40
La luz de la mañana reveló unas nubes amenazadoras que ocultaban las montañas en torno a la aldea del lago Azul. El aire era gélido, y la escarcha cubría de una capa blanca la vegetación que rodeaba las enramadas. Auraya invocó magia y secó un leño con una ráfaga de aire caliente. Al sentarse, cayó en la cuenta de que solo habían transcurrido unos días desde que había descansado allí junto a Mirar. Le parecía que aquello había ocurrido hacía mucho más tiempo.
«Supongo que tengo esa impresión por todas las horas que he pasado en vela pensando». La noche anterior apenas había conseguido dormir cerca de una hora antes de que Mirar conectara en sueños con ella. Después se había despertado del todo. Algo le causaba desazón. Finalmente, cuando la claridad del amanecer se filtraba a través de la membrana de la enramada, había caído en la cuenta de qué era.
Ver la mente de Mirar había sido como ver a un desconocido que sin embargo le resultaba familiar; como reencontrarse con alguien con quien se había relacionado en su infancia y que se había convertido en un adulto extraño para ella. Al percibir rastros de Leiard, había comprobado que ya no era la persona con la que había tratado. Leiard vivía en su interior, pero solo como parte de una persona a quien ella no conocía… ni amaba.
«Te equivocas, Chaia —pensó—. Tú ves los vestigios del amor que sentía por Leiard. No has tenido oportunidad de ver que ni Mirar, ni aquello en lo que se ha convertido, me atrae de la misma manera».
Si Chaia no veía esto, tal vez tampoco advertía que Mirar no era la misma persona que un siglo atrás. Lo que había hecho para sobrevivir lo había cambiado, lo había transformado en un hombre distinto. Por tanto, merecía que lo juzgaran por sus propios actos y su nueva personalidad.
«Huan dijo que había que olvidar el pasado. Es aún más cierto en el caso de Mirar que en el de los dioses. Ellos no han cambiado; él sí. Es injusto castigarlo por los crímenes que otra persona cometió en el pasado».
Sin embargo, Mirar no era una persona totalmente nueva, por lo que ella no dudaba que una faceta de él fuera culpable y poco digna de confianza. Pero cuando reflexionaba sobre lo que le habían contado acerca de sus crímenes, no le parecía que mereciera la muerte. Mirar había actuado contra los dioses y la institución de la clase sacerdotal circuliana al sembrar dudas sobre el destino de las almas en manos de las deidades y difundir historias sobre atrocidades terribles atribuidas a los dioses. Una de las maneras en que se comunicaba con la gente era por medio de los sueños.
Cuando había examinado su mente, ella había visto que él reconocía haber hecho todas esas cosas. También había comprendido que las había hecho porque le preocupaba que los humanos estuvieran dominados por unos seres a los que consideraba capaces de obrar con maldad. Las conexiones en sueños no estaban prohibidas en aquel entonces; no había infringido la ley. Los circulianos habían propagado mentiras sobre los tejedores, y él se había servido de sueños, como era su costumbre, para proclamar los buenos propósitos de estos sanadores.
No había incitado a nadie a matar sacerdotes, y en cambio ella sabía que algunos circulianos fomentaban el odio hacia los tejedores, lo que había desembocado en la muerte de miles de ellos.
Por otra parte, la inquietaba la convicción de Mirar de que los dioses habían perpetrado actos espeluznantes en el pasado. No obstante, él no había especificado en qué habían consistido esos actos. «Su temor a que las divinidades hicieran daño a los mortales a través del establecimiento del clero circuliano resultó infundado —se dijo Auraya—. Los sacerdotes han hecho mucho bien. Tal vez las barbaridades de las que él los acusa no eran más que otras formas de animar a los mortales a rendirles culto, un objetivo que al parecer él considera condenable».
Suspiró. Persuadir a la gente para que no adorara a los dioses era un error porque privaba de vida eterna a sus almas. Mirar no había obligado a nadie a renegar de los dioses; les había ofrecido una alternativa. Ese no era un crimen que justificara su ejecución. De lo contrario, miles de personas morirían a diario. La gente se resistía a la voluntad divina de muchas maneras sutiles.
«¿Qué tan fácil es creer que resistirse a la voluntad de los dioses no es un crimen cuando uno mismo es culpable de ello?», pensó.
El sacerdocio existía para orientar a los mortales hacia una vida piadosa y respetuosa de la ley. Los Blancos eran los sacerdotes superiores.
«Por tanto, mi crimen es peor que el de Mirar. Él nunca juró servir a los dioses. Si yo no merezco morir, él tampoco. Tal vez por eso le preocupaba que los dioses me mandaran a ejecutar. Quizá su preocupación esté justificada…».
Se estremeció. «Aún no estoy muerta. Me han ofrecido una segunda oportunidad. Puedo encontrarlo y…».
Se le revolvió el estómago y la recorrió un escalofrío. Su frustración aumentó. «¿Por qué soy incapaz de hacer esto? ¿Por qué me repele tanto la mera idea de matar a Mirar?».
Se mordió el labio con suavidad. ¿Cómo se sentiría y qué pensaría de los dioses si mataba a Mirar? Cada vez que se planteaba esta pregunta, la asaltaba un mal presentimiento.
«Me sentiría como si hubiera asesinado a alguien, al margen de lo que digan los dioses. También cambiarían mis sensaciones respecto a ellos. Tendría miedo de lo que pudieran hacerme a continuación. Ya no pensaría en ellos como en unos seres benévolos y justos. No me sentiría digna de gobernar a otros si dejo que me induzcan a cometer un asesinato».
Frunció el entrecejo. «¿Y cómo afectaría esto a los circulianos si se enteraran? No soy tan ingenua para creer que alguien plantaría cara abiertamente a los dioses o discutiría su decisión, pero se produciría un cambio. Algunos tendrían muy claro que matar a Mirar sin un juicio previo que estableciera su culpabilidad más allá de toda duda sería una injusticia. Además, su fe en la justicia de los dioses también flaquearía. Aquellos que creían que los dioses siempre eran correctos reconocerían que los actos injustificados eran aceptables. Pensarían que ellos mismos podían ejecutar acciones arbitrarias».
Además, si la gente se enteraba de que una Blanca había incumplido el designio de los dioses, la fe en estos y en los Blancos se perdería. Se preguntarían si las deidades se habían equivocado al elegirla, y quizá concebirían dudas sobre los otros Blancos. Razonarían que si una Blanca podía desobedecer de vez en cuando, los circulianos también.
«Pero no es necesario que la gente se entere de mi acto de rebeldía —pensó—. Solo los Blancos y los dioses lo sabrán. He meditado sobre cómo me sentiría si los obedeciera, pero… ¿y si los desobedezco?».
Sabía que se sentiría culpable, pero también aliviada. Se respetaría a sí misma por haber defendido lo que creía correcto, y a la vez se reprocharía el no haber cumplido el mandato de los dioses. Sin embargo, prefería sentirse decepcionada consigo misma que con ellos.
«No espero que los dioses celebren un juicio público, solo que dejen que Mirar se marche de Ithania del Norte. Si él regresa…, me encargaré de él. Si me castigan, mala suerte».
Este pensamiento la consoló un poco. «¿Es esta mi decisión? —se preguntó—. ¿Estoy preparada para aceptar cualquier castigo?».
¿Qué castigo elegirían? Dudaba que la mataran, como temía Mirar. Tampoco le retirarían el cargo de Blanca; eso escandalizaría tanto a la gente como si la ejecutaran. No, cada vez que intentaba imaginar la peor pena a la que podían condenarla, solo se le ocurría una: que la despojaran de su facultad de volar.
El mero hecho de contemplar esta posibilidad la hacía sentirse como si le arrancaran el corazón.
«Si lo hacen, más te vale que sepas apreciar mi sacrificio, Mirar —pensó—. Vete de Ithania del Norte para no volver jamás, porque si vuelves, te mato».
Cerró los ojos y suspiró. «Creo que eso significa que he tomado una determinación. ¿Y ahora qué? ¿Llamo a Chaia y…?».
Dos siyís que aterrizaron a varios pasos de distancia interrumpieron sus pensamientos. Se le acercaron presurosos, irradiando ambos una sensación de urgencia y miedo.
—Auraya la Blanca —dijo el más alto, realizando la señal del círculo.
—Decidme, ¿qué ha sucedido?
—Un buque pentadriano fue avistado desde la costa hace unos días. Cerca de la aldea de la tribu de la Arena.
—¿Desembarcaron?
—No. Una nave fue divisada al este unos días antes.
—¿Otra nave o la misma?
—No lo sabemos.
Ella se puso de pie.
—Volaré al sur para investigar.
—Gracias —dijo el siyí más alto.
Mientras se alejaban hacia el centro de la aldea, ella entró con paso veloz en la enramada. Tyve asintió y le dedicó una sonrisa socarrona cuando Auraya le avisó que se iba: sabía que él estaba preguntándose si alguna vez descubriría qué había entre Wilar y ella. Dio media vuelta y salió rápidamente.
Mientras se propulsaba hacia el cielo, la tristeza se apoderó de ella. «Tal vez sea mi último vuelo. Será mejor que lo disfrute mientras pueda. —Entonces soltó una carcajada—. Si Mirar está en lo cierto, y los dioses deciden matarme, les bastaría con arrebatarme mis dones mientras estoy en el aire».
Imi había subido a cubierta cuando había aparecido la primera isla en el horizonte, y se había quedado apoyada en la borda pese a la lluvia. Hasta entonces, el barco solo había pasado cerca de unos peñascos que apenas merecían el nombre de islas. Ahora se alzaban ante ella formas más grandes que le resultaban familiares por los cuadros que había en el palacio.
—El islote Pedregoso —murmuró cuando pasaron junto a una isla desprovista de vegetación. A lo lejos se vislumbraba una porción de tierra baja cubierta de árboles—. La isla de la Doncella.
Oyó unos pasos tras ella y, al volverse, vio que Imenja y Reivan se aproximaban. Se unieron a ella junto a la borda.
—¿Es allí donde vives, Imi? —preguntó Imenja.
Imi asintió.
—Sí. —Tras dejar atrás el islote Pedregoso, el buque entró en un círculo formado por islas—. Esto es Borra.
—¿Sabes si queda algo de los antiguos poblados en las islas? —preguntó Reivan.
Imi se encogió de hombros.
—No lo sé. No hemos podido vivir fuera de la ciudad desde hace mucho tiempo. Algunos lo intentaron, y los saqueadores los mataron. —Sonrió—. Pero los saqueadores tampoco han podido establecerse allí, pues quemamos sus casas.
—¿Construyó tu gente defensas alrededor de sus poblados?
—¿Defensas?
—Murallas. Alguna construcción en la playa para impedir desembarcos.
—No lo sé. —Imi sonrió—. Me parece que eso deberías comentárselo a mi padre. Tal vez si pudiéramos defendernos, encontraríamos una manera de librarnos de los saqueadores.
Para su sorpresa, Reivan sacudió la cabeza.
—Mientras haya relaciones comerciales entre Ithania del Sur y del Norte, habrá piratas en estas aguas. El viento sopla a favor de los barcos que pasan por estas islas, pero no hay puertos importantes en la costa de Si que sirvan de base para una flota capaz de hacer frente a los saqueadores.
—Es una pena que no podamos negociar un acuerdo con los siyís para encargarnos de los saqueadores —comentó Imenja.
Imi arrugó el entrecejo.
—¿Por qué no lo ha hecho mi pueblo?
Reivan se encogió de hombros.
—Tengo entendido que los siyís eran pacíficos antes de aliarse con los Blancos.
—Tienen sus propios problemas con los pisatierra —dijo Imi, recordando lo que Teiti le había contado—. ¿Se han resuelto ya esos problemas?
—No lo sé —dijo Reivan. Miró a Imenja, que guardó silencio.
Imi decidió preguntárselo a su padre. Al contemplar la cima en la que sabía que se encontraba la atalaya, la invadió la añoranza. No tendría la sensación de haber llegado a casa hasta que sintiera los fuertes brazos de su padre en torno a sí.
—¿Vendrán a nuestro encuentro, Imi? —inquirió Imenja.
—No lo sé —confesó Imi—. Les dan miedo los pisatierra. Tal vez vengan si me ven.
—Estamos demasiado lejos para eso. —Imenja tamborileó con los dedos sobre la barandilla—. Deberíamos desembarcar contigo.
—No. —Imi sacudió la cabeza—. No sé cómo me sentiría si de pronto viera a unos pisatierra caminando por nuestras islas. La gente se enfadará y se asustará. Si ven que llevan a una elay consigo, creerán que la han hecho prisionera.
—Entonces te acercaremos a la costa en barca y esperaremos.
Imi negó de nuevo con la cabeza.
—No. Creo que tendré que ir a la ciudad a nado. —Dirigió a Imenja una sonrisa de disculpa—. Lo siento, pero mi gente desconfía de los pisatierra. Hablaré con ellos y les explicaré lo que habéis hecho por mí.
—¿Te creerán? —preguntó Reivan.
—Los convenceré. —Imi frunció el ceño—. Aunque tal vez me lleve un buen rato.
—Esperaremos —dijo Imenja—. Conoces a tu pueblo mejor que nosotros. Si es conveniente que vayas nadando, hazlo.
Con una sonrisa, Imi se acercó a la mujer y la abrazó. Imenja rio entre dientes y le dio unas palmaditas en la espalda.
—Cuídate, princesa. Me entristecería no volverte a ver.
—A mí también —aseguró Imi, apartándose de ella. Se volvió hacia Reivan—. Y lo mismo te digo, Reivan. Intentaré convencer a mi padre de que os reciba a las dos. Estoy segura de que le caeréis tan bien como a mí.
Reivan sonrió con su timidez característica.
—Vete —la apremió Imenja—. Cuanto antes te vayas, antes podremos reunirnos con él.
Imi desplegó una gran sonrisa. Se agachó bajo la barandilla y estudió el agua con los ojos entornados. Allí, en medio de las islas, era profunda, pero desde que había subido a bordo de la nave, ella sabía que antes de zambullirse siempre convenía asegurarse de que no hubiera criaturas marinas grandes merodeando en torno al casco.
Se soltó de la barandilla y notó que caía hacia delante. La caída fue breve pero estimulante, y el chapuzón en el agua fría le resultó de lo más placentero. Sacó la cabeza a la superficie y se despidió de Imenja y Reivan con la mano antes de respirar hondo y dirigirse hacia la costa.
Como no sabía a ciencia cierta dónde se encontraba la entrada a la ciudad, decidió avanzar a lo largo de la pared de roca por la zona en la que creía que estaba. Al poco rato, entrevió una sombra que nadaba más abajo, y su corazón dio un brinco de alegría cuando se percató de que era otro elay. Manteniéndose a cierta distancia, pues sabía que atraería la atención cuando la reconocieran, lo siguió.
La figura imprecisa se esfumó, y ella se quedó desilusionada, pero entonces se acercaron otros dos elay. Nadando en pos de ellos, vislumbró de pronto una negrura profunda en la pared que tenía ante sí. Habían retirado de allí a los peces de luz, tal vez para evitar que los intrusos hallaran la entrada a la ciudad. Como había visto buceadores pisatierra, sabía que era posible. Sin embargo, los pisatierra no podían aguantar la respiración lo suficiente para llegar hasta la ciudad.
Internándose en la oscuridad, se sintió aliviada al divisar una luz más adelante. La guio hasta las cámaras de aire del túnel. Consiguió recorrerlo todo sin subir a respirar junto con los demás, de modo que nadie la reconoció. Entonces un brillo más grande e intenso la atrajo hacia arriba, y ella emergió en la Boca.
Se pasó varios minutos flotando allí, contemplando las grutas, las luces y la gente. Era demasiado bonito para ser cierto. No se atrevía a nadar hacia delante por si…
Cuando otro elay apareció en la superficie y la salpicó, ella retrocedió.
«¿De qué tengo miedo? —se preguntó—. ¿Sigo temiendo que Teiti o mi padre me castiguen por haberme escabullido? Aunque esa fuera su intención, ¿me marcharía ahora?».
Sacudió la cabeza y nadó hacia la orilla.
En cuanto salió del agua, comenzó a llamar la atención. Los elay civiles que la veían se volvían para mirarla de nuevo. Los guardias arrugaban el entrecejo antes de parpadear asombrados. Uno de ellos, el capitán, se dirigió a su encuentro.
—¿Princesa? ¿Princesa Imi?
Ella esbozó una sonrisa torcida.
—Sí.
—¿Dónde has…? —Hizo una pausa antes de ponerse derecho—. ¿Me permitís que os escolte hasta el palacio?
Divertida ante su repentina formalidad, ella asintió.
—Sí, por favor.
El hombre comenzó a bramar órdenes de inmediato. Tres guardias se apostaron delante y detrás de ella. Otros se alejaron a toda prisa por la corriente principal hacia el palacio.
«Avisarán a mi padre. Él sabrá que estoy aquí».
Notó un hormigueo en el estómago, pero obligó a sus piernas a moverse. Una multitud de curiosos se había detenido a observar y ahora avanzaba al mismo ritmo que ella, a ambos lados. Se oyeron varias voces de bienvenida. Ella notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y pestañeó para contenerlas.
El trayecto hasta el palacio se le antojó interminable. Apretó el paso pero se detuvo al ver las puertas del palacio. Estaban abiertas.
Había un hombre de pie entre ellas.
Su padre.
El guardia se hizo a un lado cuando Imi echó a andar de nuevo. Ella apenas se dio cuenta. No veía otra cosa que a su padre corriendo hacia ella, y perdió por completo el control sobre sus lágrimas al percatarse de que él también tenía los ojos llorosos.
Al fin, lo estrechó entre sus brazos y notó los suyos, fuertes y familiares, en torno a sí. Comenzó a pedir disculpas, y se le escapó una carcajada cuando oyó que él también lo hacía.
—¿Por qué te disculpas, padre? —Sollozó—. Fui yo quien me escapé de Teiti y me fui de la ciudad.
Él se apartó para mirarla mejor.
—Debería haber dejado que salieras más a menudo. No habrías tenido tanta curiosidad, y te habrían podido acompañar unos guardias para protegerte.
Ella sonrió, enjugándose los ojos.
—Me habría escapado de ellos también.
El rey le escudriñó el rostro.
—¿Dónde has estado? Ese granuja del hijo del comerciante nos dijo que te habían raptado unos saqueadores.
—Es verdad. —Hizo una pausa—. No habrás sido demasiado duro con él, ¿verdad? Fui yo quien lo convenció.
Él frunció el ceño.
—Lo encerré, por insistencia de Teiti.
Imi soltó un jadeo.
—¡Pobre Rissi! ¡Ella debía de estar furiosa!
Su padre torció el gesto.
—Lo estaba, pero yo estaba aún más furioso con ella. Debes relatármelo todo. —La guio hacia el interior del palacio—. ¿El barco que está fondeado fuera tiene algo que ver con tu regreso?
—Sí, padre. Las personas que van a bordo me rescataron y me han traído a casa. Les debo la vida.
Él arrugó el entrecejo con desagrado visible.
—No todos los pisatierra son malos —le aseguró ella.
La expresión ceñuda dio paso a una de enfado.
—¿Eso crees? ¿Qué quieren a cambio?
—Nada.
—Nada. —Sacudió la cabeza—. Siempre quieren algo. ¡No obtendrán nada de mí!
—Padre —dijo ella con firmeza—. Me salvaron la vida.
Él se quedó callado por unos instantes y suspiró.
—Debería compensarlos de alguna manera.
Ella se encogió de hombros.
—Podrías darles las gracias, por lo menos.
El rey clavó en ella una mirada extraña.
—¿Cómo es que te has convertido en una persona tan sabia y valiente? ¿Qué te ha pasado?
—Muchas cosas, padre. Vayamos dentro, y te lo contaré todo.
Él asintió, le rodeó los hombros con el brazo y juntos atravesaron las puertas del palacio.