10

Emerahl contempló el rostro de Auraya mientras salían de detrás de la cascada a la luz del sol. La tensión desapareció del rostro de la ex Blanca, que se detuvo para inspirar profundamente el aire fresco, agradecida. Al advertir que Emerahl la observaba, sonrió.

—Es agradable volver a estar fuera —dijo. Trepó a una roca y se desperezó—. Siento como si llevara meses sin volar.

—O sea, ¿que te gusta?

—Sí —dijo Auraya, sonriente—. Me siento libre, sin ataduras de ningún tipo.

Cuando la mujer joven bajó al suelo de un salto, Emerahl se rio entre dientes.

—Es lo que siento cuando navego. Solo el velero y yo, sin nada de que preocuparse, salvo de las inclemencias del tiempo.

—Ah, sí. El tiempo. Conviene evitar volar cuando hay tormenta. No es solo por el frío y la lluvia, sino también por el riesgo de que te alcance un rayo o de que te estrelles contra una montaña oculta por las nubes.

—Parece tan peligroso como navegar en una tormenta —comentó Emerahl en tono irónico.

Auraya parecía pensativa. Inclinó la cabeza afirmativamente.

—¿Cómo quieres que empecemos las lecciones de vuelo?

—No tengo la menor idea. Esta vez eres tú la que enseña.

—Es cierto. —Tras mirar alrededor, Auraya echó a andar hacia un terreno llano y despejado río abajo—. Y no tengo la menor idea de cómo instruirte. Los otros Blancos no han logrado volar, pero no sé si porque son incapaces o porque yo no sirvo como instructora.

—Te sugeriría que me lo enseñaras poniéndome en la misma situación en la que tú aprendiste, aunque Mirar me dijo que descubriste el don tras caer de un peñasco.

Auraya escrutó el rostro de Emerahl, con el semblante serio.

—Podríamos hacer eso.

—Considerémoslo como un último recurso —dijo Emerahl, mirándola a los ojos.

—No sería tan peligroso como parece —continuó Auraya—. Pero necesitaríamos peñascos más altos que los de aquí. Hace falta un tiempo durante la caída para superar el susto inicial, para encontrar la respuesta, para aplicar magia a…

—En realidad será mejor que descartemos esa opción.

—Te atraparía en el aire si algo fallara. No correrías ningún peligro.

Emerahl decidió no responder a eso. No estaba muy segura de que confiara tanto en Auraya.

—¿Qué hiciste cuando intentaste enseñárselo a los Blancos? ¿Se precipitaron desde la Torre?

—No, trataron de elevarse sobre el suelo. —Auraya se detuvo cuando llegaron al terreno llano.

—Entonces eso es lo que haré. —Emerahl se volvió hacia ella—. Dime qué tengo que hacer.

—¿Sientes la magia en torno a ti?

—Claro. —Emerahl dejó que sus sentidos entraran en contacto con la energía que las rodeaba.

—¿Percibes el mundo alrededor? Es una sensación parecida.

—¿El mundo?

—Sí. Me resulta más fácil cuando estoy en movimiento. Entonces mi posición cambia en relación con él. Por eso la caída me resultó tan útil. El mundo pasaba ante mí o yo ante él, de modo que notaba el cambio en la posición.

Emerahl dio unos cuantos pasos mientras buscaba una percepción de su entorno distinta de lo que podía ver y oír. Caminaba en círculo en torno a Auraya.

—No siento nada.

—Es parecido a sentir la magia alrededor de ti.

Emerahl continuó dando vueltas en torno a Auraya, pero no consiguió percibir nada parecido a lo que ella le había descrito. Meneó la cabeza.

Auraya arrugó el entrecejo y miró en derredor.

—Tal vez no te estés moviendo lo bastante lejos o con suficiente rapidez. Si saltaras de una roca te moverías más deprisa. La caída es breve, así que tendrás que concentrarte.

—Lo intentaré.

Se acercaron al río. Emerahl trepó a una roca que le llegaba al hombro. Desde arriba parecía más alta que desde el suelo.

Auraya retrocedió unos pasos, dejando espacio suficiente para que Emerahl saltara.

—Concéntrate —le indicó.

Tras inspirar profundamente, Emerahl se lanzó desde la roca. Cayó mal y trastabilló. Auraya la sujetó de los hombros para evitar que perdiera el equilibrio.

—¿Has percibido algo?

Emerahl sacudió la cabeza.

—Estaba demasiado ocupada pensando en lo duro que estaría el suelo.

—Vuelve a intentarlo. Si lo haces varias veces, es posible que te olvides del suelo.

«Que me olvide de tener miedo, querrás decir», pensó Emerahl con ironía. Se encaramó a la roca y saltó de nuevo. Antes de que Auraya pudiera preguntarle nada, volvió a subir.

Después de veinte saltos, Emerahl había aprendido a aterrizar con la elegancia de una experta. Incluso podía concentrarse en «el mundo que la rodeaba» mientras caía. Pero seguía sin percibir nada.

—¿Cuál es el siguiente paso? —preguntó, más por el deseo de tomarse un respiro que por confianza en su disposición para seguir adelante.

A Auraya le brillaron los ojos.

—Debes cambiar tu posición en relación con el mundo. Por medio de la magia.

Emerahl se quedó mirando a Auraya, consciente de que su rostro expresaba una incomprensión absoluta, pero sin que esto le importara.

—Puede que saltar del precipicio sea la única solución. Puede que la mente necesite que el cuerpo se mueva rápidamente durante un espacio de tiempo para com…

—Seguiré intentándolo —le aseguró Emerahl.

Al cabo de un rato, dejó de intentarlo. Le dolían las rodillas y los tobillos. Su cuerpo le decía que habían transcurrido varias horas, pero el mundo que de algún modo ella se resistía a percibir continuaba dándole la impresión de que aún era temprano por la mañana.

«Esto no funciona —masculló para sí—. Tiene que haber otra manera».

—Tal vez si encontrásemos una cuesta escarpada podríamos cavar una zanja para que te deslizaras por ella —sugirió Auraya—. Eso sería lo más parecido a una caída.

«¿Una caída?». A Emerahl se le iluminó la mirada. Se volvió y contempló la cascada, que se alzaba a una altura considerable sobre la charca. De niña le encantaba zambullirse en el mar…

—Estará fría —le advirtió Auraya, adivinando sus intenciones.

—Si puedo aguantar la temperatura del mar en invierno, me las apañaré con ese charco de agua helada —le dijo Emerahl.

Cogió una cuerda de la cueva. El ascenso hasta la parte alta de la catarata no fue fácil. El moho que se había formado en las grietas a causa de la humedad hacía que las manos resbalaran al asirse a las piedras. Una vez arriba, Emerahl ató la cuerda a un árbol e hizo unos nudos en los que apoyar las manos y los pies.

Se acercó a la orilla del río y entró caminando en el agua. La corriente tiró de sus piernas, y a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. Al borde de la catarata, el agua se precipitaba con una fuerza constante, como intentando persuadirla de que no tenía otra salida que saltar desde allí.

«La primera vez solo prestaré atención a la zambullida para no romperme la crisma contra el fondo de la charca».

Cerró los ojos y se retrotrajo mentalmente a la época de su infancia, cuando los monstruos imaginarios que habitaban los rincones oscuros de su casa eran más aterradores que arrojarse desde un risco a las agitadas aguas del mar.

Abrió los ojos de nuevo, flexionó las rodillas, se inclinó hacia delante y se lanzó al aire impregnado de rocío.

La charca la recibió con una bofetada de frío estremecedor. Al sentir la gelidez del agua en su piel, Emerahl curvó instintivamente el cuerpo hacia delante y arriba para frenar la inmersión. Sus rodillas chocaron contra el lecho de la poza.

Poco después emergió y salió del agua, luchando contra el peso de las sandalias empapadas. Invocó magia y la utilizó para calentar el aire en torno a sí.

Auraya, sentada muy cerca sobre una roca, sonrió y arqueó una ceja.

—Ni siquiera lo he intentado —se le adelantó Emerahl—. Quería concentrarme primero en el salto.

Auraya alzó la vista hacia la cuerda que colgaba del peñasco. Abrió la boca y la volvió a cerrar, encogiéndose de hombros.

Una vez que entró en calor, Emerahl, estimulada por el salto, se quitó las sandalias de un puntapié y echó a andar hacia su improvisada escalera.

«Si tengo que saltar de peñascos para aprender —pensó—, más vale que me divierta mientras lo intento».

Danyin abrió la puerta y vaciló. El cabello y las vestimentas de los dos tejedores relucían cubiertos de gotitas de lluvia, y en torno a sus botas se empezaba a formar un charco. Raeli siguió la dirección de su mirada y esbozó una sonrisa.

Una brisa cálida acarició la piel de Danyin. El agua en la ropa de los tejedores empezaba a evaporarse. Al poco rato ambos estaban secos.

—Hemos venido a petición de Elareen la Blanca —le comunicó Raeli—. Este es el tejedor Kyn, sustituto del tejedor Fareeh.

—Bienvenidos —dijo Danyin—. Elareen la Blanca os espera.

Danyin invitó a pasar a los tejedores. Elar estaba de pie junto a la mesa, a unos pasos de lo que cariñosamente había apodado su «silla de espiar». Por un momento, él la vio como supuso que la veían aquellos tejedores: como a una joven sanadora circuliana a la que conocían y con la que habían trabajado, transformada en una mujer imponente y poderosa, en virtud de unas túnicas blancas sin adornos, un peinado elegante y el favor de los dioses.

—Tejedora asesora Raeli, tejedor Kyn —dijo Danyin—, os presento a Elareen la Blanca.

Elar les dedicó una sonrisa.

—Gracias por venir. Os pido disculpas por recibiros en un recinto tan modesto. Tomad asiento, si sois tan amables.

Mientras la pareja se acomodaba, Elar se sentó en su silla junto a la ventana. Como no había más asientos en la habitación, Danyin permaneció de pie.

Los tejedores parecían tranquilos y relajados. Danyin apenas había visto a Raeli, ni siquiera se había cruzado con ella en la Torre desde la dimisión de Auraya. El tejedor que la acompañaba era de mediana edad, rostro enjuto y barba corta. Le recordaba un poco a Leiard.

—¿En qué podemos ayudaros, Elareen la Blanca? —preguntó Raeli.

—Confiaba en poder ayudaros yo a vosotros —repuso Elar, sonriendo—. Hace unas semanas se me encomendó la tarea de atajar la violencia contra los tejedores y el hospital. —Danyin reparó en que la pareja no mostraba la menor señal de satisfacción ante esta noticia—. Por sugerencia de Danyin Lanza, mi consejero, he estudiado las razones por las que la gente podría querer haceros daño. Por eso he estado utilizando esta habitación. —Elar miró por la ventana—. Para observar los pensamientos de quienes pasan por el hospital.

Los dos tejedores enarcaron las cejas.

—¿Habéis descubierto algo útil? —preguntó Raeli.

—Sí. No hace falta que os diga que algunas personas de esta ciudad sienten un odio irracional hacia los tejedores de sueños. —La expresión de Elar se había tornado seria—. Esto viene de tiempo atrás y no explica los ataques recientes. Albergaba la sospecha de que algo ocurrido en los últimos meses había influido en la gente. —Hizo una pausa, escrutando el rostro de ambos—. Creo que la causa es la noticia de que Mirar está vivo.

—No es más que un rumor —afirmó Raeli con una mirada severa.

Elar movió la cabeza afirmativamente.

—Un rumor lo bastante creíble para que algunos hayan empezado a matar a tejedores.

—¿Quieres que desmintamos el rumor? —preguntó Kyn—. No nos creerán.

—Te equivocas —convino Elar—. Unos pocos solo creen en aquello que desean creer, pero la mayoría son simples seguidores que podemos devolver a la senda de la legalidad con la misma facilidad con que se apartaron de ella. Debemos encontrar a los líderes, y también convencer a sus adeptos. Para conseguirlo… —Elar hizo una pausa y dirigió la mirada hacia la ventana. Frunció el ceño y posó de nuevo la vista en los tejedores—. Para conseguirlo, debemos mitigar sus temores. Y, según he podido averiguar, temen lo que podría ocurrir si Mirar recuperara su influencia sobre los tejedores de sueños. Tienen miedo de que, bajo su liderazgo, los tejedores se convirtieran en un peligro.

Raeli frunció los labios mientras consideraba las palabras de Elar. Miró a Kyn, que tenía las cejas arqueadas.

—¿Quieres que convenzamos a la gente de lo contrario? —preguntó él—. Tampoco se lo creerán.

Danyin esperaba que Elar mostrase su desacuerdo, pero esta permaneció callada. La buscó con la mirada y vio que tenía otra vez los ojos clavados en la ventana. Cuando se volvió, tenía una expresión distraída que desapareció enseguida.

—No —dijo, dirigiéndose a Kyn—. Quiero que declaréis que no tendréis trato con Mirar. Que los tejedores de sueños os las habéis arreglado sin él durante un siglo y que seguiréis así. —Se volvió hacia Raeli, que había abierto la boca para protestar—. ¿Habéis encontrado ya al discípulo desaparecido?

Raeli cerró la boca y meneó la cabeza.

—Creemos que está muerto.

Elar torció el gesto.

—Pobre Ranaan. —Suspiró—. Sé que mi propuesta os irrita, pero ¿qué es más importante: la vida de vuestra gente o vuestra lealtad hacia un hombre que os abandonó hace cien años y que ahora no está aquí para ayudaros a combatir la violencia que su retorno ha…? Disculpadme un momento. —Abrió los ojos como platos, se levantó y se volvió enseguida para dirigirse hacia la ventana. Acto seguido, dio media vuelta, se alejó hacia la puerta y salió de la habitación.

Los dos tejedores miraron a Danyin de manera inquisitiva. Tras encogerse de hombros en señal de que no tenía la menor idea de lo que sucedía, salió a toda prisa tras ella.

Elar ya estaba al pie de la escalera. Cuando el consejero inició el descenso, ella se volvió y alzó la vista hacia él.

—Quédate arriba, Danyin.

Luego desapareció. Él regresó de mala gana a la habitación. Raeli se había acercado a la ventana a observar la calle.

—No veo nada extraordinario —comentó.

Cuando Danyin se situó a su lado, Raeli le lanzó una mirada fugaz y se apartó. Él dirigió la vista al exterior y se le cortó la respiración. Elar había salido a la calle. La gente se detenía a mirarla sorprendida, pero ella los ignoraba. Se encaminó hacia un vendedor de pan reclinado sobre su carrito. Cuando este se percató de que ella se acercaba, se enderezó y miró hacia ambos lados como si buscara una vía de escape. A continuación, se encaró con ella y entonces clavó los ojos en el suelo.

Lo que le dijo Elar, fuera lo que fuese, ocasionó que una mirada de terror se dibujara en el rostro del muchacho. Ella dio media vuelta y se alejó de él. El joven vaciló, paseando la vista alrededor otra vez. Elar miró hacia atrás y añadió algo más. El vendedor de pan se encorvó y la siguió, arrastrando los pies.

Cuando Danyin perdió de vista a ambos, se apartó de la ventana. «Ella debe de haber percibido algo importante en sus pensamientos. Algo muy importante. De lo contrario, no habría corrido el riesgo de revelar que ha estado espiando a la gente que pasa por delante del hospital».

El silencio en la habitación empezaba a resultar incómodo. Danyin optó por hacer preguntas de cortesía a los dos tejedores. ¿Cómo le habían ido las cosas a Raeli desde la guerra? ¿Dónde había nacido Kyn? El tejedor era de Dunway, como sugería su nombre, pero su madre era genriana. Era una mezcla poco común, y Danyin supuso que su conversión a tejedor de sueños le había proporcionado una aceptación y un respeto de los que de otro modo nunca habría gozado en Dunway o Genria, dada su condición de mestizo.

Cuando oyó el sonido de una puerta que se cerraba, Danyin hizo una pausa para escuchar. Percibió voces distantes, pero no alcanzó a entender qué decían. Luego oyó unos pasos que se aproximaban.

La puerta se abrió, y Elar entró en la habitación.

—Perdonad la brusquedad de mi partida —dijo—. Acabo de encontrar a alguien a quien estaba buscando y no quería arriesgarme a que se marchara antes de poder hablar con él. —Se sentó y se alisó el cirque—. Bien…, en fin, os he pedido que vinierais para poneros al corriente de los resultados de mi investigación —declaró con semblante circunspecto—. Espero que aceptéis mi propuesta, pero si no, lo comprenderé. No es fácil, lo sé. Si decidís seguir mi consejo, podéis poneros en contacto con Mirar y explicarle que se trata de un arreglo necesario… y temporal.

Elar sonrió y fijó la vista en sus interlocutores con expectación. Los tejedores intercambiaron una mirada, y Raeli se dirigió a ella.

—Gracias por la información. Resulta tranquilizador saber que los Blancos se preocupan tanto por nuestro bienestar. Transmitiré vuestro consejo a la representante Arlij y le comunicaré su decisión.

Elar asintió y se puso en pie.

—Si necesitáis algo de nosotros, avisadme.

Los tejedores de sueños se levantaron de sus sillas, y Danyin los acompañó hasta la puerta. Cuando regresó, Elar aguardaba en lo alto de la escalera.

—¿Alguien a quien estabais buscando? —inquirió él.

—Sí —dijo ella con una sonrisa sombría. Cruzó los brazos y tamborileó con los dedos sobre la manga—. En un momento, nuestros huéspedes habrán abandonado el callejón —comentó mientras los veía alejarse y añadió—: Listo, ya se han ido. Vamos, Danyin. Volvamos a la Torre Blanca.

Él la siguió escaleras abajo, salieron al callejón y se dirigieron al destartalado platén en el que siempre viajaban. Elar alargó el brazo hacia la puerta, se detuvo y puso un dedo en los labios de Danyin antes de indicarle por señas que entrara.

El consejero advirtió que dentro había alguien. Dos personas. Subió lenta y cautelosamente. Uno de los hombres era el cochero. El otro era el vendedor de pan. Estaba atado, amordazado y parecía aterrado.

La escena le resultó inquietante a Danyin. Intentó imaginar qué había pasado después de que Elar y el vendedor de pan desaparecieran de su vista. ¿Ella lo había obligado a subir al platén? ¿Lo había atado? «No, lo más probable es que lo hiciera el cochero».

Elar se montó detrás de él. Miró al prisionero con gesto adusto. Hizo una señal con la cabeza al conductor, que se apeó. El platén se balanceó cuando el hombre subió al pescante y estimuló a los aremes para que se pusieran en marcha.

—Este es Baguem. Le pagan para que vigile el hospital —le informó Elar a Danyin—. Sobre todo tiene que dar cuenta de los movimientos de los tejedores y seguirlos si puede.

«¿Para matarlos?», se preguntó Danyin, dirigiendo una mirada especulativa al joven. Aunque el tendero parecía completamente amedrentado, era posible que se debiera solo al hecho de que lo hubiera pillado una Blanca.

—No tiene instrucciones de agredirlos él mismo —prosiguió Elar—. Pero sabe que lo más probable es que su información dé pie a más asesinatos de tejedores. Puede identificar al que lo ha contratado y a otras personas implicadas. Creo que los otros Blancos también deberían ver lo que he percibido en su mente. —Se volvió hacia Danyin, con las pupilas dilatadas por la tensión—. Porque, si no iban disfrazados, los hombres que pagaron a Baguem son sacerdotes.