Prólogo
Un hombre cruzó tambaleándose la puerta del hospital, estaba herido. Tenía el rostro y la ropa cubiertos de sangre, que le goteaba entre los dedos con los que se apretaba la frente. Cuando los ocupantes del vestíbulo lo vieron se hizo un silencio, pero el ruido y la actividad no tardaron en reanudarse. Ya se encargaría alguien de él.
«Al parecer esta vez me ha tocado a mí», pensó la sacerdotisa Elareen mirando a los otros sanadores. Todos los otros sacerdotes y los tejedores de sueños estaban atareados, aunque el tejedor Fareeh había tardado menos de lo previsto en vendar el brazo de su paciente.
Cuando el recién llegado la vio acercarse, pareció aliviado.
—Bienvenido al hospital —dijo ella—. ¿Cómo te llamas?
—Mal Aperador.
—¿Qué te ha pasado?
—Me han robado.
—Déjame ver. —El hombre permitió a regañadientes que ella le apartara la mano de la frente. La sangre manaba de un corte profundo que llegaba al hueso. Ella volvió a cubrirle la herida con la mano—. Necesita unos cuantos puntos.
El hombre dirigió la mirada a la tejedora de sueños más cercana.
—¿Lo harás tú?
—Sí. Por aquí. —La sacerdotisa reprimió un suspiro e hizo una seña al herido para que la siguiera por el pasillo.
No era la primera vez que un paciente solicitaba ser atendido por un sanador circuliano, pero no era habitual. La mayor parte de la gente que acudía al hospital estaba dispuesta a aceptar la ayuda de cualquiera. Los que no se fiaban de los tejedores de sueños iban a otro lugar.
Los tejedores no tenían el menor reparo en trabajar con sacerdotes circulianos y viceversa. Todos sabían que estaban curando a gente que de otro modo no habría recibido ninguna ayuda. Pero un siglo de prejuicios contra los tejedores de sueños no se podía borrar en unos meses. Elar no esperaba que fuera así, ni siquiera lo deseaba. Los tejedores no adoraban a los dioses, de modo que sus almas morían junto con sus cuerpos. Ella les tenía un gran respeto como curanderos —nadie que hubiera trabajado a su lado negaría haber quedado impresionado por sus conocimientos y habilidades—, pero su opinión desdeñosa y suspicaz sobre los dioses la irritaba.
Tampoco aprobaba la intolerancia ciega. La tendencia de ciertas personas a sentirse amenazadas por los que eran distintos hasta el punto de albergar un odio irracional la perturbaba más que la violencia común y la pobreza extrema que estaban detrás de la mayor parte de los casos que atendía el hospital.
Recientemente un nuevo grupo que se hacía llamar «circulianos verdaderos» había empezado a hostigar a los empleados del hospital. Su arrogante convicción de que su culto a los dioses era más auténtico que el de ella la irritaba aún más que la indiferencia de los tejedores. Tan solo coincidían en su opinión sobre los pentadrianos. A diferencia de estos, los tejedores de sueños nunca afirmaban seguir a dioses —inexistentes— ni se valían de ese engaño para convencer a un enorme número de gente de que los circulianos eran infieles y merecían ser exterminados.
«Al menos este hombre no es tan orgulloso como para no pedir nuestra ayuda», pensó mientras lo guiaba por el pasillo hasta una habitación libre. Le pidió que se sentara en el extremo de un banco. Se acercó a un pequeño surtidor del que brotaba agua de manera continua, llenó un cuenco y lo calentó con magia. Sacó un paño de un cesto, le echó unas gotas de aceite desinfectante, lo sumergió en el agua y limpió el rostro del hombre. Después procedió a suturar el corte.
Cuando ya casi había terminado, Naen, un sacerdote joven, apareció en la puerta.
—Ha venido tu madre, sacerdotisa Elar.
—Dile que me reuniré con ella en cuanto termine de atender a este paciente —respondió, frunciendo el ceño.
«Yranna, te ruego que le des paciencia hasta que acabe. Y no permitas que sufra una de sus crisis de mal humor».
:Naen se encargará de que no te interrumpa, Elareen, le aseguró una voz.
Elar se enderezó y miró en torno a sí. No vio la menor señal de la mujer a la que había oído. «¿Estaré oyendo voces, como ese anciano perturbado que viene a menudo al hospital?».
:No, no estás loca. Estás tan cuerda como la mayoría de los mortales. Incluso más. Aunque me hables con frecuencia.
:Aunque te hable… ¿Eres… Yranna?
:Así es.
:No puede ser.
:¿Por qué no?
:Eres… una deidad. Una diosa. ¿Por qué habrías de dirigirme la palabra?
:Tengo una tarea para ti.
Un escalofrío de emoción y temor le recorrió la espalda. En ese momento oyó que uno de los sacerdotes alzaba la voz en el vestíbulo.
—Hay una muchedumbre bloqueando la entrada. No nos dejan salir del hospital… No, no podemos… Lo mejor es esperar a que se calmen.
«Oh no, otra vez los circulianos verdaderos», pensó mientras remataba el último punto.
:Sí, han rodeado el hospital.
Elar suspiró y entonces cayó en la cuenta de lo que sucedía al tiempo que la sacudía un ligero temblor.
:Pero… este asedio debe de ser distinto de los demás, pues de lo contrario no me encomendarías una tarea.
:Así es.
:¿De qué se trata?
:Quiero que inmovilices al hombre al que estás tratando. Usa magia, drogas…, lo que haga falta.
Perpleja, Elar contempló al hombre que tenía delante. Él la miró a su vez con las pupilas dilatadas. Ella cayó en la cuenta de que no solo estaba tenso por el dolor; tenía miedo.
Notó que tenía la boca seca y que el pulso se le aceleraba. Era posible que él poseyese más habilidades que ella. Desde luego, era físicamente más fuerte. Si la cosa salía mal…
«No pienses en ello. Si los dioses te piden algo, solo puedes hacer cuanto esté en tu mano por satisfacerlos».
La fuerza de su magia lanzó contra la pared al hombre, que se quedó sin aire en los pulmones. A continuación, lo tumbó sobre el banco y lo retuvo allí, con la esperanza de que estuviera demasiado ocupado tratando de recuperar el aliento como para recurrir a sus habilidades.
«Pero no tardará en recuperarse. Yranna ha sugerido que utilice drogas…».
Empapó un paño en aceite narcótico y lo apretó contra su nariz hasta que los ojos se le pusieron vidriosos. Esto le dejaría fuera de combate durante unos minutos, pero ¿y después? El asedio podía durar horas.
«Necesito un somnífero». Buscó en la habitación y encontró un tarro casi vacío de polvos de soñadera. Disolvió lo que quedaba en agua y lo vertió con cuidado en la boca del hombre. Este salió ligeramente de su letargo, tosió, tragó el brebaje y volvió a desvanecerse.
Elar retrocedió unos pasos para valorar su obra y se percató de que no tenía la menor idea de cuánto tiempo durarían los efectos de una dosis tan pequeña. Media taza inducía al sueño durante toda una noche. La cantidad que le había administrado lo mantendría quieto durante una hora, con suerte. Podía ir a buscar más soñadera; sin embargo, dársela a una persona inconsciente era tan difícil como peligroso: corría el riesgo de que le entrara en los pulmones. Contempló al hombre.
«Yranna me ha pedido que te inmovilice, no que te mate —pensó—. ¿Qué tramabas, Mal Aperador?».
Dejándose llevar por un impulso, cogió unas cuantas vendas, lo ató de pies y manos y lo amordazó. Para ocultar lo que había hecho, cubrió al hombre con una sábana, dejando al descubierto la parte superior de la cabeza.
Pero aquello no le impediría llamar la atención al despertar. «Los demás querrán saber por qué lo he hecho. ¿Qué les voy a decir?». Era poco probable que le creyeran si les explicaba que la diosa le había ordenado inmovilizar al paciente. «Bueno, tal vez acabarían por creerme, pero lo más seguro es que mientras tanto lo liberarían y él podría llevar a cabo lo que se proponía».
Había recibido un golpe en la cabeza, así que podía afirmar que padecía mareo o desorientación. Sin embargo, los somníferos no eran el tratamiento habitual para estas alteraciones. Tendría que encontrar otra explicación.
—¡Elar! —exclamó una voz familiar desde el pasillo.
Ella dio media vuelta. Su madre debía de haber eludido el control del sacerdote Naen. Salió corriendo de la habitación antes de que aquella la descubriera con un paciente maniatado y amordazado.
En el pasillo, una mujer menuda, de cabello cano, envuelta en un tago de tela fina, frunció el ceño al verla.
—Elar. Por fin. Necesito hablar un momento contigo.
—Mientras solo sea un momento —dijo Elar, manteniendo una actitud profesional—. Vayamos al vestíbulo.
—Tienes que dejar de trabajar aquí —dijo su madre en voz baja mientras la seguía—. Es demasiado peligroso. Ya sufro bastante sabiendo que estás bajo la influencia de estos paganos a todas horas. El rumor se ha extendido por toda la ciudad. Me sorprende que aún no hayas tenido el sentido común de abandonar este…
—Madre —la interrumpió Elar—. ¿De qué estás hablando?
—Mirar ha vuelto —respondió su madre—. ¿No te habías enterado?
—Evidentemente no —respondió Elar.
—Él era…, es el líder de los tejedores de sueños. Un indómito, ya sabes. Dicen que no lo mataron hace un siglo, que sobrevivió. Ha estado escondido todo este tiempo y ahora ha vuelto.
—¿Quién lo dice? —preguntó Elar, intentando disimular su escepticismo.
—Todo el mundo…, y no me mires así. Lo ha visto mucha gente. Y los Blancos no lo niegan.
—¿Han tenido oportunidad de negarlo?
—Claro que sí. Ahora escúchame. No puedes seguir trabajando aquí. ¡Tienes que irte!
—No pienso abandonar a personas que necesitan mi ayuda por un rumor.
—¡No es un rumor! —exclamó su madre, olvidando que había utilizado esa palabra para referirse al regreso de Mirar—. ¡Es la verdad! ¿Qué pasará si viene aquí? ¡Piensa en lo que te podría suceder! Es posible que ni siquiera lo reconozcas. ¡Quizá ya esté trabajando aquí, de incógnito! ¡Tal vez te seduciría!
Elar consiguió a duras penas reprimir una sonrisa. «¡Seducirme! ¿Y qué más?».
—Los tejedores de sueños no me interesan, madre.
Pero la mujer no la escuchaba. Cuando la enumeración de los peligros que la acechaban empezó a rayar en lo ridículo, Elar guio a su madre a un banco en el vestíbulo.
—Y ahora mira lo que ha pasado —dijo esta de repente, tomando asiento—. Como él ha regresado, estamos atrapadas aquí dentro. ¿No hay una puerta trasera? ¿No podemos…?
—No. En estos casos siempre hay alborotadores frente a la puerta trasera.
—Si fueses una sacerdotisa superior, no se atreverían.
Elar dejó escapar un suspiro. «Dime, Yranna, ¿son así todas las madres? ¿Alguna vez se sienten satisfechas de sus hijos? Si fuera sacerdotisa superior, ¿insistiría en que me convirtiese en una Blanca? Si por milagro me nombraran Blanca, ¿me atosigaría para que llegara a ser diosa?».
Dio a su madre la respuesta habitual:
—Si fuese una sacerdotisa superior, no tendría tiempo para verte.
—De todos modos, casi nunca te vemos —aseveró su madre, encogiéndose de hombros y apartando la vista.
«Solo dos o tres veces a la semana —pensó Elar—. Qué desconsiderada soy. Cuán abandonados tengo a mis padres. Si alguna vez me comporto como ella, por favor, Yranna, manda a alguien a matarme».
—¿Sabes quién va a reemplazar a Auraya? —preguntó su madre.
—No.
—A estas alturas, ya tendrías que haber oído algo, ¿no?
«¿Cómo se las arregla para que incluso esto parezca un fracaso mío?».
—Como tú misma has señalado tantas veces, solo soy una humilde sacerdotisa que no merece atención ni respeto, mucho menos acceso a información circuliana tan secreta —contestó Elar con sequedad, resignada a recibir una reprimenda por su sarcasmo.
Pero su madre no la escuchaba.
—Será una de las sacerdotisas superiores —dijo, más bien para sí—. Necesitamos a alguien fuerte, no a una joven frívola que simpatiza con los paganos. Los dioses hicieron bien en expulsar a esa Auraya la Blanca.
—No la expulsaron. Ella renunció para ayudar a los siyís.
—No es eso lo que he oído. —Sus ojos brillaron con regocijo ante el cotilleo que estaba a punto de compartir—. Me contaron que se negó a hacer lo que los dioses le habían ordenado y que la despojaron de sus poderes.
—Pues yo hablo a menudo con Yranna, y nunca me ha mencionado nada sobre eso —dijo Elar, apretando los dientes—. Además, una buena sanadora no dedica las horas del trabajo a chismorrear.
Su madre entrecerró los ojos y alzó la barbilla. Cuando estaba a punto de decir algo, Elar oyó que la llamaban. Levantó la vista y sintió un nudo en el estómago al ver aproximarse a los sacerdotes Naen y Kleven. Ambos tenían el entrecejo fruncido.
—¿Qué ha pasado con el hombre del corte en la frente, Elar? —preguntó Kleven.
—Se… ha puesto furioso al enterarse de que estamos atrapados aquí.
—¿De modo que lo has sedado?
Dejó a su madre sentada en el banco y se acercó a Kleven.
—Sí… —respondió por lo bajo—. Estaba fuera de sí. Le he administrado un sedante y, al comprobar que no tenía efectos perjudiciales, le he dado una dosis minúscula de soñadera.
—¿Soñadera? ¿A un hombre con una herida en la frente? —inquirió Kleven, procurando no alzar la voz. Sacudió la cabeza y se encaminó al pasillo. Con el pulso acelerado, Elar se apresuró a seguirlo.
»Cualquier paciente con una lesión en la cabeza que se comporte de forma extraña debe estar bajo vigilancia permanente —la aleccionó el sacerdote mientras entraba en la habitación. Levantó el extremo de la manta que cubría la parte superior de Mal Aperador, revelando la mordaza.
»¿Qué es esto? —preguntó al retirar el resto de la manta y ver que el hombre llevaba las manos y los pies atados con vendas.
—Me ha atacado —dijo ella.
—¿Estás bien? —Quiso saber él, mirándola fijamente.
—Sí. No me ha tocado —respondió ella, encogiéndose de hombros.
—Tendrías que habérmelo dicho.
—Lo iba a hacer, pero me ha distraído mi madre.
Él asintió y devolvió la atención al hombre inconsciente. Cuando empezó a desatarlo, Elar sintió un escalofrío.
—¿Crees que eso es prudente? —preguntó, vacilante.
—Naen lo vigilará. ¿Cuánta soñadera le has dado?
—No mucha. El equivalente a una cucharadita.
Los párpados cerrados del hombre temblaron cuando este sintió las manos de Kleven. No estaba despertándose, pero no tardaría en hacerlo.
—Espera —dijo ella de pronto—. No puedes dejar que se despierte. Tenemos que volver a sedarlo.
—¿Por qué? —preguntó Kleven, dirigiéndole una mirada inquisitiva.
—Es absurdo, pero tienes que creerme. Alguien me ha puesto sobre aviso acerca de él y me ha ordenado que lo hiciera… —Torció el gesto—. Yranna.
—¿La diosa? —inquirió Kleven con expresión ceñuda.
—Sí. Me ha hablado. En mi mente. Y no, no suelo oír voces en mi cabeza.
El sacerdote sopesó sus palabras por unos instantes. Elar percibió la duda en sus ojos, aunque no sabía si estaba vacilando en creerla o en arriesgarse a contravenir las órdenes de un dios.
—¿Cómo puedo saber que no te lo estás inventando?
—No puedo demostrarlo, si te refieres a eso. Pero puedo recordarte que siempre he actuado movida por el sentido común y que jamás he dado la menor muestra de enajenación.
—Es verdad —convino Kleven—. Pero no deja de ser extraño que Yranna te hable a ti y no al resto de nosotros. Si este hombre representa un peligro para el hospital, deberíamos saberlo todos.
—A mí también me ha parecido extraño —admitió ella—. Tal vez ya ha pasado el peligro…, pero no estoy dispuesta a correr ese riesgo. ¿Tú sí?
Kleven miró con recelo al hombre dormido.
—¿Os puedo ayudar?
Cuando se volvieron, vieron al tejedor de sueños Fareeh en la puerta. Elar suspiró para sus adentros. Kleven no había terminado de desatar al hombre y, cuando el tejedor reparó en las vendas, enarcó las cejas.
—¿Un paciente problemático?
—En más de un sentido —dijo Kleven, mirando a Elar.
El tejedor observó al hombre dormido, luego dirigió la mirada a cada uno de ellos y asintió. Cuando se disponía a marcharse, Kleven exhaló un suspiro.
—Según Elar, Yranna le ha ordenado que lo inmovilice.
Elar se volvió y miró al sacerdote, sorprendida.
—Ah —se limitó a murmurar Fareeh.
«¿Por qué se lo ha dicho Kleven? —Poco a poco, comprendió el motivo—. De lo contrario, Fareeh descubriría que le estamos ocultando algo. Eso podría cambiar su forma de actuar. —Sacudió la cabeza—. Entre nuestros pueblos, el equilibrio entre confianza y desconfianza se rompe con mucha facilidad».
—¿Le crees? —preguntó Kleven.
El tejedor de sueños se encogió de hombros.
—Solo creo en lo que puedo confirmar con mis propios sentidos, de modo que eso es irrelevante en este caso. O dice la verdad o miente. Cualquiera de las dos posibilidades es preocupante. Lo único que puedo hacer es sugerir que lleves al paciente y a la sacerdotisa al vestíbulo para que todos podamos ayudar a vigilarlos y a afrontar cualquier problema que surja.
—Buen consejo —opinó Kleven.
Ante la mirada nerviosa de Elar, Kleven elevó al hombre inconsciente por medio de la magia y lo transportó hasta el vestíbulo. Aburridos y ansiosos por distraerse, las visitas y los sanadores observaron con curiosidad cómo tendían a aquel desconocido sobre un banco. Sin embargo, al cabo de un rato, al ver que el hombre no hacía más que dormir, empezaron a perder interés.
Elar contempló al hombre y se preguntó qué tenía planeado. «¿Querías atacarnos? ¿Te ibas a escapar de la habitación cuando estuviésemos distraídos para abrir la puerta trasera y dejar entrar a tu gente?». Cada vez que el hombre se movía, a ella le daba un vuelco el corazón.
Cuando él finalmente abrió los ojos con dificultad, Elar se incorporó, lista para enfrentarse a cualquier clase de ataque con magia.
—Siéntate, sacerdotisa Elar —le indicó Kleven con tranquilidad, pero con firmeza. Ella obedeció.
El extraño se apoyó a duras penas sobre los codos, mirando alrededor como atontado. En cuanto sus ojos se posaron en la sacerdotisa, se estremeció.
—¿Qué ha pasao? —preguntó—. Ella matacó.
—Tranquilízate. No corres ningún peligro —aseguró Kleven suavemente—. Tómate unos instantes para recuperarte.
El extraño recorrió la habitación con la mirada.
—¿Si… sigoquí? ¿Toy… personero?
—No.
Empezó a incorporarse. Kleven se levantó y lo sujetó para evitar que perdiera el equilibrio.
—Suéltame.
—Todo a su tiempo. Sigues bajo los efectos del somnífero. Espera a que pasen.
—¿Somnífero? ¿Por qué man drogao?
—Una de nuestras sacerdotisas piensa que pretendías hacernos daño. ¿Es verdad?
La expresión que asomó a su rostro provocó un escalofrío a Elar. «¡Se siente culpable! —pensó—. Tramaba algo».
—No, solo venía a… —Se llevó la mano a la frente y se le crisparon las facciones al tocar los puntos. Aspiró profundamente, irguió la espalda y se puso en pie. Se tambaleó durante unos segundos y después dio unos pasos. Los efectos del somnífero estaban disipándose a ojos vistas y nadie hizo ademán de detener al hombre mientras caminaba cada vez con mayor seguridad de un lado a otro de la habitación.
»Estoy bien —dijo—. ¿Me puedo ir ya?
Kleven se encogió de hombros y movió la cabeza afirmativamente.
—No veo ninguna razón para retenerte, salvo que fuera hay una turba violenta. Si intentas salir, acabarás con otro corte, en el mejor de los casos.
—Me arriesgaré —declaró el hombre, mirando a Elar a los ojos.
—No te detendremos —dijo Kleven con un gesto de indiferencia—. Solo podemos ponerte sobre aviso. Abriré la puerta principal.
Nadie se movió cuando el hombre echó a andar. Elar arrugó el entrecejo. Tendría que estar contenta de que se marchara, pues su plan había fracasado. Pero se sentía inquieta. ¿Por qué dejaría Yranna que el hombre se fuera después de poner en peligro el hospital? La diosa había dicho que…
Entonces lo recordó.
—¡Alto! —gritó, poniéndose en pie de un salto. El hombre la ignoró.
—Elar… —empezó a decir Kleven.
Cuando el hombre puso la mano en la puerta, Elar invocó magia y levantó una barrera para detenerlo. Él intentó empujar el escudo invisible y se volvió hacia Elar, enfurecido.
—¡Elar! —bramó Kleven—. ¡Déjalo marchar!
—No —respondió ella con calma—. Yranna me ha ordenado que lo inmovilizara. No ha explicado por qué. Tal vez para evitar que nos haga daño. Tal vez para evitar que se vaya.
El hombre se alejó de la salida y miró de nuevo a Elar, con el rostro contraído de rabia. Ella notó que Kleven la cogía del brazo.
—Elar, no podemos…
Su voz se debilitó y ella oyó que inspiraba con brusquedad. Se oyeron unos golpes secos procedentes de la puerta. Kleven la soltó.
—Desactiva la barrera, Elar —murmuró—. Rian el Blanco está aquí.
Ella obedeció. La puerta batiente se abrió y un hombre con un cirque liso cruzó el umbral. Rian, el Blanco pelirrojo, contempló al extraño con ojos longevos.
—Nos ha costado echarte el guante, Lemarn Armador.
El desconocido retrocedió, palideciendo. Una sacerdotisa superior entró en el hospital. Tras un gesto de aprobación de Rian, ella hizo una seña al hombre. Este pasó junto a ella andando con rigidez y cruzó la puerta, sin duda guiado por una fuerza invisible.
Rian se volvió hacia los ocupantes del hospital.
—Los alborotadores se han ido prudentemente a otro lugar. Podéis salir sin peligro. O quedaros y continuar con vuestro trabajo o tratamiento, como queráis.
—Gracias, Rian el Blanco.
Rian asintió y se dirigió a Elar.
—Bien hecho, sacerdotisa Elareen. Llevamos meses buscando a este hombre. Los dioses están impresionados con tu lealtad y obediencia. No me extrañaría que te ofrecieran oportunamente la posición de sacerdotisa superior.
Elar lo miró asombrada. Él dio media vuelta sin esperar una respuesta y salió.
«¿Oportunamente? ¿Sacerdotisa superior? No estará insinuando que… No, no es posible».
Sin embargo, faltaba un mes para la ceremonia de Elección del nuevo Blanco. ¿Qué otra razón podía haber para que el nombramiento de una sacerdotisa superior fuera oportuno?
«Solo me queda esperar a ver qué ocurre».
Con una sensación de mareo, regresó al vestíbulo y reanudó su trabajo.