6

«Se supone que la gente mayor es más prudente —se dijo Ranaan mientras avanzaba por el callejón oscuro detrás del tejedor Fareeh—. Son los jóvenes los que se lanzan al peligro sin pensar. ¿Qué nos pasa? ¿Por qué mi maestro está dispuesto a correr riesgos y yo estoy temblando de miedo?».

Llegaron al final del callejón, y Fareeh se detuvo para asomarse por una esquina.

«Porque soy un cobarde —se dijo Ranaan— y Fareeh no. Además, él lo tiene más fácil. Posee dones y es corpulento. Yo soy un retaco escuálido. Y soy consciente de que en los últimos seis meses no he adquirido habilidades suficientes ni para defenderme de un ataque de dardispas».

El hombre fornido salió a la calle. Respirando hondo, Ranaan se apresuró a seguirlo. Caminaron con paso resuelto, pero resguardándose en las sombras siempre que les era posible. En aquella parte de la ciudad, la única iluminación procedía del interior de las casas. Sin embargo, en el cielo brillaba la luna llena.

Ranaan miró a su instructor. La serena seguridad en sí mismo del tejedor de sueños transmitía tranquilidad a los pacientes en el hospital. El hombre representaba todo lo que la gente admiraba en los tejedores: fuerza, serenidad, conocimiento y paciencia. Se adentraba en barrios peligrosos para atender a enfermos porque era una buena persona.

«Ojalá no hubiera insistido en que lo acompañara».

Ranaan hizo una mueca de disgusto. «No soy buena persona. Soy un cobarde que preferiría dejar que alguien muriera antes que arriesgarse a recibir una paliza. No merezco un maestro tan noble».

Más adelante se abrió una puerta. A Ranaan se le desbocó el corazón cuando vio que tres hombres salían del edificio, riendo. Fareeh ni siquiera aminoró la marcha. Se cruzó con ellos, con Ranaan a la zaga.

Al joven tejedor le temblaban las piernas mientras ambos avanzaban por la calle. Aguzó el oído por si alguien los seguía. Oyó pasos, pero cada vez más débiles. ¿Estaban aquellos hombres intentando evitar que sus pisadas los delataran?

Miró hacia atrás. Los desconocidos caminaban en la dirección contraria.

—Ya casi hemos llegado —musitó Fareeh.

Ranaan se volvió hacia su maestro, que le dedicó una sonrisa de complicidad. Guardó silencio y notó que se le encendían las mejillas. Se internaron en una callejuela angosta. Fareeh se detuvo y creó una chispa para verificar la dirección en la hoja que llevaba. Asintió, apagó la chispa y prosiguió su camino.

El callejón llegaba a su fin tras torcer una esquina. Fareeh aflojó el paso y paseó la mirada por los edificios que los rodeaban.

—Dice que han dejado una luz en el…

Sus palabras susurradas quedaron ahogadas por el ruido de una puerta que se cerró de golpe. Se oyeron pasos. Ranaan se volvió, y el corazón le dio un vuelco. Contó ocho, quizá nueve figuras que formaban un cerco cada vez más estrecho en torno a ellos.

—¿Qué haces aquí, tejedor?

El acento era típicamente barriobajero, pero había algo en él que a Ranaan no le cuadraba.

Fareeh volvió a levantar la vista hacia las ventanas de los edificios.

—Comprobar que estoy en el lugar equivocado —respondió—. Al parecer, la dirección que me han facilitado no es correcta.

—Tienes razón —dijo otra voz. Ranaan miró al que hablaba. La voz aguda del hombre no se correspondía con su complexión robusta.

—No os daremos más problemas —aseguró Fareeh. Se encaminó hacia delante para pasar entre dos hombres, pero enseguida se detuvo. Los extraños le habían cerrado el paso.

Ranaan reprimió un gemido de consternación y miedo. Le temblaban las piernas y empezaba a sentir náuseas. Se preguntó si su corazón podía latir más deprisa sin salírsele del pecho.

Una chispa iluminó la palma de la mano de Fareeh. El resplandor se hizo más intenso, lo que permitió a Ranaan ver mejor los rostros de los hombres. Se le secó la boca cuando entendió por qué lo había desconcertado el acento barriobajero.

Aquella no era una banda callejera. Sus acentos eran impostados. Llevaban ropa sencilla, pero de buena factura: prendas informales para practicar deportes al aire libre. Sus sonrisas dejaban al descubierto dentaduras casi perfectas. El hombre de voz aguda no era musculoso y acumulaba grasa en ciertas partes del cuerpo, propio de quien lleva una vida regalada.

Uno de ellos, un rubio con un corte impecable, dio un paso hacia delante.

—Tienes razón —dijo—. Te garantizo que no volveréis a molestarnos.

De pronto, el espacio se distorsionó a causa de la magia. Ranaan oyó que Fareeh le indicaba que permaneciera dentro de su escudo. Se arrimó a su instructor mientras les llovían ataques de todas las direcciones.

«Todos. Todos poseen dones. ¿Cómo es posible? ¿Acaso los ricos están pagando clases de magia para los hijos que no se ordenan sacerdotes?».

Fareeh soltó un gruñido de rabia. Asió al muchacho del brazo y se inclinó hacia él.

—Los mantendré a raya —murmuró—. Vete. Corre al hospital. Consigue ayuda.

Ranaan quedó atónito cuando Fareeh lo apartó de sí con un empujón. Vio a los extraños volverse para atacarlo, y el miedo se adueñó de él. Sus piernas recuperaron las fuerzas, y se dio a la fuga. Nada se interponía en su camino. Nadie salió de la oscuridad para cerrarle el paso. Al final de la calle, dobló la esquina y echó a correr.

Cuando, un par de calles más adelante, comprobó que nadie lo seguía, la sensación de pánico se empezó a disipar. Tan pronto como le pareció que volvía a pensar con claridad, se detuvo y tomó conciencia de dos cosas: Fareeh no lo habría enviado en busca de ayuda si hubiera pensado que podía arreglárselas solo. Debían de superarlo en número.

«¡Claro que lo superan en número! ¡Son ocho!».

Aún le faltaban varias calles para llegar al hospital. Fareeh no podría contener el ataque de ocho hechiceros hasta que Ranaan volviese con ayuda.

«Debería regresar a ayudarlo», pensó.

«No seas estúpido. ¿Qué pretendes hacer? ¿Recitarles los remedios de hierbas?».

La indecisión lo mantenía paralizado. De pronto, oyó voces a su espalda. Risas. Gritos de alegría. Reconoció la voz aguda del hombre obeso, y un escalofrío le bajó por la espalda.

Al percatarse de que se encontraba en el círculo de luz que proyectaba una farola, dio media vuelta en busca de un lugar donde ocultarse. El más cercano era el hueco poco profundo de un portal. Corrió hacia allí y se apretó contra el marco de la puerta, temblando.

Las voces se acercaban. Ranaan captó expresiones como «fácil», «patético» y «bien hecho». De repente, uno de los hombres ordenó a los demás que callaran.

Se impuso el silencio. Los extraños se enzarzaron en una discusión en voz baja y luego reanudaron la marcha. Ranaan contuvo el aliento al ver que los hombres se aproximaban a su escondite.

—¡Daos prisa!

Apretaron el paso. Dos hombres pasaron junto a Ranaan y desaparecieron al final de la calle. Las otras pisadas se extinguieron a medida que los demás se dispersaban.

Ranaan había aguzado tanto el oído que empezó a percibir los ruidos de la calle: los tenues correteos de lo que esperaba fueran animales, las voces débiles de una discusión en el interior de la casa frente a la que se encontraba, el goteo de una tubería cercana.

Se debatía entre la precaución, el miedo y la necesidad de averiguar qué había sido de Fareeh. Finalmente, convencido de que los agresores se habían marchado, emergió del hueco del portal. Avanzó hasta la esquina con sigilo, pegado a la pared, y miró hacia la calle. Había demasiadas sombras para descartar que alguien lo estuviese esperando. Con el pulso acelerado y dominando el impulso de huir, enfiló la calle.

Su respiración le parecía extrañamente ruidosa. Llegó hasta el saliente del edificio, lo rodeó y echó un vistazo. La calle estaba a oscuras, pero al fijarse en el suelo empezó a distinguir una forma del tamaño de un hombre.

«Fareeh…».

Tragando en seco, se acercó poco a poco a la figura. No cabía duda de que era un hombre que llevaba un chaleco de tejedor de sueños. Las botas de Ranaan producían un sonido ligero y húmedo mientras avanzaba. Vio que el suelo brillaba débilmente a los lados de la silueta. Reconoció el olor acre en el aire. Era sangre.

La posibilidad de que los agresores regresaran dejó de tener importancia. Se concentró y consiguió crear una chispa de luz. La visión de los ojos inexpresivos de Fareeh y del enorme charco de sangre que le manaba de la nuca impactó tanto a Ranaan que la luz parpadeó y se apagó. Le costaba respirar. Se percató de que estaba hablando entrecortadamente mientras observaba la cara de su maestro.

—No. Fareeh no. No puede ser.

De pronto, notó que una mano se posaba sobre su hombro, y dio media vuelta con brusquedad, sobresaltado. Un hombre retrocedió un paso. Ranaan no lo había oído aproximarse, ni siquiera había percibido el brillo de la chispa suspendida sobre la mano del extraño.

Pero el rostro del desconocido no pertenecía a ninguno de los atacantes. Aunque le resultaba familiar, su expresión era de empatía. El hombre se dio la vuelta y miró por encima de su hombro.

—Se acerca alguien. Más vale que vengas conmigo.

Ranaan vaciló y se volvió hacia Fareeh.

—Ya nadie puede ayudarlo. Déjalo, si no quieres acabar como él.

Las piernas de Ranaan le obedecieron a regañadientes. El extraño lo cogió del brazo y lo condujo hasta una puerta. Avanzaron por un pasadizo largo y salieron a otra calle.

Se internaron en un laberinto de callejuelas y pasajes. Transcurrió el tiempo. Ranaan se fijaba en el trayecto a ratos. En un momento determinado, la mente se le aclaró lo suficiente para preguntar a su protector cómo se llamaba.

—Amli.

—Entonces ¿eres de Sennon?

—Del sur.

—¿Por qué me ayudas?

—Porque necesitas ayuda. En el lugar de donde vengo, no abandonamos al prójimo a merced de rufianes y asesinos, si podemos evitarlo.

Ranaan torció el gesto.

—Él me ha pedido que fuera en busca de ayuda.

—Ah, lo siento. No me refería a ti, sino a mí. No podrías haber salvado a tu amigo. Ni yo, debo admitirlo. Eran demasiados.

—Él lo sabía. Sabía que yo no podría regresar a tiempo.

—Es probable. También es probable que lo haya hecho para salvarte la vida.

Ranaan sacudió la cabeza.

—Debo volver al hospital. Debo contarles lo que ha pasado.

Amli se detuvo y sujetó al joven por el brazo.

—Esos rufianes te estarán esperando allí. No me sorprendería que te estuvieran aguardando en el sitio que frecuentas cuando no te encuentras en el hospital, sea donde sea. Eres un testigo. ¿Los has visto bien?

—Sí.

—Entonces no puedes volver. No se arriesgarán a que los identifiques.

Ranaan se estremeció.

—¿Crees que el paciente al que íbamos a atender no existía en realidad? ¿Crees que se trataba de una emboscada?

—¿Habéis ido allí para atender a alguien?

—Sí, teníamos una dirección.

La expresión de Amli se tornó sombría.

—Posiblemente. Cuanto antes te aleje de las calles, mejor.

Reanudaron la marcha. Ranaan no podía evitar pensar en el cuerpo de Fareeh tumbado en el suelo, abandonado. No lograba desterrar esa imagen de su mente. Cuando Amli se detuvo y abrió una puerta, Ranaan se dejó guiar hacia la luminosa habitación del interior.

Una mujer de mediana edad se puso en pie para saludar a Amli, que la presentó como su esposa. Tras expresar su preocupación por lo que su marido le contó, ella invitó a Ranaan a sentarse y puso una taza en sus manos. La bebida, alcohólica y dulce, le proporcionó una sensación cálida y reconfortante que mitigó el dolor en su interior y le aclaró las ideas.

—Gracias —dijo—. A ambos.

La pareja sonrió.

—Prepararé la cama para ti —dijo la mujer, y desapareció escaleras arriba.

Ranaan echó un vistazo a la habitación. A un lado ardía un brasero rodeado de sillas, lo que parecía indicar que allí se reunía gente de vez en cuando. Supuso que arriba habría uno o dos dormitorios. La casa era pequeña, pero limpia y ordenada.

—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —preguntó.

Amli llenó su taza.

—Casi un año. Tengo un puesto en el mercado principal. Importamos especias y cerámica.

En las paredes había extraños ornamentos que parecían fuera de lugar. Algunas de las cacerolas cercanas al brasero tenían formas poco convencionales. Ranaan examinó su taza. La marca del ceramista en la base era la imagen de una de esas cacerolas, con una estrella a un lado.

Una estrella. Ranaan sintió un hormigueo en la piel. Dirigió la mirada hacia Amli. Bajo el cuello de su túnica llevaba una cadena de plata…, una cadena pesada para un medallón pesado.

—Me has dicho que erais del sur, ¿verdad? —dijo Ranaan.

—Sí.

—¿Sois pentadrianos?

Amli no respondió de inmediato. Miró a Ranaan con solemnidad y cogió la taza de entre sus manos.

—¿Por qué lo dices?

—No odiáis a los tejedores de sueños.

Amli soltó una risita.

—Así que no podemos ser circulianos, luego debemos de ser pentadrianos.

—Fareeh solía decir que lo que distingue a un sennense de un sureño es que, si bien los sennenses toleran otras religiones, prefieren fingir que no existen.

—Algunos sennenses no son así.

—¿Por ejemplo?

—Los tejedores de sueños —dijo Amli, sonriendo—. Y los pentadrianos. —Llenó de nuevo la taza de Ranaan—. Ambos sabemos lo que significa que te persigan por tus creencias.

—Pero no os persiguen en vuestra propia tierra.

—No —convino Amli, con una sonrisa.

«Así que es un pentadriano», concluyó Ranaan. Descubrió que esta revelación no lo incomodaba. Era una sorpresa, pero no un motivo de preocupación.

Amli tendió la taza a Ranaan.

—Cuando llegamos aquí, unos comerciantes suspicaces corrieron la voz de que éramos pentadrianos para que la gente no comprara en nuestro puesto. Aquello nos convenció de que hacíamos bien en afirmar que éramos sennenses. —Sacudió la cabeza—. Eso no es nada comparado con lo que hacen a los tejedores de sueños. Los circulianos son gente ruin.

—¿Y los pentadrianos no? ¿No es una ruindad invadir otro país?

—Sí —concedió Amli. Apartó la vista y exhaló un suspiró—. Fue un error. Nuestros dioses vieron la maldad de los circulianos y nos ordenaron ponerle fin. Decidimos que la guerra era la mejor manera de lograrlo, pero acabamos matando a los que queríamos salvar. Y lo pagamos con nuestras propias vidas.

Su expresión destilaba una profunda tristeza. Los pensamientos de Ranaan se desviaron hacia Fareeh y se le formó un nudo de dolor en el corazón. Su maestro no había sido asesinado por pentadrianos, sino por rufianes. Rufianes circulianos. Sin duda los circulianos eran gente ruin.

—Cuéntame más sobre los pentadrianos. ¿Cómo son vuestros dioses?

Amli alzó la vista. Su mirada se había despejado. Sonrió.

—¿Qué quieres saber?

Las raíces que Auraya estaba pelando le dejaban manchas de color naranja en los dedos. Jade simplemente le había dado las raíces y le había dicho «pela» con el mismo tono de quien espera obediencia. Auraya no había encontrado motivo alguno para negarse: la actividad la mantenía ocupada mientras buscaba la manera de aprender a ocultar la mente.

Al menos Jade estaba dispuesta a explicar para qué servía la raíz. Actuaba a la vez como tinte y en el tratamiento para los trastornos del cuero cabelludo, aunque esto último funcionaba mejor cuando se utilizaba zumo fresco en lugar de polvo disuelto en agua.

Otros «remedios» que Jade había preparado incluían una poción para infundir vitalidad en un corazón perezoso, cuyo principal ingrediente era veneno de insectos; una corteza que servía para producir un estimulante similar a los que Leiard le había enseñado a elaborar a Auraya, pero más potente, y setas que, según admitía Jade, eran útiles solo «con fines recreativos».

Resultaba curiosamente lógico descubrir que la amiga de Mirar poseía tantos conocimientos sobre remedios y sanación como él. La preparación de las distintas sustancias trajo a Auraya recuerdos de su niñez, de cuando ayudaba a Leiard y aprendía de él. Sintió una punzada de remordimiento. Las cosas habían sido mucho más simples entonces.

—¿Eres consciente del tiempo que pasas cavilando de forma obsesiva sobre tus preocupaciones y tu arrepentimiento? —inquirió de pronto Jade—. No sé si das vueltas a tu dimisión como Blanca, si sufres por haber ofendido a los dioses o si te pones sentimental al pensar en tu gran amor perdido, o las tres cosas a la vez, pero, sea lo que sea, no cabe duda de que le dedicas horas y horas.

Auraya alzó la vista con una sonrisa irónica. Jade no dejaba de hacer comentarios sobre sus emociones para dejarle claro que por el momento sus intentos de ocultar la mente eran infructuosos.

—No hay mucho más que hacer mientras se pelan raíces.

—Tengo que admitir que no esperaba percibir tanta autocompasión en una ex Blanca.

—¿No? ¿Qué esperabas?

La mujer frunció los labios.

—Arrogancia. Una joven mojigata y adoradora de los dioses con un concepto demasiado elevado de sí misma.

—¿Y no es eso lo que te has encontrado?

—No. Eso podría soportarlo. Pero, en cambio, tengo que aguantar a una mujer ingrata llena de autocompasión.

Auraya parpadeó, sorprendida.

—¿Ingrata?

—Sí. Puedo percibir tus emociones, ¿recuerdas? Tu gratitud ha sido más bien escasa.

—No se puede obligar a alguien a sentir gratitud. Y es difícil sentirla cuando tu instructora procura ser la compañera más desagradable posible.

—Tampoco has hecho mucho hasta ahora por ganarte mi afecto —replicó Jade.

—Lo que solo demuestra que tus expectativas no se correspondían con la realidad. Aunque creo que una de ellas era acertada.

—¿Ah, sí?

—Es verdad que amo a los dioses.

Jade interrumpió su labor y clavó los ojos en Auraya con expresión inescrutable.

—De modo que estaba equivocada. Gracias por señalármelo. —Aunque hablaba con voz impasible, Auraya percibió en ella rabia y miedo reprimidos.

—Y tú los odias —declaró—. ¿Por qué?

Arrugando el entrecejo, Jade empezó a manejar el cuchillo con agresividad.

—Podría pasarme el día entero enumerándote las razones. He tenido mil años para llevar la cuenta. Pero ¿de qué serviría? No me creerías y, aunque me creyeras, seguirías amando a los dioses. El amor, tanto si es por un amante, la familia o los dioses, es ciego.

—Sé que existían muchas razones para odiarlos en la Era de los Múltiples Dioses. Por eso el Círculo se enfrentó a los demás. La muerte de tantas divinidades debió de complacerte.

Jade se encogió de hombros.

—En cierta forma. Sin embargo, no todos los dioses eran malos.

—¿El Círculo?

—Los peores de todos.

—¿Antes o después de la guerra?

—Antes y después.

—¿Qué mal hicieron después de la guerra?

—Ejecutaron a Mirar.

—¿Eso es todo?

—No —respondió Jade con semblante sombrío—. Mataron a otros inmortales. Persiguieron a los tejedores de sueños.

—¿El hecho de que Mirar sobreviviera aplaca tu odio en alguna medida?

La mujer entornó los ojos.

—No. Dieron la orden de matarlo. El hecho de que fracasaran no cambia lo esencial. De hecho, pensar en el tormento que vivió después, mientras se recuperaba, no hace más que avivar mi odio.

Auraya asintió.

—¿Por qué crees que ordenaron matarlos a él y a los otros indómitos?

Jade recorrió el filo del cuchillo con la yema del dedo.

—Al igual que otros inmortales, Mirar luchó activamente contra el control que los dioses ejercen sobre los mortales. En cuanto al resto de nosotros…, eran conscientes de que los odiábamos. Sabemos cómo eran antes de la guerra. Si revelásemos su verdadera naturaleza al mundo, quizá los mortales no estarían tan dispuestos a seguirlos.

—¿Qué acto tan terrible cometieron los dioses?

Jade dirigió la vista hacia la tabla de cortar, con la mirada puesta en un punto mucho más lejano.

—Esclavizaron a pueblos y naciones, o los aniquilaron por completo en venganza por pequeños desaires del pasado. Prostituyeron a sus devotas y sacrificaron a los niños. Convirtieron a los mortales en monstruos solo para comprobar si podían volar, escupir fuego o crecer de forma descomunal.

Auraya estaba conmocionada.

—¿Los siyís? Pero si ellos permitieron voluntariamente que Huan los transformara.

—Huan se aprovechó de ellos —afirmó Jade—. Eligió a los más ingenuos de sus seguidores, los que estaban dispuestos a hacer lo que fuera por ella, para llevar a cabo sus planes. No sabían lo que les esperaba. —Un resoplido de indignación escapó de sus labios—. Pero cuando se trataba de seducir a inocentes, Chaia era el más hábil. Seleccionaba a hermosas jóvenes para que fueran sus amantes y, cuando envejecían o dejaban de venerarlo incondicionalmente, se deshacía de ellas. Se rumoreaba que les proporcionaba tal placer que después vivían insatisfechas para siempre, pues ningún mortal podía estar a la altura.

Auraya miró a Jade con fijeza. «Ningún mortal podía estar a la altura…, les proporcionaba tal placer…». Sintió escalofríos. Pensó en las noches en que había anhelado las caricias de Chaia. Desde entonces, no había intentado acostarse con otro hombre. ¿Era porque ninguno le interesaba o porque sabía que no había nadie que fuera comparable al dios? «¿Yo también viviré insatisfecha para siempre?».

Jade la observaba con atención. Auraya movió la cabeza afirmativamente.

—Tienes razón. Me cuesta creerte.

—Dale tiempo —dijo Jade, dejando el cuchillo sobre la tabla—. Tengo que… ocuparme de un asunto. Enseguida vuelvo.

Cuando la mujer se puso en pie y abandonó la cueva, Auraya cogió otra raíz y empezó a pelarla. Apenas era consciente de lo que hacía. Volvió a reflexionar sobre lo que Jade le había relatado acerca de los dioses.

Cuando se enfrentó a Mirar con la intención de matarlo, él le reveló que los dioses habían hecho cosas atroces. No le explicó exactamente qué, pero Huan había estado a punto de admitir que los dioses eran culpables de algo.

«La Era de los Múltiples Dioses finalizó hace mucho tiempo —había dicho Huan—. Los excesos de aquella época han quedado olvidados».

Auraya ignoraba qué había hecho Huan a sus adoradores para dar vida a los siyís. Era difícil plantearse esta creación como algo espeluznante cuando el resultado estaba tan lejos de ser una abominación.

«Pero… ¿escupir fuego? ¿Seres de tamaño descomunal? ¿Intentó Huan crear otras razas además de los siyís y los elay?».

Sacudió la cabeza. ¿Cómo podía juzgar a los dioses por cosas que habían hecho hacía tanto tiempo? No había sido testigo de ellas. No podía conocer la verdad…, a menos que Jade o Mirar se prestasen a mostrarle sus recuerdos.

Mirar lo haría, supuso, pero estaba muy lejos. ¿Accedería a hacerlo Jade? «Lo dudo. Le gusta guardarse sus pensamientos para sí. No se lo reprocho. Yo tampoco dejaría que nadie hurgara en el interior de mi mente sin razones de peso. Para empezar, no me gustaría que descubriera lo que hubo entre Chaia y yo».

Lo que Jade le había contado sobre él la perturbaba. ¿Las noches que había pasado con Chaia la habían perjudicado de alguna manera? ¿Había el dios intentado atarla a él a través del placer? Tal vez había sido sensato por parte de ella romper la relación en el momento en que lo había hecho.

:Vaya, vaya. ¡Qué valiente!

Auraya soltó el cuchillo de pelar. La voz que oyó en su mente era débil, pero conocida.

«¿Cómo es posible que esté escuchando los pensamientos de Jade? —Cuando obtuvo la respuesta, se llenó de cólera y vergüenza—. ¡Está escrutando mi mente! ¿Era ese el asunto del que tenía que ocuparse?». Retrajo la mente, deseando que hubiera una niebla, una bruma de algún tipo que ocultara sus pensamientos.

Auraya se puso de pie. Ansiaba salir corriendo de la cueva, pero no podía abandonar el vacío. En vez de eso, empezó a caminar en círculo alrededor de las camas.

—Estaba proyectando.

Al volverse, Auraya vio a Jade entrar en la cueva.

—¿Cómo te atre…?

—Al principio me he preguntado si habías atravesado mi escudo mental, pero luego he reparado en que estaba proyectando mis palabras como suele hacer, de forma automática, quien entra en un trance onírico. No esperaba que me oyeras, porque nadie puede percibir los pensamientos de un escrutador de mentes. Nadie, excepto tú. Lo has conseguido, por cierto.

—¿Conseguido? ¿El qué?

—Tu mente está velada. ¿Notas lo que has hecho?

Auraya contempló a Jade, debatiéndose entre el deseo de expresar su rabia y la alegría de saber que quizá podría escapar del vacío y de ella. Respiró hondo, se concentró y poco a poco se percató de que había conseguido envolverse en la niebla. No en un velo, sino en la niebla.

—Sí —dijo.

—Bien. Ha sido una ventaja añadida e inesperada. Yo únicamente buscaba algo que pudiera usar para convencerte de que te esforzaras más. Ahora solo te falta aprender a mantener protegida tu mente todo el tiempo, hasta que lo hagas de forma maquinal…, como cuando respiras. —Se sentó, limpió el cuchillo y cogió una piedra. Tras escupir sobre ella, procedió a afilar la hoja—. No has terminado —agregó, señalando el cubo con las raíces.

—¿No puedo marcharme?

—Aún no.

Auraya inspiró de nuevo, reprimiendo la rabia. Se sentó, empuñó el cuchillo de pelar y prosiguió su trabajo.

—Así que Chaia fue tu otro amante —comentó Jade en tono informal.

A medida que se acrecentaba su ira, Auraya notó que la niebla que envolvía su mente empezaba a disiparse. Se concentró y le complació comprobar que se espesaba de nuevo.

Jade le dedicó una sonrisa sarcástica.

—Cuando decías que amabas a los dioses, no sabía que hablabas en sentido literal. Estoy impresionada… Y no me impresiono fácilmente. Así que dime: ¿son los dioses tan buenos en la cama como cuentan las leyendas?

—No tengo idea —respondió Auraya—. No sabría decírtelo.

Jade enarcó las cejas.

—Lo he visto todo con claridad, Auraya. Es inútil que mientas.

—No te he mentido —aseguró Auraya. «No tiene sentido negarlo, así que más vale que saque el mayor partido de la situación».

—Ya lo creo que sí.

—No, no he mentido —insistió Auraya—. No tengo ni idea de qué cuentan las leyendas.

Jade la miró inquisitivamente, luego echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

La calidez de la noche anunciaba la inminente llegada del verano. Reivan lo olía en el aire. Aunque solía levantarse temprano para atender a sus obligaciones, en noches como esa le costaba conciliar el sueño. Se respiraba tensión en el aire, una sensación de expectación y desasosiego. Pronto el sol brillaría de forma abrasadora, y las noches serían demasiado calurosas para estar a gusto.

Esta noche Reivan había dado vueltas y más vueltas en la cama, hasta que, agitada, había decidido salir al balcón, donde el frescor de la brisa nocturna le proporcionó alivio. Paseó la vista por una ciudad bañada por la luz de la luna. Miles de puntos brillantes delineaban las principales vías públicas que entrecruzaban la urbe. Las farolas del Santuario señalaban los límites de los patios.

En el que se encontraba justo debajo de su habitación vislumbró una figura que caminaba sin prisa. Una figura masculina conocida. La joven contuvo la respiración, preguntándose si él la había visto, con la esperanza de que no hubiera percibido la emoción que la había invadido al avistarlo.

El corazón le dio un vuelco cuando él levantó los ojos y le sonrió. Ella alzó la mano a modo de respuesta.

«Dioses, espero que no piense que lo estaba observando. —Reivan resopló en silencio—. Claro que lo piensa. Puede leerme la mente. Oh, no».

El hombre había cambiado de dirección y ahora se dirigía hacia ella. Reivan procuró mantener la sonrisa sin hacer caso de su pulso acelerado. Tras detenerse bajo el balcón, el hombre alzó la vista.

—La luz de la luna te favorece, Reivan —dijo suavemente.

Ella sintió que el corazón se le salía del pecho y no supo qué responder. «Solo está siendo amable —se dijo—. Frívolo. Coqueto».

Él mudó la sonrisa en un gesto más serio.

—Espero que no estés dejando que las diferencias entre Imenja y yo afecten a nuestra amistad.

«¿Amistad? ¿Qué amistad? Lo deseo y él me ignora por completo». Un toque de ironía alivió la opresión que sentía en la garganta.

—Claro que no —respondió. Y añadió de forma impulsiva—: Sencillamente no estoy acostumbrada a los halagos.

—Pues tendremos que remediarlo —aseveró él con una amplia sonrisa.

—¿Y qué impresión daría eso a la gente? —preguntó ella, cruzando los brazos.

—La impresión correcta. Eres una mujer admirable.

A Reivan se le encendieron las mejillas, y el corazón volvió a latirle a toda prisa, lleno de esperanza.

—No te burles de mí —rezongó y torció el gesto al reparar en el tono desesperado de su voz. Avergonzada, retrocedió un paso para ocultar su rostro.

—Discúlpame —dijo él—. No quería hacerte enfadar.

«¿Enfadarme? No estoy enfadada, sino avergonzada. ¿Acaso no lo ve? ¡Claro que sí! —Se asomó prudentemente, pero él no estaba allí—. ¿Dónde se ha metido?». Se acercó a la barandilla y observó el patio.

Se había marchado.

Reivan volvió a la cama, a dar más vueltas, con la sensación de haber dicho algo inoportuno.