Atentado

 

 

 

La noche era cálida y la luna, el plenilunio ya completado, brillaba alta y hermosa con intensidad. Reinaba majestuosa sobre el negro y despejado firmamento, bañado por un mar infinito de pequeñas y resplandecientes estrellas. Hartz y Kayti caminaban tranquilamente por las desiertas y soñolientas calles de la ciudad en dirección a la posada del Caballo Volador. Habían pasado todo el día, desde muy temprano por la mañana, con el Padre Abad Dian, a su requerimiento, examinando en detalle la magnífica espada Ilenia de a dos manos recuperada de la tumba del templo subterráneo. La espada del supuesto rey de la Civilización Perdida enterrado bajo el gran faro. Tal y como habían acordado con Lindaro, la espada quedaba fuera del acuerdo cerrado con el Templo de la Luz para entregar los valiosos objetos descubiertos en la tumba, ya que Hartz se negaba en redondo a desprenderse de ella, fuera cual fuera el precio ofrecido.

Los aplicados sacerdotes habían comenzado con el análisis y estudio del preciado objeto nada más llegar Hartz y Kayti al templo aquella mañana. El examen en detalle de la extraordinaria arma les reveló que era una espada nada común: su acero era de una composición desconocida que había soportado el paso del tiempo sin ningún deterioro, incluso el doble filo seguía tan afilado que era capaz de cortar una pluma al aire. Este hecho había sorprendido a los sacerdotes que la examinaban, ya que por muy bien que se intente proteger del maltrato y castigo del inexorable paso del tiempo, toda arma sufre sus efectos y se deteriora. La enorme empuñadura en forma de cruz con intrincados grabados dorados en el extraño lenguaje de los Ilenios, así como la asadura con místicas runas alrededor de la misma, intrigaban en gran manera a los eruditos del templo. Con infinita paciencia y esmero para representar el detalle, los sacerdotes anotaron y dibujaron todas y cada una de las características del exquisito mandoble. Realizaron múltiples bocetos de las diferentes secciones de la gran espada, no dejando de plasmar ni el más nimio de los detalles. Asimismo, realizaron mediciones de sus diferentes partes y la pesaron anotando todas las cifras en una representación a escala. Trabajaron sin descanso durante toda la mañana y la tarde, descansando únicamente al medio día para disfrutar de una humilde comida. Realizaron múltiples pruebas y finalmente se detuvieron al percatarse de que el día se había agotado y ya era de noche. Los sacerdotes decidieron dejar para la siguiente jornada la continuación del estudio, con lo que Hartz y Kayti se despidieron de los laboriosos eruditos y abandonaron el Templo de la Luz con la intención de volver a la posada y disfrutar de una tardía cena. Aunque se presentaran a deshoras, Bandor, el posadero, hombre de buen alma, gustosamente les serviría una apetitosa cena acompañada de algunos de los últimos rumores y chismorreos de la ciudad relativos a la inminente guerra que estaba en boca de todos.

Torciendo a la izquierda tomaron una desierta calle en dirección a la posada. Hartz tocó con su mano la gran espada Ilenia que llevaba sujeta a la espalda, como para asegurarse de que seguía con él después de todo un día en manos extrañas. El contacto con la funda de cuero donde reposaba el arma lo tranquilizó.

Si bien desperdiciar el día en compañía de los sacerdotes observando sus interminables estudios no le había resultado nada divertido, la presencia de Kayti le había alegrado el espíritu de una forma que no llegaba a comprender del todo. Por alguna razón que desconocía, la mera presencia de la joven de pelo de fuego o su cercanía, le hacían sonreír como un bobalicón. No sólo eso, cada vez que la joven se situaba junto a él o le miraba, Hartz sentía una dulce confusión que era seguida por una molesta sensación en la boca del estómago que lo sobrecogía. En presencia de la pecosa guerrera, se sentía un gran patoso, sus movimientos se entorpecían y se volvía más lerdo de lo habitual, haciendo rodar por los suelos mobiliario, adornos y demás cada dos por tres. Ella, por el contrario, se movía con tal gracia y elegancia a su lado, incluso vistiendo la pesada armadura, que sólo magnificaba su tremenda torpeza, o a él así le parecía. Para agravar aún más su malestar, él no se sentía nada a gusto en situaciones sociales, especialmente en aquellas que conllevaran el entablar conversación con desconocidos, como era el caso con los sacerdotes del templo. Sin embargo, ella mostraba un arte innato para conversar y dialogar de múltiples conceptos y variados temas. En compañía de los sacerdotes la había observado con atención, viendo cómo entablaba conversaciones sobre disciplinas y materias de complicada naturaleza. En aquel entorno era muy discernible que la joven había disfrutado de una refinada educación y disponía de un intelecto muy bien formado y alimentado. Hartz comenzaba a sospechar que la pelirroja les ocultaba algo bajo la fachada de soldado Iniciado de la Hermandad de la Custodia que tan bien representaba cuando estaba con él y Komir. Estas revelaciones le encandilaban y disgustaban al mismo tiempo, ya que la joven no les había dicho toda la verdad… Además, resaltaba su deficiente educación, los Norriel eran un pueblo orientado a la batalla y no al estudio de las artes, y esto acentuaba sus propias carencias y limitaciones sociales. Sacudiendo estos incómodos pensamientos de su mente decidió obtener algo más de información de la pelirroja guerrera mientras continuaban el paseo hacia la posada.

—No me has contado mucho de tu procedencia, Kayti, ¿de dónde eres? —preguntó él con tono casual.

—Nací y me crié a las afueras de la capital del reino de Irinal, en un pequeño pueblo granjero.

—¿El reino de Irinal? Me es totalmente desconocido. Comentaste que estaba muy lejos, al este ¿verdad? —preguntó Hartz.

—Mi nación está muy lejos de aquí, Hartz, muy al este y algo al norte, pasadas las interminables estepas de los Masig, más allá de los gigantescos bosques de los Usik, pasadas las Montañas del Olvido, más allá de los Mil Lagos…

—¡Fiú! ¡Eso suena lejísimos! —silbó Hartz.

—Tremia es un continente enorme. Hay muchas naciones de las cuales estoy segura que vosotros los Norriel no habéis oído ni hablar. No me malinterpretes, no quiero ofenderte ni a ti ni a tu pueblo, lo que quiero decir es que existen muchas naciones y reinos al este y al norte del continente que los pueblos del oeste no conocéis.

—Para nada, Kayti. Después de todo yo soy un bárbaro de las tierras altas y conozco mis limitaciones —rió el gigantón.

—Creo que dentro de ti hay mucho más de lo que quieres dejar ver —sonrió la pelirroja.

Caminaron un rato, Hartz fue meditando las respuestas recibidas.

—¿Tus padres todavía viven allí? ¿Son granjeros? —preguntó algo extrañado ya que la respuesta no concordaba con sus suposiciones.

—Así es, mis padres disfrutan de una tranquila vida en una pequeña granja bajo la protección de la cercana capital.

—Me alegro de que así sea. ¿Cómo te uniste a la Hermandad de la Custodia? Nunca había oído de su existencia. Claro que pensándolo bien, tampoco tengo ningún conocimiento sobre la gente de tu reino —dijo él sonriendo.

—Ya me he dado cuenta de que los Norriel vivís un poco aislados del resto del mundo —le respondió ella con una amplia sonrisa—. En cualquier caso, ¿a qué vienen tantas preguntas? Ya os he contado todo lo que necesitáis saber de mí.

—Bueno, honestamente, y aunque yo no soy el más avispado entre los míos, creo que estás ocultando algo, Kayti. ¿Hay alguna razón por la cual no me estás contando toda la verdad?

El rostro de Kayti se endureció. Su mirada se volvió un tímpano de hielo.

—¿Qué quieres decir, Hartz? Te estoy respondiendo cortésmente aunque no tengo ninguna necesidad de hacerlo —se defendió ella.

—No, no tienes porqué responderme si no quieres. Pero puedo percibir que no estás siendo completamente sincera conmigo, me ocultas algo y esto me lleva a no poder confiar en ti —le advirtió él señalando con su dedo índice.

Kayti contempló el dedo acusador, su mirada se volvió helada.

—Siento mucho que lo veas así. Te puedo asegurar que puedes confiar en mí, pero si deseas no hacerlo, esa es prerrogativa tuya —le replicó conteniéndose con buscado tono de indiferencia.

—Creo que es hora de que me cuentes la verdad, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Qué persigues?

Pero ella no contestó.

Continuaron caminando en silencio.

La tensión entre ellos era palpable.

Hartz percibió un leve sonido a su espalda; siendo la noche tan tranquila y apacible, casi inconscientemente giró la cabeza para ver qué estaba perturbando la paz que reinaba sobre la solitaria calle por la que transitaban. Divisó un movimiento. Una sombra deslizándose en la oscuridad. Una sigilosa silueta, acercándose rápidamente por el costado derecho a su espalda, fue todo lo que alcanzó a distinguir. Su innato instinto de luchador lanzó una impactante alarma a su mente, como si le hubieran dado una fuerte bofetada, y todos sus sentidos se pusieron inmediatamente alerta. La adrenalina se disparó en su interior, todos los músculos de su cuerpo entraron en tensión, anticipando una reacción.

—¡Cuidado! —gritó Hartz advirtiendo a Kayti a pleno pulmón, mientras se giraba con urgencia para encarar la potencial agresión.

Una flecha le pasó rozando la cabeza.

Al girarse, apreció que estaban siendo atacados por varias figuras veladas. Se aproximaban sigilosas con espada y daga desenvainadas. Ignorando la proveniencia de la flecha se centró en el peligro que encaraba. Por el porte cauteloso, los movimientos discretos y la naturalidad con la que empuñaban las armas, Hartz inmediatamente se percató de que no eran simples rufianes, y él rara vez se equivocaba en estas apreciaciones. Por fortuna, se había percatado a tiempo del peligro, aquel minúsculo sonido delatador podía muy bien salvarles la vida a continuación. La fortuna era así de caprichosa, a veces te acompañaba, a veces te abandonaba, y sus designios causaban efectos terminales en la vida de los pobres mortales. Con un movimiento veloz desenvainó la gran espada Ilenia que portaba a la espalda. Continuó el movimiento con fluidez haciéndola descender sobre el primero de los atacantes, el cual ya estaba a escasa distancia de poder lanzarle una estocada certera.

«Corta distancia nos separa, querido rufián, pero todavía estoy fuera de tu alcance», se regodeó mientras le abría el cráneo al finalizar el movimiento descendente de la descomunal espada. «Afortunadamente para mí, aunque no tanto para ti, mi espada de a dos manos dispone de un alcance muy superior a la tuya, desgraciado» sonrió contemplando la masiva envergadura del ahora ensangrentado mandoble.

Kayti, muy alarmada por el grito de Hartz, lo miró y vio al siguiente atacante que se les acercaba. Comenzó a girarse al tiempo que una flecha le rebotaba de la armadura a la altura del hombro.

«Esa iba dirigida a mi corazón, pero no ha podido atravesar la placa de mi armadura. Pesa como un caballo la maldita, pero son ocasiones como ésta en las que vale cada onza de su peso en oro» pensó mientras se percataba de que a su espalda se le acercaban en silencio dos atacantes más. Desenvainó justo a tiempo para bloquear el primer tajo a su cuello y con un giro de su grácil muñeca contraatacó con una estocada al rostro del enemigo más cercano. Este bloqueó el golpe con el puñal y se preparó para volver a atacar. Sin permitirle tregua, Kayti le lanzó una rápida combinación de ataques y el agresor se defendió con la habilidad de un soldado acostumbrado a la batalla.

«No es manco… probablemente un mercenario», pensó mientras el segundo atacante se le venía encima. Se defendió bloqueando con rapidez los ataques de los asaltantes, dirigidos primordialmente a su cabeza; sus adversarios eran conscientes de que les sería difícil atravesar la armadura de placas que ella portaba, con espada de una mano o cuchillo. Esto le facilitaba la defensa aunque el peso de la armadura acabaría con su aguante eventualmente. Bloqueó varios golpes más de ambos enemigos, que ahora actuaban sobre ella de forma combinada, y retrocedió un paso.

Miró a su izquierda por el rabillo del ojo en busca de Hartz, justo en el momento en el que éste se acercaba a la carrera con su gran espada ejecutando un arco letal en el aire que decapitó completamente al agresor a su izquierda. La cabeza del desgraciado cayó rondando pero el cuerpo permaneció de pie, rígido. El tiempo pareció detenerse un instante. Kayti contempló la inverosímil escena. Parpadeó, y al hacerlo el cuerpo sin vida se derrumbó y el tiempo volvió a retomar su curso natural. Kayti se fijó en su compañero y vio que llevaba dos flechas clavadas en el hombro izquierdo y una tercera en su antebrazo derecho. Una ácida angustia le subió por la boca del estómago al ver al gigantón herido.

Kayti bloqueó un tajo a su garganta con habilidad y Hartz empaló al atacante con una potente estocada de la enorme espada Ilenia. El asaltante, al verse atravesado por la espada, miró con desorbitados ojos y soltó un áspero gemido. Antes de que Hartz librara el mandoble, ya había muerto, su cara desencajada. Otra flecha rebotó contra la armadura de la pelirroja soldado procedente de la zona alta de la calle. Dos figuras con sendos arcos estaban allí apostados con intención de abatirles.

—¡A cubierto! —le gritó a Hartz señalando una saliente pared de una de las casas que protegía del trayecto de las saetas. Se refugiaron a la carrera contra la salvadora esquina.

Hartz respiró profundamente, se sentía extraño. Lo atribuyó a las heridas de las flechas, pero sabía que no eran graves, ya que la cota de malla que llevaba bajo su jubón gastado había parado el impacto de las saetas y sólo una de ellas había conseguido atravesarla por completo, aunque la herida no era lo suficientemente profunda para ser preocupante.

—Quítamelas, por favor —pidió a Kayti con una sonrisa.

—¿Estás seguro? No es nada recomendable arrancarlas, lo sabes, mejor que lo haga un cirujano.

—Está bien, quiébralas entonces.

—La guerrera quebró las tres flechas con secos golpes de muñeca y una mirada de preocupación honesta en sus ojos.

Al quebrar la saeta del antebrazo, un fino reguero de sangre recorrió la mano del Norriel hasta llegar a la empuñadura de la bella espada, aquella reliquia de los misteriosos Ilenios. El antiquísima arma, al contacto con la sangre, emitió un breve destello dorado que la recorrió desde la empuñadura, siguiendo el afilado filo, hasta la letal punta. El destello pulsó por tres veces emitiendo fulgores de oro y desapareció por completo. Hartz comprendió que la extraña sensación que sentía la estaba produciendo aquella reliquia Ilenia.

Miró a Kayti completamente sorprendido en busca de alguna explicación, pero ella le devolvió una mirada de perplejidad, sin respuesta alguna ante lo que estaban contemplando. Antes de que pudieran comentar el extrañísimo fenómeno que acababan de presenciar, seis hombres aparecieron a su izquierda bloqueando el escape por la zona baja de la calle. Kayti miró a Hartz con ojos llenos de desasosiego y éste comprendió que aquella emboscada no era un robo o un ataque fortuito, venían a por ellos, venían a asesinarlos. «Malditos puercos, vienen a por nuestra sangre. No permitiré que ninguno le ponga un dedo encima a Kayti, aunque sea lo último que haga, ¡lo juro! ¡Por mis antepasados! ¡Lo prometo!». Con la sangre bullendo y sin abandonar la protectora sombra que proporcionaba la pared para no facilitar un blanco a los arqueros apostados en la zona alta de la calle, el gran Norriel amenazó con su potente voz:

—¡Escuchadme bien, ratas de cloaca! ¡Será mejor que os deis la vuelta y marchéis ahora que todavía podéis. No sois los suficientes, ni poseéis la habilidad necesaria como para acabar conmigo. Daos la vuelta u os prometo que recogeré vuestras entrañas sangrantes del suelo y se las daré de comer a los perros del muelle!

La amenaza detuvo en seco el avance del grupo agresor, como si hubiera hecho mella en su coraje y confianza.

Pero no lo suficiente.

Tras un instante de duda los seis se lanzaron al ataque con espadas y mazas. Hartz apartó con el brazo a Kayti de forma gentil y la colocó oculta tras sus anchas espaldas. Sin salir del cobijo de la esquina saliente del edificio esperó el choque, conteniendo su ira, casi tranquilo, como era costumbre en él, sin darle demasiadas vueltas al asunto. Viviría o moriría, eso no estaba en su mano decidirlo, pero defendería a muerte a su compañera, y si en el proceso machacaba algunos cráneos o rompía algunas crismas, mejor que mejor.

Sin embargo, notó algo diferente en su ánimo: estaba calmado, sí, como casi siempre ante la tormenta de la batalla, pero esta vez no sentía el más mínimo resquicio de temor, como si se lo hubiera tragado el mar, y eso no era normal. Una confianza total comenzó a inundarle, como si fuera indestructible, como si fuera un semidiós. Nada podría detenerle, nadie podría vencerle. Aquellas sensaciones no eran normales y él lo sabía. De súbito comenzó a escuchar una ronca y grave voz que le susurraba al oído:

—La gloria nos espera, guerrero. Deja que la sangre de nuestros enemigos bañe mi filo templado y te prometo que vivirás para luchar otro día más. Alimenta mi frío cuerpo con la caliente sangre del enemigo y te aseguro que vivirás eternamente.

Hartz se dio cuenta de que aunque la voz procedía de su interior, realmente era la espada la que le hablaba, como si de su propio subconsciente se tratara. Una magia ancestral de un carácter antiquísimo se había infiltrado en su ser procedente de la espada Ilenia, como si aquella reliquia poseyera vida propia y los hubiera unido creando un fuerte vínculo. Un vínculo que cada vez sentía más fuerte, más real, entre acero hechizado y hombre. Hartz lo comprendió, aquellas sensaciones de inmensa confianza y fortaleza mental provenían de la hechizada espada, haciendo uso de una magia milenaria, magia de la Civilización Perdida. El vínculo siguió creciendo, fortaleciéndose. Aquel descubrimiento debería haberlo asustado, aterrado, pero no había lugar para tal sentimiento mientras empuñara la letal arma encantada.

El vínculo terminó de completarse.

Ahora eran uno.

Espada y Hombre.

Acero y Sangre.

Los dos primeros atacantes llegaron hasta su posición. Hartz los recibió con un fulminante arco paralelo al suelo, a media altura, del arma de gran envergadura que cortó la armadura de placas de los dos hombres como si fuera mantequilla, alcanzando el estómago y el abdomen y abriéndolos de lado a lado. Al contacto con la sangre la espada transmitió una energía vital a Hartz que recorrió todo su cuerpo impregnándolo de una energía desconocida. Con una expresión de absoluta incredulidad los dos atacantes miraron el dantesco tajo mientras sus entrañas se desparramaban sobre el suelo empedrado. Hartz volvió a realizar otra rapidísima pasada circular en dirección opuesta que acabó con ellos al instante.

Kayti observó al grandullón. Por la extrema velocidad con la que había ejecutado los dos movimientos circulares en ambas direcciones le dio la impresión de que la gran espada hubiera perdido completamente toda su masa, todo su peso, que era ciertamente considerable. Hartz la manejaba como si de una fina rama de un árbol se tratase. No era físicamente posible que una persona por muy fuerte que fuera, y Hartz era la más fuerte que ella había conocido jamás, pudiera mover la masiva arma con tanta rapidez y facilidad. Un tercer atacante se acercó por la derecha pero, antes incluso de que extendiera completamente el brazo para golpear, Hartz le lanzó una meteórica estocada dando un paso al frente que atravesó el corazón del desdichado agresor en un abrir y cerrar de ojos.

Hartz sintió aquella fortalecedora y pura energía recorriéndole el cuerpo una vez más y se encontró rejuvenecido, la más mínima fatiga desaparecida en el olvido. Sin dilación, se situó en posición defensiva con el gran mandoble sujetado a dos manos y ligeramente inclinado al frente.

Los tres atacantes restantes dudaron un momento, el miedo era palpable en sus ojos. Pero para su desgracia, decidieron atacar al gran Norriel. Cargaron, tan veloces como agresivos, pero Hartz los eliminó con dos potentes ataques de la gran espada Ilenia que corto a través de armadura, carne y hueso por igual. La velocidad y potencia con la que ejecutó los golpes dejó boquiabierta a Kayti que sabía que no era posible manejar un arma de tal tamaño y peso con aquella facilidad y celeridad.

Los tres atacantes cayeron al suelo muertos junto al resto de sus desventurados compañeros. Tal y como el gran Norriel les había prometido sus entrañas quedaron esparcidas por el suelo en un baño de espesa sangre.

Hartz arriesgó una mirada a la zona alta de la calle. Los arqueros ya no se encontraban allí, habían huido.

—Se han ido, creo que lo hemos logrado, Kayti —dijo aliviado.

Pero Kayti lo miraba con ojos de sorpresa, perpleja.

—Esa espada… está encantada… con algún tipo de magia similar a la que vimos en el templo subterráneo, magia de la Civilización Perdida —le indicó señalando el arma con su dedo índice.

—Ummm… si… así lo creo yo también. Me tomarás por loco pero esta espada me ha… me ha… hablado —balbuceó él.

—No sé qué te ha dicho pero desde luego la has manejado como si fuera una liviana pluma y eso no ha sido nada natural, nada…

—Sí, cierto. No he notado su peso en absoluto, es como si mis brazos no pudieran cansarse. Pero ha sido más que eso: un sentimiento de vitalidad, de calma y confianza plenas me ha llenado, como si el miedo y el cansancio no existieran al empuñarla, como si no fuera posible derrotarme.

—Esos deben ser los conjuros que algún poderoso Encantador de la Civilización Perdida imbuyó en el arma. De alguna manera inadvertida los has debido activar.

—Creo que ha sido mi propia sangre, de la herida del antebrazo, la que al caer sobre la empuñadura de la espada ha activado los encantamientos.

—En la Hermandad de la Custodia tenemos constancia de armas encantadas que otorgaban poder a los que las empuñan. Pero es la primera vez que veo una —reconoció Kayti que miraba la gran espada con renovado interés.

—Yo creía que sólo eran leyendas nacidas de la fantasía y deseos inalcanzables de los hombres.

—Creo que esto prueba que realmente existen objetos imbuidos de conjuros y poder. Estamos ante una reliquia de gran valor e importancia —le explicó la pelirroja soldado.

—Sí, a mi me ha convencido completamente —sonrió Hartz.

—Salgamos de aquí, no vaya a ser que vuelvan o tengamos algún otro disgusto.

—¿A dónde nos dirigimos? ¿A la posada? —preguntó Hartz mirando a ambos lados de la calle.

—Sí, debemos encontrar a Komir. Puede que él también se encuentre en peligro.

—¿Tú crees? ¿Por qué razón?

—No lo sé, Hartz, pero esto ha sido una emboscada en toda regla. Si han ido a por nosotros quizás vayan también tras Komir.

—Tienes razón, ¡corramos!

Los dos comenzaron a correr calle arriba.

¡Komir estaba en peligro de muerte!