertos —dijo—. ¿Habéis oído hablar de las rameras de Ayetha?

Un brillo de interés asomó a los ojos de los jóvenes.

—No.

—Ayetha era una ciudad de lo que hoy conocemos como Genria. La deidad más popular de esa ciudad era… No, no pronunciaré su nombre. Los habitantes del lugar construyeron un templo en su honor. Ella ejercía su poder sobre ellos a través de un intercambio de favores. Toda familia que necesitara su ayuda debía entregar un hijo al templo. A ese hijo, ya fuera niña o varón, se le enseñaba el arte de la prostitución y se le obligaba a ofrecer sus servicios a quienes acudían a donar dinero al templo. Ni siquiera era indispensable que se hubieran desarrollado del todo para que empezara a trabajar. Si alguno de ellos intentaba abandonar el templo, lo perseguían y lo mataban. Las criaturas que estas mujeres daban a luz… eran sacrificadas a dicha diosa.

El interés en los ojos de los jóvenes había cedido el paso al espanto.

—¿Eso ocurrió antes de la Guerra de los Dioses? —inquirió Rit.

—Sí. —Mirar guardó silencio por unos instantes—. ¿Queréis oír más?

Ambos intercambiaron una mirada, y Tyve asintió. Mirar estudió sus expresiones sombrías y resueltas antes de proseguir.

—Ella no era la única deidad que abusaba de sus adoradores. Uno seducía a muchachas de toda Ithania. Algunos padres que lo temían mantenían a sus hijas ocultas, pero era en vano, pues los dioses pueden leer la mente de todas las personas, estén donde estén. Otros, que anhelaban la aprobación del dios, aspiraban estúpidamente a que este eligiera a sus hijas.

»Dicho dios se sentía atraído por la inocencia y deseaba que se le demostrara una devoción absoluta. Cuando encontraba a una chica que cumplía sus requisitos, se servía de la magia para darle placer de una manera que la volvía insensible a las percepciones físicas normales. Esas chicas perdían todo interés por comer y descuidaban su salud.

»La inocencia muere con facilidad, y las muchachas siempre acababan por cuestionar lo que él les había hecho. Cuando llegaba ese momento, él las abandonaba. No sobrevivían mucho tiempo. Algunas se suicidaban, otras morían de hambre y otras se volvían adictas a las drogas de placer. Atendí a varias de ellas, pero no conseguí salvar a ninguna.

—¿Tú? —preguntó Tyve—. Pero eso sucedió también antes de la Guerra de los Dioses, ¿no?

Mirar sacudió la cabeza.

—Lo siento. Estaba hablando por boca de aquel cuyos recuerdos he evocado.

Rit tenía el entrecejo arrugado.

—Qué raro.

—¿El qué?

—Los dioses… no son seres físicos. ¿Por qué iba uno de ellos a querer… —se ruborizó— chicas?

—Hay muchas historias sobre dioses que sentían amor o deseo por algún mortal. Puede que sean seres de magia, pero anhelan la proximidad física. Se cuenta que una diosa, que ya era vieja hace mil años, se enamoró de un mortal y comenzó a fulminar a toda mujer en la que se fijara su amado con un mínimo de admiración. Al final, él enloqueció y se mató.

—De modo que, ¿si sienten amor, son capaces de sentir odio?

Mirar asintió.

—Ya lo creo. Imagino que no habéis oído nombrar a los velianos. Eso es porque una de las deidades los odiaba tanto que ordenó a sus devotos que no dejaran con vida ni al último niño mestizo. Le llevó siglos, pero logró exterminar la raza.

Tyve se estremeció.

—Si los dioses pueden aniquilar a todo un pueblo, no sería prudente enemistarse con ellos.

—No hace falta ser enemigos suyos para padecer los efectos de sus intromisiones. Los dunwayanos eran una raza pacífica de agricultores y pescadores hasta que un dios de la guerra decidió convertirlos en soldados. Esto se tradujo en un siglo de hambrunas, porque un número tan grande de ellos tomó las armas que quedaron muy pocos que cultivaran la tierra o criaran ganado. Perecieron muchos miles.

—Pero no todos los dioses son malos —señaló Rit.

—Cierto —convino Mirar—. Había algunos buenos, como Iria, diosa del cielo. Se la podía invocar para que predijera el desarrollo de las estaciones, y se aparecía para prevenir a la gente contra inclemencias del tiempo o catástrofes inminentes. Svarlen, una deidad marina, ayudaba a los marineros a navegar o les advertía de tormentas que se avecinaban. Y también estaba Kem, el dios de los mendigos, cuyos adoradores echaban una mano a las personas sin hogar que no tenían a nadie que cuidara de ellos. Perderlos fue una desgracia.

—Murieron en la guerra. —Tyve frunció el ceño—. ¿Quién los mató?

Mirar le sostuvo la mirada al joven por un momento antes de responder.

—¿Quién sabe? Los vencedores, quizá.

El semblante de Tyve se demudó poco a poco a medida que comprendía lo que implicaban estas palabras.

—Los Cinco —dijo con un jadeo—. ¡No puede ser! Sin duda los dioses buenos murieron durante la guerra a manos de otros. Tal vez los Cinco mataron a sus asesinos.

—Es posible —admitió Mirar—. También es posible que uno o más miembros de los Cinco los mataran.

—No serían capaces —insistió Tyve—. Son bondadosos. Si fueran malos, el mundo sería un sitio terrible. Ahora reina la paz…, al menos en Ithania del Norte.

Mirar sonrió.

—Entonces todos estamos a salvo —dijo—. Pero no olvidéis esto: dos de los primeros dioses que he mencionado antes, aquellos cuyos abusos he enumerado, continúan entre nosotros. Tal vez hayan cambiado su actitud, pero, sabiendo lo que sé, jamás confiaré en que el bienestar de los mortales figure entre sus prioridades.

Los dos siyís parecían afligidos. Mirar sintió una punzada de culpabilidad. «¿Es justo que yo haga añicos sus ilusiones sobre los dioses? ¿Qué alternativa les queda?».

Cogió el odre y se lo ofreció a Tyve.

—Bebed y olvidaos de lo que os he contado. Todo eso forma parte de un pasado lejano. Como bien habéis dicho, ahora vivimos en una época mejor. Eso es lo único que importa.