Thomas Hardy

—Ay, ¿Estás escarbando en mi tumba, amado mío? ¿Plantas ruda?

—No: Su amado desposó precisamente ayer a una muchacha inteligente de familia adinerada. «Ya no puede hacerle daño —aseguró— el que no sea fiel a su recuerdo.»

—Entonces, ¿Quién escarba en mi tumba?

¿Acaso mis queridísimos familiares?

—Ah, no: Ésos se han puesto a reflexionar.

«¿De qué servirá plantar flores? —razonan—.

Por mucho que cuidemos su sepultura no la soltaremos de las garras de la muerte.»

—Pero alguien escarba en mi tumba.

¿Es mi enemiga, que cava satisfecha?

—No, cuando se enteró de que se había ido con la parca que tarde o temprano a todos llega decidió no malgastar su odio en usted y ahora le trae sin cuidado dónde repose.

—Entonces, ¿Quién escarba en mi tumba? Dímelo, ya que no lo he adivinado.

—Pues soy yo, señora querida.

Soy su perro, que aún vive cerca y espera sinceramente que sus movimientos no hayan importunado su descanso.

—¡Ah, sí! Escarbas tú en mi tumba...

¿Cómo no me había dado cuenta de que dejé atrás un solo corazón sincero? ¿Qué sentimiento puede encontrarse que iguale entre la raza humana la fidelidad de un perro?

—Señora, he escarbado en su tumba para enterrar un hueso, no vaya a ser que me entre hambre cerca de aquí cuando venga a dar mi paseo matutino.

Le pido disculpas, pues me había olvidado de que era aquí donde en paz descansaba.