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Salvo en los picos más altos, a los que aún se aferraba la nieve, en todo Si se apreciaban los efectos del aumento de la temperatura. El bosque era una profusión de brotes de plantas y flores. En los angostos valles y en las terrazas naturales de las faldas de las montañas, los sembrados lucían verdes y esplendorosos.

Los últimos días habían sido los más calurosos para Auraya. En ocasiones anteriores había visitado Si durante los meses más fríos del año. Las estaciones en este país eran más extremas de lo que era habitual para ella: el invierno, más frío, porque se trataba de una zona montañosa; el verano, más cálido, porque estaba mucho más al sur que Hania, en la misma latitud que la desértica Sennon.

Volar le proporcionaba cierto alivio. En lo alto, el aire siempre se sentía más fresco. Pero ese día volaba bajo, pues sus acompañantes siyís no aguantaban mucho tiempo a gran altura; el frío les agarrotaba los músculos y los debilitaba.

Miró al hombre que volaba a su lado. Aunque adulto, medía la mitad que ella. Tenía el pecho ancho y las piernas musculosas. Los huesos de los últimos tres dedos de las manos formaban el armazón de las alas al sostener una membrana que se extendía hacia los costados del cuerpo. Auraya había pasado tanto tiempo con los siyís que le costaba notar las diferencias entre los cuerpos de ellos y el suyo. Y cuando se fijaba en ellas, no dejaba de asombrarle que le hubieran ofrecido, pese a ser una pisatierra, un hogar permanente en su país.

No era que no les diera nada a cambio. Ponía a su servicio los dones mágicos que había conservado desde que renunciara a su condición de Blanca, sobre todo la capacidad de volar y la de curar. En aquel preciso momento regresaba después de haber sanado a una chica herida en otro poblado siyí. De no ser por sus habilidades, la peste se habría cobrado cientos de vidas.

La pálida franja de roca desnuda que llamaban el Claro —el principal poblado siyí— apareció más adelante. A Auraya se le alegró el corazón. Atisbó las casas a la orilla de aquella extensión de roca expuesta: enramadas hechas de membranas estiradas sobre estructuras de madera flexibles sujetas al tronco de árboles enormes. Poco después vislumbró sobre la repisa de piedra más alta a dos figuras conocidas que seguían al grupo con la vista: la portavoz Sirri, líder de los siyís, y su hijo Sreil.

Auraya descendió en picado y tocó tierra a pocos metros de ellos, seguida por sus compañeros.

—Habéis vuelto temprano —dijo Sirri, sonriendo—. ¿Cómo os ha ido?

—Le he sanado el brazo —respondió Auraya.

—¡Ha sido increíble! —exclamó el más joven de los acompañantes de Auraya—. ¡La chica ha echado a volar al cabo de unos minutos!

—¡Cosa que he recomendado encarecidamente que no hiciese! —dijo Auraya con una mueca de desagrado—. No me extrañaría que la imprudencia de esa chica le acarrease un disgusto peor que un brazo roto.

—Su madre es una beoda. —Auraya miró sorprendida al hombre que acababa de hablar. El portavoz de la tribu de la chica había permanecido casi todo el tiempo en silencio hasta ese momento. Se miraron, y él se encogió de hombros—. Intentamos enseñarle un poco de disciplina, pero no siempre es fácil, ya que su madre la deja hacer lo que le plazca.

—Tal vez eso cambie a partir de ahora —aventuró Auraya, recordando a la mujer histérica que se había abalanzado sobre la chica con actitud protectora.

—Lo dudo —murmuró el hombre. Luego se encogió de hombros—. Tal vez. No debería… ¿Qué es eso?

Ella siguió su mirada y sonrió al ver a un pequeño ser que se acercaba dando brincos. Tenía las puntiagudas orejas plegadas hacia atrás y la cola algodonosa enrollada como un estandarte.

—Es un viz. Se llama Travesuras.

Auraya se inclinó hacia delante y dejó que la criatura trepara por su brazo. Travesuras la olisqueó y se le acurrucó sobre los hombros.

¡Ohuaya güelto! —dijo, contento.

El líder de la tribu contemplaba asombrado al viz.

—Ha dicho tu nombre. ¿Sabe hablar?

—Sí, aunque no esperes una conversación apasionante. Sus intereses suelen girar en torno a la comida y los mimos.

Cuando Auraya le rascó por detrás de las orejas, Travesuras corroboró su afirmación:

—Rasca rico.

Sirri se rio entre dientes.

—Me temo que pronto tendrás que dejarlo en manos de su cuidadora. Esta mañana ha llegado un mensajero de la tribu del bosque del Norte. Dice que hace un par de días se encontró con una mujer pisatierra enferma. Ha pedido que la atiendas.

—¿Una pisatierra? —preguntó Auraya, parpadeando sorprendida.

—Sí —respondió Sirri con una sonrisa adusta—. Le he preguntado si sospecha que es una pentadriana y me ha dicho que está convencido de que no lo es. De hecho, asegura que la mujer ya había estado antes en Si, buscando refugio cuando empezó la guerra. ¿Quieres interrogarlo tú misma?

—Sí.

—¿Podrías ir a buscarlo? —le pidió la portavoz a Sreil—. Gracias. Mientras tanto, estaré encantada de ofreceros un refrigerio en mi enramada —agregó, volviéndose hacia los siyís que habían acompañado a Auraya al Claro.

Mientras caminaban hacia la casa de Sirri, Auraya se planteó la posibilidad de que aquella pisatierra fuera una hechicera pentadriana disfrazada. Era posible que la noticia de su renuncia hubiera llegado a Ithania del Sur y que uno de los cinco hechiceros pentadrianos hubiera viajado a Si para vengarse por la muerte de Kuar, su líder anterior, a quien Auraya había matado en la guerra.

Desde que se había separado de los Blancos, había conservado su habilidad de volar y de sanar, pero no había tenido oportunidad de averiguar si aún poseía alguno de los dones de combate que le habían conferido los dioses para que defendiese Ithania del Norte. «No tengo idea de cuán grandes son mis poderes ahora, pero no parecen haber menguado. Supongo que lo averiguaré si esta mujer resulta ser una asesina pentadriana».

En cuanto a su inmortalidad, solo podía hacer suposiciones. Pasarían algunos años antes de que las señales de la edad confirmasen que había perdido ese don. ¿Había valido la pena? Miró alrededor y asintió. Gracias a su capacidad de volar y a las técnicas de sanación que Mirar le había enseñado, había salvado la vida a centenares de siyís durante la propagación de la devoracorazones por el país. Sin embargo, no había conseguido evitar todas las muertes. No podía estar en dos lugares al mismo tiempo, y en el peor momento de la peste el número de siyís enfermos había sido demasiado alto para ella.

Si bien la peste de Si, la razón oficial por la que Auraya había renunciado a su dignidad de Blanca, había sido erradicada, ella había descubierto que no echaba de menos su posición anterior. Se conformaba con dedicar el resto de su vida a ayudar a los siyís. Juran le había brindado la oportunidad de seguir siendo sacerdotisa e incluso le había enviado un anillo y varios cirques especiales por medio de uno de los dos sacerdotes que se habían unido a la pareja que ya estaba en el Claro.

Juran era el único Blanco que aún se comunicaba con ella. No tenía noticia de los demás. Tampoco la visitaban ya los dioses, aunque en más de una ocasión había sentido algo en la magia de su entorno que sugería la presencia de Chaia.

«Me pregunto si me observa. Él debe de saber si en realidad esa pisatierra es o no una pentadriana. Me pregunto si me pondría sobre aviso en tal caso».

Echaba de menos sus visitas. A veces, de noche, anhelaba sus caricias y el placer sublime que él le daba cuando eran amantes. Pero aquello solo habían sido sensaciones, no afecto. Lo que más echaba en falta era alguien en quien confiar, alguien con quien compartir sus preocupaciones.

«Incluso si ese alguien es la fuente de mis preocupaciones», se dijo.

Cuando llegaron al límite del bosque, Sirri los condujo al interior de su enramada. Era un poco más grande de lo habitual, lo que permitía a la portavoz celebrar reuniones con visitantes siyís. Una vez dentro, se sentaron y empezaron a comer el pan, las frutas y las nueces que Sirri les sirvió en la mesa. Un rato más tarde, Sreil volvió con el mensajero, un joven al que presentó como Tyve y que a Auraya le resultaba familiar.

—Nos conocemos de antes, ¿no es así? —preguntó ella.

—Sí —respondió el siyí, asintiendo—. El año pasado, cuando viniste a mi aldea, estaba ayudando al tejedor de sueños Wilar.

Wilar. La mención de este nombre bastó para provocarle un escalofrío. Un rostro asaltó su memoria: Mirar se hacía llamar Wilar entre los siyís.

«Wilar. Mirar. Leiard. Me pregunto si utiliza otros nombres». La había horrorizado descubrir que el hombre del que había aprendido magia y remedios cuando era niña, al que años después había amado y en el que había confiado, era en realidad el famoso Mirar, inmortal fundador de la secta de los tejedores de sueños. Al principio el engaño la había enfurecido, pero no había podido aferrarse a la rabia en el momento en que él le había abierto su mente para mostrarle la verdad sobre su pasado.

Era imposible imaginar lo que había sido para él ser aplastado por un edificio y después vivir privado de memoria mientras su cuerpo tullido se curaba lentamente a lo largo de muchos años. Se había inventado la personalidad de Leiard e inhibido la suya para ocultar su verdadera identidad a los dioses.

«Es un milagro que haya sobrevivido —pensó Auraya—. No puedo evitar admirarlo por ello».

Cuando se encontró con él en la aldea del río del Norte, el verdadero yo de Mirar había recuperado el control, aunque había tenido que fusionar en cierto modo su personalidad con la de Leiard.

«Había empezado a encariñarme otra vez con él cuando los dioses me ordenaron matarlo».

—¿Lo recuerdas? —preguntó Tyve, vacilando.

—Sí, lo recuerdo —respondió ella, devolviendo la atención a su interlocutor—. Me dice Sirri que ya habías visto antes a la pisatierra.

—En efecto —dijo el mensajero, asintiendo—, en el mismo lugar en el que coincidimos por primera vez con Wilar. Creo que se conocen.

A Auraya el corazón le dio un vuelco. ¿Podía tratarse de la amiga a la que había visto fugazmente en la mente de Mirar cuando él había desnudado sus pensamientos ante ella?

—¿Qué aspecto tiene?

—Es alta. De cabello color savia roja, pero más claro. Piel blanquecina. Ojos verdes.

Auraya asintió. La mujer que aparecía en los recuerdos de Mirar era pelirroja.

—¿Te ha dicho cómo se llama?

—Sí. Jade Danzante.

—¿Y qué mal padece?

—No lo sabe. Algo del estómago.

Si la mujer era la amiga de Mirar, ¿para qué había acudido a Si? ¿Buscaba a Mirar? ¿Había ido para pedirle ayuda y había descubierto que él se había marchado? Auraya frunció el ceño. «¿La enfermedad es real o un truco para que me reúna con ella? ¿Qué motivos puede tener para querer verme?».

Si la mujer era amiga de Mirar, lo más probable era que los dioses no aprobaran su presencia. «¿Me estará escuchando ahora alguno de ellos? —Examinó la magia que la rodeaba, pero no percibió ninguna señal—. Lo que menos necesito en este momento es que los dioses vuelvan a pedirme que mate a alguien. Cuanto antes me reúna con esta mujer y me la quite de encima, mejor».

—¿La ayudarás? —preguntó Tyve—. Es simpática —añadió.

Auraya asintió.

«Lo haré. Incluso si no está enferma. Quiero averiguar qué la ha traído a Si. Y tal vez tenga noticias de Mirar».

Danyin oyó un débil eco de chirridos y tintineos de campanas en el hueco de la escalera mientras ascendía la jaula en la que se encontraba. Observó cómo iba pasando cada una de las plantas de la Torre Blanca. A veces tenía la impresión de que la jaula permanecía inmóvil y era la torre la que subía o bajaba. En esas ocasiones se preguntaba si Auraya tenía la misma sensación cuando volaba. Ella había descrito su don como la capacidad de moverse respecto al mundo. ¿Percibía a veces que era el mundo el que se movía en torno a ella?

La jaula redujo la velocidad y se detuvo a ras de un ancho peldaño de la escalera. La puerta se abrió, sin duda empujada por la magia de la mujer que estaba a su lado.

Danyin miró a Dyara la Blanca, la segunda entre los líderes circulianos, tanto por edad como por importancia. Ella lo condujo por una escalera hasta una puerta de madera.

Cuando Dyara llamó a la puerta, Danyin sintió una punzada de aprensión. Esa había sido la habitación de Auraya. Él había estado allí muchas veces en calidad de consejero. Ahora pertenecía a su sustituta, Elareen la Blanca.

Asesorar a Auraya habría sido un trabajo sumamente exigente de no ser porque él la apreciaba y respetaba. ¿Era demasiado pedir que la relación con la nueva Blanca se diese en condiciones similares? Y si bien Danyin se preguntaba si ella le caería bien, también le preocupaba la posibilidad de que él no fuera de su agrado. «No tiene sentido compararla constantemente con Auraya», se dijo. Sabía que en ciertas ocasiones no podría evitarlo y que ella acabaría por leerlo en su mente…

Se abrió la puerta, y en el vano apareció una mujer alta y esbelta. Lucía un peinado de estilo elaborado y una túnica y un cirque blancos de la mejor calidad. A pesar de su aspecto elegante y sereno, a Danyin no le pareció hermosa. «Tampoco es que carezca de atractivo», pensó. Aparentaba más edad que Auraya, aunque solo un par de años.

—Elareen —dijo Dyara—. Este es Danyin Lanza.

—Entrad —los invitó la nueva Blanca, franqueándoles el paso.

Los condujo hasta unas sillas y les sirvió sendos vasos de agua. Por lo que Danyin había podido averiguar, Elar procedía de Somrey. Su padre había sido contratado por un comerciante rico, y la familia se había trasladado a Jarime después de que el mercader lo pusiera al frente de sus negocios en Hania. Elar había ingresado en el sacerdocio a los doce años y más tarde se había hecho sanadora. Había trabajado en el hospital desde su fundación. Algo que había sucedido allí había impresionado lo bastante a los Blancos para que la nombraran sacerdotisa superior.

Y también debía de haber impresionado a los dioses, pues ahora era una Blanca.

A pesar de la magnitud de las responsabilidades recién adquiridas, irradiaba una serena seguridad en sí misma, lo que sorprendió a Danyin. Cuando había conocido a Auraya, le había parecido que estaba ligeramente abrumada por su reciente Elección.

Dyara empezó a alabar las habilidades de Danyin, que fingió no merecer los elogios, tal como había hecho cuando le habían presentado a Auraya. Elareen torció sutilmente la comisura de los labios y levantó la mano para intervenir.

—Sé que Danyin Lanza es el mejor hombre para el puesto —dijo, sonriendo a Dyara. Luego se volvió hacia él—. Después de todo, es el único que puede jactarse de tener experiencia previa con una Blanca recién nombrada.

Dyara se acomodó en su asiento, un poco irritada por la interrupción.

—Desde luego, es una ventaja.

—Está claro. —A continuación, Elareen se dirigió a Danyin—: ¿Cómo fue trabajar con Auraya?

Sorprendido por su espontaneidad, él tardó unos instantes en responder. Era natural que la nueva Blanca sintiera curiosidad por su antecesora, pero el consejero había supuesto, no sabía por qué, que ella eludiría el tema. Tal vez únicamente por los rumores en torno a la renuncia de Auraya.

—Un trabajo duro, pero placentero —respondió.

—Le tenías aprecio —aventuró Elareen.

—Sí —dijo él con una sonrisa.

Ella arqueó las cejas, animándolo a dar más detalles.

—Siente una gran empatía por los demás, aunque creo que eso dificultaba su labor tanto como se la facilitaba.

—Ajá —asintió Elareen—. Para una sanadora, la empatía puede ser un defecto y al mismo tiempo una virtud.

Él sonrió ante este recordatorio de que la propia Elareen había sido una sacerdotisa sanadora. Quizá aquel trabajo le había enseñado a permanecer serena, fueran cuales fuesen las circunstancias.

—¿Cuáles creéis que son vuestros defectos y vuestras virtudes, Elareen la Blanca?

—Por favor, llámame Elar —dijo ella. Frunció los labios mientras reflexionaba sobre la pregunta—. No lo sé… Mi fe en los dioses, tal vez. Cuando no hay una respuesta obvia, hago lo que ellos me piden.

«Eso suena a mantra personal. Interesante».

—Una actitud prudente.

Elareen miró a Dyara, que esbozó una sonrisa antes de volverse de nuevo hacia él.

—Aunque los dioses nunca me habían pedido nada hasta hace poco —declaró—, siempre les he dado la oportunidad de hacerlo…, antes de salir por mí misma de los líos en que me metía.

—Estoy seguro de que os lo agradecían —dijo él con una risita—. Y no estoy insinuando que vayáis a meteros en algún lío ahora. —Miró a Dyara—. Hay muchos expertos a los que podéis acudir en busca de ayuda.

—Sí, incluido tú. Dyara me ha dicho que tienes espías por toda Ithania.

—¿Espías? —Danyin se rio—. No lo son en realidad, solo conocidos míos del ámbito de la justicia y viejos amigos comerciantes.

—Háblame de ellos.

Danyin tomó otro sorbo de agua, se reclinó en su silla y comenzó a relatarle historias de la gente a la que conocía, tanto en puestos altos como en posiciones menos importantes. Le explicó que lo habían ayudado en el pasado y que podía volver a contar con ellos. A Elareen parecían divertirle de verdad las anécdotas más graciosas. Era una buena señal. Su sentido del humor compensaba la casi irritante confianza en sí misma que rezumaba.

«Será una buena Blanca —decidió él—. Esperemos que dure un poco más que Auraya».