Emboscada

 

 

 

Rompiendo la monotonía y la quietud del viaje que habían emprendido, el inconfundible sonido de la batalla les llegó arrastrado por el suave viento. El repicar del acero sobre acero y los gritos de la confrontación armada llegaban atenuados por la distancia, flotando sobre una invisible corriente. Para sus jóvenes pero experimentados oídos, aquel sonido y el cruento mensaje que lo acompañaba resultaban inconfundibles. La aciaga presencia de la muerte se hizo perceptible, peligrosamente cerca. Al instante los dos Norriel se detuvieron asiendo las armas, y miraron alrededor alarmados, tensos y alerta. El sendero que seguían atravesaba un espeso bosque de pinos, estaban completamente rodeados de maleza y árboles. Prestaron atención absoluta y escucharon sin perder detalle. Tal y como Gudin les había enseñado, intentaban extraer información valiosa de los sonidos que les llegaban arrastrados por el viento. Como dos jóvenes osos, con un gesto instintivo, alzando los hocicos al viento.

—¡Al bosque, rápido! —apremió Komir en un murmullo mientras señalaba una pequeña ladera inclinada a su derecha.

Hartz realizó un gesto de asentimiento y siguió presto a su amigo sin emitir un sonido.

Abandonaron el sendero que conducía directamente a la batalla y avanzaron sigilosos bosque arriba, trazando una trayectoria paralela a la senda principal, al cobijo y protección que proporcionaba el boscaje. Marchaban a ritmo de trote pero ligero, asegurándose de pisar en lugar correcto para no emitir ruidos reveladores, manteniendo el ritmo de avance. Para dos montaraces como ellos el bosque era su hábitat natural, su aliado. Llegaron a una curva en el camino que bordeaba una colina rocosa y se detuvieron para espiar desde la altura. Komir, agachado, se acercó hasta el borde de la elevación y observó la explanada que se abría ante ellos. El sendero cruzaba una pequeña planicie de forma ovalada, completamente descampada y con muy poca vegetación, rodeada del espeso bosque de pinos.

Un combate encarnizado estaba teniendo lugar en medio de la explanada. Un nutrido grupo de hombres con atuendos en púrpura y negro, superiores en número a sus oponentes, estaba atacando a un pequeño grupo de defensores en gris y blanco. Desde su posición aventajada, Komir inmediatamente intentó identificar las armas y protecciones que los combatientes portaban así como la habilidad que mostraban, tal y como había aprendido durante su adiestramiento marcial en el Udag. En realidad no tenía ni que pensarlo, era ya el puro instinto el que le indicaba lo que debía observar en situaciones de peligro.

Los hombres en púrpura y negro vestían armadura ligera de cuero reforzado con placas de metal que cubrían pecho y espalda, en hombros y antebrazos portaban protecciones de cuero endurecido y llevaban botas altas de montar. Estaban armados con espadas cortas y sobre el antebrazo lucían pequeños y ligeros escudos circulares de metal. Por su estilo de lucha y el equipamiento, Komir dedujo que eran una fuerza de asalto ligera, ágiles luchadores acostumbrados a refriegas y lucha cuerpo a cuerpo.

Por otro lado, los hombres en gris y blanco llevaban armadura pesada y grandes escudos rectangulares de medio cuerpo. Empuñaban espadas largas tradicionales de una mano, con mango de cruz y de sobrios detalles. Todos portaban yelmos rectangulares cubriendo por completo sus cabezas con cruceta para permitir la visión. Iban completamente blindados. Vestían una armadura compuesta por una coraza cubriendo pecho y espalda, y láminas protegiendo hombros y muslos. Guanteletes y botas de acero guardaban sus extremidades. Komir sabía que tanta armadura dificultaba la lucha y el peso del blindaje, eventualmente, terminaría por agotar las energías del luchador. Por otro lado, era una protección formidable contra cortes y estocadas. El conflicto que estaba presenciando era, sin duda, el de una fuerza de asalto móvil y numerosa contra un pesado y lento grupo en clara inferioridad numérica.

Los asaltados habían formado un semicírculo. Rechazaban los envites de la fuerza atacante, manteniéndose unidos hombro con hombro, y protegiendo los flancos escudo con escudo. Los agresores, presionando, los habían arrinconado contra la ladera de la colina en la desembocadura de la explanada y no permitían ninguna vía de huida. El líder del grupo en púrpura y negro, al que Komir identificó por su ademán y comportamiento, gritaba órdenes al resto de sus hombres. Intentaban romper la muralla defensiva que habían formado los parapetados. Éstos, detrás de sus escudos y blindaje, parecían proteger a una persona que se encontraba en el centro del semicírculo.

—¿Qué opinas? —preguntó Hartz mientras se tumbaba boca abajo al lado de Komir para observar la bélica escena que se estaba desarrollando en el claro.

—Ummm… cuento dieciséis atacantes en armadura ligera y siete defendiéndose en armadura pesada todavía en pie. Los atacantes llevan las caras cubiertas con algún tipo de máscara… extraño… y no veo emblema alguno que indique que puedan ser soldados ni estandarte de reino alguno. Yo diría que son bandidos o mercenarios, desde luego saben luchar, no son simples salteadores o rufianes. No sé, no me dan buena espina. Los blindados por otro lado llevan armaduras pesadas con blasón de alguna región que desconozco. Parecen proteger a uno de ellos, debe ser su señor o líder. Me puedo equivocar pero yo diría que esto ha sido una emboscada —dedujo Komir.

—Yo también lo creo —corroboró el gran Norriel—. Si miras a los caídos, se aprecia que los atacantes salieron de ambos lados del sendero mientras los defensores viajaban siguiendo el mismo. ¿Intervenimos? —preguntó Hartz con excitación en su tono—. Si no hacemos algo pronto los de gris y blanco van a perecer sin remedio. El líder de los asaltantes está ordenando que ataquen los flancos, y si lo hacen, el círculo defensivo caerá. Los dos hombres exteriores no tienen protección por el costado.

—Sí, tienes razón, es lo más probable. Pero esto no va con nosotros. No es problema nuestro. Tengo una misión que cumplir que nada tiene que ver con esta refriega y que nos espera más adelante. ¿Vamos a arriesgar nuestras vidas por nada? ¡No, no voy a morir por intervenir en una emboscada que nada tiene que ver conmigo! —aseveró Komir intentando convencer tanto a su amigo como a sí mismo.

—Si no lo hacemos, dejaremos que esos bandidos consigan su matanza. ¿Vas a quedarte ahí mirando como matan uno a uno a esos soldados?

—¡Maldita sea, Hartz! ¡Eres peor que la mayor de todas las conciencias! ¿Por qué vas a arriesgar tu vida en algo que no te incumbe? —le reprochó Komir enfadado.

—Porque de otra forma esta vida sería muy aburrida —dijo el grandullón con una gran sonrisa al tiempo que se ponía en pie.

—Además, son demasiados para nosotros, no podríamos con todos ellos, si los atacamos tendríamos que hacer frente a casi una docena, y nosotros sólo somos dos. Sería un suicidio. ¡Ni hablar!

—La sorpresa está de nuestro lado y estamos en una posición elevada y protegida. Eso igualaría algo la contienda. Pero tú esto ya lo sabes, eres mucho más listo que yo para analizar y deducir este tipo de cosas, así que no intentes despistarme.

—¡No seas burro, Hartz! No tenemos por qué arriesgarnos, hay cosas más importantes por las que morir en esta vida. Y yo no pienso morir sin haber llevado a cabo mi venganza. ¡No intervendremos y no se hable más!

El grandullón negó con la cabeza.

Komir sabía que la razón por la cual Hartz no podía dejar de terciar era que su enorme corazón no podía aceptar que masacraran a aquellos hombres.

—Salgamos de aquí, no vaya a ser que nos vean —indicó a su amigo y agazapado, con sumo cuidado, se dio la vuelta para partir.

De súbito, a su espalda, escuchó un crujido inesperado que hizo que volviera la cabeza.

—¡Komir! —profirió Hartz en sorpresa y angustia. Había perdido pie al girarse y su enorme corpachón se precipitaba irremediablemente hacia atrás. Sus brazos abiertos trazaban desesperados círculos en el aire en un intento baldío por no perder el equilibrio y despeñarse.

El corazón de Komir pegó tal vuelco que pensó le abandonaba el pecho. Instintivamente alargó el brazo para intentar sujetar al grandullón de su amigo y mantenerlo sobre la colina.

Pero su mano sólo agarró aire.

Hartz cayó de espaldas rodando sobre sí mismo colina abajo.

Komir se acercó al borde y observó angustiado cómo el gran Norriel daba vueltas violentamente, perdiendo la lanza y la capa de oso en el accidentado descenso entre tierra, maleza, rocas y árboles. Finalmente, con un ruidoso choque, se estampó contra un árbol al pie de la colina.

Komir encogió el cuello y rechinó los dientes ante el impacto. Pidió a las tres diosas un milagro: que los asaltantes no se hubieran percatado del infortunio de su amigo.

Pero las diosas no le escucharon.

Varios de los asaltantes, incluido su líder, se percataron de que algo anómalo ocurría. Divisaron a Hartz tendido al borde del claro. Con ostensibles aspavientos, el cabecilla ordenó de inmediato a cuatro de sus hombres que se dirigieran hacia el caído Norriel. Sus secuaces se lanzaron a la carrera.

El miedo se apoderó de Komir, su alma se empequeñeció como estrujada por una garra. Tendrían que luchar por sus vidas, y las perspectivas eran ciertamente aciagas.

De un salto se puso en pie y con celeridad dispuso el arco que llevaba sujeto a la espalda, dejando caer al suelo la capa de piel de oso.

¡Tenía que proteger a su amigo, tenía que ayudarlo!

Los cuatro asaltantes se acercaban a la carrera esgrimiendo sus armas.

Hartz se había levantado, aunque parecía algo aturdido. Milagrosamente, aún llevaba el arco enganchado al cuerpo y en la aljaba, que ahora le colgaba a la altura de la rodilla, le quedaba una solitaria flecha.

Komir llevó la mano a su carcaj y situó una flecha de pluma negra en el arco. Tenía que ganar algo de tiempo para que Hartz se rehiciera y tuviera una oportunidad. Apuntó, inhaló profundamente y soltó. Una negra flecha Norriel surcó el cielo a gran velocidad dibujando un arco descendente, emitiendo un sonido sibilante al cortar el aire. Se clavó con un sonido seco al tiempo que hueco, en el pecho de uno de los atacantes en púrpura y negro que se acercaba a Hartz. El desdichado miró con ojos poseídos por el horror la inesperada saeta y cayó muerto.

Al momento, los tres atacantes restantes detuvieron la carrera e intentaron situar la nueva amenaza que no tenían identificada. Uno de ellos señaló a Komir con la espada y sus compañeros se percataron de la posición del Norriel. Le habían localizado. Komir volvió a cargar el arco y con presteza tiró, alcanzando en el estómago al que le señalaba. Éste, mirando la flecha se derrumbó, retorciéndose y gimiendo por el terrible dolor. Komir dio gracias a su difunto padre por haberle enseñado a usar el arco y por las incontables horas de cacería en las montañas y bosques de las tierras altas. Los otros dos asaltantes dudaron, se detuvieron sin poder decidir si avanzar o retirarse.

Aquello era precisamente lo que Komir necesitaba. Mientras situaba una nueva flecha en el arco pudo ver por el rabillo del ojo cómo abajo, Hartz, algo más recuperado de la tremenda caída, cargaba apresuradamente su arco.

Los dos asaltantes, espoleados por los gritos de su líder, se lanzaron a por Hartz. Estaban a menos de cinco pasos.

Dos flechas negras de distintas trayectorias los recibieron a gran velocidad y potencia. Los dos hombres cayeron de espaldas, interrumpiendo brutalmente sus carreras. La armadura ligera había sido perforada por la potencia de los dos arcos. Alcanzados en vientre y pulmón respectivamente, quedaron tendidos en el suelo retorciéndose de dolor. Todavía tardarían un buen rato en morir. Una muerte dolorosa y agónica.

Komir sintió lastima por los desdichados, pero nada podía hacer, se jugaban la vida. Así era la naturaleza del despiadado combate. No era noble y digno, como en las ensoñaciones de juventud, muy al contrario, era brutal, salvaje y grotesco. Komir ya había derramado sangre con anterioridad y no era de su agrado en absoluto. Vio cómo Hartz se deshacía del arco y desenvainaba su espada Norriel. El grandullón lo miró y, con un gesto de cabeza, pidió a Komir indicaciones. Komir miró hacía el encarnizado combate y vio al cabecilla enviando a otros cuatro hombres a acabar con Hartz. Sin pensarlo dos veces le indicó a su amigo que se situara junto al sendero y comenzó a descender rápidamente colina abajo para ayudarlo. Según corría saltando sobre maleza y raíces se deshizo del arco y desenvainó su espada. Debía llegar hasta a Hartz para auxiliarlo.

¡Juntos tendrían una posibilidad de salir de aquel atolladero con vida!

Hartz esperaba intranquilo y muy dolorido. El porrazo que se había dado había sido descomunal y maldijo su enorme torpeza. Lo que tenía de grande lo tenía de torpe y aquello lo frustraba sobremanera. «¡Maldita sea mi gigantesca ineptitud! ¡A cual de las tres diosas habré ofendido para ser castigado con semejante maldición!». Los cuatro hombres a la carrera venían a matarlo entre gritos de guerra. Aunque Hartz sentía miedo, no era la primera vez que se enfrentaba a peligrosos adversarios y a la muerte. Había derramado ya la sangre del enemigo, matado en combate, defendiendo las costas Bikia de las incursiones piratas. Él y Komir habían luchado juntos, pero en aquella ocasión estaban protegidos por curtidos guerreros Norriel que los acompañaban y arropaban. Hoy estaban solos, ellos dos, sin ayuda, ante enemigos que avanzaban decididos a arrebatarles la vida. Se arrepintió de haber pedido a Komir participar en la contienda tan a la ligera. A veces, estaba claro, sus ganas de machacar cráneos no le permitían pensar con total claridad. Se encontraban en un buen lío y, una vez más, por su culpa. El miedo lo salpicó y sacudió la cabeza intentando deshacerse de él.

Komir apareció a su espalda.

—¿Estás bien? —preguntó jadeante.

—Sí. Gracias. Ya llegan...

—Hombro con hombro, amigo.

—¡Norriel somos, Norriel moriremos!

Hartz se preparó para recibir al primer atacante. Alzó la espada y lanzó un poderoso ataque en diagonal que su enemigo casi no pudo bloquear. Lo continuó con un tremendo derechazo, que con un sonoro crack tumbó a su víctima de espaldas. Respirando a pleno pulmón lanzó el Irruli, el temido grito de batalla de los Norriel, mientras hacía frente al siguiente enemigo que ya lo asaltaba. El sonido, extremadamente agudo, desgarrado y estridente, estalló en la explanada llevando el miedo al corazón del enemigo.

Tal era su propósito.

Komir desenvainó su largo cuchillo de caza con la mano izquierda mientras avanzaba en dirección al primero de los enemigos, que llegaba corriendo a través de la explanada. El enorme y afilado cuchillo, más un machete que un cuchillo, del tamaño casi de una espada corta, era un regalo de su padre y Komir lo veneraba. De una calidad exquisita, perfectamente balanceado y ligero, era una verdadera obra maestra del forjado Norriel. Elaborado en Orrio por el Maestro Forjador Althor años atrás, había pertenecido inicialmente a su abuelo, luego a su padre y ahora, él tenía el honor de portarlo. Siempre lo acompañaba, allá adonde fuera, dispuesto en la cintura. El cuchillo le infundió valor y calmó su espíritu, haciendo desaparecer el miedo que en aquel momento sentía. Bloqueó con el cuchillo el primer ataque enemigo y sin pensarlo dos veces, con toda la celeridad de la que fue capaz, clavó su larga espada Norriel en el cuello de su oponente, que con ojos llenos de espanto, moría ante la velocidad y pericia del Norriel. La sangre le salpicó la cara y la sorpresa propició que se girara justo a tiempo para bloquear un nuevo golpe a su izquierda. De una estocada de espada, clavó la afilada hoja en la pierna izquierda del enemigo, bajo el escudo.

A su derecha, Hartz le partía la crisma a su contrincante de un bestial golpe. Al verlo, Komir sintió que ganaba en confianza, su amigo era un portento físico y él hábil con la espada, quizás podrían sobrevivir si tenían mucho cuidado y algo de fortuna.

Observaron un instante la batalla al fondo. Dos de los defensores en armadura pesada, los más exteriores, habían caído ya. El central retrocedía también malherido. Sólo quedaban cuatro en pie y no aguantarían mucho más el acoso brutal al que estaban siendo sometidos.

—Salgamos de aquí —dijo Komir con urgencia.

—Estoy contigo —asintió Hartz.

Pero el líder enemigo no parecía estar dispuesto a permitirles salir de allí con vida. Con gritos descarnados en un lenguaje extraño envió otros tres hombres contra los dos Norriel que se vieron obligados a detener la huida y encarar el peligro.

Komir respiró profundamente y apartando el miedo de su corazón recordó las enseñanzas de tantas y tantas tardes de adiestramiento en el Udag. Su mente estaba en equilibrio: calmada, serena y alerta. Un estado que el Maestro Guerrero Gudin le había enseñado a alcanzar tras muchos años de entrenamiento e inagotable paciencia. Era una técnica que pocos Norriel conseguían dominar, pero a base de entrenamiento y tesón Komir lo había logrado. Su cuerpo se movía ahora en armónica proporción, con agilidad rítmica, sin perder la posición ni el centro de gravedad, como un entrenado bailarín llevado por una suave melodía, esquivando los obstáculos ante sí, bailando la letal danza de la muerte. Identificó una espada dirigida a su costado izquierdo, la bloqueó, dio un paso al frente y con el brazo derecho bloqueó otro ataque a su cabeza. Quedó ligeramente flexionado con las dos armas bloqueando simultáneamente, una a cada lado. Ante la sorpresa de sus dos atacantes, se dejó caer deslizándose hasta clavar la rodilla en el suelo y desde esa posición agazapada barrió del suelo a sus oponentes con un rapidísimo movimiento circular de sus dos armas, que sesgaban las piernas enemigas. Los dos atacantes cayeron al suelo entre gritos de dolor. Komir, sin dilación, acuchilló con potencia y simultáneamente a los dos caídos atacantes en el bajo vientre.

Hartz se encontraba ahora como pez en el agua en el fragor de la batalla. El miedo había desaparecido de su corazón. Miró a Komir y vio que luchaba con una destreza y agilidad endiabladas, lo cual no le sorprendió en absoluto: ya había presenciado la innata pericia de su amigo con la espada. Un enemigo se situó a su derecha, indeciso, y Hartz sonrió para sus adentros. Nada le encantaba más que el sonido del metal sobre el metal, excepto el sonido de los huesos al quebrarse bajo un buen golpe. Desde que tenía uso de razón había sido consciente de que poseía un don natural para la batalla, y nada le gustaba más que darle buen uso. Levantó su espada por encima de la cabeza y, girando sobre sí mismo atacó realizando un molinillo con la espada en el aire que envió a su oponente volando por los aires con las entrañas colgando.

Hartz contempló el campo de batalla. El combate había finalizado. Sólo cuatro contendientes permanecían en pie después del sangriento desenlace: Komir, él, el líder de los asaltantes, y el único superviviente de los hombres de gris y blanco. Éste, ajeno a los últimos envites, comprobaba el estado de la persona a la que parecían proteger, la cual yacía en el suelo y no se movía. Por la cantidad de sangre que emanaba de su costado izquierdo y el pequeño charco viscoso que se había formado bajo su cuerpo, Hartz tuvo la certeza de que aquel hombre no volvería a levantarse jamás.

Komir le hizo una seña y avanzaron en dirección al cabecilla enemigo.

Hartz lo observó con detenimiento. Llevaba la cara completamente cubierta por una extraña mascara de color violeta que esgrimía una siniestra sonrisa plateada. Los ojos, también dibujados en argénteo, conferían a la máscara un cierto aire irreal, de pesadilla. Vestía de un morado oscuro, con una capa con capucha que le cubría la espalda y cabeza. Era delgado y de mediana estatura. Llevaba una espada corta y curva al cinturón, con una empuñadura de dorados grabados y con piedras preciosas incrustadas. Su atuendo era extraño, de confección exótica, Hartz no había visto nunca semejante vestimenta y dedujo que probablemente sería de procedencia forastera aunque ningún rasgo físico era visible que así lo denotara.

—¿Quién eres y por qué has atacado a estos hombres? —interrogó Hartz fríamente con la intención de obtener respuestas sobre lo que allí había sucedido.

El extranjero no respondió y lentamente desenvainó su ornamentada espada. La levantó y apuntó en su dirección. Un insólito silencio llenó la explanada devorando todo sonido, haciéndolo desaparecer. El viento cejó y el bosque pareció enmudecer. Una quietud antinatural los engulló.

—¿Me amenazas? ¿Es que no ha habido ya suficiente derramamiento de sangre? —exclamó Hartz en voz alta advirtiendo el peligro que la situación emanaba— ¡Baja la espada o me veré obligado a romperte la crisma! —amenazó el gran Norriel.

—Hartz, ten cuidado, algo no va bien, este extranjero es peligroso. Presiento un peligro, no me gusta nada. Prepárate, ¡no te confíes! —avisó Komir.

Antes casi de que pudiera terminar de avisar a su amigo, Komir contempló cómo el infausto personaje entonaba unas palabras incomprensibles dirigidas a Hartz, como en un lúgubre cántico. La espada de dorados adornos brilló con una fulgurante luz malva que la recubrió por completo y terminó bañándola en un destello púrpura.

—¡Cuidado! ¡Ese destello violeta puede ser Magia! ¡Un conjuro!

Hartz, sorprendido por los gritos de Komir, miró al extranjero sin comprender. «¿Qué destello violeta? Yo no he visto ningún destello de ningún color. ¿De qué habla Komir? ¿Me habrá maldecido con esas palabras que mascullaba? ¡Será cretino! Da igual, en cualquier caso me lo cargo y se acabó el problema. Si me ha lanzado un maleficio ya encontraré alguna bruja para que me lo quite, quizás Amtoko pueda. En cualquier caso primero me lo cargo por malnacido».

Se preparó para atacar pero de súbito sintió un pinchazo en el pecho. Un dolor fortísimo se apoderó de su tórax. El dolor procedía del interior del pecho, como si una fantasmal mano invisible le estuviera oprimiendo el corazón. El sufrimiento escaló rápidamente y en un suspiró el dolor se volvió tan intenso que casi le impedía pensar.

«¡Argh! ¿Qué me ocurre? ¿Qué diantre está pasando, de dónde ha salido este tremendo dolor?». Su mente no podía reaccionar dominada por el intensísimo dolor. La agonía comenzó a extenderse a todos los extremos de su cuerpo: manos, pies, cabeza... y era insoportable, como si todo su cuerpo ardiera en llamas.

—¡Por Ikzuge, qué dolor! —exclamó en agonía.

Intentó atacar al extranjero a sabiendas de que éste era la fuente de aquel mal que lo estaba matando pero al avanzar un paso tuvo que detenerse, incapaz de continuar. Cada movimiento, cada pensamiento, incrementaban la agonía que sufría. El dolor lo consumía, lo mataba. Quedó tendido en el suelo, todo su cuerpo en tensión máxima luchando contra el dolor que en breve lo mataría.

Komir se percató de que su amigo estaba en serios problemas.

—¿Qué te ocurre, Hartz, qué te ha hecho? —le preguntó lleno de preocupación.

—Dolor… inmenso… haz que pare… por favor, detenle… —consiguió balbucear antes de que todo su cuerpo comenzara a convulsionarse de forma salvaje.

Komir, impulsado por la crítica situación, se lanzó al ataque. El Hechicero le señaló con la opulenta espada y murmuró unas nuevas palabras ininteligibles que hicieron que la espada volviera a brillar con aquella luz púrpura. El destello volvió a repetirse con gran intensidad. Komir, que se encontraba ya casi sobre el extranjero, sintió que los pies se le volvían de pura roca, obligándole a detener el avance. «¡No puedo moverlos!». Se los miró asustado pero nada extraño les ocurría.

En un desesperado intento, alargó el brazo y, echando el cuerpo hacia adelante, pegó un tajo en dirección al cuello del Hechicero.

No lo alcanzó por dos dedos.

El Hechicero, con insultante parsimonia, dio dos pasos hacia atrás para salir del radio de alcance de la espada de Komir.

Komir miró incrédulo sus petrificadas piernas. «¡No se mueven! ¿Qué demonios ocurre aquí?». Siguió peleando con sus piernas intentando con todas sus fuerzas avanzar hacia aquel maligno ser. «¡Obedeced, moveos!». Pero sus piernas eran como de roca pura, sentía que pesaban cual pilares de un templo.

El extranjero volvió a apuntar con su espada hacia Komir.

Komir se preparó para lo peor.

Pero justo un instante antes de que pudiera ejecutar el previsible conjuro maligno, una figura de gris y blanco apareció a la carga, en dirección al Hechicero, con la espada alzada lista para golpear.

«¡El superviviente del grupo defensor! ¡Lo había olvidado por completo!» pensó Komir.

El funesto conjurador vio acercarse al soldado y se giró con rapidez para señalar al nuevo peligro que se acercaba a la carrera. Recitó lo que a Komir se le antojo algún tipo de conjuro y la luz morada destelló nuevamente de la espada. La figura en pesada armadura golpeó con la espada en dirección al cuello del extranjero, y de forma inexplicable, erró.

Erró ostensiblemente.

Volvió a golpear a dos manos pero volvió a fallar por completo.

—¡No veo! —gritó una voz bajo el yelmo— ¡Me ha cegado! —continuó, e intentó volver a atacar golpeando el vacío aire.

Una ruin carcajada brotó de detrás de la máscara del malévolo personaje.

—¡Y ahora todos moriréis! —proclamó el Hechicero triunfal.

Se preparó para consumar su amenaza. Apartándose del cegado soldado señaló con la espada a Komir, el golpe de gracia estaba a punto de ser conjurado.

Pero fue un suspiro demasiado lento.

La ornamentada espada abandonó la mano y cayó al suelo. El Hechicero dio un paso atrás y se miró el hombro derecho. Un pequeño puñal arrojadizo estaba clavado profundamente en su carne, a la altura de la clavícula, bajo el cuello. Levantó la mirada hacia Komir, pero bajo la máscara la mayúscula sorpresa que debía estar experimentando quedó oculta.

Komir se tensó, mientras en la mano derecha preparaba el otro pequeño puñal arrojadizo que llevaba consigo, listo para ser utilizado.

El Hechicero dudó un instante y acto seguido, con gran rapidez pese a la herida sufrida, se agachó, recogió su espada con la mano izquierda y salió corriendo en dirección al bosque.

Komir lo siguió con la mirada mientras huía. La duda lo invadió: sabía que todavía podía volver a alcanzar al Hechicero con el puñal que le quedaba, pero no estaba seguro de que el lanzamiento llegara a ser letal. Sus enrocadas piernas no le permitían apoyarse correctamente a la hora de lanzar, por ello había fallado el primer intento cuya verdadera diana debía haber sido el cuello del deleznable Mago. Si lanzaba y no acababa con él estarían indefensos, a la merced del enemigo.

«Mejor conservo el arma por si el Hechicero intenta un nuevo conjuro, de errar estamos perdidos. Si se vuelve antes de alcanzar el linde del bosque tendré que reaccionar, no puedo permitir que nos ataque una vez más. Nos costaría la vida».

Sin embargo, la morada figura desapareció entre los árboles del bosque en dirección este sin una mirada atrás.

Komir suspiró de alivio, pero inmediatamente la frustración tomó el timón.

—¡Maldición no puedo moverme! ¡Lo siento, Hartz! —gritó contrariado mirando a su compañero que seguía tendido en el suelo con la mano en el pecho y una expresión de inmenso dolor en la cara.

—Que dolor… ayuda… —suplicó el grandullón.