17

Imi flotaba en un mar de árboles de campanillas marinas. La corriente las mecía con suavidad. Las campanillas diminutas y brillantes se movían y trazaban formas caprichosas en torno a ella. Alargó el brazo para tocar una. El delicado cáliz se le acercó, como si anhelara que la arrancara.

Entonces aparecieron varias filas de dientes, y la campanilla embistió contra su mano.

Ella la apartó rápidamente, horrorizada. Una sombra se deslizó sobre ella, sumiéndolo todo en la oscuridad, excepto las campanillas luminosas. El pavor se apoderó de Imi. Miró hacia arriba.

La imponente masa de un barco se cernía sobre su cabeza. Unas cuerdas descendían como serpientes, buscándola. Imi deseaba huir, pero no podía moverse. No recuperó el control hasta que era demasiado tarde y las cuerdas se habían enredado alrededor de su cuerpo. Tiraron de ella hacia arriba, pese a sus esfuerzos por resistirse.

Aun así no dejó de forcejear, pues sabía lo que la esperaba en la superficie. Los saqueadores estarían allí; hombres crueles y desalmados. En comparación con estos pisatierra, los pescadores que la habían sorprendido llevándose las campanillas de mar se habían mostrado amables y generosos. La habrían dejado marcharse una vez que hubiera terminado de cosechar las campanillas para ellos.

En cuanto se hubiera visto libre, ella habría buceado hasta el fondo del mar y habría recogido las campanillas que había cogido para su padre antes de encaminarse de vuelta a casa. No se las habría dado enseguida; él habría estado demasiado enfadado para disfrutar el regalo. No, ella habría aceptado el castigo por haberse escabullido y estaría aliviada por haber salido del apuro.

No era eso lo que había sucedido. Mientras las cuerdas la arrastraban hacia la superficie, se preparó para lo que pasaría después. En ese momento, antes de que saliera del agua, un objeto duro le golpeó las costillas. Despertó sobresaltada por el dolor. Soltó un jadeo y abrió los ojos.

La luz se filtraba a través de un techo de madera. Por la sensación fresca en torno a sus piernas, supo que había más agua agitándose en torno a ella que cuando se había quedado dormida. Su nariz percibió un olor a pescado fresco. A través de la sección abierta de la cubierta, vio que los marineros iban de un lado a otro, ocupados en sus actividades habituales. Uno de ellos estaba de pie en la bodega, frente a ella. Sus oídos captaron una voz masculina áspera que le gritaba. Aunque las palabras sonaban extrañas, ella conocía bien su significado.

«Vuelve al trabajo».

Sus manos encontraron el balde, y ella se agachó para llenarlo. El hombre dejó de gritar. Imi vació el contenido en un cubo atado a una cuerda que colgaba del agujero en la cubierta. Algo cayó de las manos del hombre al agua, delante de los pies de Imi, antes de que él se encaramase a la cubierta para ponerse a gritar a los tripulantes.

Imi bajó la vista. Dos pescados pequeños flotaban en el agua de mar. Consiguió agarrarlos y comérselos sin interrumpir su labor.

Le habían servido pescado crudo muchas veces en palacio, pero siempre cortado en lonchas finas y acompañado con algas saladas o bulbos de kui en vinagre. Nadie le había enseñado a escamar pescado, y no disponía de utensilios que le facilitaran la tarea. Había aprendido a arrancar las escamas con los dientes y escupirlas.

No era sano alimentarse únicamente de pescado crudo, del mismo modo que, según le decía Teiti, no podía vivir a base de dulces. Teiti siempre insistía en que una dieta saludable consistía en comidas muy variadas, incluidas muchas que a Imi no le gustaban. Cada vez que pensaba en su tía, se le encogía el corazón. Echaba mucho de menos a Teiti. El corazón se le encogía aún más cuando se acordaba de su padre. Se arrepentía en el alma de haber salido de la ciudad. Debería haberle comprado un regalo a su padre en el mercado. Debería haberle hecho caso a Teiti.

Imi trabajaba sin descanso. El agua entraba en la bodega a un ritmo constante, y a los saqueadores no parecía importarles el ritmo al que Imi la achicaba, siempre que ni ella ni la persona que izaba el balde desde la bodega para vaciarlo se tomaran un respiro. Tampoco les importaba que ella se salpicara de vez en cuando, o que durmiera sumergida en varios dedos de agua. Sin la inmersión constante, la piel se le habría resecado y ella habría sufrido una muerte lenta y dolorosa.

Al principio, después de sacarla del agua, los saqueadores la habían atado al aire libre. El calor del sol le había resultado insoportable. La piel se le había deshidratado, y le había entrado una sed espantosa a pesar del agua que le daban para beber. Un dolor que se había originado en su cabeza se había extendido a todo su cuerpo, hasta que ella se había desplomado en el suelo de madera.

Lo siguiente que recordaba era haber despertado en la bodega, rodeada de agua, mientras el barco cabeceaba adelante y atrás. Oía unos ruidos aterradoramente fuertes procedentes del exterior de la nave. La lluvia, que ella solo había visto antes en dos ocasiones, y alguna que otra ola que rompía contra la borda habían empezado a anegar la bodega a una velocidad alarmante. Varios de los saqueadores se habían apresurado a achicar el agua, y cuando uno de ellos le había puesto un balde en las manos, ella se había unido a ellos, temerosa de que el barco se hundiera y ella muriese ahogada, arrastrada hacia el fondo por la cuerda que tenía atada al tobillo.

Más tarde, un saqueador se le había acercado y le había tirado un pescado. Imi tenía tanta hambre que se había comido las escamas, la raspa y la piel.

Poco a poco había recuperado parte de sus fuerzas. El líder de los saqueadores había dejado claro que quería que ella continuara extrayendo el agua. Al principio se había negado. Era una princesa; no realizaba tareas de baja categoría.

Así que él le había pegado.

Conmocionada y asustada, Imi había cedido. El hombre la había observado durante un rato y amenazado cuando perdía brío. Finalmente, la había dejado trabajar a su aire.

Era una faena interminable y agotadora, y ella siempre estaba hambrienta. Le daban poca comida. Había adelgazado mucho. Sus brazos parecían haberse reducido a músculo, piel y huesos. La enagua, sucia y rota, caía suelta en torno a su cuerpo. Ella no sabía durante cuánto tiempo podría seguir haciendo aquello. Habían transcurrido muchos días. Se aferraba a la esperanza de que su padre o uno de los guerreros jóvenes elay la rescataran. Sin embargo, intentaba no pensar demasiado en ello. Cuando lo hacía, se le ocurrían muchas razones por las que ese rescate parecía improbable.

«Algo sucederá —se decía—. Soy una princesa. Las princesas no mueren en bodegas de barcos. Cuando llegue mi salvador, estaré viva y preparada».

Las cinco paredes del altar se juntaron por encima de los Blancos. Juran pronunció las palabras rituales con que daba inicio a la reunión, y Auraya coreó con los demás la frase breve que les correspondía. Cuando todos guardaron silencio, Juran miró a cada uno de ellos con expresión preocupada.

—Hemos venido para discutir qué debemos hacer respecto a los pentadrianos que han entrado en Si.

—¿Significa esto que volvemos a estar en guerra? —preguntó Mairae.

Juran sacudió la cabeza.

—No.

—Pero los pentadrianos han invadido un país aliado.

—Han entrado sin autorización —la corrigió Juran—. Hasta donde sabemos, no han hecho daño a nadie en Si.

—Porque los siyís no son tan necios para acercarse a ellos —señaló Auraya—. Debemos averiguar qué hacen ahí.

—Sí —convino Juran—. Eso nos llevará un tiempo. Enviaré a los sacerdotes que han llegado al Claro hace poco.

—¿Sacerdotes? —repitió Auraya, sorprendida—. ¿Por qué poner en peligro sus vidas y someter a los siyís a semejante retraso? Yo podría llegar a Si en un día.

Juran intercambió una mirada con Dyara antes de fijar los ojos en Auraya.

—Tal vez eso no sería prudente.

Auraya parpadeó, extrañada. Echó un vistazo a Mairae y Rian, que parecían tan desconcertados como ella.

—¿Por qué?

Él posó las manos sobre la mesa.

—Sabemos que los líderes pentadrianos son hechiceros poderosos. Sabemos que los cuatro que quedan poseen una fuerza similar a la nuestra.

—Aquel al que llaman Shar, el que cabalga sobre voranes, es más débil que yo —terció Rian.

—Cierto —aceptó Juran—. Eres el único de nosotros que se ha enfrentado a una Voz en combate singular. —Hizo una pausa, mirando a Auraya—. Mejor dicho, el único que se ha enfrentado a una Voz que aún vive —puntualizó—. Por fortuna, Rian venció a Shar. No podemos medir nuestras fuerzas contra los demás sin correr el riesgo de que uno de nosotros resulte ser más débil y pierda la vida.

—En ese caso, si veo a alguna de las dos Voces más poderosas, no me acercaré —aseguró Auraya—. Dudo que los dos más débiles supongan una amenaza.

Juran esbozó una sonrisa sombría.

—Tu valor es admirable, Auraya.

—¿Por qué? Nos formamos cierta idea sobre sus puntos fuertes durante la batalla.

—Sí, pero no una idea clara. No sabemos si los dos más débiles estaban concentrados en defensas que nos pasaron inadvertidas en aquel momento. Es posible que sean más fuertes de lo que parecían.

Ella se encogió de hombros.

—Si Rian derrotó a Shar, yo también podría. Sabemos que la mujer de los pájaros, Genza, es la segunda más fuerte. Estoy dispuesta a asumir el riesgo de luchar sin ayuda contra ella.

—¿Y podrías vencerlos a los dos a la vez?

Ella titubeó, presa de la duda.

Juran extendió las manos a sus costados.

—¿Eres consciente del peligro ahora? Pensad en vuestras propias vulnerabilidades. —Clavó la vista en los demás, uno tras otro—. ¿Qué pasaría si estuvierais todos fuera de la ciudad, y los cuatro pentadrianos supervivientes atacaran Jarime? Yo no podría hacerles frente solo. ¿Y si observan todos nuestros movimientos con la intención de tendernos una emboscada y matarnos de uno en uno en cuanto nos separemos? —Meneó la cabeza—. Cuando estamos solos, somos vulnerables.

Mairae soltó un ligero bufido de incredulidad.

—No pretenderás que permanezcamos todos en Jarime de ahora en adelante, ¿verdad? ¿Cómo defenderemos otros países? ¿Cómo respetaremos nuestros acuerdos de alianza?

Auraya asintió en señal de conformidad con Mairae. Viajar a Si entrañaba riesgos, pero valía la pena. «¿Qué opinas de esto, Chaia?», pensó casi sin darse cuenta.

—Nuestros sacerdotes pueden ocuparse de casi todas las amenazas —dijo Juran con gravedad—. Los enviaremos a recabar información antes de intervenir en el asunto personalmente.

—Dudo mucho que eso dé resultado en Si —declaró Auraya—. No llegarían a tiempo.

—Cuando contemos con sacerdotes siyís, ya no tendremos ese problema.

—Pero eso no ocurrirá a tiempo para afrontar esta amenaza. Faltan años para que algunos de ellos lleguen a…

Un movimiento repentino que captó con el rabillo del ojo la distrajo. Al mirar alrededor, se percató de que no se trataba de un movimiento físico, sino mágico. Una presencia conocida rozó sus sentidos.

:Hola, Auraya.

Ella contuvo un suspiro. Su admirador celestial había regresado, como de costumbre, en un momento en que ella necesitaba concentrarse.

—¿Qué sucede, Auraya? —preguntó Dyara en voz baja—. ¿Qué es lo que ves?

Auraya se volvió hacia ella.

—¿No percibes nada?

Dyara negó con la cabeza. Auraya lanzó una mirada rápida a Mairae y Rian, que parecían perplejos. Juran tenía el ceño fruncido. De pronto, el asombro y la alegría asomaron a los rostros cuando todos dirigieron la vista hacia un punto situado detrás de Auraya. Al dar media vuelta, ella vio una figura resplandeciente.

:Juran —dijo el dios a manera de saludo—. Dyara, Auraya. Rian y Mairae.

—Chaia —respondieron los demás con actitud reverente, efectuando la señal del círculo. Auraya se apresuró a imitarlos. Se había habituado tanto a la presencia de Chaia que olvidaba con facilidad las formalidades que seguían los Blancos cada vez que aparecía una deidad.

Chaia comenzó a caminar despacio en torno a la mesa.

:Como sabéis, por lo general preferimos dejar que los mortales elijan su propio camino. De vez en cuando desviamos vuestro curso, dada nuestra responsabilidad de dirigir vuestros actos cuando se apartan de nuestros designios. —Calló por unos instantes y miró a Juran—. Debo intervenir ahora.

Las cejas del líder de los Blancos se juntaron. Bajó la vista hacia la mesa.

:Vuestro deber es proteger a nuestros adoradores, no solo a vosotros mismos, prosiguió Chaia.

Juran torció el gesto.

—No era mi propósito protegernos a nosotros en perjuicio de los demás —alegó, levantando la mirada hacia el dios—. Mi principal preocupación es la protección a largo plazo de los circulianos. Si uno de nosotros muere, toda Ithania del Norte quedará desamparada.

Dyara asintió.

—Estoy de acuerdo. Si Auraya pereciera en Si, eso podría ocasionar más muertes a la larga.

Chaia sonrió.

:Si Auraya pereciera, elegiríamos un sucesor, aunque dudo que pudiéramos encontrar a alguien con su talento y sus dones.

A pesar del elogio, Auraya se estremeció. Había estado dispuesta a jugarse la vida por los siyís. Ahora, al enterarse de que los dioses habían previsto que ella corriera ese riesgo, la asaltó un temor profundo. Se sintió… prescindible.

«Como un soldado cualquiera —se dijo—. Bueno, es lo que somos: soldados poderosos, inmortales y dotados, al servicio de los dioses. —De pronto, reparó en la ironía de este pensamiento—. Nos llaman inmortales solo porque no envejecemos. Si nos encontramos ante un conflicto como los que Juran teme, si debemos poner en peligro nuestra vida constantemente para proteger a los circulianos, tal vez tengamos una vida más breve que la de los mortales comunes y corrientes. —Enderezó la espalda—. Bien, pues que así sea».

—Elegí servir a los dioses, y no tengo intención de dejar de hacerlo en un futuro próximo, aunque me llenaría de júbilo que me acogieran en su seno —les dijo a los demás—. No me expondré a riesgos innecesarios. Y no olvidéis que puedo estar de vuelta en un día si me necesitáis.

Juran le sostuvo la mirada antes de mover la cabeza afirmativamente y centrar su atención en Chaia.

—Gracias por tu orientación y tu sabiduría, Chaia —dijo con humildad—. Enviaré a Auraya a Si.

El dios sonrió y se desvaneció. Auraya notó que se alejaba hasta quedar fuera del alcance de sus sentidos. Cuando se fijó de nuevo en Juran, él la observaba con expresión indescifrable.

—Los dioses te han favorecido con dones extraordinarios —dijo—. Yo debería haber comprendido que su voluntad era que los utilizaras. Cuídate, Auraya. Tus poderes especiales no serían lo único que echaríamos terriblemente de menos si te perdiéramos.

Ella sonrió, conmovida.

—Gracias. Tendré cuidado.

Juran se dirigió a los demás.

—Queda decidido. Será mejor que informemos a nuestros huéspedes. —Miró a Auraya.

—Yo se lo diré —se ofreció ella.

Mientras se ponían de pie y las paredes que rodeaban el altar empezaban a descender, Auraya reflexionó sobre la aparición de Chaia. Se había preguntado qué opinaría él del argumento de Juran. ¿Lo había invocado sin darse cuenta? Antes de mostrarse, ¿se encontraba él lo bastante cerca para oír su conversación pero lo bastante lejos para que los sentidos de Auraya no lo detectaran?

Tendría que plantearse estas preguntas más tarde. Por el momento, más valía que ideara una manera de acercarse a los pentadrianos sin comprometer su seguridad o la de los siyís.

El Viejo Grim alzó la vista cuando la mujer entró en la habitación y ya no la apartó de ella. Pómulos altos, cabello negro como la noche, buena figura…, aunque no le habría sentado mal estar un poco más entrada en carnes. Cuando la luz de la lámpara le iluminó los ojos, él vio que eran verdes. Las arrugas que aparecieron en las comisuras de los labios cuando sonrió a su acompañante delataron su edad.

«Seguro que de más joven era una belleza —pensó él—. ¿Con quién ha venido? Ah, con Marin. Le puede la curiosidad: siempre tiene que echar un vistazo a todo lo nuevo. Recuerdo que cuando era un muchacho recorría la playa en busca de cosas que la marea hubiera dejado sobre la arena».

Marin presentó la mujer a sus compañeros habituales de copas, pero no se detuvo. Para sorpresa de Grim, el hombre levantó la mirada hacia él y le guiñó un ojo antes de guiar a la mujer hasta la mesa del anciano.

—Buenas —dijo Marin—. Este es el Viejo Grim —le informó a la mujer—. Grim, te presento a Limma Ensalmadora.

—Buenas —respondió Grim, inclinando la cabeza hacia la mujer, que sonrió con desenvoltura. Él captó un aroma a hierbas y otros olores menos delicados. Seguramente su nombre de familia era una descripción precisa de su oficio.

—Limma está interesada en las anécdotas acerca del Gaviota —señaló Marin—. Le he dicho que tú lo conociste. Ella me ha creído, de hecho.

—¿Ah, sí? —Grim notó que un antiguo resentimiento se reavivaba, pero cuando intentó clavar los ojos en la mujer con odio, su ira se aplacó. Ella le sostuvo la mirada sin flaquear. Había algo en su actitud… Quería algo de él. A Grim le costaba imaginar que tuviera algo que ofrecerle…, aparte de su relato.

Lleno de curiosidad, levantó su jarra.

—No se puede contar una historia larga con la boca seca.

Con una carcajada, Limma se llevó las manos al interior de su tago. Él alcanzó a entrever debajo numerosos saquitos, y percibió con más intensidad el olor a hierbas y remedios. La mujer se volvió hacia el propietario de la casa de bebidas y le arrojó una moneda. Él la atrapó en el aire ágilmente y asintió cuando ella le pidió que mantuviera sus jarras llenas. Marin y Limma se acomodaron en el banco, al otro lado de la mesa.

—Así que conociste al Gaviota —dijo ella—. ¿Hace cuánto tiempo?

El Viejo Grim se encogió de hombros.

—Yo era joven, poco más que un muchacho. Tenía ganas de correr mundo, así que busqué trabajo en barcos que subían por la costa hacia Aime. Una vez allí, me enrolé en un buque mercante. No era como yo había imaginado. Aunque siempre hay que trabajar duro, aprendí que cuanto más grande es el barco, más se esfuerza la gente por procurar que todo el mundo sepa quién da órdenes a quién. Yo estaba en uno de los peldaños más bajos de la escala de palizas, por así decirlo. —Arrugó el entrecejo al recordarlo—. Entre los tripulantes había un chico. No tenía nombre. Todos lo llamaban «chico». Un día, caí en la cuenta de que nadie se metía con él. Él no daba motivos, pero en ese buque trabajar con diligencia no era garantía de no recibir azotainas.

»Comencé a observar al chico. Era un muchacho guapo, pero ninguno de los bravucones la tomaba con él. De hecho, se comportaban como si le tuvieran miedo.

»Un día, él se sentó junto a mí durante la pausa para almorzar. Me dijo que no era el barco adecuado para mí; que si me enrolaba en uno más pequeño, llegaría a ser un buen capitán. Se me daba mejor enfrentarme al mar que a otros hombres.

»En el fondo yo sabía que tenía razón, pero quería ver mundo, ¿sabes? Y él no era más que un mozalbete. ¿Quién se creía que era para darme consejos? Así que aguanté.

»Unas semanas más tarde, cuando estábamos a punto de zarpar del puerto de Aime, él se me acercó de nuevo. Señaló una embarcación más pequeña y me dijo que buscaban tripulantes. Le di las gracias por avisar, pero me quedé donde estaba. Otros desembarcaron, y yo me sentí orgulloso por no haberme rendido.

El Viejo Grim se interrumpió cuando un mozo depositó tres jarras limpias sobre la mesa. Bebió un trago largo, suspiró y se rascó la cabeza.

—¿Por dónde iba?

—El chico te hizo una segunda advertencia —le recordó Limma.

Él se quedó mirándola, estupefacto. Ella sonrió de forma significativa, pero guardó silencio. Grim se secó la boca y continuó.

—Llevábamos solo unos días navegando cuando el cielo se ennegreció y el viento rompió a aullar. No se veía nada a escasos metros de distancia. Oí que el chico le decía al capitán que nos dirigíamos hacia unos escollos y que había que virar a estribor. Su voz… destilaba autoridad. El capitán maldijo al chico y le ordenó que se fuera bajo cubierta.

»Antes de que me diera cuenta, tenía al chico delante de mis narices. Se notaba que estaba enfadado. Furioso, como solo un adulto puede estarlo. Resultaba extraño ver aquella expresión en una cara tan joven.

Grim hizo una pausa. El recuerdo era muy vívido. Aún sentía la gelidez del viento y el miedo en las entrañas, aún veía el rostro del muchacho. Tomó un trago de su bebida y se concentró en la sensación cálida y reconfortante que le produjo. Las dos personas que escuchaban su relato aguardaban pacientemente.

—El chico me arrastró hasta una chalupa. Cuando comprendí que quería que lo ayudara a cortar las amarras, protesté. Él se puso derecho, me miró a los ojos… —Grim imitó al muchacho, fijando en la mujer lo que esperaba que fuera una mirada firme— y dijo: «Te lo he advertido dos veces. Solo te lo repetiré una vez más: abandona este barco, o no vivirás hasta mañana».

»En ese momento, uno de los matones, una mole de hombre, nos vio. Soltó un rugido y se abalanzó hacia el chico. Este hizo un movimiento casi imperceptible, pero el matón salió despedido hacia atrás. Se golpeó la cabeza contra algo y perdió el conocimiento. —Grim sonrió—. Me quedé contemplando al chico con la boca abierta. Me propinó un empujón tan fuerte que di con mi cuerpo en la chalupa, y entonces las amarras se desataron solas. De repente, la chalupa y yo nos precipitábamos hacia el vacío. Caímos al agua. Me quedé ahí tumbado, bastante aturdido, mirando hacia arriba, al chico, mientras la chalupa se apartaba del barco como si algo la estuviera empujando. —El Viejo Grim meneó la cabeza—. Nunca lo volví a ver. Al día siguiente, una bandada de gaviotas me siguió mientras remaba hacia tierra. Fue entonces cuando caí en la cuenta de quién era él. Más tarde me enteré de que el barco había encallado en las rocas. Casi toda la tripulación había muerto, pero nadie había visto a ningún chico. Ni vivo ni muerto.

La mujer había desplegado una sonrisa, lo que complació al Viejo Grim. «Le ha gustado mi historia —pensó—. Supongo que da igual si se la cree o no».

—Eres un hombre afortunado —aseveró ella.

Él alzó su jarra y bebió.

—Ni más ni menos. Mi suerte cambió desde aquel día. Cuando al fin logré volver a casa, había ganado suficiente dinero para comprarme un barco propio.

—De modo que llegaste a ser capitán, después de todo —dijo ella, llevándose su jarra a los labios.

—Así es.

—Pero nadie se creyó tu historia.

—Nadie excepto mi esposa.

—¿Estás seguro? —Ella entornó los párpados—. ¿Nunca te has encontrado con alguien que supiera que tu relato era verídico?

Él se quedó callado al percatarse de que lo que había dicho no era del todo cierto.

—Ha habido algunos que al parecer se han fiado de mi palabra. Viajeros, sobre todo. Un joven que hacía velas me dijo hace poco que había oído a un mercader del norte contar una historia parecida a la mía.

—¿Ese mercader había conocido también al Gaviota?

—Eso decía. Según él, lo habían atacado unos piratas, y un chico lo había salvado.

—¿Sabes cómo se llamaba el mercader?

—No, pero el que hace velas vive en la costa, cerca de aquí. —Se inclinó hacia delante—. ¿Por qué estás tan interesada en el Gaviota?

Ella sonrió.

—Quiero encontrarlo.

El hombre rio por lo bajo.

—Buena suerte. Tengo la sensación de que es la clase de persona que te encuentra a ti, no lo contrario.

—Eso espero.

—¿Para qué quieres encontrarlo, por cierto?

—Para pedirle consejo.

Por la expresión de la mujer, él supo que no daría más explicaciones. Se encogió de hombros y levantó su jarra vacía.

—Tal vez otra copa me ayude a recordar los nombres de otros viajeros que me creyeron.

Tal como esperaba, la mujer se rio y se volvió para hacerle una seña al mozo.