39
Mirar absorbió magia y caldeó el aire que lo rodeaba. Durante los meses en que había atendido a los siyís, apenas había reparado en los cambios de estación, pues estaba enfrascado en su trabajo. Ahora sentía la gelidez del invierno en el aire, sobre todo en las últimas horas previas al amanecer. Se recostó contra un árbol y cerró los ojos.
Aunque había caminado durante todo el día y casi toda la noche, no había hecho aquella parada para descansar o dormir. Tras despejar su mente, se sumió en un trance onírico.
:¿Emerahl?
Se habían comunicado a través de conexiones en sueños cada pocos días desde que ella se había marchado. Recientemente, se había vuelto muy reservada respecto a su ubicación y su destino. Él esperaba que eso significara que había logrado encontrar a otros inmortales pero aún no podía hablarle de ello.
:¿Mirar?, respondió ella.
:¿Cómo está mi amiga viajera?
:Como hace unos días. No hago más que navegar, navegar más y también navegar.
:O sea, que te aburres, ¿no?
:No, llevo unos pasajeros bastante interesantes que además me pagan. ¿Y tú?
:Mi vida se ha vuelto mucho más emocionante —declaró él—. Los dioses saben quién soy.
:¡¿Qué?! ¿Cómo se han enterado?
:Le enseñé a Auraya a sanar con magia. Ellos debían de estar vigilando.
:¿Serás idiota?
:Sí. ¿Te he decepcionado?
Ella guardó silencio por un momento.
:No, no me sorprende. Tendrías que haberte marchado en cuanto ella apareció, pero no lo hiciste. Sé que te quedaste por los siyís, y me imagino que se lo enseñaste por el bien de ellos.
:Así es.
:Sospecho que no fue el único motivo por el que dejaste a un lado toda precaución. En fin, ¿cómo se tomó Auraya la noticia?
:Intentó matarme.
:Ah. —Se quedó callada por unos instantes—. Así que estaba dispuesta a romper su promesa.
:Como bien señaló ella, la promesa se la había hecho a Leiard.
:Ah. Obviamente, no consiguió su propósito de matarte. ¿Por qué?
:Porque le abrí mi mente y le mostré la verdad.
:¿Y eso la disuadió? Qué interesante. ¿Crees que la idea de matarte fue de ella o de los dioses?
:De los dioses. Huan se le apareció y la apremió para que lo hiciera.
:¿Y Auraya la desobedeció?
:Sí.
:Eso es aún más interesante. Bueno, ¿y logró aprender?
:¿Aprender a qué?
:A sanar con magia.
:Sí.
:Supongo que sabes lo que eso significa.
:Que está lo bastante dotada para convertirse en inmortal. Ya lo es, Emerahl.
:Sí, pero lo importante es que podría serlo aun sin la intervención de los dioses. Es una indómita. Las implicaciones que esto tiene para ella dependerán de por qué nos odian. Si se trata de un odio puro hacia todos los indómitos, la matarán.
Mirar se quedó helado. ¿Había condenado a Auraya a morir simplemente por enseñarle a sanar?
:Hay otra cosa que debo decirte. Es posible que los dioses hayan visto más de lo que yo pretendía mostrar.
:O sea, ¿que se te escaparon algunos secretos?
:Sí. Cuando le expliqué cómo nos fusionamos en una sola persona Leiard y yo, pensé en ti, aunque solo como mi ayudante. Traté de no…
:Crees que los dioses adivinarán quién era esa ayudante.
:Sí. Lo siento. Puede que estés en peligro.
Ella guardó silencio durante largo rato.
:No tanto como tú. Saben que sigo viva, pero desconocen mi paradero. En cambio, conocen el tuyo.
:Solo saben que estoy en Si.
:¿Hacia dónde te diriges?
:Auraya me exigió que me marchara de Ithania del Norte. Voy hacia la costa.
:Tal vez Auraya no quiera matarte, pero yo en tu lugar no confiaría en que los Blancos tengan los mismos escrúpulos. Huan ordenará a los siyís que salgan en tu busca y enviará a los Blancos a por ti en cuanto te localicen. ¿Crees que podrás eludir a los siyís?
:Si camino de noche, tal vez, pero no será fácil sin luz.
:Es una pena que no te encuentres cerca de la costa aún. Podrías construir una barca y alejarte mar adentro. Seguro que los siyís no pueden volar más allá de cierta distancia. En cuanto ellos abandonaran la persecución, podrías regresar a la costa. Mientras nadie te viera, los dioses no sabrían dónde has desembarcado. Pero temo que los Blancos estarían esperándote en cuanto llegaras a la orilla. —Hizo una pausa—. Tarde o temprano tendrás que acercarte al mar para marcharte de Ithania del Norte. Elegir el momento oportuno será esencial. Deja que piense en ello. Arribaré a mi destino dentro de unos días. Quizá me entere de algún lugar seguro donde puedas refugiarte.
:¿Conque tu destino, eh? Ya vuelves a ponerte misteriosa.
:Acabas de revelar mi existencia a los dioses. ¿Esperabas que te dijera dónde pueden encontrarme?
:No, esperaba que me acribillaras la mente con improperios telepáticos.
:Si no creyera que seguramente morirás como te mereces cualquier día de estos, lo haría.
:Eso me tranquiliza.
:¿De veras? No era mi intención. Y ahora, despierta y lárgate de Si.
:Sí, oh, sabia y santa mujer, respondió él en tono burlón.
Ella interrumpió la conexión con una brusquedad deliberada que arrancó a Mirar del trance. Cuando se disponía a levantarse, un recuerdo de Auraya envuelta en luz acudió de pronto a su mente. ¿Esta Blanca se había negado a rendir su voluntad a Huan, tal como él suponía? ¿La castigarían los dioses, o la matarían ahora que resultaba evidente que era una indómita?
«Podría estar muerta ya —pensó—. Por mi culpa».
Tenía que averiguarlo. Solo había una manera. La había contemplado y descartado en innumerables ocasiones durante el trayecto. Si Auraya seguía con vida y él la contactaba en sueños, ¿estaría ella dispuesta a responderle? ¿Supondría eso un peligro aún peor para ella, o para él?
«Mientras no le revele dónde estoy, estaré más o menos a salvo».
Cerró los ojos y proyectó su mente para buscar a la mujer que había intentado matarlo.
:¿Auraya?
Ella tardó más que Emerahl en responder. El silencio incrementó su temor de que ella estuviera muerta. Entonces oyó su nombre, pronunciado con sorpresa.
:¿Mirar?
:Sí.
:¿Por qué conectas en sueños conmigo?
:Estoy preocupado por ti.
:¿Preocupado por mí? ¡Acabo de intentar matarte!
:Puede que sea un poco distinto del Leiard que conociste, pero aún me importas.
:Esto me resulta demasiado extraño.
:¿Crees que esto es extraño? Yo he despertado después de cien años para descubrir que no era la misma persona que antes. Me entero de que he hecho algunas estupideces: ir a Jarime, trabajar para los Blancos, enamorarme de una de las Servidoras más poderosas de los dioses… Lo más curioso es que no me arrepiento de nada de eso. Lo único que lamento es no poder estar contigo. Tengo miedo de lo que pueden hacerte por haberme dejado escapar. ¿Te han castigado?
Ella se quedó callada por un rato considerable.
:Todavía no.
:¿Lo harán?
:No lo sé.
:No esperes a averiguarlo. Ven conmigo. Nos iremos de Ithania en busca de los continentes lejanos.
Percibió que ella reaccionaba con sorna.
:¿Pretendes que deje atrás todo lo que tengo, a la gente que protejo y a los dioses, por ti? ¿Que abandone a los siyís en el peor momento de la enfermedad?
:¿No? Bueno, tenía que intentarlo.
:Por desobedecer a los dioses, recibiré el castigo que ellos juzguen apropiado.
:¿Incluso la muerte?
Ella hizo otra pausa, pero menos larga.
:No. No me matarán por esto. Eso querría decir que cometieron un error al elegirme. Si los circulianos se enteraran de que he desacatado una orden de los dioses, les asaltarían dudas respecto a los otros Blancos. No, será un castigo sutil. Temo… temo que me priven de la facultad de volar.
«Volar. —Se estremeció con una iluminación repentina e inesperada—. ¡Su don para volar! ¡Ningún otro Blanco lo tiene! ¡Si Emerahl está en lo cierto y Auraya es una indómita, es posible que la capacidad de volar sea su don innato!».
:Sin embargo, si me marchara contigo —prosiguió ella—, los dioses se enfadarían. Aunque no enviaran a los otros Blancos a perseguirme, tal vez podrían castigarme de todos modos. Piensa en el anillo que llevo. Si son capaces de hacerme inmortal a través de él, quizá puedan utilizarlo para matarme. Ni siquiera sé qué ocurriría si me lo quitara, en realidad. En el mejor de los casos, dejaría de ser inmortal. Perdóname si creo que quedarme aquí y aceptar el castigo que elijan es la mejor opción.
:Pero si eres…
Hizo un esfuerzo por callar. Ardía en deseos de decirle que podía volverse inmortal por sí misma, que para ello bastaba con aplicar de un modo distinto su método de sanación. Ansiaba revelarle que era una indómita y que los dioses podían matarla solo por eso.
Por otro lado, sabía que ella tenía razón: los dioses no correrían el riesgo de que su muerte debilitara la fe de los circulianos en la infalibilidad de los dioses. Sin duda habían notado que era lo bastante poderosa para ser una posible indómita. ¿Qué importancia tenía eso, ahora que era una Blanca?
De nuevo lo invadió el entusiasmo de un esclarecimiento repentino. Los dioses sabían que era probable que aparecieran más indómitos con el tiempo. Los hechiceros poderosos tendían a ordenarse sacerdotes. ¿Era una manera de asegurarse de que los indómitos nunca llegaran a desarrollar todo su potencial? ¿Habían elegido a Auraya simplemente para controlarla? ¿Los otros Blancos eran también indómitos en potencia?
:¿Soy qué?, preguntó ella.
Los pensamientos se agolpaban en la mente de Mirar. Los otros Blancos no habían manifestado poderes especiales. Solo Auraya. Ahora, había mostrado que era capaz de rebelarse. Peor aún: se había rebelado para proteger a otro indómito. Los dioses debían de estar sopesando las consecuencias de deshacerse de ella y los riesgos de dejarla con vida. Y, mientras tanto, ella permanecía ajena a todo ello.
Tal vez era lo único que la había salvado.
Él tenía dos opciones: o mantenerla en la ignorancia con la esperanza de que los dioses no le hicieran daño mientras Auraya desconociera su auténtica condición, o intentar convencerla de que huyera con él. Ella desconfiaba demasiado de él y estaba demasiado unida a los dioses y los Blancos. No le creería si él le exponía sus sospechas, al menos no de inmediato. Y aunque creyera sus palabras y lo acompañara en su huida, él estaría apartándola de la vida que amaba y arrastrándola al peligro.
:Mirar —insistió ella—. ¿Qué decías?
:Que eres más valiente que yo —declaró él—. Gracias por perdonarme la vida. Espero poder devolverte el favor en alguna oportunidad.
:No me des las gracias todavía, Mirar, le advirtió ella.
:¿No? ¿Los otros Blancos se dirigen hacia aquí para apresarme?
Ella no respondió.
:Lo único que puedo prometerte es que si te encuentran, tu muerte será rápida. Y definitiva.
Ella interrumpió la conexión. Cuando Mirar abrió los ojos, vio que estaba envuelto en una niebla teñida de blanco por la tenue claridad del alba. Sintió un escalofrío, pero no por el tiempo invernal.
Las últimas palabras de Auraya habían sido un aviso. No podía ayudarlo. Los otros Blancos se aproximaban. Él debía poner tierra por medio, a toda prisa. La bruma lo ocultaría a los ojos de cualquier siyí que estuviera buscándolo. Tras ponerse de pie y desperezarse, echó a andar entre los árboles.
Los destellos del sol en las olas hacían que a Reivan le escocieran los ojos. La noche había sido larga e incómoda, y el día no se presentaba mejor, a juzgar por el calor cada vez más intenso.
«Estoy de mal humor —pensó—. Es por la falta de sueño y por haberme pasado buena parte del día metida en una barca. Eso pondría de mal humor a cualquiera».
Cada vez que pensaba en Imi, se olvidaba de la incomodidad y del cansancio. Como la princesa no había regresado la tarde anterior, habían permanecido toda la noche en la chalupa. Imenja estaba sentada en la proa, callada y en actitud vigilante. Se volvió hacia ella.
—¿Qué me aconsejarías, Reivan? —murmuró—. ¿Deberíamos ir a la costa a buscarla, o regresar al buque?
Reivan caviló.
—Prometimos llevarla a su hogar. También accedimos a no desembarcar en Si. Eso no significa que no podamos acercarnos remando a la costa para buscarla. Mientras no pongamos un pie en tierra, no podrán acusarnos de invasión.
Imenja soltó una risita.
—No, dudo que los siyís lo vean de ese modo. Pensarán que… —Frunció el ceño y alzó la vista—. Ah.
Reivan siguió la dirección de su mirada. Al este, tres puntos cruzaban el cielo hacia el horizonte, por encima del mar.
—Han divisado el barco.
Reivan miró hacia atrás. El buque no estaba a la vista.
—¿Cómo?
—Están a mayor altura que nosotros.
—Claro. —Reivan sacudió la cabeza.
«Estoy cansada —pensó—. Debería haber pensado que los siyís abarcarían más extensión con la mirada».
—No importa. Están… —Imenja entornó los ojos y acto seguido sonrió—. Están intentando distraernos para que no reparemos en la chica elay que nada hacia su hogar.
—Imi.
—Sí.
—¿Nos ha abandonado? ¿La habrán convencido de que somos el enemigo y de que debe seguir su camino sola?
Imenja negó con la cabeza.
—Esos siyís no saben que viajaba con nosotros.
—Tal vez les ha dicho que se dirigía al este para poder nadar hacia aquí sin atraer sobre nosotros la atención de los seres alados.
—No nos queda otra opción que esperar a ver qué pasa. Si ella no aparece en unas horas, sabremos que ha proseguido el viaje sola.
Aguardaron en silencio. Los siyís lejanos regresaron a la costa sin avistar la barca.
—La oigo —dijo Imenja de pronto.
Con un suspiro de alivio, Reivan escudriñó la extensión de mar que las rodeaba. Cada vez que oía un ruido en el agua, volvía la mirada hacia allí. De pronto, una cabeza asomó por encima de la borda de la chalupa. La muchacha desplegó una gran sonrisa, aunque resollaba por el cansancio.
—Lo siento —comentó jadeando—. No podía… escabullirme… Insistían… en que me quedara… a comer… y descansar.
—Entiendo —dijo Imenja, devolviéndole la sonrisa. Se levantó y le tendió la mano. La chica la tomó y soltó un chillido de sorpresa cuando la Voz la sacó del agua de un tirón para subirla a bordo.
—¡Eres muy fuerte! —exclamó.
—Cuando hace falta —convino Imenja. Tras ordenar a los remeros que las llevaran de vuelta al barco, se sentó—. ¿Te han indicado cómo se llega a Borra?
—Sí. Y no quieren mucho a los pentadrianos. Me han advertido que me mantenga alejada de vosotros.
Imenja asintió.
—Es la desafortunada consecuencia de haber luchado contra ellos en una guerra absurda —dijo con pesar.
Reivan fijó los ojos en Imenja, sorprendida de que la Voz expresara semejante opinión en presencia de otras personas. Entonces se acordó de que estaban hablando en elay, idioma que los remeros no entendían.
—Quería decirles que se equivocan respecto a vosotros —aseguró Imi—, pero no me he atrevido.
Imenja le dio unas palmaditas en la mano.
—Ya se percatarán con el tiempo.
—Eso espero. —Imi dio un gran bostezo.
—Estás cansada —observó Imenja—. Acuéstate a dormir. Te despertaré cuando lleguemos al barco.
Imi movió la cabeza afirmativamente y se recostó en uno de los bancos. Reivan remojó una manta en el mar y envolvió con ella a la chica para protegerla del sol. Al alzar la vista, vio que Imenja asentía en señal de aprobación. Intercambiaron una mirada de alivio y se sumieron en un silencio absoluto, fatigadas.
Cuando Mairae entró en los aposentos de Juran, se encontró con una escena que empezaba a parecerle habitual. Juran caminaba de un lado a otro, y Dyara estaba sentada al borde del asiento, con la espalda recta y la frente arrugada. Mientras Rian seguía a Mairae hasta las sillas, Juran se detuvo, los miró a ambos y suspiró.
—Os he convocado para informaros de la situación en Si —dijo—. Los dioses decidieron que, puesto que Auraya era quien estaba más cerca, debía ser quien encontrara y ejecutara a Mirar.
Mairae soltó un grito ahogado de sorpresa que atrajo la atención de Juran.
—Estaba más cerca —repitió este—. Ninguno de nosotros habría podido llegar allí lo bastante deprisa.
«Pobre Auraya —pensó Mairae—. ¿Acaso no ha sufrido lo suficiente tras descubrir que su examante es un enemigo de los dioses?».
—¿De modo que vas a decirnos que está abatida por ello y debemos expresarle nuestras condolencias? —preguntó con sequedad.
—No —dijo Juran, crispando el rostro.
Mairae parpadeó, extrañada.
—¿No está abatida? Tiene más entereza de lo que me imaginaba. Supongo que si estaba lo bastante furiosa…
—No ha matado a Mirar —la interrumpió Juran—. Lo ha dejado marchar.
—Ah. —Mairae se volvió hacia Dyara, que tenía los labios apretados en un gesto de reprobación. Rian miraba a Juran con lo que parecía una mezcla de conmoción y rabia—. ¿Por qué?
Juran sacudió la cabeza.
—Mirar le abrió su mente. La convenció… de muchas cosas: de que había enterrado su identidad e inventado la de Leiard para ocultarse de los dioses, que no tenía mala intención y que planeaba irse de Ithania del Norte, que no merecía ser ejecutado. —Exhaló un suspiro—. Ignoro si algo de ello es cierto. Tal vez sea capaz de llenarse la mente de mentiras de tal manera que parezca estar revelando la verdad. Que lo sea o no es irrelevante. Los dioses ordenaron a Auraya que lo matara, y ella no lo hizo.
El silencio se adueñó de la habitación. Mairae experimentó una punzada de compasión por Auraya, pero al mismo tiempo se sentía decepcionada. No la habría sorprendido enterarse de que a Auraya le había resultado difícil y angustioso matar a Mirar, pero no esperaba oír que se había negado a hacerlo.
—Un momento… —dijo—. ¿No lo hizo porque no logró reunir el valor suficiente, o porque se negó?
—¿Qué más da una cosa que otra? —farfulló Rian.
—Hay una diferencia entre vacilar y negarse. A un guerrero curtido pueden asaltarlo las dudas en batalla cuando se encuentra ante algo inesperado, como que su adversario sea su amigo, por ejemplo. Lo que Mirar le enseñó a Auraya la hizo vacilar. Si hubiera tenido tiempo, ella tal vez habría desechado sus dudas. Hay que darle una segunda oportunidad.
—Se le ha dado —aseveró Juran—. Tiene hasta esta tarde para recapacitar sobre sus actos, y después deberá cumplir con su cometido. Mirar no puede haber ido muy lejos. Varios siyís han sido enviados en su busca.
—¿Y si ella se niega de nuevo? —preguntó Rian.
—Será castigada —afirmó Juran en tono sombrío.
Mairae meneó la cabeza.
—Sigo pensando que es pedirle demasiado. No lleva mucho tiempo en el cargo. Uno de nosotros debería ir allí y relevarla de la tarea.
—Debe demostrar su lealtad hacia los dioses —sentenció Rian.
—Tiene razón —dijo Dyara—. Si la gente se enterara de que ella los ha desobedecido…
—¿Quién va a decírselo? —preguntó Mairae—. Esto ha sucedido en un lugar remoto —posó los ojos en Juran—, y cabe suponer que no hubo testigos. Nadie aparte de los dioses y nosotros lo sabe.
La expresión de Dyara se endureció.
—Si los dioses le piden algo así a Auraya, es porque debe de ser necesario. Ellos ven lo que ocurre en nuestra mente y nuestro corazón. Saben cuándo hace falta poner a prueba nuestra lealtad.
Mairae contempló con fijeza a Dyara. La mujer mayor podía ser severa y dominante, pero no solía mostrar tan poca indulgencia. Sus palabras parecían más propias de Rian.
—¿Te resultaría fácil matar a tu consejero si los dioses te lo ordenaran?
Dyara abrió mucho los ojos, presa de la estupefacción y la ira.
—Timare es un sacerdote, no un… un sucio indómito.
—¿Cómo lo sabes? No detectaste la mente de Mirar tras la de Leiard.
—Conozco a Timare desde hace cuarenta años. ¿Conoces igual de bien a tus amantes?
Mairae se encogió de hombros.
—No. No me hace falta.
—Me da la impresión de que hay muchas personas en este mundo a las que te resistirías a matar.
—Los utilizo como compañeros sexuales, Dyara. No me enamoro de ninguno.
—¡Mairae! —protestó Juran—. Esta conversación no nos lleva a ninguna parte.
Ella alzó la vista hacia él y le dedicó una sonrisa de disculpa, consciente de que discutir con Dyara no la ayudaría a ganar apoyos para Auraya. De todos modos, en las disputas entre ambas, Juran siempre tendía a ponerse del lado de Dyara.
—¿Qué vamos a hacer? —inquirió Rian.
Juran se volvió hacia él.
—Debemos prepararnos por si Auraya se niega otra vez o necesita nuestra ayuda para encontrar y matar a Mirar. Dyara y tú viajaréis al sur por mar. Sabemos que Mirar pretende salir de Ithania del Norte, así que seguramente se desplazará hasta la costa.
Rian se enderezó en su asiento.
—Yo no vacilaré. Será un placer para mí servir a los dioses.
Mairae reprimió un suspiro. «Espero que encuentres la fuerza de voluntad para hacerlo, Auraya —pensó—. Rian se volverá aún más insoportable si mata a alguien tan famoso como el gran Mirar».