33
Las torres y murallas de Glymma habían desaparecido tras una nube de polvo poco después de que el barco zarpara. La línea baja de la costa de Avven desfilaba a su izquierda, mientras, a la derecha, se divisaba el horizonte, regular y poco definido. Reivan, acodada en la borda, pensó en lo que había al otro lado.
«Las montañas poco elevadas del sur de Sennon —se dijo—. Luego, el desierto, más montañas, y por último las exuberantes tierras de los circulianos».
No todo el territorio de Ithania del Norte que se extendía tras la cordillera era fértil o aprovechable. Había un páramo en el centro, y las montañas de Si eran prácticamente infranqueables. Aun así, los circulianos disponían de una superficie mucho mayor de tierra utilizable. Mur estaba encajonada entre la escarpa y el mar, Avven sufría sequías, y las riquezas de Dekkar procedían de una selva despojada de vegetación, pero, al cabo de pocos años, el suelo se había vuelto incultivable.
«¿Cómo será el país de Imi?».
Reivan había recabado un poco de información de Imenja.
—Borra es un círculo de islas —le había explicado esta—, pero ellos no suelen visitarlas por temor a los ataques de los saqueadores. En cambio, viven en una ciudad a la que se accede a través de un túnel submarino.
«¿Cómo entraremos entonces?», se preguntó Reivan.
—Hay otra entrada, sobre el nivel del suelo.
Reivan dio un respingo y, al volverse, se encontró a Imenja a su lado.
—Entiendo —respondió—. Me alegra oírlo.
—Ah, seguramente no la usaremos. Los elay no se fían de los pisatierra, así que dudo que nos reciban en la ciudad.
—Entonces ¿dónde nos entrevistaremos con el rey?
—En las islas, tal vez. —Imenja se encogió de hombros—. Ya lo veremos cuando lleguemos.
—¿Se ha instalado Imi?
Imenja sonrió.
—Sí, está en el pabellón, poniéndose ropa más cómoda. Me imagino que pronto se reunirá con nosotras. Al parecer hasta los elay se marean en los viajes por mar. ¿Tú cómo te sientes?
Reivan hizo una mueca. Estaba intentando ignorar el malestar persistente que notaba en el estómago.
—Podría estar peor.
—Te pondrás bien en unos días. —Imenja se volvió hacia el mar—. Tengo una tarea para ti.
Reivan miró a su patrona, sorprendida. ¿Qué podía querer encomendarle? Iban a pasarse meses encerradas en aquel barco.
—¿De qué se trata?
—Quiero que aprendas el idioma de Imi. Sería conveniente para todos que yo no fuera la única capaz de comunicarse con los elay.
Aliviada, Reivan sonrió.
—Eso puedo hacerlo, aunque la fluidez con que llegue a hablarlo dependerá del tiempo de que disponga. ¿Está Imi dispuesta a enseñarme?
Imenja asintió.
—Sí. Hemos hablado de ello. Eso os mantendrá entretenidas a las dos durante la travesía.
—Y yo que había traído un montón de libros pensando que tendría mucho tiempo libre para leer —suspiró Reivan.
Una sonrisa se dibujó en los labios de la Voz.
—También habrá tiempo de sobra para eso. Además, debes impedir que yo enloquezca de aburrimiento.
—Eso sí que no puedo permitirlo. —Reivan miró a Imenja de soslayo—. Quedarme atrapada en un barco con una Voz desquiciada no es una perspectiva muy agradable.
Imenja soltó una risita. Tendió la mirada hacia el mar de nuevo y tamborileó con los dedos sobre la barandilla.
—Imi no se ha percatado todavía de que puedo leerle la mente. Le extraña que yo supiera su nombre y que hable su idioma, pero no ha comprendido el porqué.
—¿Se lo explicarás?
—Aún no. Sospecho que si los elay se enteran de que puedo leer mentes, se fiarán incluso menos de mí que de los pisatierra comunes.
—Tal vez, pero es posible que Imi lo deduzca en el futuro. Quizá crea que se lo ocultaste de forma deliberada para engañarla.
—Sí. —Imenja arrugó el entrecejo—. Nos costaría mucho recuperar su confianza. Debo idear una explicación que sea creíble.
De pronto, una ola levantó el buque con brusquedad. Reivan tuvo la sensación inquietante e incómoda de que se le revolvían las tripas.
—Creo que voy a vomitar —murmuró de manera casi inconsciente.
Imenja le posó una mano en el hombro.
—Fija la vista en el horizonte. Eso te ayudará.
—¿Qué se supone que debo hacer de noche, cuando no pueda verlo?
—Intenta dormir.
—¿Que lo intente? —Reivan se rio y se agarró a la barandilla cuando el barco descendió de golpe por el otro lado de la ola.
—Otra cosa —dijo Imenja—. No te inclines demasiado sobre la borda. Podrías perder el colgante. O caerte al agua.
Reivan contempló la estrella de plata que colgaba de la cadena que llevaba al cuello.
—Entonces simplemente me harías otro, ¿verdad?
—No puedo —repuso Imenja—. Cada colgante contiene un fragmento diminuto de coral cultivado con esmero por medio de métodos secretos que solo conocen las Voces y algunos Servidores selectos. El coral tiene la costumbre natural de enviar una señal telepática a otros corales, una noche al año, lo que desencadena una liberación masiva de semillas de coral. Hemos criado una variedad especial de coral que nos permite canalizar nuestras señales. —Imenja rio por lo bajo—. No llevo trozos de coral de repuesto, así que no pierdas el colgante.
Reivan dio la vuelta a la estrella entre sus dedos. El dorso era liso salvo por una pequeña mella en el centro, en el que había engastado un material negro y duro. Ella se había preguntado a menudo qué era, pero su miedo a toquetear algo que era sagrado para los dioses había prevalecido sobre su viejo hábito de investigarlo todo como Pensadora.
—Coral —dijo—. Me gustaría saber qué opinarían los elay sobre eso.
—No se enterarán —dijo Imenja con firmeza—. Te recuerdo que es un secreto.
—Por supuesto. —Reivan soltó el colgante, que se balanceó y rozó su pecho.
Imenja tamborileó de nuevo sobre la borda.
—En fin, ¿qué libros has traído? No serán todos libros de Pensadores, ¿verdad?
Reivan se apartó de la barandilla con cara de exasperación.
—Ven, te los enseñaré.
A Mirar se le escapó una risita.
«Estás muy satisfecho de ti mismo, ¿no?», preguntó Leiard.
«Esa promesa que le he arrancado a Auraya resuelve todos nuestros problemas —respondió Mirar—. No tengo que marcharme. Puedo quedarme y seguir ayudando a los siyís. Ella no incumplirá una promesa que ha hecho en nombre de los dioses».
«¿Ah, no? Creía que aquí el ingenuo confiado era yo».
«Lo eres. Tú no le habrías pedido que hiciera esa promesa».
«Porque sé que la rompería si los dioses se lo ordenaran».
«¿Aunque lo haya prometido en nombre de ellos?».
«¿Quién lo sabría? No había testigos».
«Auraya lo sabría. Le perderían el respeto».
«Y tú acabarías muerto de todos modos».
«No a menos que les dé un motivo para matarme. Estaré a salvo mientras los siyís sigan enfermos. En cuanto hayamos erradicado la peste, intentaré desaparecer de nuevo. Y tendré posibilidades de conseguirlo si Auraya está en otra parte».
Con cada paso, a Mirar se le embadurnaban los pies de barro, que se hacía más y más profundo. El aire apestaba a podrido. Maldijo a Tyve entre dientes. Sin duda el chico lo había enviado a aquel desfiladero porque discurría en dirección a la aldea del bosque del Norte o porque era menos accidentado que el terreno circundante. Por desgracia, seguramente Tyve no había alcanzado a ver el suelo cenagoso a través de la densa vegetación.
Al dar un paso, Mirar notó que su pie resbalaba y se agarró al tronco de un árbol para evitar caer en el fango. Acabó sentado en un charco de lodo.
Soltó otra maldición y se levantó con dificultad. Al dirigir la mirada hacia delante, vio un bosque interminable de troncos finos que serpenteaba bordeado de matas de hierba. El suelo que se vislumbraba entre ellas relucía.
«Tienes que regresar», dijo Leiard.
Mirar suspiró. La hierba que flotaba en el barro lo hacía parecer más sólido de lo que era. Observó su ropa. El lodo cubría sus pantalones y goteaba de la parte de abajo de su chaleco de tejedor de sueños.
«Si Auraya me viera ahora…», pensó.
«… se partiría de risa a nuestra costa», completó la frase Leiard.
«Sí». No pudo evitar sonreír. Sacudiendo la cabeza, dio media vuelta y comenzó a desandar el camino.
«Te gusta», dijo Leiard.
«Nunca he dicho lo contrario».
«No, pero esta vez lo has comprendido por ti mismo. Has llegado a la conclusión sin que yo influyera en ti. Sabes que esos sentimientos son tuyos, no míos».
Mirar reflexionó sobre esto y asintió.
«Sí, entiendo a qué te refieres».
El camino se volvió más empinado. Al pensar en el descenso resbaladizo hacia el barranco e imaginar lo difícil que le resultaría salir, soltó un gruñido.
«Seguramente Auraya ha llegado ya a su destino», pensó con ironía.
Le vino a la mente el recuerdo de Auraya saltando desde una plataforma y acelerando hacia arriba en un ángulo que a los siyís les habría sido imposible emular. Mirar la había observado hasta que ella había desaparecido tras las copas de los árboles, preguntándose cómo podía seguir asombrándole su capacidad de volar.
«La admiras —sentenció Leiard—. Esa es la razón».
Mirar se encogió de hombros.
«Sí».
No era solo por la facilidad aparente con que se servía de su extraordinario don, sino por la manera en que acometía todas sus tareas. Era competente, pero no se envanecía de sus habilidades; eficiente, pero no carecía de compasión.
«No le falta atractivo —añadió—. Aunque es evidente que los Blancos no elegirían a gente fea como representantes».
Sin embargo, su belleza no era obvia. «Algunas personas opinarían que tiene los rasgos demasiado angulosos».
«Las personas que prefieren a las mujeres rollizas y pechugonas», convino Leiard.
«Tampoco es toda ángulos. Tiene sus curvas».
«¿Así que te has fijado en sus curvas?», preguntó Leiard.
«Sí —resopló Mirar—. Soy un hombre; me fijo en las curvas. ¿Estás celoso?».
«¿Cómo voy a estarlo? Soy tú».
Sintió un escalofrío. Alzó la vista y se esforzó por examinar la empinada pared de piedras y plantas que tenía ante sí. Todo estaba mojado y resbaladizo. Buscó puntos de apoyo para las manos y los pies y comenzó a escalar.
«Si eres yo, no amas a Auraya», pensó Mirar casi sin darse cuenta.
«Pero lo cierto es que la amo».
Él meneó la cabeza.
«¿O sea, que yo también?».
«Sí».
Aquel ascenso era como subir a gatas por un muro medio derruido. Mirar sacudió la cabeza, exasperado, tanto por tener que trepar como por los ridículos comentarios de Leiard.
«Entonces ¿por qué no siento lo mismo?».
«Te has cerrado a ello. Has enterrado tus sentimientos».
«¿De veras? Menuda afirmación. Podría pasarme el resto de mi vida buscando sentimientos que no tengo, y tú podrías alegar eso cada vez que no consiga encontrarlos. “Ahonda más en tu interior”, me dirás. “Búscalos con un poco más de ahínco”».
«Pero es que nunca los has buscado —señaló Leiard—. Podrías valerte de tus habilidades de tejedor para explorar tu subconsciente, pero no lo haces. Te dan miedo las consecuencias. ¿Qué más da que yo tenga razón? No puedes ir tras ella de todos modos».
«Si tienes razón, saberlo solo me causará sufrimiento. ¿Por qué habría de correr ese riesgo?».
«Porque no te librarás de mí hasta que lo hagas».
Mirar se quedó callado. Le faltaba poco para llegar arriba. «Debería concentrarme en la escalada», pensó.
En cambio, cerró los ojos y comenzó a respirar más despacio. Condujo su mente hacia un trance onírico, y se sumió en él lentamente y de mala gana. Se obligó a pensar en Auraya. Una serie de recuerdos acudió a su memoria. Auraya practicando la sanación. Auraya volando. Auraya hablando, discutiendo, riendo. Visualizó el pasado, tanto el lejano como el reciente, incluso mientras reanudaba su ascenso. Evocó sus conversaciones sobre la paz entre los tejedores de sueños y los circulianos, y sintió respeto hacia ella. Rememoró momentos divertidos en que habían jugado con Travesuras, y sintió afecto hacia ella. La recordó llena de poder y habilidades, y sintió asombro y orgullo. La imaginó volando y… le vino a la memoria la sospecha que había abrigado respecto a esa facultad. Casi lo distrajo de su propósito, pero hizo un esfuerzo por dejarla a un lado. Si quería hacer bien aquello, debía darse el gusto de revivir solamente los momentos de proximidad que habían compartido, como las experiencias de intimidad, placer y exploración; sentimientos más profundos, la sensación de pertenencia, de no querer estar en ningún otro lugar, de haber establecido un vínculo con otra persona. De confianza.
De amor.
De pronto, se encontraba de pie en lo alto de la cuesta, jadeando de cansancio, aterrado y eufórico por haber cobrado conciencia de la verdad.
«Ahora lo entiendo. Emerahl tenía razón, y a la vez estaba equivocada».
Para convertirse en Leiard él no había creado rasgos nuevos en su personalidad. No, había bloqueado los que creía que eran más identificables para los demás. Al mismo tiempo, había liberado otros que había reprimido durante años.
«Leiard soy yo. Yo soy Leiard. Él es la persona en quien me convertí cuando inhibí la faceta de mi carácter que refrenaba los sentimientos que me parecían peligrosos. Sentimientos como el amor».
Sentimientos de los que había aprendido a desconfiar. El amor no había sido para él —un inmortal en un mundo de mortales— más que una fuente inagotable de dolor. Al transformarse en Leiard, había abierto de nuevo la puerta al amor.
«Yo soy Leiard. Leiard soy yo. —Se llevó las manos a la cara—. Amo a Auraya».
Rio con amargura ante esta ironía. Siglos atrás, había construido una muralla en torno a su corazón para no volverse a enamorar de una mujer condenada a morir. Ahora se había enamorado de una inmortal; una hechicera asombrosa, bella e inteligente con dones extraordinarios, que en otro tiempo había correspondido a su amor.
—Pero ¡si es una maldita sacerdotisa de los dioses! —gritó.
El sonido de su voz lo sobresaltó y lo arrancó de su trance, devolviendo su atención a la realidad inmediata. Inspiró profundamente y exhaló.
«Me avisaste que sería doloroso», le dijo a Leiard.
No obtuvo respuesta. Quizá Leiard estaba gastándole una pequeña broma. Esperó un poco más. Nada.
«Tal vez haya desaparecido. —Sacudió la cabeza—. No, no ha desaparecido, pero ya no es un ser separado de mí, ni yo un ser separado de él».
Tras mirar alrededor, echó a andar. No podía hacer otra cosa que seguir adelante. Solo. Sintió una punzada de arrepentimiento. Tenía la corazonada de que no volvería a saber de Leiard.
«Creo que lo echaré de menos. No puedo estar con Auraya, y ya no tengo a Leiard para conversar».
Este pensamiento habría debido hacerle gracia, pero en cambio lo dejó con una triste sensación de vacío.
En las habitaciones superiores de la Torre Blanca, Juran caminaba de un lado a otro. Cada vez que pasaba junto a las ventanas, bajaba la vista hacia la ciudad. Hacía mucho que había renunciado a conservar en la memoria una imagen de Jarime en sus inicios, o en diferentes épocas de los últimos cien años. Aunque él no envejecía físicamente, sus recuerdos eran tan frágiles como los de cualquier mortal.
Y esta era la causa de su disgusto en aquel momento.
:No me acuerdo —dijo—. Ha pasado mucho tiempo. Es como intentar recordar el aspecto que tenía la doncella de mis padres…, y a ella la vi miles de veces más que a Mirar cuando estaba vivo. ¿Por qué quieres que me acuerde de cómo era él?
:Por una sospecha. O está vivo, o hay otro tejedor de sueños en el mundo con habilidades que por lo general solo poseen los inmortales, dijo Huan.
A Juran le dio un vuelco el corazón.
:No estoy seguro de cuál de las dos cosas sería peor. ¿De modo que no lo reconoces?
:Solo lo veo a través de los ojos de otros. No puedo reconocerlo a menos que el observador lo reconozca. Y tú eres la única persona viva capaz de identificarlo.
:Si se tratara de Mirar, lo sabrías al leerle el pensamiento, ¿no?
:No puedo penetrar en su mente.
Juran se paró en seco, y un escalofrío le bajó por la espalda.
:¿El tejedor de sueños en cuestión es Leiard?
:Sí.
:¡Es imposible que Leiard sea Mirar! He explorado su mente.
:Una mente que ahora está totalmente protegida. Si es capaz de eso, tal vez fuera capaz de ocultar partes de su mente antes. Además, practica la sanación a la manera de los inmortales —añadió Huan—. Tal como lo hacía Mirar. Y hay otro factor sospechoso.
:¿Cuál?
:Guarda los recuerdos de Mirar y ha reconocido haber oído su voz en su mente.
:Pero ¡no puede ser Mirar! ¡Yo lo habría reconocido!
:No sé si podrías. Cien años son mucho tiempo. No habíamos observado los efectos de la pérdida de memoria en inmortales creados por nosotros hasta ahora. ¿Se conserva algún retrato de Mirar?
:Casi todos fueron destruidos, aunque es posible que queden algunos en los archivos. Pero… encontramos su cadáver.
:Encontrasteis un cadáver aplastado y desfigurado. Tal vez no era el suyo.
:¿Y si Leiard no es Mirar?
:Podría ser un nuevo indómito.
:¿Eso lo convertiría en alguien peligroso?
:Sí.
:¿Está Auraya a salvo?
:Chaia la vigila.
Juran se acercó a una ventana y contempló la ciudad de nuevo. Si Leiard era un nuevo indómito y se veían obligados a matarlo, Auraya quedaría destrozada. Tal vez no le afectaría tanto ahora que no estaba enamorada de él, pero le costaría entender el razonamiento de los dioses de que todos los indómitos eran peligrosos.
:No encontramos a todos los indómitos. Los que lograron burlarnos no nos han causado problemas, dijo.
:Aún no. Recuerda que el poder corrompe. Los inmortales no reconocen nuestra autoridad. Como creen que sus almas nunca tendrán que sobrevivir a la muerte de su cuerpo, no sienten la necesidad de obedecernos. Son poderosos y capaces de hacer mucho daño. Será mejor librarnos de ellos ahora que esperar a que desarrollen todo su potencial.
:¿Qué haríamos si un circuliano se volviese inmortal… sin vuestra ayuda?
:Quizá, si se mantiene leal a nosotros, podríamos perdonarle la vida.
Juran apoyó la frente en el frío vidrio.
:De modo que debemos ejecutar a Leiard. No tenemos elección.
:Así es, si se demuestra que es un nuevo indómito.
:¿Cómo podemos confirmarlo?
:Lo observaremos con atención. No alertes todavía a Auraya o a los otros Blancos sobre la posibilidad de que sea un indómito. Leiard se ha ofrecido a enseñarle a sanar por medio de la magia. Eso requerirá una conexión mental que tal vez nos permita ver más allá del escudo que oculta sus pensamientos. Debemos estar seguros de que es Mirar antes de actuar.
:¿Cuándo sucederá esto?
:Aún no lo hemos decidido. Eso entraña riesgos. Antes, buscaremos otras maneras de descubrir su verdadera identidad. Cuando hayamos tomado una decisión, te la comunicaremos. Buenas noches, Juran.
Tras apartarse de la ventana, Juran se dirigió hacia el pequeño armario donde guardaba bebidas para los invitados. Se sirvió una copa de tipli torenio. Aunque sabía que no lo embriagaría, la apuró de un trago y se sirvió otra. El sabor ácido resultaba tan tonificante como fresco.
:Por el bien de Auraya, espero que te equivoques, Huan.
La diosa no respondió.