Testigos de una decisión

 

 

 

En medio de un atardecer borrascoso y gris estaba teniendo lugar una reunión de carácter privado. La sala del Consejo Tribal, situada en el fortificado edificio de piedra y madera, acogía en su interior una significativa junta. El capital edificio Norriel, de tejado rojo y fachada en verde, estaba estratégicamente situado en medio de la aldea, presidiendo la gran explanada que constituía la plaza central. La Casa del Consejo Tribal constituía la residencia honoraria de Auburu, líder y matriarca de la tribu, y a su vez el lugar en el cual las cuestiones y decisiones importantes de los Bikia se dilucidaban en Consejo.

Komir saludó a los dos guardias en pieles de oso apostados en la reforzada puerta de entrada. Los dos fornidos guerreros, al reconocerlo, lo saludaron y apartaron las lanzas cruzadas que impedían el acceso. Komir avanzó despacio, aún no podía creer que siguiera con vida. Había salvado la vida milagrosamente, no cabía otra explicación. Cerca de cuatro largos meses habían transcurrido desde la fatídica noche, pero las graves heridas que le habían infligido aún castigaban su maltrecho cuerpo, sin piedad alguna. Sufría dolores intensos y espasmos esporádicos que luchaba por controlar. Su cuerpo requería de más tiempo para cicatrizar bien las heridas, su alma, sin embargo, no cicatrizaría jamás.

Con paso reacio entró en el edificio y se situó frente a la grandiosa mesa de roble donde los doce miembros electos del Consejo lo esperaban sentados. Auburu presidía el Consejo a la cabeza de la alargada mesa. Lo recibió con semblante sereno y una sonrisa de bienvenida en los labios. A su derecha, estaba sentado el Maestro Forjador Althor, que parecía estar perdido en sus propios pensamientos, como ausente. A la izquierda de la líder, el Maestro Guerrero Gudin le dirigió un breve saludo con un gesto de cabeza. El resto de los doce miembros prominentes de la comunidad, sentados alrededor de la alargada mesa, lo observaban con preocupación evidente en sus rostros. A Komir le extrañó ver a Amtoko y a Suason entre los convocados a la junta, ya que no eran miembros de voto del Consejo. Sólo en contadas ocasiones se convocaba al Consejo a no miembros y generalmente por temas de extrema gravedad.

—Bienvenido al Consejo Tribal, Komir —le saludó amistosa Auburu poniéndose en pie y sonriendo—. Nos alegramos de ver que finalmente has recuperado la salud tras las gravísimas heridas que sufriste aquella nefasta noche hace ya más de cuatro meses. Por más de un mes te debatiste entre la vida y la muerte, más cercano al reino de la señora de la noche eterna que al de los vivos y hubo momentos en los que temimos te llevaba consigo para siempre.

—Gracias, Auburu. Sé que he sobrevivido por la gracia de Iram, nuestra querida Madre Tierra. Ya me encuentro bastante recuperado de las heridas que aquellos brutales guerreros tigre me produjeron. Los cuidados y la experiencia de Suason han obrado un verdadero milagro. Quiero agradecerle públicamente el haberme salvado la vida. Sus conocimientos medicinales son extraordinarios —agradeció Komir mirando a la vieja curandera de la tribu al mismo tiempo que realizaba una pequeña reverencia como gesto de gratitud y respeto.

—Sólo he cumplido con mi labor, joven oso. Tu cuerpo y tu espíritu son fuertes como el roble. Eso es lo que te ha salvado. Eso y la vigilancia de las tres diosas. Ikzuge, la fortalecedora diosa Sol, que por encargo de su madre Iram te ha vigilado durante los largos días de convalecencia, siendo relevada al caer la noche por su hermana Igrali, la sabía diosa Luna. Sin la intervención de las tres diosas en tu favor, nada hubiera podido yo hacer —dijo la vieja curandera con una mirada de cariño en los ojos.

—Has tenido mucha suerte de que aquella flecha en el estómago no acabara contigo. Dos dedos a la derecha y no estarías hoy aquí —dijo el Maestro Guerrero Gudin negando con la cabeza—. He visto muchas heridas de ese tipo y nueve de cada diez hombres no sobreviven. Puedes considerarte sumamente afortunado de seguir con vida. Estoy con Suason en que las diosas te han favorecido con sus bendiciones, de otra manera estaríamos devolviéndote al seno de nuestra madre Iram.

—Siéntate a la mesa del Consejo, por favor —le indicó Auburu realizando un gesto de invitación con la palma de la mano.

—Gracias —respondió Komir, y se sentó al final de la enorme mesa, frente a Auburu. Los doce miembros del Consejo y las dos invitadas de excepción estaban situados entre ellos dos.

—Antes de comenzar a tratar el tema que nos incumbe, quisiera saber si los ritos funerales y las distinciones otorgados a tu familia por la tribu han estado a la altura de lo que esperabas. Tu familia ha sido siempre muy querida y respetada en nuestra comunidad y se merecían partir al eterno descanso con todos los honores.

Komir tragó saliva, intentando controlar el dolor y la congoja en su garganta.

—Sí, Auburu, la despedida fue digna de todo un líder Norriel, no hubiera podido pedir nada mejor. Quiero agradecer al Consejo los honores impuestos a mi familia; el lugar de reposo escogido, junto a los antepasados ilustres, y la cripta de piedra tallada obsequiadas. Son un gran honor que no olvidaré jamás —expresó Komir, sin poder evitar que la voz le fallara por la emoción contenida.

Auburu, asintió en conformidad.

—Como ya te adelanté, el motivo de esta reunión del Consejo de la tribu es evaluar lo ocurrido. Hay muchas preguntas que han quedado sin respuesta y queremos intentar descifrar el porqué de este trágico incidente, dilucidar la situación, y planificar acciones para evitar males mayores —le dijo sin más preámbulos la líder Bikia.

—Estoy a la disposición del Consejo y de la tribu.

—Los atacantes extranjeros de ojos rasgados y ataviados en pieles de tigre eran expertos guerreros —comenzó Gudin sin más rodeos—. La forma en que combatieron así lo demuestra. Estos no eran guerreros ordinarios, de otra forma Ulis y Komir con ayuda de Mirta podrían haberlos derrotado. Eran una fuerza de asalto con una misión: la de encontrar a su presa y acabar con ella. Hombres muy bien adiestrados, yo me atrevería a señalar que eran avezados cazadores de hombres.

—Sus armas eran muy interesantes. Verdaderamente notables, nunca antes vistas por estas tierras —comentó Althor como volviendo a la realidad—. Espadas ligeramente curvas de un solo filo y sin apenas punta, diseñadas para cortar, no para perforar como las nuestras. Muy afiladas, de un acero de grandísima calidad, mejor que el nuestro, he de reconocer. Muy sorprendente, mucho. Nunca había visto nada igual en todos mis años y ya son unos cuantos…

—Extranjeros de los que no tenemos noción alguna. ¿Alguien conoce algo de estos forasteros? —preguntó Auburu a los Consejeros— ¿Quizás tú, Ailite, que eres la abuela de la tribu a tus ciento dos años y has vivido más experiencias que nadie?

Ailite carraspeó para aclarar su ronca voz.

—Lo siento, querida mía, pero he de decir que no tengo constancia de estos extranjeros, aunque mi memoria ya no es lo que era… He conocido a los rubios y pálidos hombres de las heladas tierras del noreste, de más allá de las grandes montañas donde la nieve siempre reina, con sus ojos claros y sus rudas maneras. Fríos como sus nevadas tierras, sin corazón, directos como sus afiladas hachas de guerra. Hombres altos y fuertes, con largos cabellos y barbas doradas, pero de gélido corazón y maneras.

—Los hombres de las nieves, los Norghanos —identificó Auburu.

—He visto a los hombres del lejano sur, más allá del reino de Rogdon, nacidos en las tierras desérticas, con sus oscuras y tostadas pieles quemadas por el árido sol. De ojos y cabelleras oscuras, portando sus grandes cimitarras. Siempre amables y corteses, halagadores incluso, siempre maquinando. Nunca te fíes de ellos o encontrarás una daga curva en tu espalda y una sonrisa en sus labios —explicó Ailite.

—Los hombres de los desiertos, los Noceanos —señaló Auburu.

—A nuestros vecinos de las verdes llanuras al sur los conocemos todos bien. El reino de Rogdon no es misterio para nuestra tribu. Hace muchos años que tratamos y negociamos con ellos. De allí no procedían estos guerreros. No, hombres de ojos rasgados y esa piel amarillenta nunca habían sido vistos por estas tierras —concluyó Ailite.

—Rimari, tú que negocias las rutas comerciales con otros reinos y has viajado mucho por todas las tierras de este enorme continente, ¿qué opinas? —preguntó Auburu.

—Como bien ha dicho Ailite no proceden de los grandes reinos del remoto noreste ni del distante sur. Al este, en las interminables estepas y praderas viven las tribus nómadas: los Masig, de cabellera suelta y piel rojiza. Más al sureste, en los gigantescos bosques que pocos se atreven a penetrar viven los salvajes de piel mentolada y caras pintadas: los Usik. Unos verdaderos demonios de los bosques. Los reinos del lejano este los conozco poco, por quedar ya muy apartados, pero no tienen etnias de ojos rasgados, eso puedo asegurarlo. En mis viajes nadie ha mencionado jamás hombres de ojos rasgados, lo recordaría. Aunque existen regiones al este que desconocemos completamente, me atrevo a aventurar, que los asaltantes deben de ser de algún reino al otro lado de los grandes mares, no creo que sean de Tremia.

—¿Te refieres al mar del norte que baña nuestras costas? Eso podría representar un peligro —preguntó Gudin inquieto.

—No podría saberlo… Quizás del gran mar del este, que baña el otro extremo del continente, tendría más sentido. Al norte el tiempo es muy frío y estos extranjeros vestían ropaje extraño, pero no de abrigo. Los piratas, que asaltan nuestras costas desde las islas del mar del norte, siempre lo hacen en verano y suelen viajar abrigados —reflexionó Rimari—. Pero es sólo una suposición, nada más, no tengo en qué sustentarla.

—Una buena suposición nos ha salvado en más de una ocasión —dijo Gudin con una sonrisa.

—¿Cuál es tu opinión, Amtoko? Has estado muy callada y tu sentir es siempre sabio.

—Cuando los miembros del Consejo debaten, una debe escuchar y reflexionar. Pero si me preguntas te diré que también comparto la opinión de Rimari. Extraños y misteriosos extranjeros… aciagos acontecimientos… Tiene sentido que sean de alguna tierra lejana, al otro lado de los grandes mares del este. De otra forma tendríamos alguna constancia de su existencia, aunque cierto es que quedan muchos lugares remotos en Tremia que los Norriel desconocemos por completo. Existen pequeños reinos y ciudades estado en la costa este de los que no tenemos conocimiento, pero existen. En cualquier caso, estos hombres yo diría que proceden de mucho más allá, de otro continente…

—¿Por qué venir desde tan lejos y atacar a una familia Bikia en territorio de la tribu Norriel? No tiene sentido. ¿Estaban perdidos y se toparon con la granja? ¿Fue fortuito o premeditado? —lanzó al aire Auburu.

Amtoko carraspeó.

—Podría considerarse fortuito, salvajes extranjeros extraviados en tierra inhóspita, un accidente de la vida… si no fuera por un pequeño detalle… Ya se encontró un cadáver de un hombre de ojos rasgados hace 19 años y marcó la llegada de Komir a nuestra aldea…

Un sonoro murmullo llenó la sala.

El murmullo se convirtió en conversaciones dispares entre los miembros del Consejo.

—Cierto es —corroboró Auburu acallando las voces con un gesto autoritario.

—Ambos eventos deben estar relacionados… —meditó Althor con aire ausente.

—En efecto, este tipo de coincidencias nunca son tales —aseguró Gudin.

—Sí. Aquí hay una relación entre ambos hechos —convino Suason.

—En su día enterramos el hallazgo de aquel extranjero… —comenzó a explicar Amtoko captando la atención de todos los presentes—. No dimos mayor trascendencia al hecho de que fuera un hombre de ojos rasgados, de una raza diferente nunca antes vista por Norriel alguno. Fue una decisión consciente, una decisión sobre la que asumo la responsabilidad. Bajo la vigilante mirada de Igrali, la sabia diosa Luna, quisimos quitar trascendencia al hecho, como si de un error del azar se tratara. En aquel instante parecía ser la decisión correcta, no había necesidad de dotar de mayor intriga aún a la ya de por sí extraña aparición de aquel bebé. Puede que fuera un error, pero se decidió no dar mayor consecuencia al hallazgo del cadáver para evitar marcar al bebé de por vida. Aunque dudo que lo lográramos, siendo como somos una raza de supersticiosos y temerosos de lo místico y arcano.

El murmullo aumentó nuevamente.

—Silencio, callad. ¡Silencio! —impuso Auburu.

Con un nuevo carraspeo Amtoko continuó:

—Puede que fuera un error, no lo niego, lo que sí puedo asegurar es que se hizo con la mejor de las intenciones, la de proteger al bebé. Esto sucedió hace 19 primaveras… Ahora, después de tantos años, los hombres de ojos rasgados vuelven, y vuelven, en mi opinión, a por Komir. No, no ha sido una casualidad, su objetivo era Komir, de eso no tengo ninguna duda. Dos coincidencias tan extrañas no forman una casualidad sino todo lo contrario.

Todos los presentes asintieron y otro murmullo llenó la gran estancia.

—Desde luego, visto lo visto ahora fue un error no indagar más en el asunto —se lamentó el Maestro Guerrero Gudin—. Un hecho tan significativo no debió ser menospreciado.

—Komir, ¿sospechas el motivo por el cual te buscaban? ¿En alguna ocasión mencionaron tus padres algo que pudiera hacerte pensar de algún modo en este desenlace? —cuestionó Auburu.

—No. Desconozco el porqué. Mis padres nunca mencionaron nada sobre mi pasado o llegada a la aldea. Es un completo misterio para mí. Siento no poder aportar ninguna luz sobre esta situación. Creedme cuando os digo que nada me gustaría más que poder ofreceros alguna respuesta. Respuestas que yo mismo necesito para aplacar todas las dudas que me atormentan.

—No debes torturarte por lo ocurrido, joven oso. No ha sido culpa tuya. Los hilos del destino mueven fuerzas oscuras que desconocemos —argumentó Amtoko levantando sus manos y gesticulando al aire—. Por desgracia, tú te has visto envuelto en la tela de araña de un destino despiadado.

—La cuestión más apremiante es establecer si estos extranjeros volverán a nuestras tierras y con qué propósito —reflexionó Joltar, rascándose su prominente barba blanca.

—En efecto. Está claro que debemos reforzar la vigilancia de nuestras fronteras. Por encontrarnos en tiempos de paz, hemos relajado las patrullas fronterizas. Debemos volver a montarlas e incrementar la vigilancia en los pueblos pesqueros de la costa. Por lo que sabemos, el grupo debió llegar por mar. Un pescador vio un extraño navío anclado cerca de la bahía de Leike el amanecer siguiente a la aciaga noche. El barco, con velamen cuadrado, no esperó a ningún superviviente. Partió poco después de ser avistado —explicó Gudin.

—Si vinieron una vez desde tierras lejanas a por Komir, es razonable pensar que podrían volver a hacerlo al haber fracasado en su primer intento —razonó Rimari.

—Si es así, estaremos alerta y a la espera. No volverán a encontrarnos desprevenidos —respondió Gudin.

—¿Qué ocurrirá si esta vez envían más hombres o incluso un ejército de invasión? No sabemos realmente lo que buscan o lo que pretenden. Corremos un riesgo que no podemos calcular de antemano —señaló Lemak, el serrador.

—Si envían un ejército lo avistaremos y le haremos frente como siempre hemos hecho, unidos, como Norriel que somos. Convocaremos al resto de las 30 tribus Norriel y unidos, venceremos al enemigo —señaló Auburu con gesto adusto.

—No será necesario que toméis medidas extraordinarias —interrumpió Komir —. He decidido dejar la aldea… marcharme. Voy a buscar a los responsables de la muerte de mis padres. Los encontraré y conseguiré justicia. ¡Pagarán con sangre lo que han hecho! —explotó con una ira contenida golpeando con el puño la mesa de roble.

—La venganza es una necia compañera —le advirtió Amtoko.

—Amtoko está en lo cierto. No hay necesidad de que te marches. Eres un Bikia, un Norriel por derecho propio y la tribu te protegerá —le aseguró Auburu.

—No todos comparten tu opinión, Auburu. Una vez abandone la aldea habrá muchos que se sentirán más tranquilos. Dormirán mejor por las noches. No les culpo, es natural su temor… Siempre he sido un extraño entre vosotros, ciertos eventos incomprensibles han marcado mi vida y lo que ha sucedido sólo va a empeorar esa situación. Haga lo que haga, siempre será así. Pero agradezco de corazón tus palabras. Eres una líder justa y te lo agradezco, Auburu.

—No podrás enfrentarte a ellos tú solo, Komir —le advirtió Gudin.

—Ni siquiera sabes dónde están o quiénes son —protestó Althor.

—La decisión está tomada. No voy a cambiar de opinión. ¡Encontraré a los responsables y acabaré con ellos, o moriré en el intento! —respondió con contundencia Komir, sin ninguna sombra de duda en su devastado corazón.

—Pero es una locura, reflexiona Komir, eres demasiado joven e impulsivo, recapacita tu decisión —le rogó Auburu.

—He tenido mucho tiempo para reflexionar mientras yacía herido. Mi decisión es inamovible —sentenció Komir al Consejo.

Un incómodo silencio se adueñó de la enorme sala. Nadie se atrevió a romperlo. Finalmente, Auburu, con tono apesadumbrado anunció:

—En ese caso no nos opondremos a tus deseos. La tribu te permitirá marchar. Cuando tu viaje finalice y quieras regresar, consigas o no tu deseado objetivo, no lo dudes un instante y vuelve, porque este es tu hogar y siempre lo será, joven Bikia.

—Lo agradezco, Auburu —dijo Komir intentando que la voz no le temblara por la emoción contenida.

La reunión del Consejo se dio por finalizada. Komir abandonó el edificio en medio de los susurros de voces que continuaban debatiendo y deliberando a su espalda.

Pero nada importaba lo que el Consejo pensara.

Encontraría a los responsables y la venganza sería suya.

Costara lo que costara.

Cayera quién cayera.

¡Tendría su venganza!