51

Reivan se había quedado asombrada y luego aterrada al ver aparecer a las figuras brillantes entre los Blancos, las Voces y Auraya. No le cabía la menor duda de que eran dioses, pero ¿qué dioses?

Mirar se había acercado al borde del camino como si se dispusiera a lanzarse al mar, pero se había detenido a escuchar. Reivan alcanzaba a oír la conversación. Llena de curiosidad, había empezado a aproximarse lentamente, pero, antes de que estuviera lo bastante cerca, Auraya había proferido un grito, y se había producido un segundo fogonazo.

Deslumbrada, Reivan tardó unos instantes en recuperar la vista. Los Blancos y las Voces miraban a Auraya. Los dioses habían desaparecido.

—¡Se han ido! —exclamó Auraya—. ¡Chaia se ha quitado la vida y se los ha llevado consigo!

Aunque Reivan no oía lo que decían, quedaba claro que los Blancos y las Voces estaban protestando y poniendo en duda la afirmación. La expresión de Auraya era terrible. El espanto y la angustia le deformaban las facciones. Se llevó las manos al rostro, sacudió la cabeza y dio media vuelta.

Cuando echó a andar, el líder de los circulianos empezó a seguirla. Reivan dio un respingo cuando Mirar habló.

—Déjala en paz —dijo, dirigiéndose hacia Auraya con grandes zancadas. Los demás fijaron los ojos en él mientras se abría paso entre ellos, daba alcance a Auraya y le pasaba un brazo sobre el hombro. Ella se apoyó en él.

«Una escena conmovedora —pensó Reivan, esbozando una sonrisa irónica—. Los dioses tenían razón acerca de ellos. ¿Quién iba a imaginarlo?».

Mirar condujo a Auraya hasta el borde del camino, se asomó y vio a una mujer que navegaba en un bote pequeño hacia ellos. Auraya se detuvo y dejó que Mirar la ayudase a descender por el terraplén y a subir a bordo de la embarcación.

—Y ahora ¿qué? —preguntó uno de los Blancos.

—Regresemos a casa —dijo su líder.

Cuando se volvieron, alguien soltó una carcajada. Reivan se estremeció al descubrir que Nekaun había vuelto en sí y se había puesto en pie.

—¡Una treta muy ingeniosa! Sabíais que ibais a perder, así que vuestros dioses han simulado su muerte para que pudieseis huir a casa sin mella para vuestro orgullo. Y queréis hacernos creer que vuestros dioses son los nuestros, para que no os persigamos. ¡He descubierto vuestro plan! Creéis que nos vais a…

—Cierra el pico, Nekaun —espetó Imenja.

Nekaun se volvió hacia ella con el rostro encendido de cólera.

—Los dioses te harán pagar tu traición —empezó a decir.

Con cara de exasperación, Imenja giró sobre los talones. Ella y las otras Voces dieron la espalda a los Blancos, que ya se alejaban, y pasaron junto a Nekaun en dirección a Reivan y a sus compañeros.

—¡Regresad ahora mismo! —Nadie se volvió para mirarlo—. ¡Os ordeno que regreséis!

Las Voces no hicieron el menor caso. Reivan se encogió cuando él hizo ademán de lanzarles un azote, pero nada ocurrió. Nekaun se examinó la mano, frunció el ceño y miró alrededor, perplejo.

Imenja se volvió hacia Reivan y sonrió.

—Siempre ha sido un poco lento.

—¿Qué ha pasado?

—Es largo de explicar. —Imenja contempló a las otras Voces, deteniéndose entre los Servidores, los asesores y el rey de los elay—. He sentido que algo cambiaba después del primer fogonazo. La magia ha disminuido. —Posó la vista en su colgante y frunció el entrecejo.

—Eso… eso no tiene mucho sentido —observó Reivan.

—Es verdad —reconoció Imenja con un suspiro—. Según Auraya, los dioses han muerto. Creo que tiene razón.

Reivan la miró horrorizada.

—Pero… esas figuras luminosas… ¿qué eran? —preguntó un asesor.

—Eran los dioses. Sus dioses. Nuestros dioses. Los mismos, al parecer. Han quedado atrapados por algo que han hecho Mirar y Auraya. Pero, sea lo que sea, no es eso lo que los ha matado. Los propios dioses se han quitado la vida. Han hecho algo que… ha acabado con ellos. Al menos eso cree Auraya.

—¿Y vos le dais crédito? —preguntó el rey de los elay.

—Sí.

Reivan empezó a asimilar las consecuencias de lo que había ocurrido mientras se encaminaban de regreso a Avven.

—¿Aún tenéis vuestros dones? —preguntó un Servidor.

—Supongo que tengo los que ya poseía antes de convertirme en Voz. Eso quiere decir que he dejado de ser inmortal. Sospecho que no soy más poderosa que nuestros Servidores Devotos más dotados. Con la salvedad de que… aún puedo leer la mente.

«¿Ha dejado de ser inmortal?». Reivan se compadeció de ella.

—Si vos y las otras Voces ya no sois tan poderosas, ¿seguiréis gobernando? —Quiso saber el rey de los elay.

—Sin los dioses, ¿empezaremos a enfrentarnos unos contra otros? ¿Se sumirá el mundo en el caos? —inquirió otro Servidor con un ligero deje de histeria.

Reivan no pudo evitar sonreír.

—Ya estábamos enfrentados unos a otros.

Imenja soltó una risita.

—Sí, es verdad. Pero ¿tenemos motivos para seguir enfrentados? ¿Qué opinas, Acompañante Reivan? ¿Deberíamos seguir gobernando a nuestro pueblo o tal vez sería mejor buscar una cabaña tranquila en algún lugar en la montaña y retirarnos allí a esperar el fin del mundo?

Reivan se volvió hacia Imenja. Los ojos de la Voz escrutaron los suyos. Ella comprendió que ante sí tenía no solo a su patrona pidiéndole consejo, sino también a una amiga que buscaba consuelo.

—Creo que a Ithania del Sur le irá bien mientras seáis su gobernante.

Imenja sonrió.

—Ojalá el resto del sur esté de acuerdo contigo, Reivan.

Al percibir que algo se movía detrás de Imenja, Reivan alzó los ojos y vio que Nekaun se acercaba a ellos con paso decidido y el rostro tenso de rabia.

—Pero hay quien no os lo pondrá fácil —murmuró.

Imenja se rio entre dientes.

—Oh, no creo que Nekaun constituya un problema. Ha ofendido a una cantidad considerable de gente en el breve espacio de tiempo desde que fue elegido. —Irguió la espalda—. Y de ningún modo permitiré que te siga tratando tan mal, ni tampoco a las demás mujeres a las que hizo daño aquella noche. —Se volvió hacia las otras Voces—. ¿Qué pensáis?

Reivan miró a Imenja, sorprendida y horrorizada de saber que no había sido la única Servidora en experimentar la idea de Nekaun de sexo «apasionante».

—Creo que deberíamos aplicar nuestras leyes más estrictas —dijo Genza.

Vervel y Shar asintieron.

Imenja dio media vuelta para encararse con Nekaun.

—Nekaun, ex Voz Primera de los Dioses, te acuso formalmente de haber violado a tres Servidoras. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

Nekaun había aminorado el paso y se había detenido con expresión de incredulidad. Reivan observó los rostros de las Voces. El corazón le latía a toda velocidad con una mezcla de temor y esperanza. Era impensable que admitieran la acusación… Sin embargo, no iban a tolerar que Nekaun continuara siendo su líder ahora que tenían una alternativa.

Tras recobrarse de la sorpresa, Nekaun miró a Imenja con desprecio.

—No te atreverías.

—Me estoy atreviendo —replicó ella.

—Los dioses nunca lo permitirán.

—Los dioses están muertos, Nekaun.

Él puso los ojos en blanco.

—Debes de ser muy necia para pensar eso. Incluso si fuera verdad, nadie lo creería…, ni creería esta acusación. Pensarán que no es más que una mentira conveniente para librarte de mí. El pueblo me eligió, recuérdalo. No le hará gracia que desobedezcas su mandato.

Imenja se volvió hacia el rey de los elay.

—Majestad, ¿me hacéis el favor de pensar en una palabra? No la digáis en voz alta.

El rey de los elay frunció el ceño y se encogió de hombros.

—«Rebelión» —dijo Imenja—. ¿Es correcto?

El monarca inclinó la cabeza afirmativamente.

—Pensad en otra. —Al cabo de un momento, añadió—: «Tratado». —El rey asintió de nuevo. Tras repetir tres veces el ejercicio, Imenja se dirigió a las otras Voces, a los Servidores y a los asesores—. ¿Estáis todos de acuerdo en que aún puedo leer la mente?

Todos asintieron.

—¿Me creéis cuando os digo que Nekaun es culpable de los cargos de los que se le acusa?

Todos asistieron.

—¿Daréis testimonio de ello, si alguien lo pone en duda?

Todos movieron la cabeza afirmativamente de nuevo. Satisfecha, Imenja se volvió hacia Nekaun.

—Si pudiera acusarte de incompetencia y obtener el mismo resultado, lo haría —le aseguró—. Pero la acusación de violar a una Servidora es mucho más grave, y no estaría bien no hacer justicia a las mujeres a las que agrediste. —Miró a las Voces.

Vervel asintió.

—Un delito se castiga con diez años de esclavitud. Dos delitos, con esclavitud de por vida. Tres delitos…

—… con la muerte —concluyó Nekaun, cruzando los brazos—. No tienes la menor…

A Reivan se le congestionó el rostro. Oyó a Imenja lanzar un grito de ira, y el aire vibró con ruidos atronadores y destellos. De pronto, todo quedó en silencio. Reivan contempló la escena. Había varios Servidores tendidos en el suelo, algunos gimiendo, otros inmóviles. A los pies de Imenja, Vervel, Genza y Shar, un cuerpo chamuscado aún se retorcía.

«Nekaun —pensó— no se va a recuperar de esta». La idea le produjo un alivio inesperado, pero, al fijarse en la carne quemada, notó un dolor en la mejilla. Un dolor intenso. Imenja la miró, y la expresión de Reivan se suavizó.

—Lo siento, Reivan —se apresuró a decir—. No te he protegido a tiempo. Suponía que él atacaría a las Voces, no a los Servidores.

Reivan sacudió la cabeza.

—No pasa nada. —Miró el cuerpo de Nekaun. Había dejado de moverse—. Supongo que su castigo servirá de escarmiento a otros.

Imenja se rio entrecortadamente.

—Oh, eso creo. Si pretendes dominar el mundo, a veces tienes que dar ejemplo. No se me ocurre uno mejor para empezar que nuestra ex Voz Primera.

Reivan escrutó el rostro de Imenja, sin saber si su patrona hablaba en serio o no. Imenja le devolvió la mirada.

—¿Qué ocurre?

—No… no parecéis muy afligida por la muerte de los dioses.

—Oh, sí que lo estoy —repuso Imenja con sinceridad—. Y furiosa. Sí, cada vez más furiosa. Pero aún no he decidido qué hacer al respecto.

—¿Buscar a Auraya y matarla?

—No estoy furiosa con Auraya.

Reivan arqueó las cejas con extrañeza. Al hacerlo, se le estiró la piel de las mejillas, y crispó el rostro, dolorida.

Imenja frunció el entrecejo.

—Te lo explicaré más tarde. Tenemos que llevarte con un tejedor de sueños. —Se volvió hacia los Servidores que aún yacían en el suelo y luego hacia los que estaban de pie—. Id en busca de ayuda —les indicó—. No confiéis en que funcionen vuestros colgantes. —Dos de los Servidores asintieron y se marcharon a toda prisa.

El rey Ais se aclaró la garganta.

—Si no me necesitáis, Voz Segunda, volveré con mi pueblo.

Ella posó la vista en él y asintió.

—Sí, gracias por vuestra ayuda, rey Ais. Ha sido muy valiosa para nosotros.

El monarca esbozó una sonrisa.

—Supongo que ya no os hará falta.

—No, pero para nosotros sería un honor poder seguir cooperando estrechamente con vuestro pueblo.

Él ejecutó una ligera reverencia.

—Como lo será para nosotros cooperar con vosotros en el futuro. Hasta la vista. Y buena suerte.

Todos lo siguieron con la mirada mientras se acercaba al borde del camino. Se deslizó por el terraplén hasta perderse de vista, y se oyó una débil zambullida. Imenja se volvió hacia Reivan y le sonrió.

—Tenemos mucho que hacer. Espero que me ayudes.

—Claro que sí —dijo Reivan—. Pase lo que pase, sigo siendo vuestra Acompañante.

Con una amplia sonrisa, Imenja la tomó del brazo, y juntas echaron a andar a lo largo del istmo, con rumbo a casa y a un futuro nuevo e incierto.

Los Blancos caminaban lentamente y en silencio de regreso a Diamyane con la cabeza gacha y expresiones de estupor y aflicción. Ninguno de los otros asesores se les había acercado, de modo que Danyin también guardaba distancia.

No entendía qué había pasado. Las preguntas se le agolpaban en la mente. ¿Qué era lo que había hecho Auraya? ¿Habían intervenido en ello Mirar y la tejedora de sueños que se había adelantado pese a las protestas de Arlij? ¿Por qué Auraya se había marchado tan abatida?

Recordó que Mirar la había consolado y después guiado hasta un bote para alejarla del istmo. Rememoró la ira que había sentido porque aún había algo entre ellos. Era obvio.

Los Blancos llegaron por fin al extremo del istmo. Allí los sacerdotes superiores aguardaban expectantes, listos para entrar en batalla. Los Blancos se detuvieron e intercambiaron miradas. Juran se volvió hacia los consejeros y tejedores que los habían seguido hasta el encuentro con el enemigo e hizo una seña a los otros Blancos para que esperaran.

Cuando Danyin y los otros llegaron, Juran se dirigió a todos los presentes.

—Los dioses han muerto —anunció—. Tanto los del Círculo como los Cinco. No habrá batalla. Recoged vuestros pertrechos y preparaos para el viaje de regreso.

Se impuso un silencio cargado de estupefacción. Luego estalló una andanada de preguntas. Los Blancos hicieron caso omiso de ellas. Intercambiaron unas palabras y echaron a andar, en direcciones distintas. En cuanto advirtió que Elar se encaminaba hacia los muelles, Danyin corrió tras ella.

—¡Elareen! —la llamó en el momento en que estuvo cerca. Ella se detuvo y se volvió. Él se paró en seco, estupefacto, al ver lágrimas en sus mejillas.

—Hola, Danyin —saludó ella, secándose la cara.

—¿Qué ha pasado? —preguntó él de forma atropellada.

Ella apartó la vista.

—Lo que ha dicho Juran. Los dioses han muerto.

—¿Cómo?

—Auraya… —la voz de Elar estaba empañada por las emociones. Tenía los ojos clavados en el istmo—. Los otros indómitos. Los han acorralado y los han matado.

Atónito, Danyin no dijo nada. «Auraya finalmente nos ha traicionado —pensó—. Pero no se ha unido a los pentadrianos, como temíamos, sino a los indómitos».

Elar echó a andar hacia un grupo de dunwayanos que reparaban un barco rescatado del agua. No se volvió para comprobar si él la seguía. Al dirigir la vista más allá, él reparó en que todas las embarcaciones estaban escoradas y tenían la cubierta inundada. Más lejos de la costa, donde antes se encontraba la flota de guerra dunwayana, solo quedaba un bosque de mástiles.

Todos los buques habían sido hundidos.

«Los elay son los únicos que han podido poner en práctica sus habilidades de combate en esta guerra —pensó de pronto—. Los dunwayanos se llevarán una decepción cuando se enteren de que no habrá batalla».

La guerra se había descartado. Aunque Danyin sabía que debía experimentar alivio, se sintió vacío. Elar se detuvo, y él le dio alcance.

—Los elay —masculló ella—. Hay que hacer algo con ellos.

Dicho esto, se alejó apresuradamente. Al dirigir la vista hacia donde ella había estado mirando, Danyin divisó una forma distante. Un barco pequeño con tres figuras a bordo. Un destello azul intenso.

«Auraya —pensó—. Los indómitos. Los dioses tenían razón. Son peligrosos. Si pueden matar a dioses, ¿qué más son capaces de hacer?».

Se estremeció al sentir frío de pronto. Metió las manos bajo su chaleco y palpó un objeto duro en uno de los bolsillos. Lo extrajo.

En su palma había un anillo liso y blanco. Se le heló la sangre. Era el anillo de conexión de Auraya. Elar no se lo había pedido la noche anterior, y Danyin se lo había guardado en el bolsillo hasta que se presentara la oportunidad de devolvérselo.

Esto despertó en su mente recuerdos del día en que conoció a Auraya. Él había pensado que sería una buena Blanca. Con el tiempo, había llegado a quererla como a una hija y a admirarla por su compasión e inteligencia. Había trabajado con ahínco para ella. Se había preocupado por ella mientras había permanecido prisionera en Glymma. Nunca había dudado de su lealtad.

«Nos ha traicionado —pensó—. Se ha vuelto contra los dioses. Los ha matado».

Se acercó a la orilla, sujetó el anillo entre dos dedos, tomó impulso con el brazo y lo lanzó con todas sus fuerzas. La sortija desapareció en las aguas turbias.

Acto seguido, Danyin dio media vuelta y echó a andar hacia el pueblo.

Ni Mirar, ni Emerahl, ni Auraya dijeron nada durante el viaje a la costa de Sennon. Mirar observó a Auraya con detenimiento. Tenía los ojos clavados en el fondo de la embarcación, con expresión hermética y distante.

«Tendré que informar a los demás de las artimañas de Huan, y de que Auraya se enteró demasiado tarde de que Chaia no había intentado matarla —pensó—. Y tendré que contarles que él se suicidó y mató a los demás. Si no, no entenderán por qué está tan afligida».

Él no sentía la misma pena. Chaia había hecho cosas terribles. El mundo estaba mejor sin él. Pero Mirar sabía que no iba a poder compartir esa opinión con Auraya. Nunca.

Finalmente la quilla del bote arañó la arena del fondo. Auraya se volvió para mirar la costa y se sujetó bien mientras Emerahl se valía de la magia para desplazar el barco hasta tierra firme, cerca de otra embarcación.

Los tres se pusieron en pie y desembarcaron de un salto. Se hallaban en una pequeña bahía. Unas dunas los ocultaban a la vista de todos, menos de los barcos que pasaban. Sentadas en la playa los aguardaban tres figuras. Habían encendido una pequeña hoguera. Mirar percibió un olor a pescado asado.

—Mejor recibimiento, imposible —comentó.

—El Gaviota nos ha proporcionado el pescado —dijo Surim. Ofreció una jarra a Mirar—. Yo he traído el kahr.

Mirar bebió un trago del fuerte licor.

—¡Ah! —Suspiró—. Lo necesitaba. Me temo que he venido con las manos vacías.

—Has venido con Auraya —repuso Tamun.

Todos se volvieron hacia ella, que contemplaba la hoguera en silencio.

—¿Qué haremos ahora? —preguntó Surim. Llenó otra jarra de kahr y se la tendió a Emerahl—. ¿Algún plan?

Emerahl se encogió de hombros.

—Siempre he querido montar una escuela de hechicería y sanación.

Mirar se volvió hacia ella con expresión de sorpresa.

—Creía que habías decidido no volver a convertirte en el centro de atención, después de que te venerasen como la Arpía.

—Nunca fue mi intención que eso ocurriera y dediqué todas mis energías a huir de esa situación. Quizá si empiezo algo por mí misma y consagro mis esfuerzos a controlarlo, el resultado sea distinto. Además —levantó su jarra hacia él—, cuento con un experto al que consultar sobre cómo financiar y organizar a un grupo de hechiceros. ¿Tú qué piensas hacer?

Él se encogió de hombros.

—Ayudar a los tejedores de sueños a recuperarse de los reveses sufridos durante los últimos cien años. Esta vez tengo dos continentes que recorrer. Siempre supe que mi gente se había extendido hacia el sur; no sé por qué nunca los visité.

—Porque los dioses estaban haciendo cosas muy preocupantes en el norte —sugirió Surim.

—¿Y vosotros dos? —inquirió Emerahl, volviéndose hacia Surim y Tamun—. ¿Qué planes tenéis?

Surim miró a su hermana.

—Salir de la clandestinidad, para empezar. Me encantaría viajar.

—No quiero volver a ser famosa —dijo Tamun—. De todos modos, ¿cómo podemos dar consejo a la gente? No sabemos qué consecuencias tendrá la muerte de los dioses. —Se volvió hacia su hermano—. Tampoco quiero viajar todavía. Creo… —Hizo una pausa para meditar—. Creo que me gustaría asentarme en algún lugar. Un lugar con gente que se dedique a crear. Artesanos, artistas y demás.

—Y yo te visitaré… ¡A lo mejor podría vender lo que fabriquéis! —exclamó Surim—. Podría convertirme en mercader.

El Gaviota soltó una risita.

—Supongo que te veré de vez en cuando en el mar.

—No piensas cambiar un ápice tu vida, ¿verdad? —dijo Emerahl.

El muchacho sacudió la cabeza.

—El mar es mi hogar. Tardé mil años en encontrarlo y no veo motivos para cambiar.

Se sumieron en un silencio reflexivo. «Mil años antes de convertirse en el Gaviota —pensó Mirar—. Y ya era una leyenda antes de que yo me volviera inmortal. ¿Qué edad tendrá?».

—Yo regresaré a Si —anunció Auraya.

Todos los ojos se posaron en ella. A Mirar el corazón se le llenó de alegría. «Le irá bien —pensó—. Con el transcurso de los años, se olvidará de los dioses y de Chaia. Dispondrá de tiempo más que suficiente para ello».

Auraya arrugó el entrecejo.

—Después de recoger a Travesuras —añadió. Se tocó la prenda azul que llevaba—. Y de pagar al mercader por esto y por la comida que me llevé.

Emerahl soltó una risita.

—Entonces necesitarás algo de dinero.

Auraya levantó la vista.

—Así es.

—Tengo algo casi igual de útil. De hecho, lo enterré no muy lejos de aquí.

—El tesoro —dijo Surim.

Emerahl sonrió.

—Sí. Creo que puedo hacerle un pequeño préstamo a Auraya. Después de todo, no podría haber aparecido vestida con harapos… o desnuda. No habría estado bien.

—No estoy seguro… —discrepó Mirar.

—Travesuras —dijo Surim—. ¿No se llama así el que liberó a Auraya? ¿Quién es ese hombre?

—Un viz —respondió Mirar.

Surim se volvió hacia Mirar, atónito, y sonrió.

—¿Quieres decir que, después de todo lo que hiciste para rescatar a Auraya… o, más bien, lo que no conseguiste hacer…, fue un viz el que la liberó?

—Sí —contestó Emerahl.

Surim se rio.

—Me pregunto si esa pobre criatura es consciente de que dio al traste con la posibilidad de que Auraya cayera rendida en tus brazos.

Emerahl resopló.

—En honor de todas las mujeres del mundo, dime, por favor, que no lo habrías hecho, Auraya.

Auraya esbozó una sonrisa casi imperceptible.

—Tal vez sí, tal vez no. —Se volvió hacia Mirar—. Supongo que nunca lo sabremos.

Él se encogió de hombros.

—No se puede cambiar el pasado. Pero el futuro se presenta prometedor. Está lleno de posibilidades.

Al volverse, vio que los demás intercambiaban sonrisas de complicidad. En cuanto se dieron cuenta de que él los miraba, se pusieron serios.

—Y sin dioses —agregó Emerahl.

—Pero lleno todavía de mortales —señaló el Gaviota—. No los subestiméis. Pueden resultar tan peligrosos como las deidades. Incluso más, puesto que los dioses no podían actuar sobre el mundo sin la colaboración voluntaria de sus adeptos.

Los demás meditaron en silencio sobre sus palabras.

—Deberíamos mantenernos en contacto —propuso Emerahl, observando a todos los presentes—. Visitarnos y tal vez reunirnos una vez al año.

—Sí —convino Surim—. Quizá en el nuevo imperio de artistas de Tamun.

A Mirar le alegró ver que Auraya asentía.

—Os visitaré a todos, siempre y cuando me informéis sobre vuestro paradero mientras recorro los continentes —dijo él. Se volvió hacia Auraya—: ¿Seré bienvenido en Si?

Ella estuvo a punto de sonreír.

—Claro.

La respuesta de Auraya hizo que él concibiera esperanzas. «Ten cuidado —se dijo—. No saques conclusiones precipitadas. Necesita tiempo para recuperarse de todo lo que ha pasado».

Emerahl se puso de pie.

—Si vamos a buscar el tesoro, más vale que nos pongamos en marcha antes de que hayamos bebido demasiado. —Se volvió hacia Auraya—. ¿Me ayudas a cargar con él?

Auraya se encogió de hombros, se levantó y siguió a Emerahl hacia las dunas. Al fijarse en su escuálido cuerpo, Mirar sintió una punzada de inquietud. «¿Ayudarla a cargar con las joyas y baratijas? De eso, nada». Se puso en pie y la siguió.

Poco después le dio alcance. Auraya se había detenido, jadeante. Las pisadas de Emerahl se perdían en lo alto de una duna. Auraya se volvió y le sonrió con pesar.

—Tu método de sanación tiene sus limitaciones —comentó.

Él asintió.

—Solo puedes usar los recursos de los que dispones. Pero unas cuantas comidas te dejarán como nueva.

Auraya asintió y miró el suelo con el ceño fruncido. Preocupado, él se le acercó.

—¿Estás bien?

Ella levantó la mirada, sonrió y, sin previo aviso, se le acercó y lo besó en los labios. Fue algo más que un beso entre amigos, pero breve.

Él se quedó paralizado por la sorpresa, con el corazón desbocado.

—¿Y eso? —Consiguió decir finalmente.

—Un gesto de agradecimiento —declaró ella—. Por hacerme compañía durante… mi cautiverio. Me infundiste esperanza y valor. —Hizo una pausa—. Y, como has dicho, el futuro está lleno de posibilidades.

Auraya sonrió y, sin esperar respuesta, dio media vuelta, decidida a seguir las pisadas de Emerahl en la arena.

Mirar la vio desaparecer detrás de la duna y echó a andar en pos de ella, consciente de que sonreía como un tonto, pero sin que esto le importara en absoluto.