Epílogo
Isuzeni llamó a su sirviente personal de confianza y al entrar éste en la habitación le ordenó de inmediato que dispusiera los valiosos mapas con la cartografía de Tremia. «Sí, los mapas… siempre me ayudan a generar ideas, a poner a mi concienzudo cerebro en funcionamiento, en modo creativo, imprescindible en la generación de nuevos pensamientos e ideas que convertir en planes». Eran una herramienta útil para su mente, como un martillo que al golpear sobre el yunque iba moldeando el acero. Le permitía visualizar los planes, idear nuevas estrategias, urdir los siguientes movimientos en la complicadísima partida que se desarrollaba en el gran escenario global.
Necesitaba pensar… planear… Debía dilucidar las nuevas órdenes a emitir a sus agentes en el lejano continente de los hombres narigudos de ojos ovalados. Su estrategia estaba funcionando bien hasta el momento, tal y como él la había ideado y planificado. La ejecución de sus órdenes por parte de sus agentes en la sombra en el gran continente de Tremia había sido casi perfecta. Más de dos años había invertido en tejer meticulosamente el plan completo, el propósito que eventualmente llevaría a la consecución de los fines que la Dama Oscura perseguía.
Había posicionando cuidadosamente las piezas, seleccionando con el más minucioso escrutinio a cada agente, como si de una exótica fragancia para una caprichosa cortesana se tratara. Cada acción a llevar a cabo había sido estudiada con esmerado mimo y delicado cuidado, como si de un recién nacido se tratara. Nadie había levantado la más mínima sospecha hasta el momento, todos los movimientos habían sido encubiertos, ocultos a los ojos de sus rivales, invisibles para los personajes principales de la dantesca tragedia que estaba tomando forma. Las largas y solitarias horas ideando y tejiendo la intricada tela de araña comenzaban a dar fruto, y aquello lo colmaba de orgullo. La satisfacción de los resultados positivos estaba siendo embriagadora y lo llenaba de una dulce complacencia.
Sin embargo, había sufrido dos inesperados reveses y la Dama Oscura, su ama y ahora Emperatriz de todo el continente de Toyomi, estaba notablemente disgustada. Esto era extremadamente peligroso, podía perder la cabeza si no rectificaba de inmediato la situación. Su ama y señora no toleraba el más mínimo fracaso, ni siquiera a él su mano derecha. Y él había prometido resultados que no había podido conseguir. No obstante, aquella situación de crítica magnitud estaba siendo solucionada en aquel mismo instante. Su leal agente en Ocorum había puesto en marcha los eventos que propiciarían la muerte de El Marcado y de la escurridiza Alma Blanca. Los tenían localizados, después de que hubieran desaparecido por completo como si se los hubiera tragado la mismísima tierra. Y esta vez no sobrevivirían. Ninguno, ni ellos ni aquellos que los acompañaban. Todos morirían, sin excepción. Por fin podría comunicar a la Dama Oscura que la Premonición no se cumpliría, que la muerte no la alcanzaría. Algo por lo que llevaba luchando desde el primer instante en el que la caprichosa Calavera del Destino le había mostrado el fatal sino que la aguardaba. La Emperatriz no moriría y sus ambiciosos planes para Tremia comenzarían a tomar forma.
Isuzeni casi sentía un ápice de lastima por el desdichado Marcado, después de todo, no era culpa suya el haber nacido con aquel destino que lo enfrentaba frontalmente a la mujer más poderosa del mundo. Con renunciar a aquel destino, El Marcado podría salvarse… pero no, la Dama Oscura no correría ningún riesgo, ni aunque El Marcado se arrastrara hasta ella suplicando y renunciando a aquel predeterminado propósito. No, la Dama Oscura no correría riesgo alguno, lo mataría sin pensarlo dos veces, sin el más mínimo atisbo de culpabilidad. Después de todo, sólo uno de los dos podía sobrevivir. O bien él o bien ella. Los dos no podían seguir sobre la faz de la tierra. «No, la verdad es que no siento lástima por ti, Marcado. Debes morir, y así será. Pronto, muy pronto. De eso no me cabe la menor duda». Frotándose las manos en anticipado regocijo, Isuzeni soltó una pequeña carcajada de triunfo.
Pero debía continuar trabajando, El Marcado era sólo parte de sus problemas. Extendió el gran mapa de Tremia sobre su escritorio y situó mentalmente a sus agentes y personas de interés según los últimos informes que había recibido. Desafortunadamente, debido a la larga distancia que separaba los dos continentes, las noticias le llegaban con más de dos meses de retraso, a pesar del infinito esfuerzo e inmenso coste que había invertido en establecer una cadena de comunicación lo más veloz y ágil posible. Jinetes, grajos mensajeros y veloces navíos ligeros eran utilizados para esta crucial labor. Pero aquel insalvable retraso lo enojaba sobremanera. Trabajar con información incompleta o tardía por la lejanía del gran continente, sin tener la certeza de los últimos y más recientes movimientos de sus adversarios, era arriesgado, muy peligroso. Un movimiento en falso o a destiempo y el fracaso sobrevolaría su cabeza cual carroñero de los cielos.
Hasta el momento todos los informes de sus agentes habían sido favorables. Los tres grandes reinos se encontraban al borde de una guerra abierta, una guerra que dividiría el continente sumiéndolo en el caos y la destrucción más absolutos. La muerte y el horror se adueñarían de las fértiles y ricas tierras de las tres grandes potencias militares, diezmando sus ejércitos, recursos, y su actual poderío.
Contempló el Sur, desde donde los codiciosos Noceanos invadirían Rogdon.
Observó el Norte, desde donde los Norghanos descenderían implacables.
Miro al Oeste, donde Rogdon preparaba ya sus defensas.
El continente ardería en llamas y la destrucción lo asolaría por completo.
Únicamente los pequeños reinos del Este y la Confederación de Ciudades Libres en la costa más oriental del continente se salvarían de la debacle. Podrían suponer un escollo a sus planes… Los pequeños reinos como Irinel no le preocupaban, sin embargo las cinco ciudades estado que habían formado una alianza recientemente, por miedo a la agresión de las tres grandes potencias, podrían representar una dificultad considerable. Tendría que analizar las implicaciones de esa reciente e inoportuna alianza en el Este y analizar qué jugadas requeriría para eliminar el riesgo.
En cualquier caso, la estrategia estaba funcionando según lo previsto, pronto su plan sería un éxito, tal y como su ama esperaba de él. Sólo necesitaba de un último y pequeño empellón que provocara la inevitable hecatombe que su ama tanto ansiaba.
«Muy cerca estoy de lograrlo, unas jugadas más, unos movimientos certeros y el magistral plan estará completado. Me puede la impaciencia, pero debo ser paciente, sumamente prudente y cauto, esperar el momento adecuado, el momento irreversible en el que alumbrar la llama que será el inicio del caos total».
Se inclinó sobre el escritorio y con cuidado situó sobre el mapa un alfiler con la cabeza en forma de bola pintada de color rojo para indicar dónde se estaba concentrando el ejército Norghano: al noreste de Rogdon, en pleno territorio Masig, en las estepas interminables, cerca del Paso de la Media Luna. Poco a poco, como una larga serpiente de escamas rojiblancas nacida en las nevadas montañas del helado norte, el ejército Norghano descendía hacia la frontera de Rogdon. Los hombres de Rogdon enviarían refuerzos a la Fortaleza de la Media Luna, sin duda. La fortaleza custodiaba la entrada por el noreste al territorio Rogdano. Aquella fortaleza ya había sufrido en el pasado el ataque de Norghanos, había ejercido de rompeolas ante pasadas mareas invasoras de los hombres de las nieves. Sus murallas conocían bien el agrio sabor de la sangre de los devastadores Norghanos.
«Excelente, no tardarán mucho en decidir atacar. Los Norghanos no son conocidos precisamente por su paciencia. El rey Thoran de Norghana es un bruto y un necio, y está ciego de ira por la pérdida de su hermano Orten. Pronto ordenará atacar a Rogdon, no me cabe la menor duda. Y si no lo hace, deberá ser empujado por la invisible mano del destino, de mi destino».
Sonrió y miró su delgada mano asintiendo.
«No resultará demasiado difícil empujar a los Norghanos para que entren en conflicto bélico. Una raza que vive por y para la guerra, el pillaje y el saqueo».
Volvió a sonreír sin poder evitarlo.
Cogió un alfiler con cabeza marrón y lo situó en la frontera sur de Rogdon, en la ciudad fortificada de Alabando, residencia de Mulko, Regente del Norte del Imperio Noceano, donde otro gran ejército se estaba amasando. «¡Ah! los astutos Noceanos, no dejarán pasar la ocasión de asestar un golpe a sus vecinos del norte si se presenta una buena oportunidad. Si Rogdon no tiene mucho cuidado acabarán siendo anexionados al todopoderoso Imperio Noceano. Pero eso no nos interesa ¿verdad? No, claro que no. No podemos permitir que los Noceanos ganen en poder en el continente. Algo tendremos que hacer una vez invadan el orgulloso reino de Rogdon» se dijo a sí mismo rascándose la barbilla.
Isuzeni abrió un cajón de su escritorio y sacó dos alfileres de cabezas azules y los situó sobre dos puntos: uno al noreste sobre la Gran Fortaleza de la Media Luna y otro al sur del reino de Rogdon, el la ciudad de Silanda, la bella y fortificada ciudad situada en medio de un árido valle donde terminaban las tierras del reino azul y plata y comenzaban los dominios conquistados por el Imperio Noceano. La ciudad era rica y poderosa por el comercio con el sur, al tiempo que vigilaba las intenciones de los astutos vecinos de la tierra del eterno sol. Los dos alfileres representaban los ejércitos de Rogdon concentrándose en ambas fortalezas.
«La cuestión a dilucidar es si podrán soportar estas dos vitales fortalezas el ataque simultáneo de Norghanos al noreste y Noceanos al sur. ¿Podrá Rogdon hacer frente a ambas invasiones y defender ambos baluartes? No, creo que no, los orgullosos hombres de azul y plata con sus majestuosas monturas y brillantes corazas tendrán que ceder, retirarse al interior y defender lo inevitable» dedujo Isuzeni.
Se estaba gestando un conflicto, un triángulo de odios centenarios apunto de estallar como un enorme volcán, con Rogdon en el centro afrontando la inminente hecatombe. Pero era crucial que la guerra estallase y que tanto los Noceanos como los Norghanos invadieran Rogdon. El Oeste debía caer, era vital para los planes de la Emperatriz y así debía suceder, costara lo que costase.
—Así debe ser y así será —dijo Isuzeni en voz alta golpeando con el puño el mapa, en medio del territorio de Rogdon, en el corazón de los lanceros de azul y plata.
Se sentó en su cómodo asiento, se concentró, y contempló el mapa pensativo, ideando, planeando el movimiento maestro. Largas horas, hasta bien entrada la noche, transcurrieron antes de que finalizara la definición de la estrategia de sus próximos movimientos.
«Es una partida de extrema dificultad, no puedo ver los movimientos de mis adversarios a tiempo así que tengo que cubrir todas sus posibles jugadas; anticiparme a sus acciones, adivinar sus posibles reacciones, las más probables, las que más lógicas. Tres partidas simultáneas contra tres rivales expertos y yo con los ojos vendados… La tarea es compleja, extremadamente complicada, y los riesgos enormes. El futuro de los poderosos reinos del inmenso continente pende de un delicado hilo. Pero no importa. Los venceré. La partida será mía, los derrotaré y su sangre bañará todo Tremia».
Contempló el mapa una última vez y al cabo de unos instantes comenzó a escribir los mensajes que debían ser entregados a sus agentes sin dilación. Los selló con lacra y llamó a su sirviente. Le entregó tres mensajes y le dio las instrucciones oportunas. Al marcharse éste, contempló en silencio el mapa una vez más, intentando deducir algún detalle sin considerar, algún descuido, repasando en su mente cada una de las decisiones que había tomado.
—Esta partida ya es mía, la ganaré muy pronto. ¡Tremia caerá!
Su último pensamiento antes de dejarse llevar por el agotamiento fue para el Marcado: a aquellas horas ya habría muerto.
Isuzeni sonrió, su boca saboreaba ya la dulce victoria.
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